19

Entreví la boca de Berlyn abriéndose de sorpresa al advertir que su silla se había volcado. La joven chorreaba sudor y tenía cara de pocos amigos, su estado natural, supuse. Le di la espalda bruscamente y me quedé mirando la barra. Di un sorbo a la cerveza con el corazón a mil por hora. Oí su exclamación de fastidio.

—Fíjate. ¡Jo-de-er! —Pronunció la ordinariez con tres notas musicales mientras se agachaba para recoger sus pertenencias y, al parecer, para comprobar al mismo tiempo el contenido—. Aquí han metido la mano.

—¿En tu bolso? —dijo el muchacho.

—Sí, Gary, en este bolso —replicó Berlyn con un dejo de sarcasmo.

—¿Falta algo? —El gordo parecía preocupado, pero no alarmado. Puede que estuviera acostumbrado al tono de voz de Berlyn.

—Oye, tú —dijo la joven y estaba claro que se dirigía a mí. Me rozó el hombro—. Estoy hablando contigo.

Me volví con cara de inocencia.

—¿Perdón?

—Mi madre. Pero ¿qué haces tú aquí?

—Ah, hola, Berlyn. Ya me parecía que me sonaba la voz —dije—. He visto a Trinny hace un rato y me ha dicho que estabas por aquí. ¿Pasa algo?

Dio una sacudida al bolso como si fuera un perrito travieso.

—Déjate de cuentos. ¿Lo has registrado?

Me puse la mano en el pecho y miré a mi alrededor con desconcierto.

—¿Yo? Pero si acabo de sentarme. Estaba en los lavabos.

—Ja, ja. Muy gracioso.

Miré al muchacho.

—Está drogada, ¿verdad?

El joven puso los ojos en blanco.

—Venga, Berlyn, cálmate, ¿quieres? No estaba molestándote, así que dale una oportunidad.

—Cierra el pico. —Su pelo rubio parecía casi blanco a causa de las parpadeantes luces del techo. Se había perfilado los ojos en negro y el rímel le había agrupado las pestañas en pegotes tiesos y puntiagudos. Me fulminó con la mirada mientras se hinchaba como los gatos cuando se creen en peligro.

Paseé la mirada por sus facciones y la detuve en los pendientes de diamantes, que le temblaban en los lóbulos. Seguí sonriéndole con simpatía.

—¿Acaso tienes algo que ocultar?

Se adelantó con ademán agresivo y durante un segundo pensé que iba a agarrarme por la pechera del jersey. Acercó tanto su cara a la mía que percibí la cerveza en su aliento, una forma un poco rara de invitarme.

—¿Qué has dicho?

—Digo —repuse vocalizando con claridad— que llevas unos pendientes muy bonitos. ¿De dónde los has sacado?

Se le demudó el semblante.

—No tengo por qué hablar contigo.

Miré al novio para ver cómo se lo estaba tomando. No parecía interesarle el asunto. Y por entonces ya me caía mejor que Berlyn.

—¿Y esto? ¿Quieres explicarme por qué tienes tanto dinero en las libretas de ahorros?

El gordo miró a Berlyn y luego a mí, al parecer perplejo.

—¿Te diriges a mí o a ella?

—A ella. Soy investigadora privada y trabajo en un caso —dije—. No creo que quieras participar en este lío, Gary. Por ahora no pasa nada, pero dentro de un minuto esto se va a poner muy feo.

Levantó a medias las manos.

—Oye, oye, si tenéis un asuntillo pendiente, arregladlo sin mí. Hasta otra, Berl. Yo me largo.

—Adiós, ¿eh? —le dije. Y a Berlyn—: Tengo el coche fuera. ¿Hablamos?

