Lo miré con fijeza. La afirmación sonaba tan absurda que tenía que ser cierta. Ya me habían dicho que Lorna había conocido a algunos mafiosos de peso en el curso de sus actividades laborales. Puede que se hubiese enamorado de uno y que el individuo la hubiese correspondido. Don Negocios Sucios y señora.
—¿Y no envió a nadie para que la localizara al comprobarse que no iba a hacer acto de presencia?
—Es un hombre con orgullo —contestó—. Supuso que los sentimientos de la muchacha habían cambiado. Como es lógico, al enterarse de lo sucedido, recibió la noticia con sentimientos encontrados. Y en la actualidad se pregunta si habría podido salvarla.
—Lo más seguro es que no lo sepamos nunca.
—¿Qué información ha recabado usted hasta el momento?
No tuve más remedio que encogerme de hombros.
—Sólo llevo en el caso desde el lunes y la verdad es que no me he enterado de mucho.
Se produjo un silencio.
—Ha hablado usted con un caballero de San Francisco con el que hemos tenido tratos. El señor Ayers.
—Es verdad.
—¿Qué le contó?
No respondí enseguida. No sabía qué reacciones podía suscitar entre aquella gente la buena disposición de Ayers o su negativa a cooperar. Me lo imaginé colgado por los testículos de la araña del techo. Puede que el crimen organizado no recurriese en realidad a métodos tan drásticos. Los de Santa Teresa no teníamos mucha experiencia en estas cosas. Tenía la boca seca. Me preocupaba mi responsabilidad ante las personas con quienes había hablado.
—Se condujo con amabilidad —dije—. Me dio un par de nombres y teléfonos, pero como yo ya había hecho averiguaciones en aquel sentido, su información carecía de utilidad.
—¿Con qué otras personas ha hablado?
Cuesta fingir indiferencia cuando la propia voz se pone a temblar.
—Miembros de la familia. Su jefe. Lorna había cuidado ocasionalmente la casa de la mujer de su jefe y también hablé con ella. —Carraspeé.
—¿Se refiere a la señora Bonney? ¿La persona que encontró el cadáver?
—Exacto. También he hablado con el inspector de Homicidios que llevó el caso en su día. —No hubo respuesta—. Y eso es todo —añadí con voz forzada.
La mirada del hombre se posó en el cuaderno de notas. Vi un destello en sus ojos cuando los levantó. Estaba claro que sabía con exactitud con quiénes había hablado y esperaba comprobar hasta qué punto me hacía la ingenua. Fingí que estaba en un juzgado, en el estrado de los testigos. El hombre era abogado, según había dicho. Si quería hacer preguntas, que las formulara y se las contestaría. Aun en el improbable caso de que yo supiera más que él, me pareció mejor no dar información por iniciativa propia.
—¿Con quién más? —preguntó.
Otra gota de sudor se me deslizó por el costado.
—Así, de pronto, no se me ocurre nadie más —dije. El coche parecía un horno. Me pregunté si habrían encendido la calefacción.
—¿Y con la señorita Rivers?
Lo miré sin comprender.
—No conozco a nadie que se llame así.
—Danielle Rivers.
—Aaaah, sí. Es verdad. He hablado con ella. ¿Tienen ustedes algo que ver con cierto individuo que se pasea en bicicleta?
Pasó por alto la pregunta y dijo:
—Ha hablado con ella dos veces. La última, esta misma noche.
—Le debía dinero. Se presentó en mi casa para reclamármelo. Me cortó el pelo y pedimos una pizza vegetariana. Nada de interés. En serio.
Me miró con frialdad.
—Nada. En fin, que Lorna había sido su maestra y que había adoptado algunas estrategias financieras de Lorna. Me habló de su representante, un tal Lester Dudley. ¿Lo conoce?
—No creo que el señor Dudley sea de interés para nuestra charla —contestó—. ¿Tiene usted alguna teoría sobre el asesinato?
