La sala de urgencias del St. Terry era el caos, la antesala del purgatorio. Habían chocado seis vehículos en la autopista y todos los consultorios estaban llenos de heridos y moribundos. Sobre el paño blanco de las mamparas que delimitaban los cubículos se representaba una auténtica obra quirúrgica de sombras chinescas con un telón de fondo compuesto por carritos de instrumental, bombonas de oxígeno sujetas a la pared, bolsas colgantes de sangre y glucosa, y aparatos de rayos X. De tarde en tarde, los alaridos del paciente que ocupaba la camilla de ruedas interrumpían el apagado rumor de la actividad médica. En una camilla de lona, un accidentado abandonado a su suerte se retorcía como si fuera presa de las llamas, mientras gritaba: «Por el amor de Dios…, por el amor de Dios». Apareció un celador y lo trasladó a un consultorio que acababa de quedar vacío.
Se había llamado a todos los médicos, enfermeras y ATS del hospital. Trabajaban en perfecta armonía, con movimientos rápidos y precisos. Lo que los culebrones hospitalarios omiten de manera sistemática es el dolor y los vómitos, las disfunciones corporales, las agujas hipodérmicas que se hunden en la carne, las moraduras, los temblores, las súplicas en voz baja. ¿A quién le interesa ver la realidad de la vida en una pantalla? Lo que queremos es el dramatismo de las situaciones sin la angustia subyacente.
En la sala de espera, los familiares a quienes se había comunicado el accidente tenían la cara gris y cansada. Hablaban entre susurros, repartidos en grupos de parientes, con el estómago encogido de miedo. Dos mujeres medio abrazadas lloraban desconsoladamente. Al otro lado de las puertas de vidrio, en un extremo del aparcamiento, los adictos a la nicotina se habían rodeado de una nube de humo. Había visto a Serena Bonney al poco de ingresar a Danielle, pero el ajetreo la había engullido.
Al entrar en la casa de la joven, la había visto desnuda en el suelo, con la cara tan rojiza y descarnada como una sandía sin pepitas. La sangre le brotaba de un corte de la cabeza y movía las extremidades sin orden ni concierto, como si quisiera alejarse de las lesiones internas que tenía. Me había desenchufado las clavijas de las emociones y había hecho cuanto había estado en mi mano por contener las diversas hemorragias mientras cogía el teléfono de la mesita de noche. El funcionario del 911 había avisado a un coche patrulla y a una ambulancia, que habían llegado al cabo de unos minutos. Dos enfermeros habían puesto manos a la obra inmediatamente.
A juzgar por las magulladuras, que formaban un dibujo de líneas superpuestas, parecían haberla golpeado con un objeto contundente y romo. Por lo visto, el arma había sido un trozo de cañería de plomo envuelto en un trapo que el agresor había arrojado entre los arbustos al marcharse. El patrullero lo había encontrado al llegar y lo había guardado para que se hicieran cargo de él los técnicos que habían aparecido minutos más tarde. Una vez que el patrullero hubo precintado el escenario del delito, salimos al pequeño porche delantero, donde respondí a sus preguntas en medio de un charco de luz.
El callejón se había llenado de vehículos en el ínterin. Un bailoteo de pilotos azules ametrallaba la oscuridad mientras la radio de la policía emitía murmullos crujientes contrapunteados por intervalos de mutismo y parásitos. Un puñado de vecinos se había congregado en el patio contiguo y exhibía un vistoso muestrario de zapatos deportivos sin calcetines, zapatillas de andar por casa, abrigos y pijamas que asomaban por debajo de los anoraks. El patrullero se había puesto a interrogar a los curiosos, para saber si había habido otros testigos.