Nos sentamos en el VW. El aparcamiento contiguo al Palacio de Neptuno estaba tan animado como el interior del local. Dos patrulleros sostenían una ceremoniosa conversación con un adolescente que parecía tener problemas para mantenerse en posición vertical. Dos coches más allá del VW, una joven se sujetaba al parachoques de un vehículo mientras vaciaba el contenido del estómago. Empezaba a hacer frío y el cielo estaba totalmente despejado. Berlyn no me miraba.

—¿Empezamos por los pendientes?

—No. —Falta de cooperación y enfurruñamiento.

—¿Empezamos por el dinero que le robaste a Lorna?

—No tienes por qué adoptar esa actitud —dijo—. Lo que se dice robar, yo no robé nada.

—Te escucho.

Se removía con inquietud, seguramente mientras calculaba la cantidad de información que podía darme.

—Lo que voy a contarte es confidencial y de lo más secreto, ¿estamos? —dijo.

Levanté la mano como una girl scout. Me chiflan las confidencias y cuanto más secretas, mejor. Seguramente la delataría, pero la muchacha no tenía por qué saberlo. Siguió removiéndose y se mordisqueó la cara interior de las mejillas mientras se planteaba la forma de decirlo.

—Lorna llamó a mi madre y le dijo que iba a estar fuera. Mi madre me lo contó después, poco antes de irse a trabajar. Yo estaba nerviosa porque tenía que hablar con Lorna sobre un viaje a Mazatlán. Me había dicho que a lo mejor me echaba una mano y fui a su casa. Vi su coche, pero las luces de la casa estaban apagadas y cuando llamé, no respondió nadie. Supuse que estaba fuera. A la mañana siguiente volví temprano para hablar con ella antes de que se fuese.

—¿Qué hora era?

—Entre las nueve y nueve y media. Tenía que entregar el dinero en la agencia de viajes a mediodía, de lo contrario perdería el anticipo que ya había entregado. Había dejado una paga y señal de mil dólares y tenía que entregar el resto o me quedaría sin lo abonado.

—¿Se trataba del viaje que hiciste en otoño del año pasado?

—Ajá.

—¿Por qué creías que Lorna tenía dinero?

—Lorna siempre tenía dinero. Lo sabía todo el mundo. Unas veces era generosa y otras no. Dependía de su estado de ánimo. Además, me había dicho que me ayudaría. Prácticamente me lo había prometido.

Iba a interrogarla sobre el último particular, pero me dije que era mejor dejarlo estar por el momento.

—Continúa.

—Bien, llamé a la puerta, pero no contestó nadie. Vi que su coche seguía allí y pensé que estaría en la ducha o haciendo lo que fuese; abrí la puerta y me asomé. Estaba en el suelo. Me quedé inmóvil, mirándola. Me impresionó tanto que no podía ni pensar.

—¿Estaba cerrada la puerta con llave la noche anterior?

—No lo sé. No giré el pomo. Ni siquiera se me ocurrió. El caso es que le toqué el brazo, estaba muy frío y supe que estaba muerta. Se notaba por el aspecto. Tenía los ojos abiertos de par en par y con la mirada fija. Era realmente asqueroso.

—¿Qué pasó luego?

—Me sentía fatal. Era horrible. Me senté y me eché a llorar. —Parpadeó con los ojos fijos en el parabrisas, que estaba un poco sucio para mi gusto. Deduje que se esforzaba por provocarse unas cuantas lágrimas para impresionarme con la veracidad de su angustia.

—¿No llamaste a la policía? —pregunté.

—Pues no.

—¿Por qué? Me gustaría saber tu punto de vista.

—No lo sé —dijo a regañadientes—. Tenía miedo de que creyeran que había sido yo.

—¿Por qué tenían que creer una cosa así?

—Ni siquiera podía demostrar dónde había estado antes porque había estado en casa sola. Mi madre estaba en casa, pero durmiendo, y Trinny estaba trabajando. ¿Qué habría pasado si me hubieran detenido? Mis padres se habrían muerto de la impresión.

