Eran casi las cuatro de la madrugada y el pequeño Mazda rojo de Cheney corría por las calles a oscuras. Llevaba la capota bajada y el viento me azotaba la cara. Eché atrás la cabeza y contemplé el cielo. En el flanco montañoso de la ciudad, las pendientes en sombras aparecían engalanadas con guirnaldas de farolas municipales tan titilantes como las bombillitas de los árboles navideños. En las casas ante las que pasábamos veía luces ocasionales, pertenecientes sin duda a los obreros madrugadores que enchufaban la cafetera de filtro y se dirigían tambaleándose a la ducha.
—¿Tienes frío?
—Está bien así —dije—. Lester parecía saber mucho sobre la agresión. ¿Crees que fue él?
—Si quiere que la chica trabaje, no —dijo.
A aquella hora, el cielo es de un gris continuo y uniforme que acaba fundiéndose con el negro de los árboles. El rocío empapa la hierba. A veces se oye el silbido blando de los aspersores electrónicos, programados para regar el césped antes de que salga el sol. Si continuaba el régimen pluvial de los últimos años, el empleo del agua tendría que limitarse y se secaría toda la hierba. Durante la última sequía, muchos propietarios habían tenido que regar el jardín con pintura verde.
Ya en Cabana Boulevard, un adolescente en monopatín corría por la acera en sombras. Se me ocurrió de pronto que lo lógico habría sido que apareciese el Juglar, el hombre de la bicicleta, con el piloto trasero y las piernas subiendo y bajando como émbolos. Empezaba a representar una caprichosa fuerza en acción, juguetona y maligna, un espejismo de mi fantasía que danzase delante de mí como la solución de un enigma. Adondequiera que yo fuese, aquel hombre acababa por aparecer, siempre dirigiéndose con prisa a alguna parte, pero sin llegar nunca a su punto de destino.
Cheney había reducido la velocidad y se inclinó hacia delante para mirar al joven del monopatín cuando lo adelantamos. Lo saludó con la mano y el joven le devolvió el saludo.
—¿Quién es? —pregunté.
—Trabaja de noche en una casa de convalecencia —dijo—. Le quitaron el carnet por conducir borracho. Pero es un buen chico. —Momentos más tarde entrábamos en el callejón de Danielle, donde mi vehículo seguía estacionado. Nos detuvimos detrás del VW y Cheney puso el motor en punto muerto para reducir el ruido—. ¿Qué jornada haces? ¿Tienes tiempo de dormir?
—Eso espero —contesté—. Estoy muerta. ¿Tú te vas a trabajar?
—Me voy a casa a dormir. Un par de horas a lo sumo. Te llamaré más tarde. Si estás con ánimos, podríamos comer algo por ahí.
—Antes tendré que ver cómo se presenta el día. Si no me encuentras, deja un teléfono en el contestador. Ya te llamaré yo.
—¿Vas a la oficina?
—La verdad es que había planeado pasar por casa de Danielle para limpiarla un poco. La última vez que la vi, todo estaba lleno de sangre.
—No tienes por qué hacerlo. El propietario ha dicho que el lunes que viene se presentará un equipo de limpieza para adecentarla. No puede ser antes. Pero es preferible eso a que te encargues tú.
—No me importa. Me gustaría hacer algo por ella. Tal vez coja la bata y las zapatillas y se las lleve al hospital.
—Tú misma —dijo—. Me quedaré aquí hasta que arranques. Procura que te funcione el coche y que no te atrape el coco.
Abrí la portezuela, agarré el bolso y bajé del vehículo.
—Gracias por el paseo y por todo lo demás. En serio.
—De nada.
Cerré la portezuela y me dirigí a mi coche mientras Cheney vigilaba como un ángel guardián. El VW se puso en marcha sin hacer ruido. Le hice una seña con la mano para indicarle que todo estaba bien, pero no parecía dispuesto a marcharse. Me siguió a casa, a la que llegamos tras recorrer en columna las calles a oscuras. Por una vez encontré sitio para aparcar delante mismo de mi casa. Convencido por fin de que ya me encontraba en lugar seguro, Cheney puso la primera y se alejó.