—Todavía ninguna.
—¿No sabe quién la mató? —Negué con la cabeza—. Mi cliente desea que le haga usted saber el nombre en cuanto lo conozca.
Claro, ¿no te fastidia?
—¿Por qué? —Me esforzaba por no hacerme la impertinente, pero me costaba. Sin duda era más prudente no hacer preguntas a aquellos sujetos, pero me comía la curiosidad.
—Lo consideraría un favor.
—Ah, un favor. Entiendo. Entre profesionales.
—Tampoco desdeña la posibilidad de valorar su tiempo.
—Se lo agradezco mucho, pero…, verá, no quisiera ser grosera, pero la verdad es que no quiero nada de su cliente. Entiéndame, nada que se me ocurra en este momento. Dele las gracias por la oferta.
Silencio sepulcral. Introdujo la mano en el bolsillo pectoral de la chaqueta. Di un respingo, pero sólo sacó un bolígrafo de muelles, al que apretó el botón de la cabeza. Garabateó algo en una tarjeta de visita y me la tendió.
—Se me puede localizar en este número a cualquier hora. —El gorila de mi derecha alargó la mano, cogió la tarjeta y me la entregó. No figuraba ningún nombre. Ninguna dirección. Sólo el número escrito a mano—. En el ínterin —prosiguió el abogado con actitud amable—, preferiríamos que esta conversación quedara exclusivamente entre nosotros.
—No se preocupe.
—Sin excepciones.
—De acuerdo.
—Ni siquiera el señor Phillips.
Cheney Phillips, inspector de la brigada contra la corrupción.
—Entiendo —dije.
Noté una ráfaga de aire fresco y me di cuenta de que habían abierto la portezuela del coche. Bajó el sujeto de mi derecha y me tendió la mano. Le agradecí el detalle. Es difícil deslizarse por un asiento con la espalda inclinada cuando el sudor de las corvas pega los pantalones a la tapicería. Esperaba no haberme meado encima. En una situación así, ni siquiera confiaba en la movilidad de mis piernas. Salí con no poca torpeza, con las nalgas por delante, como si fuera a poner un huevo. Para mantener el equilibrio, apoyé la mano en el coche aparcado al lado del mío. El gorila volvió a subir al vehículo. La portezuela se cerró con un chasquido, la limusina se puso en marcha y salió en silencio del aparcamiento. Miré la matrícula trasera, pero se había manchado con barro. No es que quisiera hacer averiguaciones. Sinceramente, prefería no saber quién era aquella gente.
Notaba el jersey frío y húmedo. Sufrí un escalofrío. Necesitaba una ducha caliente y un copazo de brandy, pero no tenía tiempo para ninguna de las dos cosas. Abrí el VW, subí y eché el seguro como si me persiguieran. Miré el asiento trasero para cerciorarme de que estaba sola. Puse la calefacción aun antes de arrancar.
Tomé asiento en un reservado del fondo de la Cafetería Frankie, lo más lejos posible de las ventanas. No cesaba de escrutar a los demás clientes, preguntándome si me seguiría alguno. El local estaba relativamente lleno: parejas mayores que sin duda lo frecuentaban desde hacía años, jóvenes en busca de un lugar donde matar el tiempo. Janice me había visto al entrar y se acercó a la mesa con una cafetera en la mano. El cubierto estaba en el expositor del centro de la mesa: servilletas, cuchillo, tenedor, cucharas, una taza de gruesa porcelana blanca puesta boca abajo en un platito del mismo material. Puse la taza boca arriba y Janice me la llenó. La dejé en la mesa para que no advirtiera lo mucho que me temblaban las manos.
—Le sentará bien —dijo—. Está usted pálida como un fantasma.
—¿Podemos hablar?
Miró a sus espaldas.