—Claro. Querías protegerlos —dije con voz neutra.

—No sabía qué hacer. ¿No lo entiendes? Estaba deshecha. Contaba con aquel dinero y ya era demasiado tarde. Y la pobre Lorna. Me sentía muy triste. Me puse a pensar en todo lo que ya no podría hacer, casarse, tener hijos. Ya no podría viajar a Europa…

—¿Qué hiciste entonces? —interrogué, interrumpiendo la letanía. La voz había comenzado a temblarle. Sacó un arrugado pañuelo de papel y se lo pasó varias veces por la nariz.

—Bien. Yo sabía dónde guardaba Lorna los papeles de los bancos y me hice con el permiso de conducir y la libreta de ahorros. Estaba muy confusa y alterada. No sabía qué hacer.

—Me hago cargo. ¿Y después?

—Subí a mi coche, fui al valle y saqué del banco una parte de sus ahorros.

—¿Cuánto?

—No me acuerdo. Creo que mucho.

—Cancelaste la cuenta, ¿verdad?

—¿Qué otra cosa podía hacer? —dijo—. Supuse que cuando descubrieran el cadáver, congelarían todas sus cuentas, como hicieron con mi abuela. ¿De qué iban a servir entonces? Lorna prometió ayudarme. Si se hubiera negado o me hubiese dado largas, habría sido distinto. Pero quería que yo tuviera el dinero.

—¿Y la firma? ¿Cómo lo arreglaste?

—Teníamos la misma caligrafía. Yo misma la enseñé a escribir antes de que fuese al parvulario. Como siempre había imitado mi caligrafía, no me costó imitar la suya.

—¿No te pidieron ningún documento acreditativo?

—Claro, pero nos parecíamos mucho. Yo tengo la cara más llena, era la única diferencia. Bueno, estaba también el color del pelo, pero son cosas que la gente modifica. Luego, cuando se publicó en la prensa, nadie pareció advertir la relación. No creo ni que publicaran su foto en el periódico de allí.

—¿Y el banco? ¿No envió la notificación de la cancelación de la cuenta?

—Sí, pero soy yo quien recoge el correo en mi casa. Todo lo que venía del banco lo apartaba y lo tiraba enseguida.

—Bueno, casi todo —dije—. ¿Qué más?

—Es todo.

—¿Y los pendientes?

—Ah, sí. Creo que no debería habérmelos quedado. —Hizo una mueca que venía a significar remordimiento y otras profundas reacciones emocionales—. Lo he estado pensando y me parece que debería devolver lo demás.

—¿A quién?

—Aún conservamos ropa y otras cosas suyas. Se me ha ocurrido que podría guardar las joyas en algún bolso viejo, como el que le servía de escondite. En el bolsillo de su abrigo de pieles o en un lugar así, y luego, en fin, descubrirlo y hacer como que me llevo una sorpresa.

—No está mal pensado —dije. Se me estaba escapando algo, pero no acababa de comprender qué—. ¿Te importa que volvamos a lo del dinero? Cuando regresaste de Simi, aún tenías el permiso de conducir de Lorna y el dinero. Me interesaría saber qué hiciste a continuación. Es para hacerme una imagen de conjunto.

—No te entiendo. ¿A qué te refieres?

—Mira, en el informe de la policía figuraba el permiso de conducir de Lorna; eso quiere decir que lo devolviste.

—Pues claro. Volví a dejarlo donde estaba. Sí, eso es.

—Ya. ¿En su billetera o un sitio así?

—Exacto. Comprendí entonces que era preferible que pareciese que había cancelado la cuenta ella misma, ¿entiendes?, que pareciese que había sacado el dinero antes de marcharse de la ciudad.

—Hasta aquí, te sigo —dije con precaución.

—Bien. Todos pensaban que ya se había ido, así que lo único que tenía que hacer era crear la impresión de que había estado viva todo el viernes.

