Crucé la cocina y me dirigí a la parte delantera de la casa. Giré a la derecha en el vestíbulo y subí las escaleras. No sabía cómo estaban distribuidos los dormitorios. Anduve por el pasillo de habitación en habitación. El pasillo se ramificaba al final y daba a una sala de estar en la parte derecha y a un dormitorio a la izquierda. Vi a Serena echada y tapada con una manta ligera en una cama de dosel. La habitación era soleada y espaciosa, tenía un papel de pared blanquiamarillo con pequeñas rosetas estampadas. De las ventanas colgaban cortinas blancas y todos los remates de madera se habían pintado de blanco.
No daba la impresión de estar dormida. Di unos golpes en la jamba y volvió la cabeza. No vi muestras de llanto en su cara. Estaba pálida, sin regueros de lágrimas, y en sus ojos había más resignación que tristeza, en el caso de que esta distinción sea factible.
—¿Han terminado ya? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—Aún tardarán un rato. ¿Quiere que llame a alguien?
—No. Ya he avisado a Roger. Vendrá en cuanto se lo permita el trabajo de la depuradora. ¿Quería usted algo?
—Hacerle una pregunta, si no es molestia.
—No se preocupe. Adelante, hágala.
—¿Se baña usted en la piscina todos los días?
—No. Nunca me ha gustado la natación. A mi padre, en cambio, le apasionaba. Por eso mandó construir la piscina hace unos cinco años.
—¿Le gusta nadar a alguien más de la casa? Alguna doncella, la cocinera…
Meditó unos segundos.
—A veces vienen amistades y se bañan, pero nadie más lo hace —dijo—. ¿Por qué?
—He oído una conversación grabada con un magnetofón en unas circunstancias que prefiero no detallar. Lorna hablaba con un hombre que decía: «Ella entra a la misma hora todos los días». Pensé que podía referirse a la piscina, aunque cuando lo oí no parecía tener mucho sentido. Y me preguntaba si en la casa habría alguna «ella» que entrase en algún sitio «a la misma hora todos los días».
Sonrió con desgana.
—Bueno, la perra, pero sólo se mete en el agua con mi padre. La vio usted la otra noche. Solían jugar a recoger cosas, y cuando mi padre se daba un chapuzón, nadaba junto a él.
Al principio no entendí lo que me decía.
—Creía que el perro era macho. ¿No se llama Max?
—Maxine. Max es la forma abreviada —dijo—. Su verdadero nombre es mucho más largo, ya que es una perra de pedigrí certificado.
—Ya. Maxine. ¿Y se encuentra bien? No la he visto abajo. Pensé que estaría aquí con usted.
Se incorporó hasta quedar sentada.
—Cielos. Gracias por recordármelo. Todavía está en la guardería. La entregué a primera hora de la mañana. El encargado vino expresamente para facilitar las cosas. Tenía que pasar a recogerla a las once, pero se me ha ido de la cabeza. ¿Tendría la bondad de decirle a la señora Holloway que vaya a buscarla? Que llame por lo menos para que sepan lo ocurrido. Pobre Max, pobre criatura. Se morirá de pena sin el amo. Eran inseparables.
—¿La señora Holloway es el ama de llaves? Tampoco la he visto, pero puedo avisar yo, si no le importa.
—Gracias. Podría recogerla Roger cuando venga. Es la Guardería Canina de Montebello, en el sector sur del barrio. El número está apuntado en la cocina. Pero no tiene usted por qué tomarse la molestia.
—No es ninguna molestia —dije—. ¿Se encuentra usted bien?
—Sí, en serio. Sólo quiero estar un rato sola, luego bajaré. Seguramente tendré que hablar otra vez con el inspector. No puedo creer que haya ocurrido. Es grotesco.
—Tómese el tiempo que quiera —dije—. Diré a los de la guardería que recogerán a Max más tarde. ¿Quiere que cierre? Estará más tranquila.
—De acuerdo. Muchas gracias por todo.
—De nada. Y siento lo de su padre.
—Se lo agradezco.
Cerré la puerta al salir. Bajé a la cocina y llamé a la guardería. Dije que era amiga de Serena y que el padre había fallecido de manera inesperada. La mujer que estaba al otro lado del hilo se deshizo en condolencias. La guardería cerraba a las tres y la mujer dijo que podía acercar a Max cuando saliese del trabajo. Garabateé una nota consignándolo y dando por sentado que la vería Serena o la señora Holloway.
Cuando volví al patio, ya se habían llevado los cadáveres. El fotógrafo había recogido los trastos y se había ido. Tampoco vi rastro del electricista, del juez de instrucción ni de su ayudante. El técnico de huellas trabajaba en lo suyo en el cobertizo que regulaba las funciones de la piscina. En el extremo más próximo de esta vi a Cheney hablando con el policía de paisano más joven, su colega Hawthorn, supuse, aunque no nos presentó. Al verme, dio por finalizada la charla y echó a andar hacia mí.
—¿Dónde te habías metido? Aquí ya queda poco por hacer. ¿Quieres irte?
—Contigo —dije.
Apenas si hablamos hasta que salimos de la casa y fuimos por el sendero hasta el lugar donde Cheney había dejado el coche.
—¿Cuál es la última teoría? —pregunté—. No puede haber sido un accidente. Es absurdo.