Un Mazda deportivo de color rojo brillante se detuvo en el callejón con un chirriar de neumáticos. Cheney Phillips bajó del vehículo y recorrió el sendero a zancadas. Advirtió mi presencia y cambió unas palabras con el patrullero para identificarse antes de entrar en casa de Danielle. Vi que se detenía en el umbral y retrocedía un paso. Desde allí inspeccionó con calma la sangrienta escena como si estuviese sacando una serie de fotos con exposición. Volví a representarme lo que ya había visto: la cama revuelta, los muebles caídos. Mientras tanto, habían envuelto a Danielle en unas mantas y la habían colocado en una camilla de ruedas. Dejé paso a los enfermeros mientras la sacaban por la puerta de la calle. Miré a los ojos al mayor de los dos.
—¿Puedo ir con ella?
—A mí me es igual, siempre que el inspector no ponga pegas.
Cheney oyó lo que decíamos y asintió con la cabeza para dar su conformidad.
—Nos veremos más tarde —dijo.
Introdujeron la camilla en la parte trasera de la ambulancia.
Dejé el VW donde estaba, a un lado del callejón que daba a la parte trasera de la casa de Danielle. Tomé asiento en la parte posterior de la ambulancia, junto al bulto envuelto en mantas, procurando no molestar al enfermero más joven, que no dejaba de inspeccionar las constantes vitales de la muchacha. Esta tenía los ojos amoratados y tan hinchados como un polluelo recién nacido. Se removía de vez en cuando, aturdida por el dolor y la conmoción.
—Tranquilízate, ya ha pasado todo. Te pondrás bien —le decía yo. Ignoraba si me oía, pero tenía la esperanza de que mis palabras de consuelo surtieran algún efecto. Se encontraba en un estado de semiinconsciencia. La luz oscilante del piloto amarillo se reflejaba en los escaparates de los comercios mientras corríamos por State Street. Era como si la estridente sirena no tuviera relación alguna con lo ocurrido. A aquella hora de la noche, las calles estaban prácticamente vacías y el traslado se hizo con bastante rapidez. No supimos nada del accidente múltiple de la Nacional 101 hasta que llegamos a la sala de urgencias.
Permanecí en la sala de espera alrededor de una hora, mientras la atendían. Ya se habían ocupado de casi todas las víctimas del accidente y el lugar comenzaba a despejarse. Sin darme cuenta me había puesto a hojear el número de la revista Círculo familiar de la vez anterior: las mismas mujeres perfectas con la misma dentadura impecable. El número de julio tenía las puntas gastadas. Varios reportajes habían sido arrancados y un lector había comentado el artículo sobre el climaterio masculino escribiendo observaciones groseras en los márgenes. Leí recetas rápidas para hacer barbacoas en el patio trasero, una sección de sugerencias de los lectores para resolver diversos dilemas paternos en relación con las mentiras, los hurtos y el analfabetismo de los niños. Aumentaron mi fe en la generación venidera.
En aquel punto apareció Cheney Phillips. Tenía el pelo oscuro tan rizado como el de un perro de lanas de calendario y comprobé que iba vestido como para una boda: pantalón informal de algodón basto, americana, camisa blanca de vestir, calcetines negros y sandalias de cuero baratas. Se dirigió al mostrador de recepción y enseñó la chapa de policía para identificarse ante la empleada, que mecanografiaba a toda prisa formularios de ingreso. La mujer hizo una rápida llamada telefónica y vi que Cheney la seguía hasta la sala de operaciones donde había visto introducir a Danielle. Momentos después salió al pasillo hablando con un médico de la sala de urgencias. Aparecieron dos celadores empujando una camilla de ruedas. La cabeza de Danielle estaba totalmente vendada. Cheney adoptó una expresión neutra mientras se llevaban a la joven. El médico se introdujo en el consultorio contiguo.
Cheney alzó los ojos y me vio. Entró en la sala de espera y se sentó a mi lado en el sofá de mezclilla azul. Me tomó la mano y cruzó los dedos con los míos.
—¿Cómo está? —pregunté.
—Se la han llevado al quirófano. El médico está preocupado por las hemorragias internas. Parece que el tipo la pateó a conciencia para despedirse. Le desencajó la mandíbula, le rompió varias costillas, le lesionó el bazo y sabe Dios qué más. Dice el médico que está hecha una ruina.
