13

Cuando volví a mi casa, vi a Danielle en la puerta, en medio de un charco de luz. Llevaba las largas piernas al descubierto, excepción hecha de la minúscula porción que cubría la minifalda rosa más corta que se conoce. Calzaba zapatos negros de tacón alto y vestía una camiseta negra de tirantes y una cazadora de estilo universitario con una enorme F negra en la espalda. Tenía el pelo tan largo que le rebasaba el borde inferior de la cazadora. Sonrió cuando me vio avanzar por el jardín.

—Eh, hola. Creía que te habías ido. He venido por el resto del dinero. Los de Hacienda dicen que no he declarado todos mis ingresos.

—¿No tienes frío? Yo estoy tiesa.

—Se nota que nunca has vivido en la costa oriental. Seguramente estaremos a quince grados. Con esta cazadora, estoy más calentita que un oso.

—¿Qué quiere decir la F?

—¿A ti qué te parece? —dijo con ligero sarcasmo.

Sonreí mientras abría la puerta y encendía las luces. Entró detrás de mí y se detuvo en la puerta para observar el interior. Sus ojos parecían enormes, con el verde realzado por el lápiz de ojos y las pestañas perladas de rímel. Debajo de las capas de maquillaje tenía una cara dulce e infantil: nariz respingona, boca malhumorada. Recorrió el perímetro de la salita, taconeando ruidosamente mientras echaba una ojeada a los libros de las estanterías. Vio la foto enmarcada de Robert Dietz.

—Oye, qué guapo. ¿Quién es?

—Un amigo.

Enarcó las cejas y me miró de un modo que daba a entender que comprendía la clase de amigo que era. Dejó la foto donde estaba y se metió las manos en los bolsillos de la cazadora. Colgué la mía en el respaldo de la silla de director de cine. Tomó asiento en el sofá y pasó la mano por el tejido como para comprobar su solidez. Aquella noche tenía las uñas largas y perfectas, pintadas con el rojo de los coches de bomberos. Cruzó las piernas y se puso a balancear un pie mientras completaba la inspección.

—No está mal. ¿Hay más viviendas como esta?

—Es la única en alquiler. Mi casero tiene ochenta y cinco años.

—No soy racista. Me gustan los viejos —dijo—. Le podría hacer un descuento.

—Se lo diré por si le interesa. ¿A qué has venido?

Se levantó, se dirigió a la cocina y abrió los armarios para ver lo que contenían.

—Me aburría. No comienzo a trabajar hasta las once. A veces es un problema llenar el tiempo que falta. El Caraculo está de mala uva y no quiero verlo.

—¿Qué le pasa?

—Y yo qué sé. Le habrá dado por ahí —dijo, y dio un manotazo en el aire para dar a entender que no le importaba el enfado del aludido. Sacó un par de bolsitas de té del bolsillo de la cazadora y los balanceó a la altura de los ojos—. ¿Te apetece un té con menta? Yo pongo el té y tú hierves el agua. Va bien para la digestión.

—No tengo problemas con la digestión. Además, no he cenado todavía.

—Yo tampoco. A veces no tengo otra cosa que echarme al estómago si Lester me quita el dinero. No quiere que engorde.

—Vaya sujeto —comenté.

Se encogió de hombros con indiferencia.

—Ya me cuido, no creas. Tomo hipervitaminas, mucha fibra y esas cosas.

—Todo un festín —dije. Llené el cazo con agua caliente y lo puse en un quemador de la cocina. Encendí el fuego.

—Tú ríete. Apuesto a que estoy más sana que tú.

—Por lo que como, eso no es difícil —repliqué—. Y ya que hablamos de ello, ¿quieres cenar? No sé cocinar, pero puedo pedir una pizza por teléfono. Tengo que salir dentro de un rato, pero te invito.

—Bueno, no creo que me siente mal. Si es de verduras y sin salsa picante, me la comeré incluso con ganas. Te recomiendo ese sitio que hay al doblar la esquina. A veces me trabajo al dueño. Me hace un buen descuento porque le como la zanahoria.

—Se lo mencionaré cuando haga el pedido —dije.

—Tranquila, ya lo hago yo. ¿Dónde está el teléfono?