—En cuanto se vayan los de la mesa cinco —contestó—. Le dejaré la cafetera. —La puso en la mesa y volvió a su puesto, deteniéndose en el camino para recoger un pedido por el ventanuco de la cocina. Cuando volvió, llevaba en las manos un rollo gigante de canela y dos pastillas de mantequilla envueltas en papel de estaño—. Le traigo un tentempié. Y si estuviera en su lugar, añadiría un poco de glucosa a la cafeína.
—Gracias. Tiene buen aspecto. —Tomó asiento al otro lado de la mesa, sin perder de vista a los clientes que entraban. Abrí las dos pastillas de mantequilla, partí un pedazo de rollo, lo unté, me lo llevé a la boca y a punto estuve de lanzar una exclamación. La masa del rollo era muy blanda y húmeda, y los pliegues chorreaban relleno. Nada como un buen susto para despertar el hambre de productos suculentos—. Fabuloso. Podría hacerme adicta. ¿Vengo en mal momento para hablar?
—En principio no. Aunque pueden interrumpirnos. ¿Se encuentra bien? Parece usted cambiada.
—Me encuentro perfectamente. Hay un par de preguntas que quiero hacerle. —Me detuve para lamerme la mantequilla de los dedos, que limpié con una servilleta de papel—. ¿Sabía que Lorna iba a contraer matrimonio en Las Vegas el mismo fin de semana que murió?
Me miró como si le hablara en otra lengua y esperase a que aparecieran los subtítulos en la parte inferior de la pantalla.
—¿Se puede saber dónde ha oído usted semejante ocurrencia?
—¿Cree que hay algo de verdad en la noticia?
—Hasta este mismo instante, yo habría dicho decididamente que no. Pero ahora que usted lo dice, no estoy tan segura. Cabe la posibilidad —dijo—. Explicaría su actitud, incomprensible para mí entonces. Parecía emocionada. La verdad es que fue como si quisiera contarme algo, pero al mismo tiempo se contuviera. Ya sabe cómo son los críos… Bueno, a lo mejor no lo sabe. Cuando se enteran de un secreto, apenas saben guardarlo. Tienen tantas ganas de contarlo que no pueden reprimirlas y casi siempre lo revelan. Lorna se comportaba del mismo modo. No me percaté entonces de un modo consciente. Pero tuve que darme cuenta porque es lo primero que me ha venido a la cabeza en cuanto usted lo ha dicho, pero no insistí en su momento. ¿Con quién iba a casarse? Que yo sepa, ni siquiera tenía novio.
—No sé cómo se llama el hombre. Deduzco que era alguien de Los Ángeles.
—Pero ¿quién se lo ha dicho? ¿Cómo ha conocido la existencia de ese hombre?
—Su abogado se ha puesto en contacto conmigo hace un rato. La verdad es que puede que fuese el novio en persona, que se hacía pasar por otro. Es difícil saberlo.
—¿Y por qué no hemos sabido ni palabra del asunto hasta ahora? Hace diez meses que murió y es la primera noticia que tengo.
—Puede que por fin estemos pescando en el río indicado —dije.
—¿Quiere que pregunte a las chicas si Lorna les hizo algún comentario?
—No sé si será de interés. No tengo motivos para pensar que sea un infundio. Más bien se trata de llenar huecos.
—¿Qué más? Dijo usted que eran dos preguntas.
—El veinte de abril, la víspera de su muerte, Lorna canceló una cuenta que tenía en un banco de Simi Valley. Parece que retiró alrededor de veinte mil dólares, en metálico o en un cheque. También cabe la posibilidad de que transfiriese el dinero a otra cuenta, pero no he encontrado ningún indicio de que se llevase a cabo una operación así. ¿Le dice algo todo esto?
Negó con la cabeza despacio.
—No. No sé nada. Ni Mace ni yo encontramos cantidades importantes. Yo lo habría hecho constar, porque habría pensado que podía ser una prueba. Además, si era dinero de Lorna, sería parte de sus bienes y tendríamos que pagar los correspondientes impuestos. Yo no estafo a la Administración, ni con el ingreso más ridículo. Lo aprendí de Lorna. No hay que tontear con Hacienda.