Cerré el coche, crucé la verja, rodeé la fachada, abrí la puerta y entré. Recogí el correo que me habían echado por la ranura, encendí la luz, dejé el bolso y cerré la puerta de la calle. Empecé a desnudarme mientras subía la escalera de caracol, alfombrando el suelo de prendas como en esas escenas de las comedias románticas en que los enamorados se mueren de impaciencia. Yo también me moría, pero por dormir. Ya desnuda, estuve dando trompicones durante un rato mientras echaba las persianas, quitaba el sonido al teléfono y apagaba luces. Me metí debajo del edredón con un suspiro de alivio. Creía que estaba demasiado cansada para dormir, pero resultó que no.
Desperté a las cinco pasadas. Durante un instante creí que había dormido veinticuatro horas seguidas y que no tardaría en amanecer. Para orientarme en la semioscuridad, me quedé mirando la bóveda de plástico transparente que hay en el techo. Como en febrero anochece pronto, el día se retiraba ya igual que el agua sucia del fondo de una bañera. Revisé mi estado mental, me dije que había dormido lo suficiente, me entró hambre y salí de la cama. Me cepillé los dientes, me duché y me lavé el pelo. Acabadas estas operaciones, me puse una sudadera vieja y unos tejanos raídos. Ya en la planta baja, llené un cubo de plástico con trapos y productos de limpieza. Como ya había pasado la crisis inmediata, me dediqué a acumular bilis contra el agresor de Danielle. Los hombres que pegan a las mujeres son casi tan viles como los que pegan a los niños.
Llamé a Cheney, pero al parecer ya se había ido. Le dejé un mensaje en el contestador, indicándole la hora que era y que tenía demasiada hambre para esperarle. Al abrir la puerta de la calle, cayó al suelo un sobre comercial marrón, que habían encajado entre la puerta y la jamba. Héctor había garabateado unas líneas en el haz del sobre: «Viernes, 5,35 tarde. He llamado y no contestan. Dentro están la cinta y la transcripción corregida. Siento no poder hacer más. Llámeme cuando vuelva». Había añadido el teléfono de su casa y el de la emisora. Debía de haber llegado y llamado mientras yo estaba en la ducha. Miré la hora. Por lo visto, sólo hacía quince minutos que había estado allí, de modo que aún no podía localizarlo en ninguno de los dos teléfonos. Guardé la cinta y la transcripción en el bolso y me dirigí a una cafetería donde servían desayunos las veinticuatro horas del día.
Miré las notas de Héctor mientras me ponía como una cerda devorando a toda velocidad una bandeja llena de la típica bollería que ha merecido el anatema de los expertos en nutrición. Héctor no había conseguido descifrar mucho más que yo. Había añadido lo siguiente a mis notas:
«Oye… detesto este asunto… yo pienso. No eres…».
«Vamos, vamos. Sólo bromeaba… (risas). Pero tienes que admitir que es una gran idea. Ella entra a la misma hora todos los días… hiato…».
«Estás enfermo…».
«La gente no debería meterse en mis… (sonidos metálicos)».
Ruido de agua…, un chirrido…
«Si pasa algo, yo…».
Golpes sordos…
«Lo digo en serio… retaco…».
«No hay conexión…».
Risas…, corrimiento de sillas…, un crujido…, murmullos…
Al final de la página, Héctor había trazado tres grandes signos de interrogación. Coincidía totalmente conmigo.
