15

Se estiró, se levantó de la mesa, salió al pasillo y se perdió de vista. Al cabo de un rato volvió con una cajita de plástico vacía y una pequeña grabadora con la casete ya puesta y visible por la ventanilla oval.

—No debería conservarla, pero tenerla me reconforta. La verdad es que J. D. no pudo matarla porque ni siquiera estaba en la ciudad. Se fue de pesca el viernes por la mañana. A Lorna no la mataron hasta el sábado, cuando J. D. estaba a kilómetros de distancia.

—¿Dónde estuvo usted aquel día?

—Fuera también. Hice con él parte del viaje. Me llevó hasta Santa María y el mismo viernes nos dejó a mí y a Jack en casa de mi hermana. Pasé una semana con ella y volví a casa en autobús.

—¿Tiene usted inconveniente en decirme el nombre y el teléfono de su hermana?

—¿No me cree?

—No entremos en detalles, Leda. Usted no es precisamente una girl scout —dije.

—Ya lo sé, pero eso no significa que haya matado a alguien.

—¿Y J. D.? ¿Podría demostrar dónde se encontraba?

—Pregunte a mi cuñado Nick. Fue con él a Nacimiento.

Anoté el nombre y el teléfono.

Leda apretó el play de la grabadora. Tras unos momentos de ruido blanco, el sonido pareció introducirse de golpe. Era una grabación defectuosa, llena de estampidos y resonancias producidos por personas en movimiento. Con el micrófono tan cerca, llamar a la puerta con los nudillos sonó igual que una traca. Alguien corrió una silla y avanzó haciendo retumbar el suelo.

«Ah, hola. Pase. Tengo el cheque aquí mismo».

Las dos personas cambiaron un par de observaciones indescifrables. La puerta se cerró con explosión blanda.

Pasos retumbantes.

«¿Cómo está Leda?»

«Un poco deprimida, igual que la última vez. Se siente gorda y fea. Está convencida de que me voy por ahí y que la engaño; cada vez que salgo de casa se echa a llorar».

Levanté la mano.

—Un momento. ¿Es la voz de J. D.?

Apretó la tecla de la pausa y la cinta se detuvo.

—Sí, ya sé que cuesta reconocerla. Yo misma tuve que pasar la cinta un par de veces. ¿Quiere oírla otra vez?

—Sí, por favor —contesté—. Nunca he oído la voz de Lorna, pero supongo que usted puede identificarla igualmente.

—Desde luego —dijo Leda. Apretó la tecla de rebobinar. Cuando se detuvo la cinta, apretó el play y volvimos a oír el comienzo.

«Ah, hola. Pase. Tengo el cheque aquí mismo».

Otra vez el intercambio de observaciones amortiguadas y la puerta que se cerraba con estruendo.

Pasos retumbantes.

«¿Cómo está Leda?»

«Un poco deprimida, igual que la última vez. Se siente gorda y fea. Está convencida de que me voy por ahí y que la engaño; cada vez que salgo de casa se echa a llorar».

«¿Qué le pasa?», preguntó Lorna. «Yo la veo estupenda»

«Sí, yo también, pero tiene una amiga a quien le pasó».

Pasos como mazazos en el suelo y alguien corrió una silla que sonó como el rugido de un león en la selva.

«Con Jack sólo ganó ocho kilos. ¿Cómo puede sentirse gorda? Ni siquiera se le nota. Mi madre ganó veinte cuando me tuvo a mí. Mire, eso son manías. He visto fotos impresionantes. Estómagos que cuelgan hasta aquí. Pechos como balones de rugby y piernas como palillos». Risas. Murmullos. Parásitos.

«Sí, son imaginaciones. Podría usted quitárselo de la cabeza. Ya sabe cómo es… (un murmullo, otro murmullo)… insegura».

«Eso le pasa por pescar a una mujer a la que usted dobla la edad».

«¡Tiene veintiún años!»

«Pues se lo tiene usted merecido. Es una niña. Mire, ¿quiere que cuide de Jack mientras se van a cenar los dos por ahí?» Más murmullos.

«……». No hubo manera de oír la respuesta, que había quedado ahogada por los parásitos.

«… problema. Él y yo nos llevamos muy bien. A cambio, podría hacerme un favor: fumigarme la casa la próxima vez que me vaya de viaje. Las arañas ya están por todas partes».