Le señalé el aparato, que estaba encima de la mesa, al lado del contestador automático. Las dos advertimos la lucecita parpadeante.

—Tienes un mensaje —anunció. Apretó la tecla correspondiente antes de que pudiese protestar. Que lo oyera me parecía tan grosero como abrirme la correspondencia. Una voz mecánica informó que tenía sólo un mensaje. Biip.

—Hola, Kinsey. Soy Roger. Sólo quería saber cómo iban las cosas. No hace falta que me llame, pero si quiere hacerme más preguntas, estaré en mi casa. Adiós. Ah, me olvidaba de darle el número. —Lo recitó y se oyó el chasquido de la comunicación interrumpida.

—Es el jefe de Lorna —dijo—. ¿Lo conoces?

—Desde luego. ¿Y tú?

Arrugó la nariz.

—Lo he visto una vez. —Descolgó el auricular y marcó un número que al parecer se sabía de memoria. Se volvió a mirarme mientras sonaban los timbrazos al otro extremo de la línea—. Diré que no le pongan queso. Disuelve la grasa —murmuró.

Dejé que hiciera las gestiones mientras yo preparaba el té. La noche que la había conocido me había parecido recelosa, aunque quizá se trataba de su actitud laboral. Ahora me parecía relajada, casi de buen humor. Seguramente había tomado alguna droga, pero en su ingenuidad había algo realmente encantador. Estaba dominada por un entusiasmo natural que vivificaba cada cosa que hacía. Y oía que gestionaba el pedido con una confianza derivada sin duda del hecho de haberse «trabajado» a individuos de todos los pelajes. Tapó el auricular con la mano.

—¿Dónde estamos? No me acuerdo de la dirección.

Le di el número de la calle, que la joven repitió por teléfono. Habría podido llevármela al local de Rosie, pero no confiaba en la buena educación de la susodicha. Con William ausente, me preocupaba la posibilidad de que hubiera recaído en la misantropía.

Colgó, se quitó la cazadora, la dobló con cuidado y la dejó en un extremo del sofá. Se acercó al mármol de la cocina, abrazada a su gigantesco bolso de mano. Tenía la gracia de una potrilla, toda brazos, piernas largas y hombros huesudos. Le tendí una taza de té.

—Quiero preguntarte algo.

—Aguarda. Me gustaría decirte antes una cosa. Espero que no sea demasiado personal. No quisiera que te sintieras ofendida.

—Detesto los párrafos que empiezan así —dije.

—También yo, pero es por tu propio bien.

—Adelante. Lo vas a decir de todos modos.

Titubeó e hizo una mueca de renuencia exagerada.

—¿Me prometes que no te enfadarás?

—Suéltalo de una vez. No soporto el suspense. Me huele el aliento.

—No, es tu corte de pelo, que es un desastre.

—Vaya, gracias.

—No te pongas sarcástica. Te puedo echar una mano. De verdad. Hacía prácticas como aprendiza de estilista cuando conocí a Lester…

—El Caraculo —puntualicé.

—Sí, ese. Bueno, soy muy buena cortando el pelo. A Lorna se lo cortaba siempre. Tú dame unas tijeras y te convierto en estrella de cine. No bromeo.

—Sólo tengo unas tijeras para las uñas. En todo caso, después de cenar.

—Venga. La pizza tardará quince minutos en llegar. Mira, a ver qué te parece. —Abrió el bolso y me lo enseñó—. ¡Chan, chan! —Dentro había un cepillo, un secador de pelo pequeño y unas tijeras. Puso el secador en el mármol y tijereteó el aire como si tocara las castañuelas.

—¿Has venido a mi casa con todo ese arsenal?

—Lo llevo siempre encima. A veces corto el pelo en los lavabos de señoras del Palacio.

Acabé sentada en un taburete, con una toalla de manos alrededor del cuello y con el pelo mojado con el agua del fregadero. Danielle hablaba por los codos mientras daba tijeretazos aquí y allá. Comenzó a rodearme un cerco de pequeños mechones.

—No te asustes. Pareces un perro de lanas, pero es porque todavía no está igualado. Tienes un cabello precioso, fino, abundante y con una ligerísima ondulación. Bueno, yo diría que más que ondulación tiene cuerpo, que es mejor aún.