Al llegar a casa de Danielle, dejé el coche en el callejón, pegado al seto, igual que la noche anterior. Ya había oscurecido. Si seguía así, era probable que no volviese a ver el sol nunca más. Cogí la linterna, comprobé las pilas y vi que la luz que emitía aún era potente. Anduve unos minutos por los márgenes del callejón, sirviéndome de la linterna para inspeccionar los arbustos que crecían a ambos lados. No esperaba encontrar nada. Tampoco buscaba «pruebas» propiamente dichas. Sólo quería saber si había alguna forma de deducir las vías de escape del agresor. Había muchos lugares donde había podido esconderse, patios que había podido cruzar para acceder a las calles contiguas. A las tantas de la noche, hasta un frágil arbolillo podía servir de refugio. Por lo que sabía, el individuo se había situado a una distancia que le permitiera observar con facilidad y desde allí había contemplado la llegada de la ambulancia y de los coches de la policía.
Volví a la casa de Danielle, crucé el patio trasero y me dirigí al edificio principal. Subí los peldaños traseros y llamé a la iluminada ventana de la cocina. Vi al casero de Danielle lavando los platos de la cena y poniéndolos en el escurridor. Me vio casi al mismo tiempo que yo a él y apareció en la puerta de atrás secándose las manos con un trapo de cocina. Me dio una llave y durante unos minutos charlamos sobre la agresión. Se había acostado a las diez. Dijo que tenía el sueño ligero, pero que el dormitorio estaba en el primer piso, en la parte de la casa que daba a la calle, y que no había oído nada. Tenía setenta y tantos años y era militar retirado, aunque no dijo de qué ejército. Si sabía cómo se ganaba la vida Danielle, no hizo el menor comentario. Parecía tenerle tanto afecto como yo y fue lo único que tuve en cuenta. Fingí ignorar el estado de la muchacha, aunque le dije que estaba viva y que se esperaba que se recuperase. No me apremió para que entrara en detalles.
Volví a recorrer el sendero de ladrillo hasta el pequeño porche de Danielle. Los precintos de la policía habían sido retirados, pero alrededor del tirador de la puerta y del jambaje aún podían verse rastros del polvo para la detección de huellas dactilares. Se buscarían huellas en el ensangrentado trozo de cañería envuelta en trapos, pero dudaba que proporcionase alguna pista. Entré en la vivienda y encendí la luz del techo. La sangre parecía una lámina del test de Rorschach, una mancha rojo oscuro aureolada de signos de admiración allí donde la violencia de los golpes había hecho saltar la sangre en dos chorros que habían salpicado la pared. La manchada alfombra había sido retirada, seguramente la habían echado al cubo de la basura que había en la parte trasera. La sangre del zócalo parecía un collar de lágrimas de pintura.
La casa constaba de habitación y media, y se había construido con cuatro cuartos. La recorrí entera, aunque había poco que ver. Al igual que la mía, era muy pequeña. Al parecer, la pelea con el agresor se había limitado a la estancia delantera, que estaba casi totalmente ocupada por una cama de matrimonio y un espacio para sentarse. Las sábanas y el edredón eran más bien cursis, de percal estampado con motivos florales blancos y rosa, con las cortinas a juego y un papel de pared a franjas igualmente blancas y rosa. La cocina consistía en una encimera portátil y en un microondas encaramado en una cómoda pintada.
El cuarto de baño era reducido, estaba pintado de blanco y cubrían el suelo anticuados baldosines blanquinegros. La pila tenía alrededor unos faldones con los mismos motivos florales del dormitorio. Danielle había comprado una cortina de algodón para la ducha que ratificaba sus obsesiones decorativas y que tenía en la parte superior un volante para tapar la barra. La pared que quedaba enfrente del retrete era una minigalería de pintura. Había colgadas juntas unas doce fotografías enmarcadas y varias estaban torcidas. Durante la agresión, Danielle tenía que haber salido despedida contra el tabique. Algunas se habían descolgado y yacían boca abajo en el suelo de baldosas. Las levanté con cuidado. Dos marcos se habían roto a causa del impacto, y el vidrio de las cuatro o se había resquebrajado o estaba roto. Puse las cuatro fotos juntas, tiré los cristales a la basura y enderecé las fotografías colgadas mientras las observaba. Danielle poco después de nacer. Danielle con papá y mamá. Danielle a los nueve años y con el pelo muy arreglado en una exhibición de danza.
