18

Me dirigí al St. Terry y de camino llené el depósito del coche. Sabía que llegaría al hospital después de terminado el horario de visitas, aunque la UCI tenía sus propios usos y costumbres. A los familiares se les permitían visitas a razón de cinco minutos por cada hora. El hospital estaba tan iluminado como un centro turístico durante una noche de verano y tuve que rodear el edificio para encontrar sitio donde aparcar. Crucé el vestíbulo, giré a la derecha, me dirigí a los ascensores y subí al primer piso. Una vez arriba, me serví del teléfono de la pared para ponerme al habla con el interior de la unidad. La enfermera del turno de noche que contestó me atendió con educación, pero no reconoció mi nombre. Me hizo esperar sin comprobar si Danielle estaba efectivamente en la unidad. Me puse a mirar el paisaje marino al pastel que colgaba de la pared. La enfermera volvió a ponerse al teléfono al cabo de un rato, esta vez con actitud cordial. Cheney, al parecer, había dejado dicho que me permitieran la entrada. La enfermera pensó seguramente que yo era de la policía.

Me quedé en el pasillo y observé a Danielle por la ventanilla de la puerta. Le habían levantado un poco la parte superior de la cama. La joven parecía dormir. Tenía extendido el largo pelo negro sobre la almohada y a un lado del lecho. Las magulladuras de la cara parecían más pronunciadas aquella noche y el esparadrapo que le cruzaba la nariz contrastaba vivamente con sus ojos hinchados y tan negros que parecían tiznados de hollín. Tenía la boca amoratada y abultada. Sin duda le habían sujetado la mandíbula porque no tenía el típico aspecto colgante de las personas que duermen. El gota a gota seguía en el mismo sitio que antes, al igual que el catéter.

—¿Quiere hablar con ella?

Me giré y vi a la enfermera de la noche anterior.

—Prefiero no molestarla —dije.

—Tengo que despertarla de todos modos para tomarle las constantes vitales. Puede entrar conmigo. Pero no la ponga nerviosa.

—Descuide. ¿Cómo se encuentra?

—Se recupera muy bien. Se le han administrado muchos analgésicos y lo mismo está despierta que dormida. Dentro de un par de días la bajaremos seguramente a la unidad terapéutica, aunque pensamos que está más segura aquí.

Me quedé en silencio junto a la cama mientras la enfermera tomaba a Danielle la presión sanguínea y el pulso, y regulaba el goteo del gota a gota. Los ojos de la joven se abrieron de ese modo aturdido y perplejo de quien no puede recordar del todo dónde está ni por qué. La enfermera apuntó algo en la gráfica y salió de la habitación. La luminosidad de los ojos verdes de la muchacha destacaban en la nebulosa de magulladuras que le teñían las ojeras.

—Hola —dije—. ¿Cómo estás?

—Mejor —dijo con los dientes apretados—. Me han cosido la mandíbula. Por eso hablo así.

—Lo suponía. ¿Te duele?

—Qué va, estoy como colocada. —Esbozó una sonrisa sin mover la cabeza—. Por si me lo vas a preguntar, no vi al tipo. Lo único que recuerdo es que abrí la puerta.

—Lógico —dije—. Con el tiempo, es posible que lo recuerdes.

—Ojalá no.

—Que sí, mujer. Cuando te canses, avísame. No quiero causarte problemas.

—Estoy bien. Me gusta la compañía. ¿Has averiguado algo?

—Poca cosa. Vengo de una reunión de la junta de aguas. Vaya zoológico. El viejo al que cuidaba Lorna se ha liado en una disputa a grito pelado con un contratista al que llaman Stockton el Retaco. Lo demás fue tan aburrido que estuve a punto de quedarme a dormir allí. —Emitió un murmullo para darme a entender que me escuchaba. Parecían pesarle los párpados y pensé que le faltaba muy poco para echarse también a dormir. Había mencionado el nombre de Retaco con la esperanza de que le tintineara en la cabeza la campanilla del reconocimiento, pero era muy posible que a la pobre muchacha no le sobrasen los badajos—. ¿Te habló Lorna alguna vez del tal Stockton el Retaco? —Ni siquiera sabía si me oía. En la habitación reinaba el silencio. Se reanimó de pronto.

—Cliente —dijo.