—¿Por qué no terminaste el aprendizaje?

—Perdí el interés. Además, no se gana tanto. Mi padre decía siempre que si la economía se iba a pique, era un oficio seguro, pero en mi opinión ser puta lo es más. Un hombre puede no tener dinero para hacerse un esculpido, pero siempre consigue veinte dólares para un polvo.

Vocalizó en silencio la última palabra. Tardé un segundo en deducirla.

—¿Qué harás cuando seas demasiado mayor para joder?

—Sigo un curso de dirección empresarial en la Facultad de Económicas. El dinero es el segundo tema que me interesa de verdad.

—Llegarás lejos.

—Por algún sitio hay que empezar. ¿Y tú? ¿Qué harás cuando seas demasiado mayor para joder?

—Últimamente no jodo. Soy casta como la nieve.

—Pues qué lata. Por eso eres tan quisquillosa —dijo.

Me eché a reír y guardamos silencio durante un rato, mientras Danielle se concentraba en lo que hacía.

—¿Y la pregunta? Dijiste que querías preguntarme algo.

—Antes me gustaría ver cuánto tengo en efectivo.

Me tiró del pelo.

—No seas así. Apuesto a que eres de esas personas que gastan bromas para mantener alejados a los demás. ¿Me equivoco?

—Creo que no debería responder a eso.

Sonrió.

—¿Lo ves? Puedo cogerte por sorpresa. Soy más lista de lo que imaginas. Anda, pregunta.

—Ah, sí. ¿Te dijo Lorna que iba a retirar veinte de los grandes de una cuenta bancaria antes de la fecha en que por lo visto tenía que marcharse de la ciudad?

—¿Y por qué había de hacer una cosa así? Siempre viajaba con un hombre. Jamás gastaba un centavo propio cuando iba de viaje.

—¿Qué hombre?

—Cualquiera que estuviese a mano —dijo, dándole todavía a las tijeras.

—¿Sabes adónde se dirigía?

—No hablaba de esas cosas.

—¿Tienes idea de si tenía un diario o una agenda?

Se tocó la sien con la punta de las tijeras.

—Lo guardaba todo aquí. Decía que, de lo contrario, los clientes no se sentían seguros. ¿Que la poli te registra la casa? Te enseñan la orden de registro y vas lista, y contigo todos los demás. Deja de moverte.

—Perdona. ¿Adónde iría a parar el dinero? Por lo visto, canceló la cuenta.

—Desde luego, a mí no me lo dio. Ojalá lo hubiera hecho. Habría abierto una cuenta a mi nombre con esta rapidez. —Me dio un tijeretazo a un milímetro de la oreja y siete pelos cayeron a tierra. Dejó las tijeras en el mármol de la cocina, enchufó el secador y empezó a levantarme las mechas con el cepillo. Que le toqueteen a una el pelo de este modo relaja una barbaridad.

Alcé la voz para que no me la eclipsara el zumbido.

—¿Pudo haber saldado alguna deuda o pagado la fianza de alguien?

—Para pagar veinte mil de fianza tenía que ser un delito importante.

—¿Debía dinero a alguien?

—Lorna no tenía deudas. Ingresaba el importe de las operaciones a crédito incluso antes de que se lo cargasen en cuenta —dijo—. Apuesto a que robaron el dinero.

—Sí, también he pensado en eso.

—Tuvo que ser después de su muerte —prosiguió—. De lo contrario, lo habría defendido con uñas y dientes. —Apagó el secador, lo puso a un lado y retrocedió para inspeccionar el resultado. Dedicó unos momentos a atusar y mover unos cuantos mechones y asintió, al parecer, satisfecha.

Sonó el timbre y Don Pizza apareció en la puerta. Di veinte dólares a Danielle para que concluyese ella la operación mientras me escondía en el cuarto de baño de la planta baja para mirarme en el espejo. La diferencia era notable. Habían desaparecido todos los trasquilones. Las mechas rebeldes estaban por fin en su sitio y el conjunto me enmarcaba la cara en capas escalonadas y armoniosas. Y volvía a su sitio aunque sacudiera la cabeza. Vi por el espejo que Danielle estaba detrás de mí.

—¿Te gusta? —preguntó.