Cheney abrió la portezuela del copiloto para que subiera yo primero.
—En apariencia no, pero ya veremos qué sale de todo esto.
Cerró la portezuela, interrumpiendo la conversación, como quien dice. Me incliné sobre el asiento para abrir la otra portezuela, pero tuve que esperar a que diese la vuelta y tomara asiento ante el volante.
—Deja de escurrir el bulto y concéntrate en lo que te digo. ¿Qué piensas?
—Pienso que hacer conjeturas es perder el tiempo.
—Vamos, Cheney. Ha tenido que ser asesinato. Alguien rompió el foco de la piscina y luego desconectó el IATO. En el fondo no crees que fuera un accidente. Fuiste tú quien dijo a Hawthorn que podía haber alguna relación circunstancial entre la muerte de Lorna y la de Esselmann.
—¿De qué relación hablas? —dijo con malicia.
—¡Eso es precisamente lo que te pregunto! —exclamé—. Maldita sea, estás poniéndome los nervios de punta. De acuerdo, hablaré yo primero. He aquí lo que creo.
Elevó los ojos al cielo con una sonrisa y giró la llave de contacto. Puso el brazo en el respaldo del asiento, miró por el retrovisor y cruzó la verja en marcha atrás con una temeridad que me dejó sin habla. Ya en la calzada, metió la primera y puso rumbo a mi casa. Por el camino le conté lo de la grabación clandestina de Leda. No llevaba encima la transcripción, pero el texto era tan elemental que no me costó recordarlo.
—Creo que el hombre está explicando su plan a Lorna. Se le ha ocurrido una idea para matar a Esselmann y se cree inteligente. Puede que pensara que la chica lo encontraría gracioso, pero no es así. Óyela en la grabación y verás. Está cabreada y descompuesta y él trata de comportarse como si todo fuera una broma de mal gusto. El problema es que, por el solo hecho de contarlo, el hombre ha quedado comprometido. Si realmente tiene intención de seguir adelante, ella tiene que secundar el plan. Dada la reacción de Lorna, el hombre no confía en su discreción.
—¿Cuál es tu teoría entonces? En pocas palabras —dijo.
—Creo que la mataron porque sabía demasiado.
Cheney hizo una mueca.
—Sí, pero Lorna murió en abril. Si el hombre quería matar a Esselmann, ¿por qué ha esperado tanto tiempo? Si lo único que le preocupaba era que Lorna se fuese de la lengua, ¿por qué no mató al viejo inmediatamente después de matar a Lorna?
—No lo sé —reconocí—. Tal vez ha querido esperar a que las cosas se enfriaran. Si se hubiera movido demasiado aprisa, puede que hubiera despertado sospechas.
Aunque me escuchaba, era evidente que no estaba convencido.
—Vuelve al plan de asesinato. ¿Qué se propone el hombre?
—Creo que habla de una variante de lo que en realidad ha sucedido. Clark y Max hacen exactamente lo mismo todas las mañanas. El anciano tira un palo a la piscina y la perra se lanza por él. Es perdiguera de raza. Ha nacido para hacer eso. Después de jugar, los dos se bañan. Ahora viene el plan. Imagina que se ha electrificado la piscina. El anciano tira el palo. La perra se arroja al agua y sufre una descarga de mil demonios. Esselmann advierte que al animal le pasa algo, se tira al agua y muere también. Parece un accidente, un absurdo encadenamiento de circunstancias que deja a los demás sin saber qué hacer. Pobre anciano. Quería salvar a la perra y murió en el empeño. En el plano de la realidad, Serena envió la perra a la guardería canina y Clark se puso a nadar solo. En vez de Clark y la perra, tenemos a Clark y al jardinero, pero el esquema es el mismo.
Cheney permaneció un rato en silencio.
—¿Cómo sabes que es Lorna la que habla en la grabación? —dijo—. Nunca la habías oído. Puede que fuera Serena.
—¿Y qué hacía Serena en casa de Lorna? —repliqué. Me di cuenta de que era más divertido hacer preguntas que responderlas.
—Aún no he resuelto esa parte. Pero fíjate: Serena está trastornada porque no quiere que la perra sea el cebo, así que se lleva a Max a la guardería canina para eliminar la posibilidad.
—He hablado con Serena. La voz de la cinta no suena como la suya.
—Un momento. Eso no es una prueba. Has dicho que las voces estaban distorsionadas. También has hablado con J. D. y has admitido que su voz grabada no se parecía a su voz real.
—Es verdad —reconocí a regañadientes—. Pero has insinuado que Serena ha matado a su propio padre y no me lo creo. ¿Por qué iba a hacerlo?
—El anciano tiene mucho dinero. ¿No hereda ella todos sus bienes?
—Seguramente, pero ¿por qué matarlo? Ya había sufrido un ataque al corazón y estaba muy achacoso. Lo único que tenía que hacer Serena era esperar y probablemente no mucho. Además, la he visto con él y allí no había más que afecto. Una queja ocasional sobre su tozudez, pero era evidente que lo admiraba. En cualquier caso, veré si puedo recuperar la cinta para que la oigas.
—¿Quién la tiene?