—Tenía un aspecto horrible —dije. Noté que, a modo de efecto secundario, el cerebro se me quedaba sin sangre. Me sentí cubierta de un sudor frío y me entraron ganas de vomitar. No soy impresionable, pero Danielle era una amiga y había visto lo que le habían hecho. Oír la lista de sus lesiones era un repaso demasiado vivido de lo que ya había presenciado. Apoyé la cabeza en las rodillas hasta que se me pasó el mareo. Era la segunda vez que me encontraba al borde del desmayo y sabía que necesitaba ayuda. Cheney me miraba con preocupación.
—¿Te traigo una Coca-Cola o un café? Seguramente no sabremos nada hasta dentro de una hora.
—No puedo irme. Quiero estar aquí cuando la saquen del quirófano.
—La cafetería está al final del pasillo. Diré a la enfermera dónde estamos y que nos avise si no hemos vuelto cuando salga.
—De acuerdo, pero díselo a Serena. La vi por allí hace un rato.
La cafetería había cerrado a las diez, pero encontramos una fila de máquinas expendedoras de bocadillos, yogures, helados, fruta fresca, y bebidas frías y calientes. Cheney sacó dos latas de Pepsi, dos bocadillos de jamón dulce y queso, y dos bandejas de poliuretano con sendas raciones de tarta de cerezas. Aún aturdida, me senté a una mesa vacía en un pequeño recodo lateral. Cheney volvió portando una bandeja con la comida, pajitas, servilletas de papel, cubiertos de plástico, sobres de sal y pimienta, y bolsitas de salsa picante, mostaza, tomate y mahonesa.
—Espero que tengas hambre —dijo. Se puso a preparar la mesa, extendió dos servilletas y dejó encima los condimentos.
—Supongo que sí, aunque me siento como si hubiera acabado de comer —dije.
—No puedes rechazar todo esto.
—Es un auténtico banquete —dije con una sonrisa. No tenía fuerzas ni para mover un dedo. Sintiéndome igual que una cría, miré a Cheney mientras desliaba los bocadillos y los condimentaba.
—Lo ideal es que tengan un aspecto asqueroso de verdad —dijo.
—¿Por qué?
—Porque así no nos daremos cuenta de lo insípidos que son. —Abrió las bolsitas de plástico con los dientes, las apretó y roció el relleno de los bocadillos con espesos fluidos de color amarillo y rojo. Sal, pimienta, mahonesa y salsa picante—. Anda, cuéntame lo que pasó —dijo con actitud indiferente mientras seguía con los preparativos. Abrió una lata de Pepsi y me tendió un bocadillo ya sazonado—. A comer se ha dicho. No se admiten protestas.
—Imposible resistirse. —Probé un bocado y casi me eché a llorar de lo picante que estaba. Gemí de placer y arrinconé la comida en un lado de la boca para poder hablar—. Vi a Danielle anteanoche. Cenamos juntas en mi casa. Le dije que podíamos vernos esta noche, pero se me ocurrió de pronto ir a su domicilio. —Me llevé la mano a la boca mientras tragaba y tomé un sorbo de Pepsi—. No sabía si estaba acompañada y esperé un rato en el coche, con el motor en marcha y mirando. Vi que había luz y al final me decidí a llamar a la puerta. Lo peor que podía pasar era que estuviese con un hombre, en cuyo caso me alejaría discretamente.
—Es probable que el hombre viese los faros de tu coche. —Cheney se había zampado medio bocadillo de tres bocados—. Nuestras madres nos matarían si nos vieran comer con estas prisas.
Yo tragaba con la misma voracidad que él.
—No puedo evitarlo. Está riquísimo.
—Bueno, sigue contando. No quería interrumpirte.
Me limpié la boca con una servilleta de papel.
—Como mínimo tuvo que oírme. Mi coche hace más ruido que una sierra mecánica.
—¿Lo viste salir de la casa?
Negué con la cabeza.