Volví a la estancia delantera y encontré un grueso montón de bolsas marrones de papel empotradas entre la pared y la cómoda. Metí en una las fotos dañadas y la dejé junto a la puerta de la calle. En las tiendas de artículos de ocasión había visto marcos muy parecidos por dos dólares la unidad. Probablemente pasaría por alguna para comprar lo que hiciera falta reponer. Quité la ropa de la cama y la saqué al porche. Las salpicaduras de sangre se habían colado incluso en el dobladillo. Iría a la lavandería por la mañana. Cogí el cubo que había llevado, lo llené de agua caliente y añadí una corrosiva ración de sustancias limpiadoras. Lavé las paredes, barrí los zócalos y los suelos hasta que el agua jabonosa se volvió de un rosa espumoso. Vacié el cubo, lo llené otra vez y seguí limpiando.
Cuando hube terminado, agarré la transcripción de la cinta magnetofónica, me senté en la cama y llamé a casa de Héctor con el teléfono de Danielle. Contestó al instante.
—Soy Kinsey. Me alegro de encontrarlo en casa. Pensé que podía estar camino de la emisora.
—Tan temprano imposible y hoy de ninguna de las maneras. Trabajo de sábado a miércoles, así que el jueves y el viernes suelen ser mi fin de semana. Anoche fue una excepción, pero procuro que estos imprevistos no sirvan de precedente. Esta noche tengo un plan envidiable. Bañaré a Belleza y luego ella me bañará a mí. Tiene la transcripción, supongo.
—Sí y siento no haberle visto. Estaba en la ducha cuando pasó usted por mi casa. —Durante varios minutos estuvimos lamentándonos de la mala calidad de la cinta magnetofónica—. ¿Qué piensa usted?
—Poca cosa. Descifré un par de palabras, pero nada que tenga lógica.
—¿Se le ha ocurrido alguna idea sobre el posible tema de la conversación?
—Ninguna. Lorna parece enfadada con el hombre. Es casi todo lo que he podido deducir.
—¿Está seguro de que es Lorna?
—Bastante, aunque no me atrevería a jurarlo.
—¿Y el hombre?
—No he reconocido la voz. No se parece a la de nadie que yo conozca. Escúchela usted otra vez, a ver qué oye. Podríamos turnarnos para llenar los fragmentos que faltan, como en un rompecabezas.
—No tiene por qué convertirse en el objetivo de nuestra existencia —dije—. Ni siquiera estoy segura de que sea importante, pero la oiré otra vez cuando vuelva a casa. —Miré la transcripción—. ¿Qué quiere decir esto de «hiato»? Suena raro, ¿no? ¿Hablaban de lingüística o de anatomía?
—No estaba totalmente seguro de que fuera esa la palabra, pero no se me ocurrió otra. La frase que no deja de darme vueltas en la cabeza es la que dice que «ella entra a la misma hora todos los días». No sé a qué rábanos se referirá.
—¿Y por qué «retaco»? Creo que es Lorna quien lo dice.
—Bueno, puede parecer extraño, pero creo que he conseguido algo en ese sentido. En mi opinión, Lorna no utiliza la palabra para calificar a nadie. Hay en la ciudad un sujeto al que llaman Retaco. Puede que Lorna estuviera hablando de él.
—Es una posibilidad interesante. ¿Lo conocía ella?
—Seguro que sí. Se llama John Stockton. Le dicen Retaco porque es bajo y gordo. Es un contratista…
—Un momento —dije interrumpiéndole—. Yo conozco ese nombre. Estoy casi segura de que lo mencionó Clark Esselmann…, en el caso de que sólo haya uno. ¿Es miembro de la Junta Municipal de Aguas de Colgate?
Se echó a reír.