—Es genial.

—Ya te dije que era buena con las tijeras —comentó riéndose.

Comimos directamente de la caja, partiendo la pizza vegetal sin queso, que sabía bien sin por ello hincharme todas las arterias.

—¿Verdad que es raro esto? —dijo—. Las dos aquí, igual que un par de colegas.

—¿Echas de menos a Lorna?

—Pues sí. Era estupenda. Después del trabajo, nos íbamos las dos al centro, nos metíamos en una cafetería y desayunábamos. Recuerdo que una vez compramos zumo de naranja y una botella de champaña. Nos sentamos en la hierba, en mi casa, y estuvimos bebiendo hasta el amanecer.

—Es una pena no haberla conocido. Parece que era muy legal.

A las ocho doblamos la caja y la tiramos a la basura. Danielle se puso la cazadora y yo cogí la mía. Ya en la calle, me dijo que la llevara a su casa. Giré a la izquierda para acceder a Cabana y, siguiendo siempre sus indicaciones, llegamos a un estrecho callejón que no estaba lejos del Palacio de Neptuno. Su «chabola», como ella la llamaba, era una estructura reforzada con tablas de chapa que se alzaba en la parte trasera de una finca. Seguramente había sido antaño un cobertizo para herramientas. Bajó del coche y se acodó en la ventanilla.

—¿No quieres entrar para verla por dentro?

—Tal vez mañana por la noche —dije—. Ahora tengo cosas que hacer.

—Ven si puedes. La he arreglado muy bien por dentro. Cuando hay poca faena suelo retirarme a la una…, siempre que Lester no me obligue a quedarme. Gracias por la cena y por el paseo.

—Gracias a ti por la compañía.

La vi alejarse en la noche, taconeando por el corto camino de ladrillo que iba hasta su puerta, con la larga cabellera ondeándole como si fuese un velo. Arranqué y me dirigí a la casa de los Kepler.

Aparqué en el sendero de acceso y anduve por el camino enlosado que conducía al porche. No había luz en la entrada y el jardín estaba negro como un túnel. Subí los peldaños iluminados apenas por la claridad que salía de las ventanas de la sala de estar. Janice me había dicho que solían comer a aquella hora. Di unos golpecitos en la puerta y oí correr una silla en la cocina.

Fue Mace quien abrió, ocultando con su volumen casi toda la luz que salía por la puerta. Percibí el aroma del atún a la cazuela. Llevaba en la mano una servilleta de papel, que se pasó por la boca.

—Ah, es usted. Estábamos cenando.

—¿Está Janice?

—Ya se ha marchado. Trabaja todos los días de once a siete, pero una chica se ha puesto enferma y se ha ido antes. Vuelva mañana —dijo, e hizo ademán de darme con la puerta en las narices.

—¿Puedo hablar con usted?

Adoptó durante un segundo una expresión impávida, como si un ligerísimo asomo de cólera hubiese borrado de sus facciones las expresiones restantes.

—¿Cómo dice?

—Le pregunto si tiene inconveniente en que charlemos un momento —contesté.

—Pues sí, lo tengo. Hoy ha sido un día largo y difícil y no me gusta que me miren mientras como.

Noté un súbito acaloramiento, como si me hubieran acercado un soplete a la nuca.

—Volveré más tarde —repliqué. Me di la vuelta y bajé los peldaños del porche. Mientras cerraba la puerta, el hombre murmuró una obscenidad.

Reculé por el sendero de acceso con un chirrido de neumáticos y puse el vehículo en primera. El muy mierdaseca. No me gustaba aquel individuo. Era un imbécil y un gilipollas, y deseé que le picasen las almorranas. Di vueltas al azar para calmarme. No sabía qué hacer Habría podido ir a la Cafetería Frankie para hablar con Janice, pero sabía que se me escaparían unas cuantas perrerías contra su cónyuge.