—¿Era un cliente? —dije con un sobresalto. Medité unos instantes para asimilar la información—. Vaya una sorpresa. No me dio la impresión de que el hombre fuera su tipo. ¿Cuándo fue?

—Hace mucho. Creo que sólo se vieron una vez. El otro es el hombre.

—¿Qué otro?

—El viejo.

—Has dicho el hombre.

—El hombre al que Lorna sacaba el dinero.

—No digas eso. Creo que lo confundes con otra persona. Clark Esselmann es el padre de Serena Bonney. El viejo al que cuidaba Lorna…

Alargó la mano sana y dio un tirón a la manta.

—¿Quieres algo?

—Agua.

Miré encima de la mesita de noche con ruedas. Vi una jarra llena de agua, un vaso de plástico y una pajita también de plástico con una articulación de fuelle hacia el centro.

—¿Beberás de esto? No hagas trampas porque no tengo nada mejor.

—No haré trampas… aquí —dijo con una sonrisa. Llené el vaso de plástico y doblé la pajita, se lo acerqué y volví a doblar la pajita hasta que le quedó a la altura de la boca. Dio tres ligeros sorbos al líquido—. Gracias.

—Hablabas de un hombre con quien Lorna estaba liada.

—Esselmann.

—¿Seguro que nos referimos a la misma persona?

—Es el suegro de su antiguo jefe, ¿no?

—Pues sí, pero ¿por qué no me lo dijiste antes? Puede tener importancia.

—Creía que te lo había dicho. ¿Tan importante es?

—Te lo diré cuando me lo cuentes todo.

—Le gustaba el vicio. —Hizo una mueca al cambiar de postura. La cara se le contrajo de dolor.

—¿Estás bien? No es necesario que hables en este preciso momento.

—No me pasa nada. Pero las costillas me duelen. Espera un poco. —Esperé mientras pensaba en la palabra «vicio». Me imaginé a Esselmann recibiendo palmadas en el pompis y contoneándose con un portaligas de señora. Advertí que Danielle pugnaba por recuperarse—. Lorna fue a la casa del viejo cuando este sufrió el ataque cardíaco, pero fue él quien se le insinuó. Le habló de sus gustos. A ella le traía sin cuidado. El dinero es el dinero y el viejo le pagaba una fortuna, lo que pasa es que Lorna no se lo esperaba porque el individuo parecía muy…, muy formal.

—Y que lo digas. ¿Y la hija no se enteró?

—Nadie se enteró. Tiempo después, Lorna se fue de la lengua. Según ella, el viejo lo supo y Lorna ya no volvió a verlo. Se sentía fatal. La hija quiso contratarla, pero el viejo no aceptó.

—¿Qué has querido decir con que el viejo lo supo? ¿Ante quién se fue Lorna de la lengua?

—No lo sé. Después de aquello, no volvió a entrarle en la boca ni una sola mosca. Decía que esa lección sólo se aprende una vez.

—Disculpe —dijo alguien detrás de mí. Era la enfermera de la UCI que cuidaba de Danielle—. Perdone la grosería, pero será mejor que se vaya. Los médicos no quieren que las visitas duren más de cinco minutos.

—Comprendo. Usted manda. —Miré a Danielle—. Seguiremos hablando de esto más tarde. Procura descansar.

—De acuerdo. —Los ojos volvieron a cerrársele. Permanecí allí otro minuto, más por mí que por ella, y salí de la habitación—. El celador del puesto de las enfermeras se quedó mirándome mientras me iba.

No me gustó evocar a Lorna Kepler en compañía de Clark Esselmann. ¿Vicio? Vaya ocurrencia. No tanto por la edad del anciano cuanto por su aire respetable. Me era imposible conciliar su formalidad con sus (presuntas) inclinaciones sexuales. Sin duda había estado casado con la madre de Serena cincuenta años o más. Y todo tenía que haber sucedido antes del fallecimiento de la señora Esselmann.

Di un rodeo de seis manzanas para acercarme a uno de esos establecimientos donde venden de todo y en el que compré cuatro marcos de veinte centímetros por veinticinco para reemplazar los rotos que me había llevado de casa de Danielle. Lorna y Clark Esselmann. Qué par. El establecimiento parecía lleno de objetos no menos contrastantes: preservativos y medicamentos para la artritis, cuñas de hospital y anticonceptivos. Ya que estaba allí, cogí un par de paquetes de tarjetas de fichero y volví a mi casa procurando pensar en otra cosa.