—¿Pudo haberlo escondido ella? —pregunté.
—¿Para qué?
—Lo ignoro. Puede que cancelara la cuenta y escondiese el dinero para utilizarlo en caso de necesidad.
—¿Cree que lo robaron?
—Ni siquiera sé si había dinero en realidad. Parece que sí, pero no estoy segura. Puede que lo cogiera el propietario de la cabaña. De todos modos, es un detalle que quiero aclarar.
—Pues le aseguro que nunca lo he visto.
—¿Era Lorna consciente de su seguridad? En la cabaña no vi profusión alguna de cerrojos y cerraduras.
—Ay, era un desastre. Casi siempre tenía la puerta de par en par. A menudo he pensado que pudo introducirse alguien mientras ella hacía footing, lo que explicaría que en la puerta no hubiese indicios de forzamiento. La policía también lo pensó porque se me preguntó al respecto más de una vez.
—¿Le dijo Lorna si tenía caja fuerte en la cabaña?
—No —contestó con escepticismo—, no creo que tuviera ninguna. No iba con su carácter. ¿En aquella chabola? Habría sido absurdo. Lorna tenía fe en los bancos. Había abierto cuentas en todas partes.
—¿Y las joyas? ¿Dónde las guardaba? ¿Tenía caja de seguridad en algún banco?
—No, mire, lo que tenía era un joyero normal que guardaba en la cómoda, pero no encontramos nada de valor. Sólo unas cuantas chucherías para salir a la calle.
—Pues tenía que tener objetos preciosos, cuando se tomó la molestia de asegurarlos. Incluso especificó la existencia de joyas al redactar el testamento.
—Me gustaría enseñarle lo que encontramos para que lo vea usted misma —dijo.
—¿Y qué me dice de esos dispositivos caseros de seguridad donde la gente guarda las cosas de valor? Ya sabe, ladrillos huecos, latas de Pepsi, lechugas de pega que se guardan en el frigorífico. ¿Cree que pudo recurrir a estas cosas?
—Lo dudo. Que yo sepa, la policía no encontró nada en la casa. De los alrededores no estoy segura. Sé que registraron la zona. Si Lorna hubiera utilizado esos trucos, la policía habría encontrado algo, ¿no cree?
—Seguramente tiene usted razón. A lo mejor voy mañana a echar un vistazo. Puede que sea perder el tiempo, pero no me gustan los cabos sueltos. En cualquier caso, no se me ocurre nada mejor.
Volví a casa, me acosté y dormí mal, apremiada por la idea de que quedaba mucho por hacer. Aunque tenía el cuerpo molido, mis sinapsis cerebrales chisporroteaban de manera esporádica. Las ideas parecían salir disparadas como cohetes y explotaban en el aire, formando una pirotecnia de impresiones. En virtud de una curiosa metamorfosis, me sentía atraída por el sombrío mundo nocturno en que había vivido Lorna Kepler. La oscuridad se me antojaba a la vez exótica y conocida, y me dedicaba a calcular sus posibilidades. Mientras tanto, como funcionaba ya con las turbinas sobrecargadas, no conseguía dormir todo lo que me pedía el organismo.
Cuando por fin abrí los ojos, a las cinco y media de la tarde, me sentía tan pegada al lecho que apenas podía moverme. Volví a cerrar los ojos mientras me preguntaba si mientras dormía habría engordado ciento cincuenta kilos. Me palpé las extremidades, pero no advertí que hubieran aumentado de volumen. Me levanté entre gimoteos, me arreglé sin prestar atención a los pormenores y me dirigí a la puerta de la calle. Adquirí un termo gigante de café caliente en el primer establecimiento de comida instantánea que localicé y me puse a succionar como una niña, produciéndome las inevitables quemaduras en la lengua.