—Un momento. Pensé que me hablabas del sábado. ¿Todo eso ocurrió el viernes?

—Tenía que ser viernes por fuerza. Los bancos no abren los sábados y tampoco mi agencia de viajes.

No me quedé con la boca abierta, pero así fue como me sentí. Me giré y la miré con fijeza, pero por lo visto no se percató. Estaba enfrascada en su recuento y seguramente no habría comprendido mi expresión de asombro. Berlyn era la más pasmosa mezcla de astucia y necedad que había en el mundo, y demasiado crecida para no darse cuenta.

—Me fui a casa. Estaba muy, muy nerviosa, así que dije a mi madre que tenía calambres y me metí en la cama. El sábado por la tarde, volví a casa de Lorna y entré el correo y el periódico matutino. No creía hacer mal a nadie. Quiero decir que los muertos no sienten, así que la cosa no podía tener importancia.

—¿Qué hiciste con la libreta de ahorros?

—Guardarla. No quería que nadie supiese que el dinero había volado.

—Esperaste un mes y entonces abriste dos cuentas de ahorros. —Lo dije conteniéndome, pues no quería conjugar lo que un profesor de lengua probablemente habría llamado presente de acusativo a grito pelado. Creo que Berlyn se percató un poco de lo que pasaba porque asintió con aire sumiso y arrepentido. Ignoraba lo que se había dicho a sí misma durante los diez meses transcurridos desde la muerte de Lorna, pero sospecho que no era exactamente lo que me estaba contando—. ¿No te preocupó que se encontraran tus huellas en casa de Lorna? —pregunté.

—La verdad es que no. Limpié todo lo que toqué para que no encontrasen huellas, pero aunque se me hubiera escapado alguna, pensé que no se consideraría anormal que hubiera estado allí. Era su hermana. Había estado en su casa muchas veces. Además, no se puede saber cuándo se ha dejado una huella dactilar.

—Me extraña que no te hayas comprado ropa u otro coche.

—No habría sido justo. Yo no le pedí dinero para comprar nada.

—Tampoco le pediste las joyas —dije con voz cortante.

—Pensé que no le importaría. Entiéndeme, ¿por qué iba a molestarse? Me quedé hecha polvo cuando la encontré. —Dejó de mirarme a los ojos y puso cara de preocupación—. ¿Y por qué iba a negármelo si ya nada podía hacerse?

—¿Sabes que infringiste la ley?

—¿De verdad?

—Infringiste unas cuantas —dije con amabilidad. Empezaba a notar que se me calentaba la sangre. Era como cuando se está a punto de vomitar. Y habría tenido que morderme la lengua porque me faltaba muy poco para estallar—. Pero hay algo más, Berlyn. Quiero decir que, aparte de cometer un robo mayor, de ocultar pruebas, de alterar el escenario del crimen, de poner trabas a la justicia y Dios sabe qué más cosas, ¡echaste a perder la investigación del asesinato de tu propia hermana! En este momento hay por ahí un cabrón que circula con entera libertad y todo por tu culpa. ¿Te enteras? ¿De dónde habrá salido una retrasada mental como tú? —Fue entonces cuando por fin se echó a llorar. Me incliné sobre ella y abrí la portezuela de su lado—. Baja. Vete a tu casa —dije—. Mejor dicho, ve al Café de Frankie y cuéntale a tu madre lo que hiciste antes de que lo lea en mi informe.

Se volvió para mirarme con la nariz roja, el rímel chorreándole por las mejillas y casi sin aliento; todo a causa de mi traición.

—Pero te dije que era secreto y confidencial. Me dijiste que no lo contarías.

—No te dije eso, pero si te lo dije, te mentí. En el fondo soy mala persona. Y perdona si no lo entiendes. Ahora, baja del coche.

Bajó y cerró de un portazo; el pesar se había transformado en cólera en diez segundos, reloj en mano. Acercó la cara a la ventanilla.