Estacioné el coche, abatí el asiento del conductor y saqué la caja de los papeles de Lorna de debajo de las sábanas ensangrentadas de Danielle. A pesar de que suelo tener la casa limpia como una patena, se diría que el estado interior del coche no me produce el menor remordimiento. Amontoné las compras encima de la caja y lo sujeté todo con la barbilla mientras entraba.

Me acomodé ante la mesa. No había transcrito ni ordenado las notas tomadas desde el segundo día del caso y las fichas que había rellenado entonces me parecían a la vez insuficientes e inútiles. La información se acumula estrato tras estrato y se combina influyendo en la percepción global. Entre el cuaderno de notas, la agenda, los recibos de la gasolina, las facturas y el pasaje de avión, me puse a reconstruir los acontecimientos sucedidos entre el martes y aquel mismo día, pormenorizando las charlas que había sostenido con Roger Bonney, el jefe de Lorna, con Joseph Ayers y Russell Turpin en San Francisco, con Trinny, con Serena, con Clark Esselmann y con el (presunto) abogado de la limusina. A todo esto tenía que añadir las reservas de Danielle a propósito de la relación de Lorna con Clark Esselmann. La cual tendría que investigar cuando encontrase el modo. Porque no iba a preguntarle a Serena.

La verdad es que me animó ver lo mucho que había avanzado. En cinco días había elaborado una imagen bastante completa del estilo de vida de Lorna. Mientras recordaba, me quedé absorta sin darme cuenta. En cuanto rellené las fichas, las clavé en el tablón, que no era sino un batiburrillo de hechos e impresiones desordenados. Pero cuando volví a repasar la economía de Lorna y la cronología de los balances bancarios, me di cuenta de que se me había escapado un detalle. En la carpeta que contenía la documentación sobre los títulos de bolsa había un inventario de las joyas que la joven había asegurado. Se trataba de cuatro objetos: una gargantilla de granates, una pulsera a juego con idénticas gemas, unos pendientes y un reloj de diamantes; el total del valor estimado ascendía a veintiocho mil dólares. Según la descripción, los pendientes eran un aro doble de piedras de tamaño gradual, de medio quilate a un quilate. Ya los había visto y nada menos que en las orejas de Berlyn, aunque entonces había supuesto que eran de bisutería. Miré el reloj. Eran casi las once y me asustó comprobar que había trabajado durante casi dos horas. Agarré el teléfono y llamé a casa de los Kepler, con la esperanza de que no fuera demasiado tarde. Contestó Mace. El muy tarugo. Me reventaba hablar con él. Al fondo se oían los rugidos de un encuentro deportivo televisado. A juzgar por el entusiasmo del público, se trataba sin duda de algún campeonato de boxeo. Me introduje un dedo en la nariz para deformar la voz.

—Buenas noches, señor Kepler, ¿está Berlyn?

—¿Quién la llama?

—Marcy. Una amiga. Estuve ahí la semana pasada.

—Ya, bueno, pues ha salido. Ella y Trinny, las dos.

—¿No sabe dónde está? Teníamos que encontrarnos, pero he olvidado el lugar.

—¿Cómo has dicho que te llamas?

—Marcy. ¿Ha ido al Palacio?

Guardó un siniestro silencio mientras al fondo alguien recibía una paliza descomunal.

—Mira, Marcy, que no me entere yo de que mi hija va a ese lugar. Porque si está en el Palacio, tendrá que vérselas conmigo. Te dijo que os veríais allí, ¿verdad?

—No, no —dije, aunque habría apostado lo que fuera a que estaba en el antro de marras.

Colgué. Aparté los papeles, me puse la cazadora, tomé el bolso y sólo me detuve para pasarme el peine por el pelo. Al abrir la puerta de la calle vi a un hombre en el umbral. Di un respingo y grité antes de advertir quién era.

—¡Mierda, J. D.! ¿Qué hace usted aquí? Me ha dado un susto de muerte. También él había dado un respingo al mismo tiempo que yo. Vi que se apoyaba en la jamba de la puerta.