Opté por dirigirme al Café Caliente, en busca de Cheney Phillips. Aún era temprano para ser miércoles por la noche, pero el CC ya estaba lleno, con la música a todo volumen y el humo de tabaco viciando la atmósfera. Pese a ser un antro que desconocía la franja horaria de los aperitivos, los descuentos y los entremeses (a menos que las patatas fritas mojadas en salsa se considerasen canapés), el CC estaba siempre hasta los topes desde que abría, a las cinco de la tarde, hasta la hora de cerrar, las dos de la madrugada. Cheney estaba sentado a la barra con unos tejanos descoloridos, camisa de vestir y botas de viajero del desierto. Tenía una cerveza ante sí y charlaba con el vecino. Sonrió al verme. Dios mío, me fascinan las dentaduras perfectas.

—Doña Kinsey. ¿Qué tal? Te has cortado el pelo. Tiene buen aspecto.

—Gracias. ¿Dispones de un minuto?

—Claro que sí. —Cogió la cerveza, bajó del taburete e inspeccionó el local en busca de alguna mesa libre donde pudiéramos hablar. El barman avanzó hacia nosotros—. Una copa de Chardonnay —le dijo Cheney.

Encontramos mesa junto a la pared lateral. Desahogué durante unos minutos mi antipatía por Mace Kepler. Tampoco a Cheney le caía bien el individuo y me escuchó con placer.

—No sé qué será, pero me saca de quicio.

—Detesta a las mujeres —dijo Cheney.

Lo miré con sorpresa.

—¿Es eso? Bueno, puede que sí.

—¿Y qué más has averiguado?

Le conté mi viaje a San Francisco, la charla con Trinny, su confesión tocante a la cinta pomo y por último lo de la desaparición del dinero de la cuenta bancaria. Le enseñé el extracto del banco y observé sus reacciones.

—¿Qué opinas?

Había doblado el espinazo, estirado las piernas y apoyado un codo en la mesa, y sostuvo el extracto sujetándolo por una punta. Se removió en el asiento. No parecía impresionado.

—Iba a salir de la ciudad. Seguramente necesitaba dinero. —Inspeccionaba el extracto mientras daba sorbos al botellín de Corona.

—He preguntado a Danielle al respecto. Dice que Lorna no gastaba ni un centavo en viajes. Que sólo viajaba con individuos que se lo pagaban todo.

—Sí, pero eso no es necesariamente un factor decisivo.

—Claro que no es decisivo por necesidad, pero podría serlo. Esa es la cuestión. Serena dice que J. D. entró en la cabaña un instante mientras aguardaban a la policía. ¿Y si lo cogió él?

—¿Crees que estaba allí a la vista? ¿Todo el fajo de billetes?

—Bueno, es una posibilidad —contesté.

—Sí, claro. A juzgar por todo lo que has averiguado, Lorna estaba metida en apuestas ilegales o revendía abrigos de visón o quería comprar una buena cantidad de droga.

—Ah, ah —artillé, interrumpiéndole la letanía—. También pudo llevarse el dinero el primer agente que entró en la casa.

—Todo es posible —dijo, aunque le molestaba la idea de la corrupción policial—. En cualquier caso, no sabes si se trataba de dinero en efectivo. Pudo haber hecho una transferencia bancaria y saldado la operación con la Visa. La gente no va por ahí con esa cantidad en metálico.

—Sigo teniendo en la imaginación el fajo de billetes.

—Pues imagina que era otra cosa.

—Pudo haberlo cogido Serena. Medio acusó a J. D., pero de que ella no entró en la cabaña no tenemos más que su palabra. O puede que lo encontraran los padres de Lorna y cerraran la boca, pensando que no iban a tener dinero para pagar el entierro. Iba a preguntárselo, pero Kepler me echó con cajas destempladas.

A Cheney parecía hacerle gracia la situación.

—Nunca desistes.

—Lo que pasa es que me parece digno de atención. Además, necesito una pista a toda costa. No estará fichado Mace Kepler, ¿verdad? Me gustaría empapelarlo.

—No tiene ningún antecedente. Ya lo comprobamos.

—Lo que no significa que no sea culpable. Sólo que no lo han cogido todavía.

—No pierdas el norte. —Deslizó hacia mí el extracto bancario—. Por lo menos ya sabes quién envió la cinta porno a la señora K. —dijo.

—Eso no nos conduce a ninguna parte.

—No te deprimas.

—Detesto estas investigaciones llenas de agujeros —me quejé—. En otras, hay un indicio claro. Captas el humo, lo sigues, y aunque tardes una barbaridad, sabes por lo menos que vas a algún sitio. Pero este caso me hace perder la paciencia.