A las seis, mientras la gente normal salía del trabajo, yo daba tumbos por el estrecho camino de tierra que conducía a la cabaña de Lorna. No había dejado de mirar por el retrovisor por si me seguían los de la limusina. Fueran cuales fuesen sus métodos de espionaje, eran individuos expertos. En ningún momento, desde el comienzo del caso, había tenido la menor sospecha de que me vigilaran. Incluso en aquellos instantes habría estado dispuesta a jurar que nadie espiaba mis movimientos.
Aparqué con la popa hacia la casa y cerré los ojos para aspirar la fragancia musgosa del lugar. Puse la taza vacía en el piso del vehículo y cogí de la guantera la linterna y un destornillador. Bajé del coche y me detuve un instante para justipreciar el estado del tiempo. Oía a lo lejos el oleaje de la autopista, el flujo y reflujo del tráfico. El aire era fresco y limpio, y las sombras se movían de manera caprichosa, como impulsadas por el viento. Avancé hacia la cabaña sintiendo en el estómago los retortijones de la inquietud. Era asombroso lo mucho que había aprendido sobre Lorna desde la primera vez que había estado allí. Había repasado tanto las fotografías post mortem que podía evocar la imagen de la difunta tal como la habían encontrado: reblandecida, descomponiéndose, en trance de reunirse con los elementos. Si existían los fantasmas, Lorna militaba en sus filas.
Había niebla y del océano llegaban los gemidos intermitentes de la sirena de aviso. La brisa estaba cargada de aromas marinos y vegetales. Barrí la oscuridad con el haz de la linterna. El huerto que había plantado Leda era un caos de arbustos y hierbajos donde las tomateras silvestres se abrían paso entre los crujientes tallos de maíz seco. Unas cuantas cebollas habían sobrevivido a la última cosecha. Con la primavera, aun abandonado a sus propios recursos, el huerto podía resucitar.
Me detuve en el jardín delantero y me puse a inspeccionar la cabaña rodeándola por fuera. No había nada digno de mención: tierra, hojarasca, tramos de hierba seca. Subí los peldaños del porche. La puerta seguía arrancada de los goznes. La golpeé con los nudillos para comprobar si estaba hueca, pero por el sonido me pareció sólida. Encendí la luz interior. El sucio resplandor de la bombilla de cuarenta vatios definía los espacios interiores bañándolos de amarillo pálido. Inspeccioné visualmente el lugar con detenimiento. ¿Dónde escondería yo veinte mil dólares en metálico? Comencé por la entrada y fui avanzando hacia la derecha. Ni el suelo ni las paredes estaban protegidos con material aislante y había pocos resquicios y ranuras. Golpeaba con los nudillos e introducía la punta del destornillador en todas las grietas y boquetes que veía. Me sentía como una odontóloga en busca de caries.
La cocina era el espacio con más posibilidades de tener escondrijos. Saqué cajones y medí la profundidad de los armarios en busca de alguna incongruencia que sugiriese la existencia de fondos falsos. Me arrastré por el suelo, cubriéndome de mugre, como es lógico. Lo más seguro es que los agentes hubieran hecho exactamente lo mismo…, si hubieran sabido qué buscar.
Inspeccioné a continuación el cuarto de baño, iluminando por detrás y por dentro la cisterna del retrete, y palpando las baldosas por si había alguna suelta. Descolgué el botiquín y comprobé las tablas de detrás. Inspeccioné el recodo donde había tenido la cama y la plancha metálica de la salita donde había estado la estufa de madera. Nada. Al margen de lo que hubiera hecho Lorna con el dinero, no lo había guardado en la casa. En caso de haber estado en posesión de joyas o elevadas cantidades en metálico, no las había guardado en ningún escondrijo. Bueno, rectifico: al margen de lo que hubiera hecho con sus bienes, yo no sabía dónde estaban. Cabía la posibilidad de que se los hubiera llevado alguien más madrugador o, como había sugerido Cheney, de que Lorna hubiese utilizado el dinero de otro modo. Di por terminada la búsqueda tras hacer otra inspección general, pero sintiéndome insatisfecha.