«Gracias… cibo en el buzón». Corrimiento de sillas. Pasos retumbantes a través de la cabaña. Voces apagadas. La charla continuaba fuera y luego cesaba bruscamente. Silencio. La cinta reprodujo otra secuencia sonora con acordes de música country en primer término y el agudo gemido de un secador de pelo como telón de fondo. Sonó un teléfono. Estampidos de pasos semejantes a disparos de escopeta. Descolgaron el teléfono y Lorna saludó en voz alta. Casi todo lo que decía Lorna a continuación se reducía prácticamente a respuestas de compromiso. «… ah, ah, claro, exactamente, de acuerdo, estupendo». Hubo una alusión incompleta al Palacio que me hizo pensar que tal vez estuviese hablando con Danielle. Costaba saberlo por culpa de la música country. Hubo otra conversación entre J. D. y Lorna que era más o menos la que Leda ya me había comentado. J. D. se quejaba y Lorna le echaba un rapapolvo porque nunca ayudaba en casa.

Leda apretó el stop con impaciencia.

—Todo es así. Me sacaba de quicio que siempre hablaran de mí a mis espaldas. El resto son murmullos y la mayor parte del tiempo ni siquiera se oye.

—Lástima —dije.

—Sí, bueno, el aparato era una porquería. No quise instalar nada mejor porque habría sido muy complicado. Tenía muy pocos vatios. Y así se distorsiona mucho el sonido.

—¿Cuándo grabó estas cosas? ¿Hay alguna forma de concretar la fecha?

—No. Lorna se quedó con Jack en un par de ocasiones, pero no lo apunté. No se debió a ningún motivo especial. Sólo salir a comer por ahí. Con un niño pequeño en casa, tener una hora libre es como estar en el paraíso.

—¿Y el mes? Tuvo que ser al comienzo del embarazo porque él dice que aún no se le nota. ¿Y no se habla de un recibo? Se diría que la primera charla se produjo cuando él pasó a cobrar el alquiler.

—Ya. Tal vez sí. Es posible que esté usted en lo cierto. Vamos a ver. Jeremy nació en septiembre, así que tuvo que ser…, no sé…, ¿en abril? Pagaba a primeros de mes.

—¿Cuándo comenzó a grabar?

—Más o menos por entonces, según creo. Como ya le dije, en la primera cinta sólo había parásitos. Lo que ha oído es la segunda grabación. Creo que J. D. llamó al fumigador para que eliminase a las arañas y esos bichos. Estará apuntado en alguna parte. Si quiere, echo un vistazo.

—¿Qué más hay en la cinta?

—Ya le he dicho que prácticamente nada. Las pilas se agotaron hacia la mitad y lo que se oye después es de la primera grabación. —Sacó la cinta y la metió en la cajita de plástico. Se levantó de la mesa como si fuera a marcharse.

La sujeté por el brazo como quien no quiere la cosa.

—¿Le importa que me la quede?

—¿Para qué? —dijo titubeando.

—Para oírla otra vez.

Hizo una mueca.

—Nnn…, no sé. No creo que sea buena idea. Es la única que tengo.

—Se la devolveré lo antes posible.

Negó con la cabeza.

—Mejor no.

—Vamos, Leda. ¿Qué teme?

—¿Cómo sé que no va a dársela a la policía?

—Síííí. Para que oigan patadas en el suelo y cuchicheos. Mire, esto no compromete a nadie. Sólo hablan de bichos —dije—. Por otro lado, usted siempre puede decir que estaba autorizada. ¿Quién va a sostener lo contrario?

Meditó aquello.

—¿Por qué le interesa a usted?

—Porque me han contratado para esto. Es mi trabajo —dije—. Mire, por lo que me ha dicho, la grabación se hizo el mismo mes que mataron a Lorna. ¿Cómo sabe que no tiene importancia?

—¿Me la devolverá?

—Se lo prometo.

Dejó a regañadientes la cinta sobre la mesa y la empujó hacia mí.

—Pero quiero saber adónde llamar si la necesito.

—Es usted una criatura —dije. Saqué una tarjeta de visita y apunté mi dirección y teléfono particulares—. Ya se lo dije, pero aquí lo tiene otra vez. Ah, otra cosa.

—¿Qué? —inquirió con voz malhumorada.

Cada vez que quiero sonsacar algo, la gente se pone insoportable.