—Ni por asomo. No lo admitirían. Habría conflicto de intereses. Se adjudicaría media docena de contratas muy lucrativas.
—Ya. Entonces no es probable que haya ninguna relación. ¿Hablaba Lorna con él o de él?
—Supongo que de él. La verdad es que podría haber alguna conexión marginal. Stockton tendría que recabar el permiso de la Junta de Aguas para construir lo que fuera. Puesto que Lorna cuidó de Esselmann, cabe la posibilidad de que oyese hablar del Retaco de manera circunstancial.
—Ya, pero ¿qué demuestra eso? En una ciudad de provincias como la nuestra se oye multitud de cosas, pero no por eso se mata a la gente. ¿Es difícil obtener un permiso para edificar?
—Solicitarlo es muy sencillo, pero con la escasez de agua que tenemos actualmente, conseguir que un plan de construcciones salga adelante es casi imposible.
—Pues qué bien —dije. Di un par de zarandeos mentales a la idea, pero no cosechó ninguna intuición—. No sé bien cómo encaja. Si hablaban a propósito del agua, podría enlazar de algún modo con «ella entra a la misma hora todos los días». Puede que se trate de nadar. Sé que Lorna hacía footing, pero ¿practicaba también la natación?
—Que yo sepa, no. Además, si el hombre está hablando con Lorna, ¿por qué dice «ella»? El individuo tiene que referirse a otra persona. Y Stockton no tiene nada que ver con piscinas. Construye centros comerciales y urbanizaciones —dijo Héctor—. Es posible que se refiriesen al trabajo. Ella entra «a trabajar» a la misma hora todos los días. O ella entra «en su casa» a la misma hora todos los días.
—Es verdad —dije—. Bueno, puede que se nos ocurra algo si nos concedemos un respiro. ¿Hay alguna otra cosa que le llamara la atención?
—Pues no. Sólo que Lorna parecía irritada.
—Eso me pareció a mí también y por eso escuché la cinta con tanta atención. Dijera lo que dijese el hombre, a Lorna no le gustó en absoluto.
—Desde luego. Y como acaba de decir usted, si queremos encontrarle la lógica al asunto, quizá sea mejor olvidarnos de él durante un rato. La llamaré si se me hace la luz.
—Gracias, Héctor.
Cuando cerré la casa y devolví la llave al casero de Danielle, eran casi las siete menos cuarto y la vivienda tenía mucho mejor aspecto. El olor del amoniaco le daba cierto aire de edificio público, pero de aquel modo, cuando volviera Danielle, por lo menos no se encontraría con un matadero. Fui en busca del coche cargada de objetos. Dejé el cubo de plástico en el asiento del copiloto y la ropa de la cama en el trasero, junto con la bolsa de papel que contenía los marcos rotos. Me senté al volante y durante unos momentos pensé en lo que haría a continuación. La sugerencia de Héctor tocante a que Stockton el Retaco era el individuo mencionado en la cinta magnetofónica tenía su punto de intriga. Por lo que había oído comentar a Clark Esselmann por teléfono, Stockton iba a estar presente en la siguiente reunión de la junta, que, según mis cálculos, se celebraría aquella misma noche. Con un poco de suerte, coincidiría con Serena y volvería a interrogarla sobre el dinero desaparecido.
Encontré una cabina en la gasolinera más cercana y busqué el número del Distrito de Aguas de Colgate. La jornada laboral había terminado hacía mucho, pero el contestador automático informaba sobre la reunión, que iba a celebrarse a las siete en la sala de conferencias de las oficinas del distrito. Volví al coche a toda velocidad, arranqué y puse rumbo al norte al llegar a la autopista.
Un cuarto de hora después estacionaba el VW en el aparcamiento de detrás del edificio, incómodamente consciente del chorro continuo de vehículos que tenía por detrás y por delante. Como si estuviéramos en una carrera automovilística, nos metíamos en plazas dispuestas en hilera. Apagué el motor, bajé y cerré el coche. No costaba averiguar dónde se celebraba la reunión, ya que bastaba con seguir a los demás asistentes. Vi luces encendidas en el otro extremo del edificio y anduve en aquella dirección a paso ligero, un tanto picada por la posibilidad de no encontrar ningún asiento libre.