Me fijé en la caja del timbre por pura casualidad. Habían arrancado la tapa y me incliné destornillador en mano para inspeccionar la pared. Por un instante recé porque un compartimiento secreto se abriese de golpe y cayera un fajo de billetes. Una es optimista y siempre espera cosas así. Como es lógico, no había más que el extremo del cable eléctrico. Nunca había visto el mecanismo de un timbre, pero aquel cable tenía un aspecto raro. Me quedé mirándolo durante unos instantes y acerqué el ojo. Dios mío, ¿qué era aquello?
Salí y bajé los crujientes peldaños de madera. El porche delantero estaba apoyado en soportes de hormigón, a cosa de un metro de tierra; el espacio inferior se reducía progresivamente hasta que el piso de la casa coincidía con el suelo, que se elevaba en la parte trasera. Parece que la intención había sido aislar las vigas inferiores de la humedad, aunque la medida había redundado en la creación de un espacio estrecho y sembrado de cenizas y protegido con tablas. Me agaché junto a estas e introduje los dedos por los resquicios. Di un tirón, aparté una tabla y escruté el subsuelo de la cabaña. Estaba negro como boca de lobo. Iluminé la zona con la linterna y me encontré con arañas que se columpiaban, advirtiéndome que me alejara.
En el suelo había una tabla de conglomerado con algunas herramientas de jardinería encima. Me incorporé y me puse en línea con el punto donde se encontraba la caja del timbre. Iluminé con la linterna las vigas del suelo de la cabaña. Vi que el cable verde atravesaba el suelo y que, sujeto con algunas grapas a la cara inferior de las vigas, venía hacia el borde del porche, muy cerca de donde me encontraba. No iba a tener más remedio que meterme en aquel hueco, sin particular entusiasmo a causa de las arañas que acecharían en la oscuridad.
Me puse a gatas a regañadientes y metí la cabeza. Las arañas pequeñitas me observaron con alarma y muchas huyeron con el equivalente aracnoide del pánico. Más tarde sostendrían aterradas conversaciones sobre la impredecible conducta de los humanos. «¡Uf! Todos llenos de dedos», dirían. «Y qué pies más grandes y asquerosos. Siempre dispuestos a espachurrarte». Las mamas arañas las consolarían diciendo: «Casi todos son inofensivos y tienen tanto miedo de nosotras como nosotras de ellos».
Giré la cabeza y barrí la oscuridad con el haz de la linterna. A la altura del ojo había sido grapado a la madera un estuche de cuero. Arranqué las grapas con la punta del destornillador. El estuche estaba lleno de polvo y se había resecado en la parte en que el cuero había comenzado a pudrirse. Salí del subsuelo. Me sacudí las manos, me limpié la grava y la tierra de los tejanos y apagué la linterna. Volví a la cabaña para inspeccionar el hallazgo. Parecía la funda de un transistor o de una grabadora, incluso tenía agujeros a un lado para conectar los auriculares o un micrófono. La ranura lateral era seguramente la que permitía mover la ruedecilla del volumen. Tenía que ser un aparato de control, no por poco sofisticado menos eficaz. Hacía dos años me habían instalado en casa un aparato parecido y lo había descubierto por pura casualidad. La grabadora, que se activaba mediante la voz humana, había registrado todo lo que yo había dicho durante las charlas telefónicas, todos los mensajes que me habían dejado en el contestador automático e, íntegramente, todas las conversaciones sostenidas en mi casa.