—Leda. Mandó anoche a J. D. para pedírmela. Por lo menos es lo que él dice. La verdad es que, en el departamento de sospechosos, no son malos candidatos. Los dos estaban inquietos ante la posibilidad de que entregase la cinta a la policía. Tampoco tienen coartada. ¿Y sabes cómo se gana la vida J. D.? Es electricista. Si alguien sabe cómo electrocutar una piscina, es él.
—La ciudad está llena de personas con conocimientos suficientes para hacer una cosa así —repuso—. De todos modos, si tu teoría es acertada, quien matase a Esselmann tenía que ser alguien que conociera la casa, la piscina y lo que hacían el difunto y la perra cotidianamente.
—Es verdad.
—Lo que nos lleva otra vez a Serena.
—Es posible —dije con lentitud—. Aunque también Roger Bonney tenía conocimiento de todo lo que has dicho.
—¿Y sus motivos?
—No tengo ni idea, pero sin lugar a dudas es el vínculo entre Lorna y Esselmann.
—Bueno, pues ya lo tienes —dijo Cheney con un bufido—. Y si Roger conoce al Retaco, se habrá cerrado el círculo y podremos acusarlo de asesinato. —Lo decía en broma, pero acababa de poner el dedo en una llaga convincente que me produjo un estremecimiento de inquietud. Me acordé de Danielle y del hombre que se había escondido en la oscuridad del callejón.
—¿Cómo sabemos que no es el individuo que atacó a Danielle? Puede que la agresión esté en relación con todo lo demás.
Habíamos llegado a mi calle y Cheney redujo la velocidad hasta detener el coche. Puso el freno de mano, apagó el motor y se volvió a mirarme; ya no sonreía.
—Hazme un favor y piensa en otra cosa. El juego es divertido, pero sabes tan bien como yo que no significa nada.
—Barajo distintas teorías; es como tirar platos contra la pared para ver si alguno se queda pegado.
Me agarró del pelo y me dio un leve tirón.
—Pero ¿es que no lo comprendes? Aunque tengas razón y todas estas cosas estén relacionadas, no puedes liquidarlo por tu propia cuenta —dijo—. El caso pertenece al sheriff del condado. No tiene nada que ver contigo.
—Ya lo sé.
—Entonces no me mires así. No es nada personal.
—Es personal. Sobre todo en lo que afecta a Danielle —dije.
—¿Quieres dejar de preocuparte? Está a salvo.
—¿Durante cuánto tiempo? Uno de estos días la sacarán de la UCI. Los hospitales no son precisamente lugares de alta seguridad. Tendrías que ver a la gente que entra y sale de allí.
—En eso tienes razón. Pensaré algo para ver qué puede hacerse. Volveremos a hablar de esto muy pronto, ¿de acuerdo? —Sonrió y no pude por menos de devolverle la sonrisa.
—De acuerdo.
—Bien. Te daré el número de mi mensáfono. Si pasa algo, avísame.
—Descuida —dije. Me dio el número y me hizo repetirlo antes de poner en marcha el motor.
Me quedé en la acera mirando cómo se alejaba el Mazda, crucé la verja y rodeé el edificio para entrar en casa. Era sábado por la tarde, casi las tres. Nada más entrar, puse por escrito el número del mensáfono de Cheney y dejé el papel encima de la mesa. Me sentía en un estado de animación suspendida. La respuesta flotaba en algún punto periférico, como esas manchas del campo visual que se desplazan cada vez que tratamos de enfocarlas. Tenía que haber una cadena causal, algo que vinculase entre sí todas las piezas del rompecabezas. Necesitaba distraerme, arrinconar todas las preguntas hasta que aparecieran por lo menos algunas respuestas. Subí al altillo por la escalera de caracol, me desnudé y me puse la ropa y las zapatillas de correr. Me guardé en el bolsillo la llave de casa y comencé a hacer footing hasta Cabana Boulevard.
El día estaba despejado y el sol de media tarde bañaba las montañas en el horizonte como si fuera mermelada de oro. El océano era una cegadora alfombra de diamantes cuya salmuera impregnaba el aire de aromas. La carrera resultó un placer y me hizo recuperar todo el entusiasmo propio de la actividad física. Hice seis kilómetros, me sentí robustecida y al volver me di una ducha, me tomé un tazón de cereales y me comí una tostada mientras leía el periódico, que no había podido hojear por la mañana. Salí a hacer un par de recados, compré algo de comida y pasé por una tienda de licores. Eran casi las seis cuando por fin me encontré lo bastante relajada para tomar asiento ante el escritorio y encender la lámpara de mesa.
Volví a repasar las notas de las fichas. La intuición gobernaba mis movimientos, ya que no seguía la pista de nada en particular y sólo trataba de estar ocupada hasta aclarar lo que haría a continuación. Me quedé mirando la bolsa de papel que contenía los marcos rotos de Danielle. Recontra. Había olvidado llevar sus sábanas a la lavandería antes de que cerrasen; pero al menos colocaría los marcos nuevos. Fui al mostrador de la cocina con los marcos nuevos que había comprado. Acerqué la papelera y saqué las fotos de la bolsa de papel. Eran cuatro ampliaciones de veinte centímetros por veinticinco, todas en color. Desmonté el marco y separé el soporte de cartón de la primera; me puse a observarla: tres gatos encima de una mesa de estilo campestre. Uno, elegante y con la piel rayada de gris, estaba a punto de saltar al suelo, descontento al parecer de la inmortalización fotográfica. Los otros dos eran de pelo largo, uno de color crema claro y el otro negro, y miraban a la cámara con expresión de arrogancia el primero y de indiferencia el segundo. En el dorso de la foto, Danielle había apuntado la fecha y el nombre de los gatos: Smokey, Tigger y Cbeshire.