Se encogió de hombros.

—Nosotros investigamos durante meses y no sacamos nada en claro.

—Sí, ya lo sé. Pero tengo la intuición de que conmigo puede ser de otro modo.

—Tu modestia es admirable —dijo—. Llevas tres días en el caso y ya crees que deberías tenerlo a punto.

—¿Sólo tres días? Pues me siento como si llevara semanas en él.

—Bueno, ya saldrá algo. Durante todo este tiempo, el asesino se ha creído a salvo. No creo que le guste que andes metiendo la nariz en sus asuntos.

—El asesino o la asesina.

—Exacto. Por lo que se refiere a homicidios no hay que discriminar a las mujeres —dijo.

El mensáfono de Cheney se puso a sonar. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de que llevara uno encima. Comprobó las cifras que indicaba, se disculpó y fue al fondo de la barra para llamar por teléfono. Al volver dijo que tenía que marcharse. Habían detenido a uno de sus confidentes y preguntaba por él.

Ya sola, me quedé el tiempo necesario para terminarme el vino. El ambiente se condensaba y había subido el volumen de la música, además del nivel tóxico del humo de segunda mano. Cogí la cazadora y el bolso y me dirigí al aparcamiento. Aún no era medianoche, pero todas las plazas estaban ocupadas y la calle de más allá empezaba a llenarse de vehículos.

Estaba nublado. Las luces de la ciudad iluminaban la capa de nubes. Al otro lado de la calzada, alrededor del refugio de los pájaros, se levantaba una neblina procedente del estanque de agua dulce. El aire parecía oler a azufre. Los grillos y las ranas eclipsaban el rumor del tráfico de la lejana autopista. En un punto más cercano, un tren de mercancías emitía pitidos que sonaban igual que breves acordes de órgano. El suelo tembló cuando el haz de luz del faro barrió la curva. Pasó el hombre de la bicicleta. Me volví y me quedé mirándolo. El creciente traqueteo del tren hacía su avance tan silencioso como la representación de una pantomima. Espectadora única, yo sólo percibía el bailoteo de las luces y las flexiones de sus piernas.

Había dejado el VW en un círculo de luz artificial y lo localicé por la curvatura del techo. Una reluciente limusina negra se había puesto en sentido perpendicular a la hilera de coches y bloqueaba el paso de cuatro vehículos, entre ellos el mío. Miré al conductor. La ventanilla bajó en silencio. Señalé mi coche para dar a entender que no podía moverlo. El chófer se rozó la gorra, pero no encendió el motor. Como soy doña Comprensiva, esperé medio segundo y dije:

—Disculpe, pero si se aparta cosa de un metro, podré sacar el coche, el VW del fondo.

El chófer se quedó mirando a mis espaldas y me volví para ver qué pasaba. Los dos hombres habían salido del bar y avanzaban sin prisas hacia nosotros, aplastando la crujiente grava. Me dirigí al VW con intención de sentarme al volante. No tenía sentido quedarse fuera con el frío que hacía. El ritmo de los pasos se aceleró y me di la vuelta. Los dos hombres estaban ya junto a mí y me sujetaron los brazos.

—¡Oigan! —exclamé.

—No diga nada, por favor —murmuró uno.

Me condujeron a la limusina, llevándome prácticamente en volandas. Me sentía como una niña a quien sus padres levantan tirándole de los brazos para saltar los bordillos y los charcos. Cuando una es pequeña, la cosa es divertida. Cuando es adulta, da miedo. Se abrió la portezuela trasera de la limusina. Traté de clavar los pies en el suelo, pero no hubo manera. Cuando reuní fuerzas suficientes para gritar «¡Socorro!», ya estaba sentada en la parte posterior y con la portezuela cerrada.