La puerta de la sala de conferencias se encontraba en un pequeño patio cerrado. Vi por el ventanal que los miembros de la Junta de Aguas ya ocupaban su puesto. Entré con cierta ansiedad por instalarme mientras hubiera asientos disponibles. La sala era sosa y funcional: alfombra marrón, paredes decoradas con paneles de madera oscura, mesas plegables formando una L al fondo, y treinta y cinco sillas plegables para el público. A un lado, en una mesa, había un gran depósito de café, vasos de plástico, sobres de azúcar y un recipiente grande de leche evaporada. La iluminación consistía en tubos fluorescentes que nos teñían a todos la cara de color amarillento.
La Junta de Aguas de Colgate constaba de siete miembros, todos con una placa con el nombre y el cargo grabados: consejero del distrito de aguas, administrador general, ingeniero jefe, presidente y cuatro directores, uno de los cuales era Clark Esselmann. El miembro llamado Ned, con el que el anterior había hablado por teléfono, tenía que ser Theodore Ramsey, que estaba sentado dos sillas más allá. Los «Bob» y «Druscilla» que había mencionado de pasada eran, respectivamente, Robert Ennisbrook y Druscilla Chatham.
Como era lógico y natural, los miembros de la junta de aguas se habían provisto de grandes jarras de agua fría, que consumían a manos llenas mientras hablaban sobre la escasez del preciado líquido. A algunos los conocía de nombre o por su reputación, pero no reconocí ninguna cara, salvo la de Esselmann. Serena estaba en primera fila, peleándose con sus efectos personales y procurando comportarse como si no estuviese preocupada por su padre. Esselmann, con traje y corbata, tenía un aire frágil pero resuelto. Ya estaba enfrascado en una conversación con la señora Chatham, la mujer que tenía a la izquierda.
Por entonces había mucho público y casi todas las sillas plegables estaban ocupadas. Vi una vacía y me lancé sobre ella, sin dejar de preguntarme qué hacía allí. Algunos asistentes llevaban maletín o un cuaderno abierto. El hombre sentado junto a mí había garabateado un comentario que al parecer retocaba mientras aguardábamos a que comenzara la sesión. Me volví a mirar las filas de asientos que tenía detrás; todos estaban ocupados. Por el ventanal vi que en la parte exterior había gente sentada a la mesa de estilo campestre y apoyada en la cerca de adorno. Los altavoces del patio permitían a la desbordante muchedumbre oír el desarrollo de las discusiones.
En la parte delantera de la sala había un montón de hojas con el orden del día y fui por una rápidamente. Suponía que el público podía dirigirse a la mesa con entera libertad. A este fin se rellenaban peticiones que se entregaban a continuación. Había un auténtico tráfico de consultas, multitud de personas que parecían conocerse, algunas organizadas en pequeños grupos que representaban una petición particular. Yo ni siquiera sabía de qué temas iba a hablarse y los puntos del orden del día me parecieron tan aburridos que ignoraba si me interesaban o no. Me pregunté si sabría identificar a Stockton el Retaco sin preguntar a nadie. Eran muchos los hombres que, sentados, parecían gordos y bajos.
A las siete y tres minutos se dio comienzo a la sesión recitando el nombre de los miembros presentes. Se leyó la memoria de la reunión anterior y se aprobó sin enmiendas. Se aprobaron sin discusión varios puntos de la lista de temas pendientes. Rumores, crujidos, toses y carraspeos por todas partes. Todos parecían hablar con monotonía y los temas se reducían por tanto a sus elementos más aburridos. Los miembros de la junta discutieron la política de servicios con la estratégica hostilidad que es típica de las minorías parlamentarias. Si se estaba consiguiendo algo, yo no me enteraba de nada. Lo que me llamaba la atención era que Clark Esselmann, al hablar por teléfono con Ned, se había mostrado muy vehemente. Por lo visto, las emociones se exasperaban entre bastidores, mientras que allí se hacía todo lo posible por ocultarlas en beneficio del servicio público.