Al quitar la foto del marco, habían caído los dos pedazos del vidrio roto. Los tiré a la basura, junto con el marco. Agarré un marco nuevo, le arranqué la etiqueta del precio y saqué la cartulina de ventanilla y el soporte de cartón. Coloqué la foto entre la cartulina y el cartón y le di la vuelta para comprobar que quedaba recta. Deslicé las tres superficies, cartulina, foto y cartón, entre el vidrio y los fijadores que sobresalían del marco. Volví a darle la vuelta. Estaba bien.
Me hice con la segunda foto y repetí la operación. El cristal de esta sólo estaba astillado en una esquina, pero no había manera de aprovechar el marco propiamente dicho. En la foto había dos muchachos y una joven en un bote de vela, los tres bronceados, con el pelo revuelto por el viento y sendas latas de cerveza en la mano. La foto la había hecho sin duda la misma Danielle. Tenía que haber sido tomada un día estupendo que había pasado con unos buenos amigos en una época en que la joven aún podía considerarse inocente. Yo misma había hecho excursiones así. Una vuelve agotada y llena de mugre, pero jamás olvida la experiencia.
En la tercera foto, Danielle aparecía bajo un arco de rejilla de madera blanca en compañía de un joven pulcro y aseado. A juzgar por el vestido que llevaba la muchacha, adornado con un ramillete en la cintura, deduje que la foto se había hecho durante la fiesta de fin del bachillerato. Danielle se había adentrado seguramente en la vida como una novicia entra en un convento, abriendo una brecha igual de ancha entre el pasado y el presente.
A la última foto se le había cambiado la cartulina de ventanilla, que reducía la instantánea a las dos figuras del centro: Danielle y Lorna, totalmente acicaladas y sentadas en un reservado. Parecía hecha por un fotógrafo ambulante que se ganase la vida retratando a la gente en la calle y en lugares públicos. Costaba adivinar dónde se había tomado, en Los Ángeles o en Las Vegas, en algún club nocturno donde se cenase y se bailara. Al fondo se veía el estrado de los músicos y un macetón. En la mesa a la que estaban sentadas las muchachas había copas de champaña. El marco era barato, pero la cartulina de ventanilla que aislaba a las jóvenes era de cierta calidad.
Las dos iban muy bien vestidas y estaban sentadas a una mesa redonda en un reservado de tabique acolchado y tapizado en cuero negro. Lorna estaba bellísima: el pelo oscuro, los ojos de color avellana, el rostro era un óvalo perfecto. Estaba seria, aunque en los labios le despuntaba un leve asomo de sonrisa. Llevaba un vestido de noche, de raso negro, manga larga y escote generoso y cuadrado. En las orejas le titilaban los pendientes de diamantes. Danielle llevaba un sombrerito verde de ala corta, un ceñido top de lentejuelas y seguramente minifalda, pues ya conocía un poco los gustos de la joven. Se había recogido el largo cabello negro en un moño que le sobresalía por la nuca. Imaginé a Lorna emperifollándose como para salir con un compañero de instituto: dos putillas telefónicas en la gran ciudad. Detrás de Lorna, paralelo al tabique del reservado, se veía un antebrazo masculino. El corazón comenzó a acelerárseme.
Saqué la foto del marco y le di la vuelta. Al quitar la cartulina de ventanilla, vi a las cuatro personas que habían estado en el reservado aquella noche: Roger, Danielle, Lorna y Stockton el Retaco. Ya está, ya está, me dije. Ya está. Quizá no todo, pero sí la clave del enigma.
Con la foto en la mano, fui al teléfono y llamé a Cheney por el mensáfono, añadiendo mi propio número y el signo # al oír la señal acústica. Colgué. Mientras esperaba a que me llamase, me senté a la mesa y me hice con las fichas, separando todas las tarjetas en que aparecía el nombre de Roger. Casi todas se referían a la conversación que había sostenido personalmente con él, aunque había notas marginales procedentes de mi entrevista con Serena. Miré las fichas clavadas en el tablón, pero no vi ninguna que lo mencionara. Desplegué las tarjetas en la mesa como si me echase las cartas del tarot. Vi las notas que había tomado después de hablar con él. Roger me había dicho que Lorna lo había llamado el viernes por la mañana. Tracé un círculo alrededor del día, le puse un signo de interrogación, y uní ficha y foto con un clip.
Sonó el teléfono.
—Kinsey Millhone —dije de manera automática.
—Cheney. ¿Qué pasa?
—No estoy segura. Te cuento lo que he descubierto y me dices tu opinión. —Le expliqué por encima la forma en que las fotos habían caído en mi poder y le describí la que tenía delante—. Sé que bromeabas cuando relacionaste a Roger y el Retaco, pero la verdad es que se conocían, tanto como para irse de putas juntos. He repasado mis notas y he encontrado una incongruencia interesante. Roger me dijo que Lorna lo había llamado el viernes por la mañana, pero eso es imposible. Lorna ya estaba muerta.