—Por mil rayos. Es usted quien me ha asustado. Iba a llamar y la puerta se ha abierto de pronto. —Se había llevado la mano al corazón—. Espere a que recupere el aliento. Perdone si la he asustado. Sé que tendría que haberla llamado antes por teléfono, pero pasaba por aquí y he decidido probar suerte.

—¿Cómo ha averiguado mi dirección?

—Usted le dio a Leda una tarjeta con su domicilio privado en el dorso. ¿Puedo pasar?

—De acuerdo, pero sea breve —dije—. Iba a salir. Tengo que ocuparme de un asunto. —Me aparté y no dejé de mirarle mientras se ponía de costado para entrar. No me gusta que nadie meta las narices en mi casa. Si no hubiera sido porque tenía un par de preguntas que hacerle, lo habría dejado en la calle. Parecía llevar la misma ropa de la vez anterior, aunque en mi caso pasaba tres cuartos de lo mismo. Los dos llevábamos conjuntos vaqueros, pero él calzaba botas de media caña y yo unos zapatos de deporte. Cerré la puerta y me dirigí al mostrador de la cocina para alejarlo del escritorio. Como casi todas las personas que ven mi casa por primera vez, miró a su alrededor con curiosidad.

—Está muy bien —dijo.

Le señalé un taburete y consulté la hora de reojo.

—Siéntese.

—Estoy bien así. No me quedaré mucho rato.

—Me gustaría ofrecerle alguna cosa, pero lo único que tengo es pasta italiana cruda. ¿Le gustan los macarrones, por casualidad?

—No se preocupe, gracias —dijo.

Me senté en un taburete y dejé el otro libre por si cambiaba de idea. Se había quedado con las manos hundidas en los bolsillos traseros del pantalón y parecía nervioso. Me miraba a los ojos, pero apartaba la vista inmediatamente. La luz de mi sala de estar no le favorecía tanto como la de su cocina. Aunque cabía la posibilidad de que el entorno desconocido le hubiese formado nuevas arrugas de tensión. Me cansé de estar esperando a que abriese la boca.

—¿Quiere algo de mí?

—Bueno, verá, Leda me ha dicho que estuvo usted en casa. Yo llegué a eso de las siete y la encontré muy nerviosa.

—Claro, claro —dije con voz neutra—. ¿Y se enteró del motivo?

—Es por lo de la cinta magnetofónica. Le gustaría recuperarla, si no tiene usted inconveniente.

—Ninguno en absoluto. —Fui a la mesa y la saqué del sobre marrón donde la había metido Héctor. Se la entregué y se la guardó en el bolsillo de la cazadora sin mirarla siquiera.

—¿La ha oído? —preguntó. Se comportaba quizá con excesiva indiferencia.

—Por encima. ¿Y usted?

—Bueno, sé muy bien lo que hay en ella. Quiero decir que estaba al tanto de lo que hacía mi mujer.

Dije «Ya», afirmando con la cabeza a modo de evasiva. Pero había una vocecita que me decía por dentro: «Vaya, vaya. Esto se pone interesante».

—¿Por qué estaba nerviosa?

—Supongo que porque no quiere que se entere la policía.

—Le dije que no se la daría a nadie.

—Suele ser desconfiada. Entiéndame, es una mujer un poco insegura.

—Eso mismo pienso yo, J. D. —dije—. Lo que quisiera saber es qué la ha puesto tan intranquila como para decirle a usted que venga a mi casa.

—No está intranquila. Lo que pasa es que no quiere que usted crea que fui yo. —Se apoyó en la otra pierna y sonrió con turbación mientras musitaba un conciliador «mecachis en la mar»—. No quiere que me mire usted con lupa. Que me investigue. —Si hubiera habido una manchita en el suelo, seguro que la habría pisado con la punta de la bota.

—Yo investigo a todo el mundo. No es nada personal —dije—. Y puesto que está usted aquí, aprovecharé para hacerle una pregunta.

—Pues adelante. No tengo nada que ocultar.

—Alguien ha dicho que usted entró en la cabaña de Lorna antes de que apareciese la policía.

Arrugó el entrecejo.

—¿Alguien? ¿Quién?

—No creo que sea ningún secreto. Serena Bonney.