—¡Puta! —exclamó.

Arranqué y di marcha atrás tan furiosa, que a punto estuve de llevármela por delante. Me puse a dar vueltas por el barrio con la esperanza de encontrar a Cheney Phillips. Puede que estuviera de servicio y visitando a domicilio a las rameras, igual que un médico. Lo que buscaba era sobre todo una forma de mantenerme ocupada mientras barajaba las implicaciones de lo que había dicho Berlyn. No me extrañaba que J. D. estuviese nervioso ni que se esforzara por concretar el día y la hora de su partida con Leda. Si habían matado a Lorna el viernes por la noche o el sábado, los dos estaban libres de sospecha. Pero si había sucedido un día antes, todo quedaba otra vez en el aire.

Doblé por Cabana y me dirigí al CC. Puede que Cheney estuviese allí. Aún no era medianoche. Se había levantado viento y soplaba, gimiendo entre los árboles, como si se avecinase una tormenta, aunque no caía ni una gota. También se había revuelto el mar y cada vez que las olas se estrellaban ruidosamente contra la playa, saltaban furiosas ráfagas de espuma. Oí la alarma antirrobo de un vehículo estacionado en una travesía situada a mi izquierda; sonaba con notas prolongadas, como el aullido de un lobo. Con el rabillo del ojo vi una rama seca que caía de una palmera y que cruzaba la calzada en sentido transversal.

Había pocos vehículos en el aparcamiento del Café Caliente. Pese a ser viernes por la noche, el local estaba tranquilo, sólo había un puñado de clientes y ningún rastro de Cheney. Antes de irme llamé a su casa desde el teléfono de monedas. O estaba fuera o no quería responder, así que colgué sin dejarle ningún recado en el contestador automático. No sabía qué me molestaba más, si lo que me había contado Berlyn o la revelación de Danielle acerca de Lorna y Clark Esselmann.

Di un rodeo por Montebello. Estaba inquieta. La finca de los Esselmann estaba en un callejón sin aceras ni farolas. Los faros del VW barrían la calzada. El viento seguía soplando. Incluso con las ventanillas subidas lo oía silbar entre los arbustos. Se había desprendido una rama de buen tamaño y tuve que reducir la velocidad para rodearla, sin dejar de mirar la tapia que bordeaba la finca. Todos los focos decorativos estaban apagados y la casa, cuya negra masa angulosa destacaba contra el cielo arcilloso, estaba sumida en completa oscuridad. No había luna. Una lechuza cruzó volando la calle, rozó la hierba del campo del otro lado y se elevó con un bulto oscuro en las garras. Hay muertes tan silenciosas como el vuelo de un pájaro y víctimas tan resignadas como un trapo sucio.

Las puertas de la verja estaban cerradas y era poco lo que alcanzaba a ver más allá del sombrío perfil de los enebros que bordeaban el camino de entrada. Retrocedí y di la vuelta, dejando el motor en punto muerto mientras meditaba mi próximo movimiento. Más tarde me preguntaría por lo que habría ocurrido si hubiera pulsado el botón del portero electrónico y pronunciado mi nombre. Seguramente no habría tenido importancia, pero nunca se sabe. Al final puse la primera, me dirigí a mi domicilio y me metí en la cama. El viento arrastraba las hojas secas depositadas en la claraboya, produciendo un rumor como de enanos que correteasen y que me acompañó mientras me sumergía en el sueño. En cierto momento, serían las tantas de la madrugada, habría jurado que un dedo frío me rozaba la mejilla. Desperté con un sobresalto. El altillo estaba vacío y el viento ya no era más que un susurro.

El teléfono sonó a mediodía. Llevaba despierta una hora, pero me negaba a moverme. Consumada la emigración al reino de la noche, me repugnaba la idea de levantarme antes de las dos. El teléfono volvió a sonar. No es que necesitase seguir durmiendo, sino que no quería afrontar la luz diurna. Al tercer timbrazo, cogí el aparato, me lo metí en la cama y me empotré el auricular entre el oído y la almohada.