—¿Ha heredado dinero J. D. durante los últimos meses?

J. D. no tiene dinero. Si lo tiene, no me lo ha dicho. ¿Quiere que se lo pregunte cuando llegue?

—No es importante —dije—. En cualquier caso, si se lo menciona, tal vez tenga que contarle de qué hemos hablado y no creo que usted quiera hacerlo.

Por la cara que puso, me pareció que podía confiar en su discreción.

Al volver a casa me detuve en un autoservicio. En casa tenía una grabadora, pero las pilas tenían que estar agotadas. Ya que estaba en el establecimiento, compré un vaso de café de tamaño gigante y un bocadillo de carne envuelto en celofán y con un aspecto asqueroso. Costaba imaginar de qué parte se habría desgajado la sustancia rosa que sobresalía por el borde. Demasiado hambrienta para esperar, me lo comí al reanudar el camino. Aún no eran las ocho, pero seguramente era la comida.

Ya en casa, invertí algún tiempo en organizarme. La grabadora estaba donde había imaginado, en el último cajón de la mesa. Le cambié las pilas y cogí los auriculares, lápiz y papel. Oí toda la cinta con los ojos cerrados y con los auriculares apretándome las orejas. Volví a pasar la cinta, esta vez tomando notas. Transcribí lo que oí con claridad y donde el sonido era confuso o inaudible puse puntos suspensivos y equis. Fue un trabajo lento, pero al final obtuve todo lo que podía obtenerse.

Tal como había dicho Leda, hacia el final de la grabación, después de sesenta minutos de conversaciones aburridas, la grabadora se había detenido, dejando intacto el segmento final de la cinta, que contenía la última parte de la primera grabación. Una voz era la de Lorna. La otra era masculina, pero no la de J. D., que yo supiera. Durante un rato se oía música country procedente de la radio. Lorna tuvo que apagarla porque se produjo de pronto un silencio subrayado por los parásitos. El individuo alzaba la voz con brusquedad y exclamaba: «Oye…».

Lorna parecía molesta:

«Detesto este asunto… xxxxxxx…».

«Vamos, vamos. Sólo bromeaba. Pero tienes que admitir que es xxxxxxxxxxx. Ella entra xxxxxxxxxxxx días… xxxxxx…».

«¡Maldita sea! ¿Quieres dejar de decir eso? Eres un enfermo…».

«La gente no debería xxxxxxxxxx… [sonidos metálicos]…».

Ruido de agua…, un chirrido…

«…xxxxxxxxxx…».

Golpes sordos…

«Lo digo en serio… taco…».

«xxxxx…».

Risas…, corrimiento de sillas…, un crujido…, murmullos…

Había irritación en el tono, cierta crispación en la voz de Lorna. Pasé la cinta otras dos veces, apuntando todo lo que oía con claridad, aunque no acababa de comprender el tema de la conversación. Me quité los auriculares. Me pellizqué el puente de la nariz y me pasé las manos por la cara. Me pregunté si los del laboratorio forense sabrían amplificar el sonido de una cinta como aquella. En tanto que investigadora privada, no era precisamente experta en equipos de alta tecnología. Una máquina de escribir portátil era lo más avanzado de que podía jactarme. El problema era que no podía pedir ayuda a la policía sin dar ninguna explicación. A pesar de las garantías que había dado a Leda, esta mujer era culpable de retener no tanto pruebas, cuanto información que habría podido ser de interés para las investigaciones de la policía. Los polis se ponen de muy mal humor cuando menos se espera y no quería que se les despertase la curiosidad por algo que en principio no era mío.

¿A qué otra gente conocía? Busqué en las Páginas Amarillas de la guía telefónica, en los apartados de «Audífonos» y «Sonorización». Las empresas que figuraban ofrecían cines caseros de láser, televisores de pantalla gigante, diseño e instalación de sistemas de sonido, gráficas para el comercio, aparatos para sordos, pruebas de sordera y terapia oral.

Consulté el apartado de «Sonido», que estaba casi enteramente dedicado al diseño de teléfonos móviles e inalámbricos, y a la instalación de sistemas de comunicación en viviendas y empresas. Ah.

Miré el reloj: las nueve y cuarto. Consulté las páginas de abonados, busqué Radio K-SPL y llamé a Héctor Moreno a la emisora local de FM. Seguramente era demasiado pronto para localizarlo, pero al menos le dejaría un recado. Descolgaron después del tercer timbrazo.