—Bueno —dijo asintiendo—. Sí, es verdad. Mire, yo sabía que Leda había instalado el micrófono dentro de la casa. Estaba al tanto de lo de la grabadora y no quería que la policía la encontrase. ¿Qué hice? Abrí la puerta, metí la mano, corté el cable del micro y me lo llevé. No tardé ni un minuto. Por eso no lo mencioné en su momento.

—¿Sabía Lorna que la espiaban?

—Yo no le dije nada. La verdad es que estaba avergonzado por el comportamiento de Leda. Ya sabe, por su actitud. Trataba a Lorna con cierta altanería. Es joven e inmadura y Lorna ya me lo estaba poniendo difícil en relación con ella. Si le hubiera dicho que Leda nos espiaba, o se habría partido de risa o se habría irritado, y no creí que la relación que tenían ambas mujeres fuese a mejorar con ello.

—¿Se llevaban mal?

—Bueno, no. No se llevaban mal, es que no se llevaban muy bien.

—Leda tenía celos —sugerí.

—Puede que estuviera un poco celosa, supongo.

—Entonces ¿qué es lo que ha venido usted a decirme? ¿Que en el fondo todo va bien entre usted y Leda y que ninguno de los dos tenía motivos para quitar a Lorna de en medio?

—Es la verdad. Sé que, en cierto modo, usted piensa que tuve algo que ver con la muerte de Lorna…

—¿Por qué había de pensar yo una cosa así? Usted mismo me dijo que estaba fuera de la ciudad.

—Es cierto. También ella estaba fuera. Yo había quedado en ir a pescar con mi cuñado y en el último momento Leda decidió acompañarme a Santa María. Dijo que prefería estar con su hermana a quedarse sola aquí.

—¿Por qué me repite usted toda la historia? No lo entiendo.

—Porque se comporta usted como si no nos creyera.

—Por el amor de Dios, hombre, ¿cómo no voy a creerles si tienen los dos unas coartadas preciosas que valen para ambos?

—No son coartadas. Maldita sea. ¿Por qué dice que es una coartada si lo único que hago es contarle dónde estuvimos?

—¿Con qué vehículo fueron a Lago Nacimiento?

Titubeó.

—Con la furgoneta de mi cuñado.

—Santa María está a una hora de aquí. ¿Cómo sabe usted que Leda no volvió a Santa Teresa en su coche?

—No lo sé con absoluta certeza, pero puede usted preguntar a su hermana. Ella se lo dirá.

—Muy bien.

—Le repito que se lo dirá mi cuñada.

—Vamos, vamos. Si usted mentiría para proteger a Leda, ¿quién me dice que la hermana de Leda no mentiría también?

—Alguien tuvo que haberla visto el sábado. Creo recordar que dijo que aquella mañana iban a una presentación de productos cosméticos. Ya sabe, a uno de esos sitios donde una representante maquilla a todas las voluntarias para que compren los productos Mari Pili o lo que sea. No tiene por qué ponerse usted así.

—Mary Kay, no Mari Pili. Pero tiene usted razón. No debería ponerme así. Ya le dije a Leda que lo comprobaría todo. Si no he tenido tiempo de hacerlo, la culpa no es de ustedes, sino mía.

—¿Lo ve? ¿Lo ve? No sé cómo se las apaña, pero incluso cuando se disculpa, parece dar a entender todo lo contrario. ¿Por qué está usted tan huraña conmigo?

J. D., estoy huraña porque tengo prisa y no entiendo a qué ha venido.

—A nada. Sólo a recoger la cinta. Pero pensé que, mientras estuviera aquí, bueno, podríamos… ya sabe, hablar de lo ocurrido. Además, es usted quien me ha preguntado. Yo no le he dicho que me pregunte nada. Y encima no hago más que empeorar las cosas.

—Está bien, lo acepto. Olvidémoslo. De lo contrario nos pasaremos toda la noche dándonos explicaciones.

—Hecho. Siempre que no siga usted enfadada.

—Nada, ni un pelo.

—Y que me crea.

—Yo no he dicho eso. Sólo he dicho que lo aceptaba.

—Ah. Bueno, está bien. En fin, supongo que está bien.

Qué paciencia, Dios mío, qué paciencia.