Habían estado espiando a Lorna. Como es lógico, cabía la posibilidad de que el aparato lo hubiese instalado ella misma, pero sólo en el caso de que hubiera tenido algún motivo concreto para que quedase constancia material de sus conversaciones. Si esta hipótesis era cierta, resultaba inaceptable que no hubiera instalado el aparato dentro de la cabaña, donde se oía mejor y donde las cintas podían reemplazarse con facilidad. Un cacharro de aquellas características, pegado a la parte exterior del suelo, tenía que registrar por fuerza muchos ruidos ambientales.
«Repámpanos y córcholis», me dije, ¿quién, de cuantas personas conocía, habría podido conseguir toda clase de aparatos de vigilancia? ¿Tal vez la señora Leda Selkirk, hija del detective privado a quien habían retirado antaño la licencia por pinchar teléfonos de manera ilegal? Volví a encender la linterna y apagué las luces de la cabaña. Me puse al volante, giré la llave de contacto y bajé por el accidentado camino hasta la calle. Aparqué delante de la casa de los Burke, que estaba medio a oscuras.
Cuando me abrió Leda, yo sostenía el podrido estuche de cuero con la punta del destornillador como si fuera el pellejo de un animal exótico. Aquella noche llevaba el esternón y el ombligo al aire. Lo que son las cosas. Estábamos a mediados de febrero y la señora llevaba un vestido que habría lucido con orgullo cualquier bailarina turca: pantalones anchos de tejido envuelto, al estilo malayo, de un fino tejido con flores estampadas que recordaba a la parte inferior de los pijamas estivales. La prenda superior era de un tejido semejante, con estampados diferentes, sin mangas y con un solo botón entre los magros pechos.
—¿Está J. D.? —pregunté.
—Aún no ha llegado —dijo, negando con la cabeza.
—¿Puedo pasar? —Supuse que se hacía la tonta, reacción que abarcaba todas las actitudes posibles entre la negativa y la autorización.
Me miró y acto seguido miró el estuche de cuero. Por lo visto no se le ocurrió decir nada mejor que «Ah». Se apartó de la puerta, entré en el vestíbulo a oscuras y la seguí hasta la cocina, que estaba al fondo. Al mirar a la izquierda vi a Jack, el niño de los dedos pringosos, echado en el sofá y totalmente en trance mientras se concentraba en un vídeo de dibujos animados. El más pequeño dormía de costado en un acolchado cesto del cochecito, con las febriles imágenes coloreadas del televisor proyectándosele en la cara.
La cocina aún olía al sofrito de carne picada del lunes, que a mí me parecía a años luz de distancia. Creí reconocer algunos platos amontonados en el fregadero, aunque tenían ya encima los procedentes de otras comidas. La señora, por lo visto, era de las que esperaban a utilizarlo todo antes de dar comienzo al programa de lavado.
—¿Le apetece un café? —me preguntó. Vi una cafetera de filtro con el depósito recién lleno y con la base del embudo aún goteando.
—Sí, gracias —dije. Me senté en el banco de madera e inspeccioné la mesa por si tenía zonas pegajosas. Localicé un área limpia, de unos cinco centímetros cuadrados, y apoyé los codos con cautela.
Tomó una taza, la llenó, rellenó la suya y volvió a encajar el depósito en la cafetera. De perfil su nariz parecía demasiado larga, pero con la iluminación adecuada producía un efecto interesante. Tenía el cuello largo y orejas de duende, con el pelo negro y corto rodeándole la cara de mechas. Se le había corrido el rímel de los ojos y en los labios le relucía una pintura marronácea. Puse el estuche de cuero en medio de la mesa.
Se sentó en el banco con las piernas encogidas. Se pasó la mano por el pelo con expresión un tanto mansurrona.
—Tenía intención de recogerlo, pero nunca acababa de decidirme. Soy una tonta.
—¿Instaló usted el aparato de vigilancia?
—No es para tanto. Sólo es un micrófono y una grabadora.
—¿Por qué?
—No sé —dijo—. Estaba preocupada. —Sus ojos oscuros parecían enormes, llenos de inocencia.
—La escucho.