—Diga.

—Soy Cheney.

Me apoyé en el brazo para incorporarme y me pasé la mano por el pelo.

—Ah, hola. Te llamé anoche, pero supongo que estarías fuera.

—No. Estaba en casa —dijo—. Vino mi novia y desconectamos el teléfono a las diez. ¿Te pasaba algo?

—Chico, tenemos que hablar. La investigación se ha ido a pique.

—Pues espera a que te cuente. Acaba de llamarme un colega de la comisaría del sheriff. Clark Esselmann ha sufrido un accidente esta mañana y ha muerto.

—¿Qué?

—Es de lo más increíble. Se electrocutó en la piscina. Supongo que quiso darse un chapuzón y se quedó frito. El jardinero también ha muerto. Se echó al agua para salvarlo y murió del mismo modo. La hija de Esselmann dice que oyó un grito, pero cuando salió a ver qué pasaba, los dos estaban muertos. Por suerte imaginó lo que pasaba y cortó la luz.

—Más extraño, imposible —murmuré—. ¿Y cómo es que no se accionó el interruptor de seguridad? Está para eso, ¿no?

—A mí no me preguntes. Ahora hay allí un electricista comprobando todo el tendido; ya veremos qué dice. En cualquier caso, Hawthorn está en la casa con los técnicos y yo voy para allá. ¿Te recojo con el coche?

—Dame seis minutos. Estaré en la acera esperándote.

—Hasta luego.

Cuando llegamos a la entrada de la finca de Clark Esselmann, Cheney pulsó el botón del portero electrónico y anunció nuestra llegada al barítono que estuviese al otro lado.

—Un momento, voy a consultar —dijo el individuo, interrumpiendo la comunicación. Por el camino había contado a Cheney todo lo que sabía sobre el enfrentamiento de Esselmann y Stockton el Retaco en la reunión de la tarde anterior. También le había detallado la charla con Berlyn y la confesión de Danielle acerca de las relaciones entre Esselmann y Lorna.

—Te has movido mucho —observó.

—No lo suficiente. Anoche estuve aquí mismo, pensando que debería hablar con él. No sabía lo que iba a decirle, pero la casa estaba a oscuras y no me pareció oportuno levantar a todo el mundo para interrogar al anciano acerca de sus presuntas perversiones sexuales.

—Bueno, pues ya es demasiado tarde.

—Sí, ¿verdad?

Se abrieron las puertas y fuimos por el serpenteante sendero, que estaba bordeado de vehículos: dos coches sin identificación, la furgoneta del electricista y un coche de la administración del condado, seguramente del juez de instrucción. Cheney estacionó el Mazda detrás del último vehículo de la cola y continuamos a pie. Delante de la puerta principal había un coche patrulla de la comisaría del sheriff, un vehículo de socorro del cuerpo de bomberos y una ambulancia anaranjada y blanca. Un agente uniformado de la comisaría del sheriff se adelantó para impedirnos el paso. Cheney le enseñó la chapa, cambiaron unas palabras y el agente nos dejó pasar.

—¿Cómo es que te permiten la entrada? —murmuré mientras cruzábamos el porche.

—Le dije a Hawthorn que podía haber una relación circunstancial con un caso en el que hemos estado trabajando. No pone pegas siempre que no molestemos —dijo Cheney. Se volvió y me puso el índice ante la cara—. Como crees problemas, te retuerzo el pescuezo.

—¿Por qué tendría que crear problemas? Tengo tanta curiosidad como tú.