Eran las once y veinte cuando me abrí paso entre el gentío que atestaba el Palacio de Neptuno. Los efectos especiales oceánicos se habían intensificado aquella noche. Las acuáticas luces azules se oscurecían gradualmente hasta volverse negras. Un tembloroso haz de luz barría la pista de baile imitando los reflejos del fondo de una piscina. Los rayos zigzagueaban en un cielo de mentirijillas y un viento invisible azotaba la superficie del mar. Oí el crujido de los palos del barco, el crepitar de la lluvia sobre cubierta, los gritos de los marineros que se ahogaban contra el telón de fondo del rock. Los ocupantes de la pista se contoneaban y agitaban los brazos en el aire cargado de humo. La música estaba tan fuerte que era casi como si no hubiese sonido, como si reinase el silencio, del mismo modo que el negro es la nada resultante de la intensificación de los colores.

Encontré sitio en la barra y pedí una cerveza mientras inspeccionaba a la muchedumbre. Los chicos llevaban rímel y lápiz de labios negro, mientras las chicas lucían peinados punkies y tatuajes barrocos. Yo procuraba no mirar a nadie directamente. La música cesó de pronto y la pista de baile empezó a despejarse. Me pareció reconocer una cabeza rubia y habría jurado que era la de Berlyn. La perdí de vista. Abandoné el taburete y la barra y avancé hacia la derecha, mirando por encima de la circulante multitud hacia el punto donde me había parecido verla. Ya no la veía, pero estaba segura de que era ella.

Me detuve unos momentos junto a una pecera gigante de agua salada donde una anguila de malintencionados dientes devoraba a un indefenso pececillo. La vi de súbito sentada a una mesa con un gordo que llevaba camiseta corta de tirantes, pantalones militares de faena y unas pesadas botas del ejército; se había afeitado el cráneo, aunque tenía los hombros y los antebrazos cubiertos por una espesa alfombra de pelo; los puntos corporales donde no tenía vello se los había adornado con tatuajes de serpientes y dragones. Desde donde estaba le veía con claridad los huesos del cráneo y los pliegues de grasa alrededor del cuello. A menudo he pensado que los riñones carnosos son la parte del cuerpo humano que prefieren los alienígenas.

Veía a Berlyn de perfil. Se había quitado la cazadora de cuero, que en aquel momento colgaba del respaldo de la silla, prisionera de la correa del bolso. Llevaba puestos los pendientes, dos aros de diamantes engarzados que le colgaban de los lóbulos. La falda que vestía era de raso verde, y tan corta y ceñida como la negra. Mientras hablaba no paraba de toquetearse los pendientes, primero uno, luego el otro, para convencerse de que seguían en su sitio. Daba la sensación de estar pendiente de su propio efecto, como si no estuviese acostumbrada a llevar aquellos adornos. La luz de la vela que ardía en la mesa se reflejaba en las mil caras de las joyas.

La música retumbó de nuevo y la pareja volvió a la pista de baile. Berlyn seguía calzando los mismos zapatos de tacón alto y afilado, tal vez con ánimo de dar un poco de gracia a unos tobillos que por lo demás eran tan informes como las vigas de un porche. Y tenía un culo que parecía más bien una mochila sujeta a la cintura. La mesa contigua a la suya había quedado libre y me apoderé de la silla más próxima a los dos jóvenes. Trinny apareció de pronto a mi derecha. Había evitado mirarla, pero advertí que me había descubierto.

—Hola, Trinny. ¿Qué tal te va? No sabía que vinieras por aquí.

—Todo el mundo viene por aquí. Esto es fantástico. —Hablaba mirando a su alrededor y chascaba los dedos mientras daba barbillazos al aire para seguir el ritmo de la música. Puede que estuviese en celo.

—¿Has venido sola?

—No, con Berl. Se ve aquí con su novio porque mi padre no lo traga.

—No me digas que ha venido Berlyn contigo. ¿Dónde está?

—En la pista de baile. Estaba sentada ahí mismo.

Señaló hacia la pista de baile, miré en aquella dirección con los ojos entornados y vi a Berlyn mareando las caderas para provocar al gordo, cuya bamboleante cabeza rapada sobresalía entre las demás.

—¿Es ese el chico a quien tu padre no traga? Pues no sé por qué.

Se encogió de hombros.

—Será por el pelo. Mi padre es como muy tradicional. No le gusta que los chicos se afeiten la cabeza.