—Lo entreví cuando se alejaba. Me encontraba ya en el porche y oí gemir a Danielle. Al principio creí que eran gemidos de placer, que estaba en pleno trance pasional, o en pleno fingimiento, vamos. Cuando vi al individuo en el callejón, se me ocurrió que algo andaba mal. No sé qué fue. Objetivamente no había ningún motivo para relacionar al hombre con Danielle, pero se me antojó extraño. Entonces abrí la puerta.
—Seguramente la habría matado si no hubieras aparecido.
—No hables así, por favor. Estaba a punto de marcharme cuando lo descubrí.
—¿Sabrías describirlo? ¿Era alto? ¿Bajo?
—No sé. Sólo lo vi un instante y estaba muy oscuro.
—¿Estás segura de que era un hombre?
—Bueno, no podría jurarlo delante de un tribunal, pero si me preguntas por lo que pensé entonces, la respuesta es afirmativa. No es normal que una mujer reviente a otra con una cañería de plomo —dije—. Era blanco, eso sí lo sé.
—¿Qué más?
—Ropa oscura, y deduzco que llevaba zapatos de suela dura porque oí que rozaban el asfalto mientras se alejaba.
Lo hizo con toda tranquilidad. No corría. Andaba con naturalidad, como si hubiera salido a dar un paseo.
—¿Cómo sabes que no era así?
Medité la observación.
—Creo que porque no se volvió a mirarme. Solemos percibir la presencia de otra persona incluso en la oscuridad. Yo me di cuenta de que había alguien por allí. En una situación así, si una persona nos mira, nos volvemos a mirarla. Cuando más lo noto es cuando conduzco. Si me quedo mirando a otro conductor, parece que este se da cuenta y se vuelve a mirarme. Aquel hombre mantenía la cara recta, pero estoy convencida de que sabía que yo lo observaba.
Cheney se inclinó sobre su plato y se quedó mirando la ración de tarta.
—Un par de coches se puso a patrullar por la zona en cuanto recibimos la llamada, pero no se localizó a nadie.
—Puede que viva cerca de allí.
—O que tuviera el coche en los alrededores. ¿Te dijo Danielle si tenía que ver a alguien esta noche?
—No mencionó ninguna cita. Ahora que lo pienso, puede que fuera Lester. Danielle me dijo que estaba de un humor de perros, aunque la descripción es muy relativa. —La tarta se parecía a las que me daban en primera enseñanza: compota de cerezas mezclada con trocitos de fruta seca y alrededor una corteza acartonada que casi rompía las púas del tenedor. El primer bocado siempre era el mejor, el que descubría el pastel.
—Me cuesta creer que fuera Lester. Si Danielle queda lesionada, no puede trabajar. El Caraculo sólo piensa en los negocios. No se le iría la mano con sus mujeres. Lo más probable es que fuese un cliente.
—¿Que se enfadó con Danielle?
Me miró fijamente.
—No se trató de un arrebato. El individuo fue preparado, con una cañería forrada previamente para no dejar huellas.
Acabé el trozo de tarta y rebañé la bandeja de poliuretano con el tenedor. Observé los grumos rojizos que se me habían quedado entre los dientes del tenedor. Pensaba en los matones de la limusina, pero no sabía si contárselo a Cheney. Me habían advertido que no se lo dijera, pero ¿y si habían sido ellos? Desde su punto de vista, no acababa de comprender el motivo. ¿Por qué un abogado de Los Angeles iba a querer matar a una puta de Santa Teresa? Si quería tanto a Lorna, ¿por qué reventar a palos a su mejor amiga?
—Qué pasa —dijo Cheney.
—Me pregunto si esto tendrá algo que ver con la investigación que tengo entre manos.
—Todo es posible. Pero no lo sabremos hasta que le echemos el guante.
Se puso a recoger las servilletas arrugadas y las latas de Pepsi vacías, y amontonó en la bandeja las bolsitas de plástico gastadas. Lo imité, por hacer algo, y entre los dos limpiamos la mesa.
Cuando volvimos a la sala de urgencias, Serena llamó al quirófano y sostuvo una breve charla con una enfermera. Aunque agucé el oído, no pude enterarme de nada.