Nos detuvimos en la puerta y nos hicimos a un lado para que salieran los dos enfermeros del cuerpo de bomberos, que se iban ya con sus enseres, seguramente porque no se les necesitaba. Cruzamos la casa y accedimos a la gran cocina de aspecto rural. Todo estaba en silencio. No se oía nada, ni voces, ni aspiradoras, ni teléfonos. No veía a Serena ni a ningún miembro del servicio. El balcón estaba abierto y el patio, al igual que un plato de cine, rebosaba de personas cuya categoría y función no estaban claras a primera vista. Casi todos se mantenían a prudente distancia de la piscina, aunque el personal decisivo estaba absorto en el trabajo. Reconocí al fotógrafo, al juez de instrucción y a su ayudante. Dos policías de paisano tomaban medidas mientras dibujaban. Puesto que nos habían dejado entrar, nadie parecía cuestionar nuestro derecho a estar presentes. Por lo que pude colegir, aún no se había determinado que se hubiese cometido ningún delito, aunque se dedicaba una atención especialísima al lugar de los hechos a causa de la elevada posición social que había ocupado Esselmann en el municipio.

El cadáver de Esselmann y el del jardinero habían sido sacados del agua. Yacían juntos, discretamente tapados con sendas lonas. Los cuatro pies habían quedado al descubierto, dos descalzos y los otros dos con botas de trabajo. En la planta de los descalzos había rastros de quemaduras, manchas negras en puntos diversos. No había ni rastro del perro, que supuse estaría atado en alguna parte. Los otros dos enfermeros estaban juntos y callados, seguramente esperando a que el juez de instrucción los autorizara a trasladar los cadáveres al depósito. Saltaba a la vista que no tenían otra cosa que hacer.

Cheney me dejó a mi aire. Su derecho a estar allí era ligeramente superior al mío, pero mientras que él se creía libre para moverse a sus anchas, a mí me parecía más sensato no llamar la atención. Me giré para observar de lejos las fincas vecinas. De día, el terreno aparecía informalmente reticulado por setos y zonas de arbustos parduzcos que dormían el letargo invernal. Los arbustos en flor que rodeaban el patio formaban un muro cromático que llegaba a la altura del ombligo. Distinguí con claridad el lugar donde había estado trabajando el jardinero porque una parte del seto estaba cortada con limpieza, mientras que las ramas del resto seguían una línea accidentada. Las podadoras eléctricas yacían en el hormigón, donde sin duda las había dejado el jardinero antes de arrojarse al agua. La piscina estaba en calma y su oscura superficie reflejaba un sector de la pronunciada pendiente del tejado. Puede que se debiese a mi imaginación calenturienta, pero habría jurado que en el aire matutino todavía flotaba un ligero olor a carne chamuscada.

Anduve por el patio, me dirigí hacia el pasillo cubierto que conectaba los cuatro garajes con la mansión y cuando llegué di media vuelta. Me parecía absurdo que la muerte de Esselmann se considerase accidental, pero tampoco acababa de comprender su relación con la muerte de Lorna. Cabía la posibilidad de que la hubiera matado él, pero se me antojaba improbable. En el caso de que hubiera sentido remordimientos por su relación con la muchacha o de que hubiera temido que se airease la historia, cabía, efectivamente, la posibilidad de que hubiera optado por suicidarse, pero vaya forma tan grotesca de hacerlo. Por lo que sabía, la única persona que habría podido estar presente era Serena y esta habría muerto con él.

Advertí actividad en la parte de la casa más próxima a la piscina: era el electricista, que hablaba con los dos policías de paisano. Subrayaba sus explicaciones con ademanes y vi que la mirada de los tres iba de la caja de los fusibles al pequeño cobertizo que albergaba la bomba, el filtro y la caldera. El electricista se acercó al otro extremo de la piscina y se acuclilló, sin dejar de hablar, mientras un policía escrutaba el interior del agua. Se puso a gatas y acercó la cabeza a la superficie. Hizo una pregunta al electricista, se quitó la chaqueta, se subió la manga de la camisa y sumergió la mano. Llamaron al fotógrafo y el policía le dio una serie de instrucciones. El fotógrafo metió en la cámara un carrete nuevo y cambió el objetivo.