—Sí, pero ¿qué importancia tiene si le sobra el pelo en el resto del cuerpo?

Hizo una mueca.

—No me gustan los chicos con la espalda peluda.

—Oye, qué pendientes más bonitos lleva tu hermana. ¿Dónde los ha comprado? Ya quisiera yo unos así.

—Son de cristal.

—¿De cristal? Qué fuerte. Desde aquí parecen diamantes de verdad, ¿no?

—Tienes razón. Es como si realmente llevara diamantes.

—Los habrá comprado en una tienda de bisutería, de esas donde hay esmeraldas y rubíes de imitación. Pero, oye, por más que los miro, soy incapaz de ver la diferencia.

—Bueno, no sé.

Alcé los ojos. Junto a la silla de Trinny acababa de situarse un sujeto que daba barbillazos y chascaba mucho los dedos. La joven se levantó y comenzó a sacudir la pelvis con movimientos provocativos. Manoteé en el aire con ánimo de ver la pista por entre los serpeantes brazos.

—¿Os importa?

Empezaron a alejarse entre contorsiones hacia la pista de baile. Volví a ver a Berlyn y a su caballero andante y me fijé en sus bamboleantes cráneos. Me incliné como para atarme el zapato y metí la mano en el bolso de Berlyn. Palpé la billetera, la cajita del maquillaje, el cepillo de dientes. Me incorporé, me hice con el bolso del respaldo de la silla y puse el mío en su lugar. Me lo colgué del hombro y me dirigí al lavabo de señoras.

Había cinco o seis mujeres delante de sendas pilas y pertrechos cosméticos esparcidos por el estante que servía de base al espejo. Todas estaban absortas manoseándose el pelo, poniéndose colorete en las mejillas, pintándose los labios, y ni siquiera me miraron cuando me metí en un retrete y cerré la puerta con pestillo. Colgué el bolso del gancho que muy previsoramente había instalado la dirección del establecimiento, y me puse a registrarlo a toda prisa.

La billetera no resultó muy instructiva: permiso de conducir, un par de tarjetas de crédito y, metidos entre los billetes de banco, unos cuantos recibos de compras hechas con tarjeta. En la página correspondiente del talonario de cheques figuraba una serie de ingresos a intervalos semanales, que supuse reflejaban el salario que cobraba en Reparaciones Kepler, S. A. El padre no tenía empacho en estafar a la pobre criatura. Al repasar los movimientos de los últimos meses, vi algún que otro ingreso de dos mil quinientos dólares, seguido por lo general de un pago efectuado a Viajes Holiday. Aquello era muy interesante. Vi también el pequeño joyero de terciopelo donde la joven guardaba sin duda los pendientes.

Registré el bolsillo interior de cremallera: antiguas listas de la compra, facturas de autoservicios, extractos bancarios. Y dos libretas de ahorros. La primera se había abierto con nueve mil dólares un mes después de la muerte de Lorna. Vi reembolsos ocasionales de dos mil quinientos dólares hasta llegar al saldo actual de mil quinientos. En la otra libreta había seis mil dólares. Tenía que haber otra cuenta en algún sitio. Los resguardos de papel carbón que registraban los ingresos y los reembolsos estaban al final de una libreta. Era una información que Berlyn no se atrevía a dejar en su casa. Si Janice descubría aquella cueva de Alí Baba, habría preguntas peliagudas. Saqué un resguardo de cada libreta.

Llamaron a la puerta del excusado.

—¿Te has muerto o qué?

—Ya va —dije.

Tiré de la cadena y el agua corrió ruidosamente mientras volvía a meterlo todo en el bolso. Salí del retrete con el bolso en bandolera. Una joven negra con peinado «afro» de los años setenta se coló en el excusado. Vi una pila libre y me froté las manos como si me hiciera falta. Salí de los lavabos y volví a la mesa en el momento en que la música acometía los ensordecedores acordes finales. Los de la pista de baile prorrumpieron en aplausos, y se pusieron a dar silbidos penetrantes y patadas en el suelo. Me senté en la silla de antes e hice el cambio de bolsos.

Berlyn se acercaba ya con el gordo en retaguardia. La silla de la muchacha se inclinó peligrosamente. Fui a sujetarla, pero no con rapidez suficiente para impedir que el bolso y la cazadora de cuero cayeran al suelo.