—K-SPELL. Al habla Héctor Moreno.

—¿Héctor? No me lo puedo creer. Soy Kinsey Millhone. ¿Qué hace ahí tan temprano?

—Ah, hola. ¿Qué tal? Es que a veces cambio de turno. Así no caigo en el aburrimiento. ¿Y usted? ¿En qué anda ahora?

—Tengo una cinta magnetofónica que se oye fatal. ¿Conoce usted alguna forma de limpiarla?

—Depende de cómo esté, pero puedo intentarlo —dijo—. ¿Se pasa por aquí? Dejaré la puerta entornada.

—Voy enseguida.

Pasé de camino por el local de Rosie, le hablé de Belleza y le pedí huesos para perros. Horas antes había hervido un kilo de huesos de ternera para hacer caldo. Tuve que cogerlos del cubo de la basura y Rosie me envolvió dos en un papel mientras me daba el consejo de costumbre:

—Deberías tener un perro.

—Pero si nunca estoy en casa —repliqué. Siempre me da la lata con lo mismo. Que nadie me pregunte por qué. En mi opinión lo hace sólo por fastidiar. Cogí los huesos y emprendí la retirada con ánimo de concluir la conversación.

—Un perro es un excelente compañero y además proporciona protección.

—Lo pensaré —dije mientras se cerraba la puerta batiente de la cocina.

—Lígate a un tío mientras tanto.

Llegué a la emisora y entré. Héctor había dejado la puerta entornada y las luces del vestíbulo encendidas. Me adentré en el ambiente crepuscular de la escalera con el paquete de huesos en la mano. Al llegar abajo vi a Belleza aguardándome. Tenía el tamaño de un osezno y la inteligencia brillaba en sus ojos oscuros. Su pelaje era de color oro rojizo y con una capa inferior esponjosa y lanuda. Al verme, me dio la sensación de que se le ondulaba el pelo y emitió un gruñido grave y vibrante. Levantó la cabeza al olerme. Sin previo aviso, abrió la boca y lanzó un aullido que pareció durar varios minutos. No me moví, pero me di cuenta de que al oír su queja se me había erizado el vello. Estaba literalmente clavada al último peldaño y con la mano en la barandilla. En su actitud había algo primitivo que me helaba el espinazo. Oí que Héctor la llamaba y a continuación el golpeteo de las muletas que producía el amo del animal al avanzar por el pasillo.

—¡Belleza! —exclamó.

Al principio, la perra se negó a claudicar. El hombre la llamó otra vez. Ella se volvió a mirarlo a regañadientes y advertí que se debatía. Era tozuda y parecía decidida. Se negaba a obedecer con la misma intensidad con que la atraía la sumisión. Se quejaba de un modo lastimero, con el código con que se transmiten los sentimientos en el reiterativo lenguaje de los perros. Volvió a aullar mientras me miraba.

—¿Qué le pasa? —murmuré.

—A mí, que me registren.

—Le he traído unos huesos.

—No es por la comida. —Se inclinó para acariciarla. El aullido se transformó en un gimoteo tan desdichado que me rompió el corazón. Héctor alargó la mano. Le di el paquete de huesos. El hombre me miró con extrañeza.

—Huele usted igual que Lorna. ¿Ha estado tocando algo suyo?

—No creo. Papeles tal vez —dije—. Había una bufanda suya en la caja, pero eso fue ayer.

—No se mueva de donde está y siéntese muy despacio.

Me agaché hasta adoptar la posición sentada. Héctor comenzó a hablarle a la perra en tono tranquilizador. Belleza me observaba con una mezcla de esperanza y confusión, pensando que yo era Lorna, pero sabiendo que no lo era. Héctor le dio los huesos, pero al animal no parecieron interesarle. Por el contrario, alargó el chato hocico y me olisqueó los dedos. Vi que le vibraban las fosas nasales mientras me observaba y analizaba los componentes de mi olor personal. Héctor le rascó las orejas y le manoseó el carnoso cuello. Al final, Belleza pareció aceptar que se había equivocado. Bajó la cabeza sin dejar de observarme con desconcierto, como si en cualquier momento pudiera convertirme en la mujer que ella esperaba.

Héctor se enderezó.