Se produjo un breve silencio.
—No entiendo adónde quieres ir a parar.
—Yo tampoco. Por eso te he llamado —dije—. Mira, supongamos que Roger y el Retaco tenían intereses económicos comunes. Si Lorna contó a Roger lo de su relación con Esselmann, puede que utilizaran la información para presionar al anciano. Esselmann se negó…
—¿Y el Retaco lo mató por eso? Es absurdo. El Retaco está metido en multitud de proyectos. Si uno no le funciona, pasa a otro, y si este también le falla, aún tiene de sobra. Créeme. El Retaco es un empresario al que sólo le interesa el beneficio. Y punto. Muerto Esselmann, lo único que consigue es un retraso hasta que se nombre a otro que ocupe el lugar del difunto, etcétera, etcétera, etcétera.
—Yo no hablo de Stockton. Creo que fue Roger. Era el único que tenía acceso a la maquinaria de la piscina. Tenía trato con Lorna. Estaba relacionado con todo. Y conocía a Danielle, por añadidura. Supongamos que él y Stockton negociaron aquella noche. Danielle es el único testigo que ha quedado.
—¿Y cómo lo demostrarás? No tienes más que especulaciones. Aire, humo y se acabó. No tienes nada concreto. Por lo menos, nada que puedas enseñar al fiscal del distrito, que nunca lo aceptaría.
—¿Y la grabación magnetofónica?
—Eso no prueba nada. De entrada es ilegal y ni siquiera sabes si la voz femenina es de Lorna. Podían estar hablando de cualquier cosa. ¿Conoces la anécdota de la vaca que daba leche agria? Han manipulado el escenario del crimen, manipulado las pruebas. Un buen abogado haría trizas tu hipótesis.
—¿Y el hecho de que Roger dijera que Lorna lo había llamado el viernes por la mañana?
—Se confundió. Lo llamó otro día.
—¿Y si voy a hablar con él con un micrófono oculto? Le preguntaría…
Me interrumpió con una mezcla de impaciencia e indignación.
—¿Qué le preguntarías? No vamos a instalarte ningún micrófono oculto. No seas burra. ¿Qué sugieres? ¿Ir a su casa? «Hola, Roger. Soy Kinsey. ¿A quién has matado hoy? Oh, no lo digo por nada, sólo sentía curiosidad. Perdona, ¿te importaría orientar la voz hacia esta flor artificial que llevo en el ojal?». No es cosa tuya. Acéptalo. No puedes hacer nada.
—Mentira. Eso es mentira.
—Bueno, es una mentira con la que tendrás que vivir. La verdad es que ni siquiera tendríamos que sostener esta conversación.
—Cheney, estoy harta de que ganen los malos. Harta de individuos que cometen crímenes impunemente. ¿Por qué la ley los protege a ellos y no a nosotros?
—Te entiendo, Kinsey, pero eso no cambia las cosas. Aunque tuvieras razón en lo de Roger, no puedes empapelarlo, así que lo mejor es que lo dejes estar. Acabará cometiendo un error y entonces le echaremos el guante.
—Ya veremos.
—A mí no me vengas con «ya veremos». Si cometes una tontería, te empapelan a ti, no a él. Seguiremos hablando. Debo atender otra llamada.
Colgué con el cerebro echando humo. Sabía que Cheney estaba en lo cierto, pero la situación me reventaba y que tuviera razón aumentaba mi contrariedad. Estuve mirando la foto de Lorna y Danielle durante un minuto. ¿De verdad era yo la única persona que simpatizaba con ellas? Tenía la pieza que faltaba en el rompecabezas, pero no se me daba ninguna oportunidad para reordenar la figura. Aquella impotencia me resultaba humillante. Comencé a pasear por la estancia, sintiéndome una inútil. Volvió a sonar el teléfono y descolgué el auricular.
—Soy Cheney… —articuló con voz extrañamente apagada.
—Estupendo. Esperaba que volvieras a llamarme. Mira, aquí entre nosotros, hay una forma de solucionar esto —comenté. Pensaba que me había vuelto a llamar para pedirme disculpas por haber sido tan cazurro. Esperaba incluso que sugiriese alguna medida, algún paso que pudiéramos dar. No estaba preparada, pues, para lo que oí a continuación.
—La otra llamada era del St. Terry. La enfermera de la UCI. Hemos perdido a Danielle. Acaba de morir —dijo.
Parpadeé en espera de que terminase el chiste.
—¿De morir?
—Ha sufrido un paro cardíaco. Creo que le aplicaron los electrodos, pero ya era demasiado tarde para reanimarla.
—¿Que Danielle ha muerto? Eso es absurdo. La vi anoche mismo.
—Lo siento, Kinsey. Acabo de recibir la llamada. Estoy tan asombrado como tú. Detesto darte la noticia, pero pensé que debías saberlo.
—Cheney. —Me salía un tono de reproche mientras que el suyo era de simpatía.
—¿Quieres que vaya?
—No, no quiero que vengas. Quiero que dejes de machacarme el alma —le solté—. ¿Por qué me haces esto?
—Estaré ahí dentro de quince minutos.
Oí un chasquido y se interrumpió la comunicación.