El interior era de cuero negro y madera de nogal. Vi un minibar, un teléfono y una pantalla de televisión en blanco y negro. En el techo había una serie de botones iluminados y de distintos colores que gobernaban todos los aspectos de la comodidad de los pasajeros: temperatura, ventanillas, luces de lectura, la deslizante luna del techo. Entre nosotros y el chófer había un panel de vidrio que nos aislaba por completo. Me encontraba en el asiento trasero, flanqueada por los dos hombres y de cara a otro individuo, sentado enfrente, al otro lado de un espacioso tramo de moqueta mullida y negra. Por razones de seguridad personal, me esforzaba por mirar al frente con fijeza. No quería estar en situación de identificar a los dos gorilas. Al sujeto que tenía enfrente no parecía preocuparle si le miraba o no. Los tres emanaban calor corporal y estaban sumidos en un silencio que lo engullía todo menos el susurro de las respiraciones cargadas, sobre todo el de la mía.

Las únicas luces interiores eran pequeños tubos laterales. Las ahumadas ventanillas impedían el paso de la luz de los focos del aparcamiento, pero aun así había iluminación suficiente. Reinaba una atmósfera tensa, como si el campo gravitacional, sin saber cómo, fuera allí distinto del resto del mundo. Puede que fueran los abrigos, el convencimiento de que todos los pobladores del coche menos yo iban armados. El corazón me latía con fuerza y notaba el tacto enfermizo del sudor corriéndome por el costado. El miedo suele volverme insolente, pero no fue así en aquella ocasión, en que más bien me sentía desbordante de respeto. Se trataba de hombres que se regían por normas distintas de las mías. ¿Quién sabía lo que considerarían violento u ofensivo?

La limusina era tan larga que el hombre sentado enfrente de mí estaba a casi dos metros. Era un sesentón bajo, robusto y con una laguna calva en lo alto del cráneo. Tenía la cara moteada de lunares de todos los tamaños y su piel estaba tan surcada de arrugas como un dibujo hecho con tinta. Los mofletes le sobresalían hasta el punto de formar un corazón cuyo remate inferior era la barbilla. Sus cejas eran un revuelto cepillo blanco que techaba un par de ojos oscuros y hundidos. Tenía los párpados superiores caídos y los inferiores hinchados y bordeados por ojeras negras. Sus labios eran delgados y los dientes grandes y un tanto saltones. Tenía las muñecas macizas, y las manos grandes y cargadas de joyas de oro macizo. Olía a puros y a una punzante loción para después del afeitado. Había en él algo decididamente masculino: brusco, resuelto, indiferente. En una mano sujetaba un pequeño cuaderno de notas, aunque no parecía tener ningún protagonismo.

—Espero que disculpe usted esta forma tan heterodoxa de preparar un encuentro. No ha sido nuestra intención alarmarla. —Hablaba sin acento, sin inflexiones propias de tal o cual región.

Los individuos que me flanqueaban estaban tan inmóviles como maniquíes.

—¿Seguro que no se han confundido de persona?

—Seguro.

—Pues yo no los conozco a ustedes —dije.

—Soy abogado, de Los Ángeles. Represento a un caballero que está actualmente fuera del país por motivos profesionales. Me ha encargado que me ponga en contacto con usted.

—¿Con qué objeto? —El ritmo cardíaco se me había relajado un tanto. No eran ladrones ni secuestradores. Tampoco creía que fuesen a pegarme un tiro para dejar a continuación el cadáver en el aparcamiento. La palabra MAFIA comenzó a articulárseme en el fondo de la cabeza, pero no permití que se convirtiera en un pensamiento concreto. No quería que me lo confirmaran por si más tarde me veía obligada a prestar declaración. Eran profesionales. Mataban por cuestiones de negocios, no por placer. Como hasta el momento yo no tenía ningún negocio con ellos, supuse que por ese lado no tenía nada que temer.

—Está usted haciendo pesquisas que mi cliente no desconoce —dijo el presunto abogado— en relación con un homicidio. La joven muerta es Lorna Kepler. Le agradeceríamos que nos pusiese al corriente de la información que haya obtenido.

—¿Por qué le interesa este asunto a su cliente? Si se me permite la pregunta.

—Era un buen amigo de la joven, que a su vez era una excelente persona. Mi cliente no quiere que salga a la luz nada que empañe la reputación de la joven.

—Su reputación ya estaba empañada antes de morir —dije.

—Estaban prometidos.

—¿Cómo dice?

—Iban a casarse en Las Vegas el veintiuno de abril, pero Lorna no se presentó.