—Pueden irse a casa —nos dijo Serena—. Danielle sigue en el quirófano y cuando salga, tendrá que estar en recuperación durante una hora. Luego la llevarán a cuidados intensivos.
—¿Me dejarán verla?
—Puede que sí, pero lo dudo. No es usted de la familia.
—¿Está muy mal?
—Parece que se le han estabilizado las constantes vitales, pero no podrá saberse gran cosa hasta que termine la operación. El único que puede darle detalles es el cirujano, pero tardará un rato aún.
Cheney no dejaba de mirarme.
—Si quieres, te acerco a tu casa.
—Preferiría quedarme —dije—. Vete tú si tienes otras cosas pendientes. Yo estoy bien. En serio. No hace falta que me cuides.
—No es ninguna molestia. En cualquier caso, no tengo nada mejor que hacer a estas horas. Busquemos un sofá y echas una cabezada.
Serena nos indicó la pequeña sala de espera adjunta a la UCI y allí nos dirigimos. Cheney tomó asiento y se puso a leer una revista mientras yo me encogía en un sofá que me quedaba un poco pequeño. El rumor que producía Cheney al pasar las páginas o al carraspear me producía un efecto sedante y el sueño me rodeó con sus brazos como una manta de lana. Al despertar, vi que la sala de espera estaba vacía, aunque Cheney me había echado la americana sobre los hombros y por lo tanto no podía andar lejos. Sentí la caricia sedosa del forro de la chaqueta, que olía a after-shave caro. Miré el reloj de la pared: eran las cuatro menos veinticinco. Me quedé inmóvil un rato, preguntándome si habría alguna manera de perpetuar aquella sensación de seguridad y calidez. Aprendería a vivir en el sofá de una sala de espera, a encargar las comidas, a satisfacer mis necesidades en el lavabo de señoras del final del pasillo. Sería más barato que pagar un alquiler y si me ocurría algo, los médicos estaban allí mismo.
Oí pasos y voces masculinas en el pasillo. Cheney apareció en la puerta y se apoyó en la jamba.
—Por fin has despertado. ¿Quieres ver a Danielle?
Me incorporé.
—¿Está consciente?
—En realidad, no. Acaban de sacarla del quirófano. Aún está dormida, pero ya la han ingresado en la UCI. He dicho a la enfermera de guardia que eres de la Brigada Anticorrupción y que necesitas identificar a un testigo.
Me restregué los ojos y me froté la cara. Me pasé las manos por el pelo y advertí que por una vez, gracias al virtuosismo peluquero de Danielle, no tenía todas las mechas de punta. Reuní fuerzas, bostecé como un hipopótamo e hice lo posible por despejarme. Me levanté y alisé el jersey que llevaba puesto. Algo que me llama la atención en la costumbre de vestir de manera informal es que siempre se tiene el mismo aspecto. Duermes con los tejanos y ni siquiera se nota. Nos servimos del teléfono interior que había en el pasillo para llamar al puesto de enfermeras de la UCI. Cheney gestionó los trámites y nos dejaron pasar.
—¿He de fingir que tengo chapa de policía? —le murmuré mientras avanzábamos por el pasillo.
—No te preocupes por eso. He dicho que vas disfrazada de mendiga.
Le propiné un leve empujón.
Esperamos delante de la habitación de Danielle y miramos por la ventanilla mientras una enfermera le comprobaba la presión sanguínea y le regulaba el gota a gota. Al igual que en la unidad de cardiología, aquellas habitaciones estaban dispuestas en herradura alrededor del cuarto de las enfermeras, desde donde podía verse a los pacientes para tener bajo control sus constantes vitales. Cheney había hablado con el médico y me puso al corriente de la situación de Danielle.
—Le han extirpado el bazo. Pero quien se encargó casi en exclusiva de la paciente fue el cirujano ortopédico. Le encajó la mandíbula y las clavículas y le soldó las costillas. Tenía dos dedos rotos y muchas magulladuras. En teoría tiene que recuperarse, pero tardará un tiempo. El corte de la cabeza parece que ha sido lo de menos. Contusiones leves y mucha sangre. Me ha pasado más de una vez. Date un cabezazo contra el botiquín y parecerá que vas a morirte desangrado.