Puse con todo cuidado el auricular en la horquilla. Todavía en pie, me llevé la mano a la boca. ¿Qué era aquello? ¿Qué pasaba? ¿Cómo podía haber muerto Danielle y que Roger siguiera en libertad? Al principio no sentí nada. La reacción inicial fue un vacío extraño, no ligado a ninguna sensación. Comprendía el contenido real de lo que Cheney me había dicho, pero no experimentaba la reacción emocional correspondiente. Semejante a un simio, había recogido la brillante moneda de la información y le había dado vueltas en la mano. Creía con la cabeza, pero no entendía con el corazón. Estuve impávida durante un minuto aproximadamente y, cuando los sentimientos se abrieron paso por fin, lo que sentí no fue dolor, sino una cólera en aumento. La rabia, semejante a una antiquísima criatura que ascendiese de las profundidades, irrumpió en la superficie y estallé.
Cogí el teléfono, rebusqué en el bolsillo de los tejanos y saqué la tarjeta que me habían dado en la limusina. El número escrito a mano seguía allí como una mágica combinación de símbolos que evocara la muerte. Lo marqué sin dedicar ni un ápice de reflexión a lo que hacía. Me movía el imperioso apremio de actuar, la necesidad ciega de vengarme del responsable de aquel golpe. Contestaron a los dos timbrazos.
—¿Sí?
—Roger Bonney mató a Lorna Kepler —dije. Y colgué. Tomé asiento. Se me contrajeron las facciones y me brotaron las lágrimas.
Fui al cuarto de baño y miré por la ventana, pero la calle estaba a oscuras. Volví a la mesa. Dios mío. ¿Qué había hecho? Agarré el teléfono y marqué el mismo número de antes. Timbrazos sin fin. Nadie contestaba. Colgué. Saqué temblando la pistola del cajón del fondo e introduje por la culata un cargador lleno. Me coloqué el arma en la espalda, entre los tejanos y la camiseta, y me puse la cazadora. Tomé el bolso y las llaves del coche, apagué las luces y cerré la puerta al salir.
Llegué a la 101 e hice rumbo a Colgate. Miraba continuamente por el retrovisor, pero no vi ni rastro de la limusina. Me metí por la salida de Little Pony Road y doblé a la derecha, dejé atrás el área destinada a las ferias y llegué al cruce con State. Me detuve en el semáforo y empecé a tamborilear el volante con los dedos sin perder de vista el retrovisor. No había más que un detalle de color en el paseo, unas palabras escritas con tubos de neón encima de un establecimiento. SAV-ON, decía el rótulo. En el centro comercial que tenía a la izquierda se celebraba al parecer una campaña especial de ventas que iba a durar toda la noche. Los focos perforaban el cielo. Entre los postes colgaban banderas blancas de plástico. En la entrada del aparcamiento, un payaso y dos mimos hacían señas para que entrasen los coches que pasaban. Los dos mimos, con la cara pintada de blanco, se pusieron a ejecutar una pequeña pantomima. Ignoraba qué obra muda representaban, pero uno se volvió a mirarme en el momento en que abandonaba el semáforo. Le devolví la mirada, pero no vi más que tristeza en aquella boca curvada hacia abajo.
Dejé atrás una gasolinera a oscuras, con las áreas de servicio y los surtidores cerrados hasta el día siguiente. Oí sonar una alarma antirrobo, aparentemente de una tienda cercana, pero no vi un solo coche de la policía y ningún peatón echó a correr para averiguar qué pasaba. Si se trataba efectivamente de ladrones, podían estar tranquilos. Estamos tan acostumbrados a que suenen las alarmas que ya no les prestamos atención, pues damos por sentado que los dispositivos se han disparado solos y sin motivo justificado. Seis manzanas más allá llegué a un cruce menos espectacular y tomé la carretera que conducía a la depuradora.
La zona estaba casi despoblada. Veía de vez en cuando un edificio a la derecha, pero los campos que se extendían más allá de la carretera estaban cubiertos de matas y pedruscos. Los coyotes chillaban y aullaban a lo lejos; estaban sedientos y bajaban de las montañas. Me parecía demasiado temprano para que los depredadores asomaran la nariz, pero los animales tenían sus propias leyes. Aquella noche habían salido a cazar y estaban atentos al olor de las posibles víctimas. Imaginé que por el campo corría un animal indefenso, temeroso de perder la vida. Los coyotes matan con rapidez, por suerte para la presa, aunque saberlo no era precisamente un consuelo.
Giré al llegar a la entrada de la depuradora. Las luces del edificio estaban encendidas y había cuatro coches delante de la fachada. Dejé el bolso en el coche y cerré este con llave. Seguía sin haber rastro de la limusina. Me dije no obstante que el individuo no utilizaría la limusina para hacer el trabajo. Seguramente enviaría a sus matones, que registrarían primero la casa de Roger, estuviera donde estuviese. En el sendero había estacionada una furgoneta de la administración del condado. La toqué al llegar a su altura. La capota estaba todavía caliente. Subí los peldaños que conducían a la puerta, totalmente iluminada. Sentía en los riñones el bulto tranquilizador de la pistola. Crucé las puertas de vidrio.