Los miembros del público comenzaron a desfilar hacia la tribuna para dirigirse a la junta con apelaciones escritas que se leían con tal alarde de insipidez oratoria que las observaciones y comentarios se formulaban sin el menor asomo de espontaneidad, humor o dramatismo. Al igual que en las iglesias, la temperatura ambiente, entre el calor de los cuerpos y la calefacción, había alcanzado ya niveles anestesiantes. Después de haber dormido a trancas y barrancas durante los últimos cinco días, me costaba lo indecible no caerme de la silla.
Me avergüenza confesar que en cierto momento me quedé traspuesta; fue una especie de inmersión en la inconsciencia de la que me percaté únicamente porque la cabeza se me cayó hacia delante. Creo que reincidí minutos después porque cuando ya empezaba a disfrutar del anhelado abrazo de Morfeo me sobresaltó una acalorada discusión. Me di cuenta entonces de que me había perdido el primer asalto.
Clark Esselmann se había puesto en pie y apuñalaba con el dedo al hombre que ocupaba la tribuna.
—Es la gente como usted la que está destruyendo este condado.
El hombre al que se dirigía tenía que ser John Stockton el Retaco. Mediría un metro con sesenta y cinco, era muy corpulento, tenía la cara redonda e infantil, y el pelo negro y raleante. Sudaba copiosamente y durante toda la discusión no hizo más que pasarse el pañuelo por la cara.
—¿La gente como yo? Escuche, señor mío. Dejemos a un lado las personalizaciones. No se trata de mí. Tampoco se trata de usted. Se trata de puestos de trabajo para la comunidad. Se trata del desarrollo y el progreso de los ciudadanos de este condado, de…
—¡Tonterías! Se trata del dinero que usted quiere ganar, miserable hijo de puta. ¿Qué le importan a usted los ciudadanos del condado? Cuando esta…, esta abominación tenga lugar, usted estará muy lejos de aquí. Contando los beneficios obtenidos mientras nosotros tendremos que cargar con esta infamia durante siglos.
Al igual que los enamorados, Esselmann y Stockton, una vez enzarzados, parecían haberse olvidado del resto del mundo. La sala estaba electrizada y el público parecía vibrar de excitación.
La voz de Stockton era puro desdén en almíbar.
—Señor mío, a riesgo de caer en la ofensa, permítame formularle la siguiente pregunta: ¿qué ha hecho usted por generar empleo, construir viviendas o dar seguridad económica a los ciudadanos del Condado de Santa Teresa? Tenga la bondad de responder.
—No cambie de tema…
—Porque sólo hay una respuesta: nada. Usted no ha movido un dedo, no ha invertido ni un centavo ni ha contribuido con un triste ladrillo a la salud fiscal ni al bienestar de la comunidad en que vive.
—Eso es mentira…, ¡eso es mentira! —vociferó Esselmann.
—Ha bloqueado usted el crecimiento económico —prosiguió Stockton—, ha impedido la creación de empleo. Se ha opuesto al desarrollo, ha obstaculizado todo progreso. ¿Y cómo no? Usted ya no necesita nada. ¿Qué le importa a usted lo que nos suceda a los demás? Si por usted fuera, todos podríamos arrojarnos de cabeza al mar.
—¡Tiene muchísima razón al decir que puede usted arrojarse de cabeza al mar! ¡Arrójese de una vez!
—¡Señores! —exclamó el presidente, que se había puesto en pie.
—Muy bien. Permítame decirle lo siguiente. Cuando usted haya muerto, y con usted la posibilidad de progresar, ¿quién pagará las consecuencias de su falta de imaginación?