La enfermera estiró las mantas de Danielle y salió de la habitación.
—Dos minutos —dijo, formando una V con dos dedos.
Nos quedamos mirándola en silencio, hombro con hombro, como padres que reflexionaran ante un recién nacido. Creer que Danielle fuera hija nuestra resultaba un poco difícil. Estaba casi irreconocible: los ojos amoratados, la mandíbula hinchada, la nariz con vendas y esparadrapo. Sobre las mantas yacía una mano entablillada. Todas las uñas, hasta hacía poco pintadas de rojo chillón, o le habían saltado o las tenía rotas, motivo por el que la joven parecía sangrar por la punta de los dedos hinchados. El resto del cuerpo era poco más que un bulto del tamaño de una niña. Oscilaba entre la vigilia y la inconsciencia, sin despertar lo suficiente para advertir que estábamos en la habitación. Parecía empequeñecida por la maquinaria que la rodeaba, aunque los aparatos y el personal infundían seguridad. Con la paliza que le habían dado, estaba donde tenía que estar.
Al salir de la UCI, Cheney me pasó el brazo por los hombros.
—¿Estás bien?
Me apoyé en él durante unos segundos.
—Estoy bien. ¿Y tú?
—Fabuloso —dijo. Pulsó el botón de bajada del ascensor—. He dado instrucciones al médico. No se dará ninguna información sobre el estado de Danielle ni se dejará entrar a nadie.
—¿Crees que volverá el agresor?
—Parece que ha querido matarla una vez. No sabemos con cuánta seriedad se toma aquello del trabajo bien hecho.
—Me siento culpable. Como si esto estuviese relacionado con la muerte de Lorna —dije.
—¿Por qué no me lo cuentas?
—¿El qué? —Se abrieron las puertas del ascensor, entramos y Cheney apretó el botón que ostentaba el número uno. Comenzamos a bajar.
—Lo que no me has contado. Porque ocultas algo, ¿no es cierto? —Hablaba con desenvoltura, pero su mirada era penetrante.
—Sí, creo que sí —dije. Le hice un resumen de la conversación con el abogado de Los Ángeles y sus guardaespaldas. Al salir del ascensor, añadí—: ¿Tienes idea de quién puede ser ese hombre? Dijo que actuaba en representación de otro, pero a lo mejor se refería a sí mismo.
—Puedo preguntar. Sé que esos individuos vienen aquí para reposar y relajarse. Dame el teléfono y haré averiguaciones.
—Prefiero no dártelo —dije—. Cuanto menos sepa, mejor. ¿Controlan la trata de blancas de esta zona?
—Alguna cosilla de poca monta, tal vez. Nada de importancia. Seguramente controlan las operaciones locales, pero no creo que a un nivel que vaya más allá de la recaudación de beneficios. De los detalles prácticos se encargan los segundones.
Cheney había dejado el coche en una travesía más próxima a la entrada principal que a la de urgencias. Accedimos al vestíbulo. La tienda de regalos y la cafetería estaban cerradas y el interior en sombras podía verse por los grandes escaparates. En el mostrador de información había un hombre enzarzado en una nerviosa conversación con la paciente empleada. Cheney cambió de actitud y adoptó el talante típico de los policías. Su expresión se volvió implacable e imprimió a sus movimientos un aire de fanfarronería. Enseñó la chapa a la empleada con toda naturalidad y fulminando con la mirada al sujeto que estaba importunándola.
—Hola, Lester —dijo—. ¿Quieres venir un momento? Tenemos que hablar.
Lester Dudley modificó su actitud, abandonó la agresividad y sonrió con adulación.
—Hola, Phillips. Me alegro de encontrarlo aquí. Antes me pareció verlo, en la casa de Danielle. ¿Sabe qué ha pasado?