No había nadie en recepción. Lorna Kepler se había sentado allí hacía mucho tiempo. Me atraía la idea de imaginarla trabajando allí día tras día, recibiendo a los visitantes, contestando al teléfono, cambiando unas frases con el técnico de control y los mecánicos de mantenimiento. Puede que hubiera sido su última esquirla de fingimiento, el ademán definitivo hacia su conversión en persona normal y corriente. Por otro lado, puede que sintiera auténtico interés por los filtros oxigenadores y los depósitos de mezcla.
El interior del edificio parecía estar en silencio. Los tubos fluorescentes se reflejaban en el suelo de baldosas enceradas. El pasillo estaba vacío. De un despacho del fondo brotaban acordes de una emisora que radiaba música country. Oí que daban golpes en una cañería, pero el ruido venía de las profundas entrañas del edificio. Anduve aprisa por el pasillo y miré a la izquierda al llegar al despacho de Roger. La luz estaba encendida, pero no había ni rastro del hombre. Oí que se acercaban unos pasos. Un sujeto vestido con mono y tocado con gorra de béisbol dobló la esquina y avanzó hacia mí. No pareció cuestionar mi presencia, aunque se quitó educadamente la gorra al verme. Su pelo era una masa de rizos grises que se le amontonaban en la parte superior de la cabeza, como si llevase casco.
—¿Quiere algo?
—Busco a Roger.
Señaló al fondo.
—Es el que está dando ceporrazos a los conductos de las muestras. —Tenía cincuenta y tantos años, la cara ancha y un hoyuelo en la barbilla. Sonrisa simpática. Me tendió la mano—. Soy Delbert Squalls.
—Kinsey Millhone —dije—. ¿Puede avisar a Roger de que estoy aquí? Es urgente.
—Desde luego. En realidad voy allí. ¿Quiere acompañarme?
—Gracias.
Deshizo lo andado y abrió la puerta de paneles de vidrio que daba a la zona que había visto la vez anterior: cañerías multicolores, una pared llena de contadores. Vi en el suelo el agujero que se lo tragaba todo. En un extremo habían puesto conos de plástico naranja para advertir a los desprevenidos del peligro que comportaba caerse.
—¿Cuántas personas hay trabajando esta noche?
—Vamos a ver. Cinco, contándome yo. Venga por aquí. Espero que no padezca usted claustrofobia.
—En absoluto —mentí. Lo seguí hasta la abertura. Durante la visita anterior había visto un río de agua negra, silencioso, que olía a productos químicos, jamás había tenido ante mí algo así. Ahora veía luces y tristes muros de hormigón con una franja descolorida por donde había pasado el agua. Tuve que tragar saliva—. ¿Adónde se ha ido el agua? —pregunté.
—Cerramos las puertas de la esclusa y el agua la absorbe un par de depósitos grandes —dijo en tono coloquial—. Tarda unas cuatro horas. Lo hacemos una vez al año. Se están reparando unos conductos de muestras de postoxigenación. Estaban casi totalmente corroídos. Se han pasado los meses gorgoteando hasta que los hemos cerrado. Tenemos diez horas para repararlos, luego volverá a correr el agua.
Una serie de peldaños metálicos, clavados en el muro como si fueran grapas, descendía al fondo del canal. El golpeteo había cesado. Delbert se dio la vuelta, metió el pie en la abertura y comenzó a bajar. Tinc, tinc, tinc, hacían sus zapatos al rozar los peldaños de metal mientras descendía. Me adelanté, me di la vuelta y comencé a bajar yo también.
Al tocar fondo, a cuatro metros de profundidad, nos encontramos en el canal de absorción por el que habían pasado millones de litros de agua. Allí siempre era de noche y la única luna que brillaba era una bombilla de doscientos vatios. El pasadizo olía a tierra y humedad. Vi la puerta de la esclusa en el oscuro extremo del túnel y manchas sedimentarias en el suelo. Aquello era como hacer espeleología, que no es una de mis pasiones. Vi a Roger, con la espalda hacia nosotros, enfrascado en una cañería del techo. Estaba medio subido a una escalera de mano a unos cinco metros de distancia, con una gran bombilla, protegida por una rejilla metálica, enganchada en la cañería que tenía más cerca de la cara. Vestía mono azul y botas negras de goma hasta el muslo. Vi una cazadora vaquera colgada del hierro de sujeción de la escalera. Hacía frío allí abajo y me alegré de haber llevado la cazadora conmigo.
—¿Eres tú, Delbert? —preguntó Roger sin girarse.
—Soy yo. Vengo con una amiga tuya. La señorita…, ¿cómo ha dicho? ¿Kenley?
—Kinsey —corregí.
Roger se volvió. La luz se reflejó en sus ojos y eliminó todo el color de sus facciones.
—Bueno —dijo—. Estaba esperándola.
Delbert había puesto los brazos en jarras.
—¿Quieres que te eche una mano?
—No hace falta. Anda, ve a ayudar a Paul.
—De acuerdo.
Delbert comenzó a subir la escalera y nos dejó solos. Le desaparecieron la cabeza, la espalda, las caderas, las piernas, las botas. Roger bajó de la escalera en que estaba limpiándose las manos con un trapo. Yo no sabía qué hacer. Vi que recogía la cazadora y que introducía la mano en uno de los bolsillos de la pechera.
—No es lo que usted piensa —dije—. Mire, Lorna iba a casarse el fin de semana en que la mataron. A comienzos de esta semana, un individuo me hizo subir a una limusina donde había dos matones con un bulto aquí, bajo la solapa del abrigo… —La voz se me fue.