—Ya está mejor. Vamos. Hala. Quédeselos por ahora —dijo, devolviéndome los huesos—. Puede que llegue a la conclusión de que usted todavía le gusta.

Lo seguí hasta el pequeño estudio de la vez anterior. Belleza había recuperado su melancólica actitud vigilante y se echó entre los dos con la cabeza pegada a las patas. Me miraba de vez en cuando, pero se notaba que estaba deprimida. Héctor había preparado café; en la consola había un termo lleno, al lado de una pequeña caja de cartón y de un álbum de fotos encuadernado en piel. No protesté cuando me sirvió una taza, ya que a aquellas alturas no podía hacerme ningún daño. Se encaramó en el taburete y lo observé mientras bajaba el volumen de la pieza de jazz que estaba sonando para dar paso a otra cosa. Improvisó un comentario, fingiendo saber de antemano lo que en realidad leía en el estuche del compacto. Tenía la voz profunda y melodiosa. Puso una casete, ajustó el sonido y se volvió a mí.

—Probemos ahora con los huesos —dijo—. Belleza necesita estimularse, pobrecilla.

—Lo siento —dije—. Cuando revisé los papeles de Lorna llevaba estos mismos tejanos.

Abrí el envoltorio y me acuclillé junto a la perra. Héctor me orientó durante la operación. Belleza cedió por fin y me dejó acariciarle su peluda cabeza. Colocó un hueso entre sus patas y lo lamió a conciencia antes de hincarle el diente. No puso ninguna pega cuando me enderecé y me senté en otro taburete, al lado de Héctor. Este, mientras tanto, inspeccionaba un montón de antiguas fotos en blanco y negro, enmarcadas por un ribete blanco y con los bordes ondulados. Había abierto la pequeña caja de fijadores angulares y las instantáneas que seleccionaba las pegaba en el álbum.

—¿De qué son?

—Se acerca el cumpleaños de mi padre y quiero darle una sorpresa. Casi todas se hicieron durante la segunda guerra mundial. —Me pasó la foto de un hombre de pie ante un micrófono, con camisa blanca de vestir y pantalones con la cinturilla llena de frunces—. Tenía cuarenta y dos años. Quiso enrolarse, pero el Tío Sam lo rechazó. Demasiado mayor, pies planos y el tímpano perforado. Trabajaba de locutor radiofónico en la WCPO de Cincinnati y le dijeron que lo necesitaban para contribuir a los esfuerzos de guerra, para mantener alta la moral aquí en la patria. Solía llevarme consigo. Seguramente se me contagió así la pasión por la radio. —Hizo el álbum a un lado—. Veamos lo que me ha traído.

Saqué la cinta del bolso y se la di.

—Se trata de una pequeña operación de espionaje que hizo una persona cuyo nombre prefiero no mencionar.

Miró la casete por ambos lados.

—No creo que pueda hacer mucho con esto. Pensaba que se refería usted a una cinta de ocho pistas como mínimo. ¿Sabe cómo funcionan?

—No tengo ni idea —dije.

—Estas cintas son de poliéster y por un lado tienen una emulsión que contiene óxido férrico. La señal eléctrica pasa por una bobina situada en el cabezal y crea un campo magnético. Las partículas de hierro se magnetizan y forman lo que en física se denomina dominios magnéticos. Pero no tiene sentido aburrirla con estas explicaciones —dijo—. El caso es que los equipos profesionales reproducen el sonido con una fidelidad infinitamente más alta que una cinta barata como esta. ¿Con qué se grabó? ¿Con un aparato para estudiantes con las pilas medio gastadas?

—Sí. Hay mucho ruido ambiental, chisporroteos y parásitos. No se oye casi nada.

—No me extraña. ¿Y qué ha utilizado para oírla? ¿La misma grabadora barata?

—De la familia —dije—. Me da la sensación de que no puede hacer usted nada.

—Bueno, puedo probar con el aparato que tengo en casa y ver qué consigo rescatar. Si el sonido no se grabó bien, no habrá forma de reproducirlo, pero tengo buenos bailes que podrían filtrar algunas audiofrecuencias alargando y acortando la longitud de onda.

Le enseñé las notas que había tomado.

—Esto es lo que he podido entender. Donde no oía bien, he puesto equis y puntos suspensivos.

—¿Puedo quedarme la cinta? La revisaré esta noche, cuando vuelva a casa, y mañana mismo le diré lo que hay.