—Lo que justifica mi presencia aquí, de lo contrario no me verías. Es mi noche libre. Estaba en casa viendo la televisión cuando me llamó el funcionario de guardia.
—Espero que no estuviera solo. Detesto ver sin compañía a un tipo como usted. La oferta sigue en pie, de día o de noche, macho o hembra. Sean cuales fueren sus gustos, Lester Dudley siempre sabe…
—¿Estás alcahueteando, Lester?
—Sólo bromeaba, Phillips. Dios mío, ¿es que un hombre no puede gastar bromas? Conozco la ley tanto como usted, seguramente mejor, si vamos a ello.
Lester Dudley no cuadraba con la idea que tenía yo de los chulos. De lejos habría pasado por un adolescente huraño, de los que no pueden entrar sin sus padres en los cines donde ponen películas autorizadas para mayores. De cerca le eché cuarenta y tantos años, peso mosca, menos de un metro sesenta y cinco. Tenía el pelo oscuro, liso, engominado y peinado hacia atrás. Ojos pequeños, nariz grande y barbilla ligeramente huidiza. A causa de la delgadez del cuello, su cabeza tenía forma de nabo.
Cheney no se molestó en presentarnos, aunque no pasé inadvertida para Lester, que me miraba parpadeando y con malicia, como un animalejo del subsuelo que hubieran sacado repentinamente a la luz del día. Vestía como un jovenzuelo: camiseta de punto, de manga larga y con franjas horizontales, tejanos, cazadora vaquera y Keds. Se había cruzado de brazos y tenía las manos en las axilas. Llevaba un reloj Breitling, seguramente de imitación, todo lleno de diales y demasiado grande para su muñeca; parecía más bien de esos que se consiguen enviando cromos y etiquetas.
—Bueno, ¿cómo está Danielle? La tía del mostrador parece que no quiere soltar prenda.
Sonó el mensáfono de Cheney y este miró el número que indicaba.
—Mierda… Enseguida vuelvo —murmuró.
Lester, puro nervio, dio un respingo y se quedó mirando a Cheney mientras se acercaba al mostrador. Me dije que era el momento de romper el hielo.
—¿Eres el representante personal de Danielle?
—Lester Dudley, el mismo que viste y calza —dijo, tendiéndome la mano.
Se la estreché a pesar de que no me gustaba la idea de tocarle.
—Kinsey Millhone —me presenté—. Soy amiga de Danielle. —Cuando se busca información, no hay que dejar que la repugnancia personal interfiera.
—Aquí la empleada está poniéndomelo difícil, no quiere informarme ni siquiera después de haberle aclarado quién soy. Seguro que va de feminista.
—Seguro.
—¿Y cómo está? Pobrecilla. Dicen que le han dado una paliza de muerte. Tiene que haber sido un «crackadicto». Son unos hijos de mala madre.
—Cuando quise hablar con el médico, ya se había ido —comenté—. Puede que hayan ordenado a la empleada no proporcionar información alguna.
—Qué dices. Si se le notaba el cachondeo. Estaba divirtiéndose a mi costa. No es que me moleste. Estas feministas no paran de dar cortes. Y todavía están erre que erre. Yo creía que ya habían tirado la toalla, pero no ha habido suerte. Fíjate, la semana pasada, sin ir más lejos, me vino uno de esos grupitos de rompepelotas. Se me echaron encima igual que una tonelada de ladrillos, diciendo que yo hacía trata de blancas. ¿Te lo puedes creer? Valiente majadería. ¿Cómo pueden decir que me dedico a la trata de blancas cuando la mitad de mis chicas son negras?
—Te lo tomas demasiado al pie de la letra —alegué—. Creo que no te enteras de qué va.