Tenía en la mano un objeto del tamaño de un talkie: funda de plástico negro, un par de botones en la parte delantera.
—¿Sabe lo que es esto?
—Parece un arma inmovilizadora.
—Exacto. —Apretó un botón y dos finas agujas salieron disparadas de sendas bobinas eléctricas que generaban ciento veinte mil voltios. En cuanto me tocaron las agujas, caí al suelo totalmente insensibilizada. No podía moverme. No podía respirar. El cerebro comenzó a funcionarme al cabo de unos segundos. Sabía lo que había pasado, pero ignoraba qué hacer al respecto. De todas las reacciones que había previsto en aquel hombre, aquella no figuraba en la lista. Yacía de espaldas igual que una lápida, tratando de encontrar la manera de llenar los pulmones de aire. Ninguno de mis miembros quería responder. Roger, mientras tanto, me cacheaba; encontró la pistola y se la guardó en el bolsillo del mono.
Yo emitía un sonido, pero creo que apenas se oía. Se acercó a la pared y subió la escalera. Creí que iba a dejarme allí. Lo que hizo, por el contrario, fue mover la trampilla para cerrar el agujero de entrada.
—Así tendremos más intimidad —dijo mientras bajaba. Agarró un cubo de plástico que había a un lado, le dio la vuelta y se sentó en él, no muy lejos de mí. Se agachó para acercar la cabeza—. Pónmelo difícil y te asfixiaré con la cazadora. Estás débil y no te dejará señales.
Aquello era lo que había hecho con Lorna, pensé. Le había disparado con un arma inmovilizadora y puesto una almohada en la cara. Tenía que ser breve. Me sentía como una criatura en las primeras etapas del desarrollo que moviera los miembros al azar mientras se esforzaba por volverse. Me las arreglé para ponerme de costado entre gruñidos. Acabé jadeando, mirando el suelo húmedo con el rabillo del ojo. Algo se me clavaba en la mejilla: antracita, lodo, conchas de molusco. Reuní fuerzas e hice palanca con el brazo derecho para incorporarme. Oí que se abría la trampilla.
—¿Roger? —dijo Delbert Squalls.
—¿Sí?
—Hay aquí un tipo que quiere verte.
—Mierda —murmuró Roger. Y a Delbert—: Dile que subo enseguida.
Lo miré, todavía incapaz de hablar, y vi que le recorría la cara una mueca de impaciencia. Me pasó los brazos por debajo y me colocó en posición sentada, con la espalda apoyada en la pared. Quedé igual que una muñeca de trapo, con las piernas estiradas, los pies torcidos hacia fuera, los hombros caídos. Por lo menos podía respirar. Oí que alguien andaba arriba. Quería avisarle. Quería decirle que cometía una gran equivocación. Mientras me entretenía emitiendo gruñidos, Roger subió la escalera, haciendo tinc, tinc, tinc con los pies. La cabeza y los hombros desaparecieron. Sentí que las lágrimas me inundaban los ojos. Tenía los miembros entumecidos a causa de la descarga eléctrica. Procuré mover los brazos, pero el resultado fue tan ineficaz como cuando advertimos que se nos han dormido las extremidades. Me puse a girar la muñeca para acelerar la circulación. Tenía todo el cuerpo extrañamente anestesiado. Agucé el oído, pero no oí nada. Hice un esfuerzo, conseguí caer de costado y quedé apoyada en las manos y las rodillas, posición en la que permanecí jadeando hasta que pude ponerme en pie. No sé cuánto duró. Arriba todo era silencio. Me así a la escalera. Comencé el ascenso al cabo de unos instantes.
Cuando salí del agujero, no vi a nadie en el pasillo. Eché a andar como pude. Ya me movía un poco mejor, pero sentía los brazos y piernas raramente desconectados. Llegué al despacho de Roger y asomé la cabeza, apoyada en la jamba. No había nadie. En el centro de la carpeta secante estaba mi pistola. Me acerqué, la tomé y me la introduje otra vez en la espalda.
Salí del despacho y me dirigí a recepción. Delbert Squalls estaba sentado a la mesa, hojeando la guía telefónica, sin duda para pedir unas pizzas para el personal del turno de noche. Alzó los ojos cuando llegué a su altura.
—¿Dónde ha ido Roger? —pregunté.
—No me diga que la había dejado allí abajo. Ese hombre no tiene modales. Pues llega usted tarde. Se fue con el tipo del abrigo. Dijo que volvería enseguida. ¿Quiere dejarle una nota?
—No creo que haga falta.
—Ya. Bueno, allá usted. —Siguió hojeando la guía.
—Buenas noches, Délbert.
—Adiós. Que usted lo pase bien —se despidió, echando mano del teléfono.
Salí del edificio. La noche era fría. El viento había vuelto a levantarse y el cielo, aunque despejado, olía a lluvias lejanas que avanzaran hacia nosotros. No había luna y las estrellas parecía que hubieran estallado contra las montañas.
Bajé los peldaños y me dirigí al lugar donde había estacionado el coche. Subí al vehículo, giré la llave de contacto y salí a la carretera que conducía a la ciudad. Al pasar por el cruce me pareció ver una limusina deslizándose en la oscuridad.