—No sé qué decirle. He jurado protegerla con la vida. No me gustaría tener que confesar que se la he dado.

—Pues no lo confiese. Si se la piden, usted me llama y pasa a recogería.

—Héctor, es usted un pícaro.

—¿No lo somos todos?

Cogió la hoja de las anotaciones y fue a la otra estancia a hacer una fotocopia. A su regreso, le di una tarjeta de visita con mi dirección y teléfono particulares en el dorso. Cuando salí del estudio, Belleza, por lo visto, ya había llegado a la conclusión de que yo era de su traílla, aunque muy inferior a ella en el orden jerárquico del grupo y por consiguiente necesitada de protección. Me acompañó con amabilidad hasta el pie de las escaleras, andando al mismo paso que yo y observándome mientras subía al vestíbulo. Me giré al llegar arriba y la vi inmóvil, con la cabeza alzada y mirándome fijamente a los ojos.

—Buenas noches, Belleza —dije.

Al salir del aparcamiento de la emisora, entreví a un hombre en bicicleta que pasaba por el cruce. Dobló la esquina y desapareció trazando sendos arcos luminosos con el faro frontal y el piloto trasero. De pronto, y durante unos segundos, los oídos se me llenaron de un rugido de intensidad creciente y la vista se me cubrió de puntos y zonas periféricas en negro. Bajé la ventanilla y tragué aire fresco a bocanadas. Una ola de sofoco me recorrió de arriba abajo y desapareció. Llegué al cruce, reduje la velocidad y miré a la derecha, pero no vi ni rastro del hombre. Las farolas formaban una hilera en retroceso de postes de tamaño decreciente que confluían en un punto y desaparecían.

Puse rumbo a la zona sur de State Street y me puse a peinar el campo de operaciones de Danielle. Necesitaba compañía o una noche de sueño reparador, lo que primero se presentase. Si encontraba a Danielle, compraríamos una botella de champaña y un cartón de zumo de naranja, y brindaríamos en honor de Lorna y por los buenos tiempos. Luego me iría a mi casa. Me detuve en el aparcamiento adjunto al Palacio de Neptuno y bajé del coche.

El ruido era mucho más ensordecedor que las noches anteriores y eso que me encontraba en el rincón más alejado del aparcamiento. El gentío era impresionante. Las puertas laterales que daban al aparcamiento estaban abiertas y parte de la muchedumbre se encontraba al aire libre. Un sujeto cayó de costado, arrastrando a dos mujeres consigo. Los tres quedaron tendidos y riendo en el asfalto. Era el ambiente de los jueves por la noche, un ambiente casi enloquecido a causa de la energía desatada, donde todo el mundo estaba decidido a pasárselo bien y a prepararse para el inminente fin de semana. La música hacía temblar las paredes. El humo de tabaco ascendía en el helado aire nocturno formando ondas y volutas. Oí que se rompía un vaso y que a continuación estallaba una carcajada histérica como si acabaran de dejar suelto un demonio. En el aparcamiento había un coche de la policía. Los coches patrulla solían pasar por el lugar cada dos horas. El agente de servicio aparca y se pasea por el antro por si hay delincuentes de poca monta e infracciones contra la ley que regula el consumo de bebidas alcohólicas.

Hice de tripas corazón y entré en el Palacio. Lo recorrí en sentido paralelo a la barra como un pez que nada contracorriente, atenta a los clientes congregados en espera de Danielle. Esta me había dicho que por lo general comenzaba a trabajar a las once, pero cabía la posibilidad de que antes se quedara un rato en la barra, tomando un trago. No vi ni rastro de la joven y en cambio vi a Berlyn, que se dirigía a la pista de baile. Vestía minifalda negra y camiseta roja de raso con unos tirantes finísimos. Llevaba el pelo demasiado corto para el moño que se había hecho, de suerte que había más cabello colgando que sujeto en lo alto de la cabeza. Sus pendientes eran dos aros dobles de bisutería que destellaban y le rebotaban en el cuello cuando se movía. Al principio creí que estaba sola, pero al cabo del rato distinguí a un individuo que avanzaba delante de ella abriéndose paso entre el gentío. Los bamboleantes bailarines cerraron filas y perdí de vista a la muchacha.