—¡Señores! ¡Señores!
El presidente daba martillazos en la mesa sin que le hicieran el menor caso. Serena se había levantado de la silla y su padre la atajaba con imperiosos movimientos que sin duda la venían amedrentando desde la infancia. Vi que se hundía en el asiento mientras el anciano vociferaba temblando:
—Joven, ahórrese los discursos para los Rotarios. Estoy harto de oír estas pamplinas de autobombo. En realidad, usted está en esto por el todopoderoso dólar y sabe que no miento. Si tan interesado está por el desarrollo y las oportunidades económicas, regale la tierra y todos los beneficios que espera conseguir. No se escude tras la retórica…
—Regale usted. ¿Por qué no da usted nada? Tiene usted más que todos nosotros juntos. Y no diga que me escudo tras la retórica, cerdo vanidoso…
Un guardia de seguridad apareció al lado de Stockton y le puso la mano en el brazo. Stockton se soltó con brusquedad, pero un colega de profesión apareció al otro lado y entre los dos se lo llevaron de la sala. Esselmann siguió en pie con los ojos chispeando de cólera.
En medio del rumor de conversaciones privadas que siguió, acerqué la cabeza a mi vecino de asiento.
—Detesto parecer ignorante, pero ¿qué ha motivado todo esto?
—John Stockton quiere conseguir un permiso de aguas para unas tierras que quiere reconvertir y vender a Marcus Petroleum.
—Creía que un asunto así tenían que resolverlo las autoridades del condado —dije.
—Y así ha sido. Se aprobó el mes pasado por cinco votos a favor y ninguno en contra, con la condición de que se empleara agua depurada del Distrito de Aguas de Colgate. Creíamos que iba a admitirse sin oposición, pero Esselmann ha organizado un contraataque.
—¿Y por qué tanto acaloramiento?
—Stockton tiene unos terrenos de los que quieren apropiarse las compañías petroleras. Pero sin agua no sirven para nada. Esselmann lo apoyaba al principio, pero ahora se opone. El Retaco se siente traicionado.
Rememoré la conversación telefónica de que había sido testigo. Esselmann había dicho que mientras él estaba en el hospital se trataba de convencer a la junta de no sé qué acuerdo.
—¿Ha estado Stockton haciendo gestiones mientras Esselmann estaba enfermo?
—Desde luego. Y a punto ha estado de salirse con la suya. Ahora que Esselmann ha vuelto, quiere utilizar toda su influencia para que se rechace la solicitud.
La mujer que teníamos delante se volvió con cara de pocos amigos.
—Los que tienen algo que decir, suben a la tribuna.
—Perdón.
El presidente de la junta se esforzaba por restablecer el orden, aunque el público no parecía particularmente interesado. Seguí hablando con la mano en la boca.
—¿Han votado ya? —dije en voz baja.
Mi informante negó con la cabeza.
—El tema se planteó hace un año y la junta de aguas creó una comisión para que investigara e hiciese sugerencias. Se llevaron a cabo estudios sobre las repercusiones en el medio ambiente. Ya sabe lo que son estas cosas. Más que nada, una táctica inmovilizadora para quitarse el asunto de encima. El contencioso no se sometió a votación en realidad hasta el mes siguiente. Por eso siguen citando a testigos.
La mujer que teníamos delante se llevó el dedo a los labios y abandonamos la charla.
Esselmann acababa de sentarse con brusquedad y con la cara encendida. Serena dio la vuelta a la mesa y se puso a su lado, aunque al anciano no pareció gustarle. A Stockton el Retaco no se le veía por ninguna parte, pero se le oía en el patio, todavía dando gritos de furia. Alguien trataba de calmarlo sin ningún resultado digno de nota. La sesión se reanudó cuando el presidente abordó el siguiente punto del orden del día, una eficaz medida antidisturbios que no molestó a nadie. Cuando salí de la sala, Stockton se había ido y el patio estaba vacío.