—Yo te diré de qué va —dijo—. Esas muchachas ganan una pasta. Una pasta quiere decir billetes de los grandes, megadólares. Dime tú qué oficina de empleo va a darles una oportunidad así. No tienen estudios. El coeficiente intelectual de la mitad puede medirse con dos cifras. Y nunca las oirás protestar. ¿Tienen alguna queja? No, señora. Viven como reinas. Y te diré otra cosa. Esas rompepelotas no les dan nada a cambio. Ni empleo, ni formación profesional, ni siquiera Seguridad Social. ¿Cómo van a despertar el interés de estas muchachas que tienen que ganarse la vida? ¿Sabes lo que les dije? «Señoras mías, yo soy un empresario y no he inventado el mercado. Es la ley de la oferta y la demanda». Las chicas prestan servicios de primera y eso es lo que hay. ¿Tú sabes lo que les duele? ¿Sabes cuál es el meollo del asunto? La represión sexual. Son unas castradoras y unos marimachos. Odian a los hombres y les revienta que gente de distinto sexo se lo pase bien.
—Puede —dije— que se opongan a la explotación de las jóvenes. Es una tontería que se me acaba de ocurrir.
—Bueno, si esa es su postura, ¿cuál es la acusación? —preguntó—. Yo pienso lo mismo que ellas. Pero me tratan como si yo fuera el enemigo y eso es lo que no comprendo. Mis chicas son limpias y están bien protegidas, y nadie puede decir lo contrario.
—¿Danielle estaba bien protegida?
—Pues claro que no —contestó, exasperado por mi cortedad—. Habría tenido que hacerme caso. Le dije: «No te lleves hombres a casa». Le dije: «No te trabajes a nadie sin que yo esté al otro lado de la puerta». Es mi trabajo. Así me gano las comisiones. Cuando ha quedado con alguien, la llevo personalmente en mi coche. Con un buen protector, ningún tarado le pone la mano encima. Pero no avisa y yo no puedo ayudarla. Es tan sencillo como hacer la O con un canuto.
—Puede que sea hora de que abandone el oficio —dije.
—Eso mismo dice ella, y yo le digo: «Chica, eso es asunto tuyo». Nadie obliga a mis chicas a trabajar. Si se quiere ir, allá ella. Lo que no sé es cómo se ganará la vida… —Dejó la frase en suspenso con un dejo de escepticismo en la voz.
—No sé a qué te refieres.
—Es que me la imagino trabajando en unos grandes almacenes, de camarera, algo así. Con un empleo de salario mínimo. Matarse así tiene que ser un infierno, claro, pero si a ella no le importa ser una desgraciada en este mundo, ¿quién soy yo para oponerme? Y ahora con cicatrices en la cara, puede que le sirvan para encontrar trabajo.
—Nadie ha hablado de cicatrices faciales —dije—. ¿De dónde has sacado la idea?
—No, si sólo es una suposición. Por ahí se dice que le han dado una paliza seria. Como es lógico, yo creí, entiéndeme, que se trataba de algún desdichado episodio que le había afectado a la cara. Es lamentable, claro, pero a muchos hombres les gusta contrarrestar la capacidad de una pobre muchacha para ganarse la vida, minar su confianza, ya sabes.
En aquel momento llegó Cheney y se puso a mirarnos con curiosidad.
—¿Todo bien?
—Claro, perfecto —repliqué escuetamente.
—Sólo hablábamos de asuntos profesionales —explicó Lester—. Aún no me he enterado de cómo está Danielle. ¿Se pondrá bien?
—Es hora de irse —le dijo Cheney—. Te acompañaremos al coche.
—Claro, muy bien pensado, sí. ¿Dónde la tienen? ¿En cirugía ortopédica? Si lo supiera, le enviaría unas flores. Me han dicho que le rompieron la mandíbula. Tuvo que ser un tarado harto de coca.
—Olvídate de las flores. No se da información. Ordenes del médico —expuso Cheney.
—Muy prudente. Yo mismo lo iba a sugerir. Hay que protegerla de la gente mala.
Cuando llegamos a la calle que discurre ante la fachada principal del St. Terry, nos despedimos estrechándonos la mano como si hubiéramos estado en una reunión empresarial. En cuanto Lester nos dio la espalda, me limpié la mano en los tejanos. Cheney y yo aguardamos en la acera hasta que vimos que se alejaba.