Las mejillas empezaban a enrojecérsele.
—Pensé que J. D. y Lorna podían estar liados, pero me equivoqué. —En la mesa había un biberón medio lleno de preparado lácteo. Le quitó el tapón y se echó un poco en la taza. Me ofreció el frasco, pero lo rehusé.
—¿Era de los que se activan mediante la voz?
—Sí. Sé que, visto en perspectiva, parece una estupidez, pero acababa de saber que estaba embarazada y me pasaba el día vomitando. Jack llevaba todavía pañales y estaba histérica con J. D. Sabía que era una mezquindad, pero no pude evitarlo. Tenía un aspecto horrible y me sentía peor aún. Y Lorna estaba a cuatro pasos, delgada y elegante. No soy idiota. Adiviné cómo se ganaba la vida y se lo dije a mi marido, que empezó a buscar excusas para ir a la cabaña cada dos por tres. Sabía que si se lo decía claramente, se reiría en mi cara, por eso me hice con uno de los artilugios de mi padre.
—Pero ¿estaban liados o no?
A juzgar por su expresión, parecía burlarse de sí misma.
—J. D. le arregló el retrete. Se le había soltado una persiana y también se la arregló. El sólo sabía quejarse de mí, aunque lo peor no era esto. A Lorna le dio un ataque de rabia y lo puso de vuelta y media. Le dijo que los tenía de plomo por dejar que me encargase de las faenas pesadas. Además, la tomó con él porque no se ocupaba de Jack en absoluto. Fue entonces cuando J. D. empezó a encargarse de las comidas, detalle que me ha sido de mucha ayuda. Siento mucho no haber podido darle las gracias a Lorna, pero en teoría yo no tenía que saber que había salido en mi defensa.
—¿Cómo aprendió a instalar el aparato?
—Se lo vi hacer a mi padre. Lorna estaba fuera casi siempre y fue sencillo. El timbre no funcionaba nunca, pero la caja estaba en su sitio. Hice un agujero en el suelo y me metí debajo de la cabaña. Sólo tenía que poner la cinta cerca del borde del porche para poder cambiarla con rapidez. Guardábamos allí mismo las herramientas de jardinería. Podía cambiar la cinta cada vez que desbrozaba el huerto.
—¿Cuántas cintas utilizó?
—Sólo una, pero la primera vez salió mal porque el micrófono estaba defectuoso y la mitad del tiempo no captaba el sonido. La segunda intentona salió mejor, pero el sonido salía distorsionado y se oía mal la grabación. Lorna tenía siempre la radio puesta y sintonizada con esa emisora que sólo emite música de jazz. Al principio hay una breve charla entre ella y J. D. Tuve que oírla tres veces para convencerme de que se trataba de él. Luego se oye cómo se seca el pelo…, esa parte es entretenida. Después recibe un par de llamadas telefónicas y a continuación viene el fragmento en que le echa un rapapolvo a J. D. Luego más música, sólo country en esta ocasión, luego se la oye hablar con un hombre. Esa parte es lo que quedaba de la primera grabación, según creo.
—¿Se lo contó a la policía?
—No había nada que contar. Además, estaba avergonzada —dijo—. No quería que J. D. supiera que no me fiaba de él, en particular cuando supe que era inocente. Me sentía una idiota. Además, se trataba de un acto ilegal, ¿por qué acusarme a mí misma entonces? Aún me preocupa que piensen que fue J. D. quien la mató. Cuando se presentó usted, me llevé un susto de muerte, pero de este modo puedo demostrar por lo menos que eran amigos y que se llevaban muy bien.
Clavé mis ojos en ella.
—¿Está diciéndome que todavía tiene las cintas?
—Sí. Pero le repito que sólo hay una —dijo—. La primera vez no se oían más que ruidos, la rebobiné y volví a utilizarla.
—¿Puedo oírla?
—¿Ahora?
—Si no tiene usted inconveniente.