Volví a la puerta principal y rastreé el aparcamiento sin resultados positivos. Puse en marcha el VW y recorrí los alrededores, deteniéndome en todas las esquinas donde había prostitutas. Diez minutos más y me iría a casa. Al final me detuve pegada al bordillo de la acera y bajé la ventanilla. Una morena delgada como una escoba, con minifalda, camiseta de cuello recto y botas de vaquero se apartó de la pared en que estaba apoyada. Vino cansinamente hacia el coche y abrió la portezuela del copiloto. La piel de sus brazos frágiles y desnudos se le había puesto de gallina.

—¿Quieres compañía? —Estaba drogada y despedía el extraño tufillo de los consumidores de crack. La mirada se le desenfocaba de continuo y oscilaba igual que las imágenes de un telecanal mal sintonizado.

—Busco a Danielle.

—Danielle está ocupada, cariño, yo estoy en su lugar. Hago cualquier cosa que quieras y no hablo por hablar.

—¿Se ha ido a casa?

—Estará en su casa o donde regalen coca. Dame diez dólares más y me sentaré en tu boca.

—En verso —dije—. Qué simpática. Si no fuera porque el metro te cojea, serías Longfellow.

—Nena, no seas basta. ¿Es que no tienes pasta?

—Ni siquiera calderilla.

—Pues que te den morcilla. —Se apartó del coche y volvió al lugar de antes. Me alejé con la esperanza de no haber provocado en la muchacha un ataque de pareados. No se me había ocurrido que Danielle pudiera estar en su casa antes de comenzar la jornada laboral.

Seguí recto dos manzanas y torcí a la izquierda, introduciéndome en el estrecho callejón donde Danielle tenía su domicilio. Me detuve delante mismo de la propiedad y espié por entre los matorrales, recorriendo con los ojos el sendero de ladrillos que terminaba en su puerta. Las cortinas de las ventanas estaban corridas, pero se distinguía el resplandor de la luz. En realidad no sabía si se llevaba hombres a casa. Habría sido una medida práctica, puesto que quedaba cerca del Palacio, pero también es verdad que en el barrio había un par de pensiones de mala muerte y cabía la posibilidad de que la joven hubiese preferido hacer allí sus gestiones. Vi que una sombra cruzaba la ventana y deduje que Danielle estaba en posición vertical. El motor del coche ronroneaba ruidosamente y los faros taladraban la oscuridad como arietes afilados. Titubeé. Puede que estuviera sola y con ganas de compañía. Pero también podía estar ocupada. La verdad es que no quería verla en plena transacción laboral.

Mientras me debatía, apagué el motor y los faros. El callejón se perdió en una oscuridad semejante a la pez mientras los insectos nocturnos cantaban en medio del silencio espeso. Los ojos se me acostumbraron a la oscuridad al cabo de un minuto y el paisaje comenzó a adquirir forma y matices carboníferos. Bajé del coche y cerré la portezuela. Llamaría una sola vez. Si estaba ocupada, mala suerte. Pasé del callejón al sendero de ladrillos, con una mano en vanguardia para no tropezar con los cubos de la basura.

Llegué a la puerta y agucé el oído por si percibía voces o las risas prefabricadas de la televisión. Golpeé la puerta con los nudillos. Oí gemidos suaves, sensuales y reiterativos. Bueno, bueno. Me acordé del primer remolque al que me había trasladado al morir mi tía. Había regresado a las tantas cierta noche de verano y había oído gemir del mismo modo a una vecina que estaba embarazada. Como siempre he sido una buena ciudadana, me había acercado a la ventana del remolque contiguo, había dado unos golpecitos en el cristal y preguntado si necesitaba ayuda. Yo había creído que la señora estaba de parto y me di cuenta demasiado tarde de que no estaba trayendo al mundo ningún niño, sino que se lo estaban haciendo.

Advertí a mis espaldas que alguien salía de las sombras, cruzaba los arbustos y se internaba en el callejón. Oí unos pasos que se alejaban tranquilamente y que acabaron por desvanecerse. Se reanudó el gimoteo de Danielle y retrocedí. Me quedé mirando hacia el callejón con desconcierto. ¿Sería cliente suyo el hombre que acababa de ver? Pegué el oído a la puerta.

—¿Danielle?

No hubo respuesta. Volví a llamar. Silencio. Giré el tirador de la puerta. Cuando esta se abrió hacia dentro, las bisagras no produjeron el menor chirrido. Lo único que vi al principio fue la sangre.