El otro policía se acercó al ayudante del juez y hablaron. El juez se había apartado y los dos enfermeros se pusieron a preparar el traslado de los cadáveres a la ambulancia. Las últimas noticias crearon al parecer una renovada inquietud entre los presentes y circularon de pareja en pareja mientras el grupo se reorganizaba. El policía se alejó y me encaminé hacia donde estaba el ayudante del juez, sabiendo que, con un poco de paciencia, mi radio portátil acabaría por sintonizar con la emisora informativa. El electricista había dejado la caja de herramientas en la mesa del patio y fue por ella. El ayudante del sheriff, mientras tanto, hablaba con el técnico de huellas, que hasta el momento había tenido poca faena. Los tres se pusieron a charlar con miradas ocasionales a la piscina. Oí que el electricista pronunciaba la palabra «hiato», que asocié inmediatamente con la transcripción que había hecho Héctor de la grabación magnetofónica. Le puse la mano en el brazo y se volvió.

—Perdona. No quisiera molestar, pero ¿qué has dicho?

—Que hay un problema con el IATO. Un cable estaba suelto, por eso no se accionó el interruptor de seguridad. Había estallado la bombilla de uno de los focos de la piscina y por ahí se produjo la descarga eléctrica.

—Pero creía que se decía IATT, interruptor automático de la toma de tierra.

—Es lo mismo. Lo decimos de las dos maneras. IATO es más cómodo y todo el mundo lo entiende. —El electricista era un veinteañero limpio y aseado, un miembro más de ese ejército de expertos que mitiga los sobresaltos de la civilización—. Es lo más raro que he visto en mi vida —remachó al ayudante del sheriff—. Para romper uno de esos focos hay que meter un palo desde arriba y dar un buen golpe. Ya averiguará el inspector cuándo se limpió la piscina por última vez, pero esto se ha hecho adrede. Y acabará en los tribunales, y se armará la gorda.

—¿Crees que pudo haberlo hecho el jardinero? —preguntó el técnico de huellas.

—¿El qué? No se rompe un foco de piscina por casualidad. Ya le he dicho al inspector que el vidrio es muy duro. Hay que golpear con fuerza. Si hubiera sido de noche, cuando los focos están encendidos, se habría notado. De día y con tantas baldosas negras, apenas se ve el fondo de la parte que no cubre y no digamos la parte profunda.

El inspector, que estaba en la otra parte del patio, llamó por señas al electricista, que echó a andar hacia él. El ayudante del sheriff y el técnico de huellas cambiaron de conversación y se pusieron a comentar el caso de un individuo que se había electrocutado con la cortadora de césped, por culpa de su madre, que, al querer echarle una mano, había conectado el enchufe de tres varillas a un prolongador de dos. El aislante del hilo neutro estaba estropeado y se produjo un contacto directo entre el cable y el manillar metálico de la cortadora. El ayudante del sheriff entró en detalles al abordar el apartado de las lesiones, comparándolas con las sufridas por un niño que había mordisqueado un cable en el cuarto de baño, con los pies metidos en el agua.

Yo no dejaba de dar vueltas a la grabación magnetofónica, en particular a la frase «ella entra a la misma hora todos los días». Puede que Esselmann no fuera la víctima elegida en principio. Puede que la persona cuya muerte se había deseado fuese Serena. Busqué a Cheney, pero no lo encontré. Me acerqué al policía de paisano que tenía más cerca.

—¿Hay algún inconveniente en que hable con la hija del señor Esselmann? —pregunté—. Será sólo un minuto. Soy amiga suya.

—No quiero que meta usted las narices en la muerte del señor Esselmann. Es asunto mío.

—No se trata de él, sino de otra cosa.

Me observó un instante y apartó la mirada.

—Sea breve —dijo.