12

Tuvo el detalle de ruborizarse. A pesar de que tenía el pelo oscuro, su piel era clara y el arrebol le encendió las mejillas como si hubiera corrido los cien metros lisos. Bajó los ojos para posarlos en lo que había estado haciendo y reanudó la labor con concentración remozada. Era evidente que buscaba la manera de cambiar de conversación. Se inclinó sobre la camiseta. Supuse que poner los goterones de pintura en el sitio justo era fundamental.

—Trinny.

—¿Qué?

—¿Cómo es que has visto la cinta? Y no me preguntes qué cinta porque sabes muy bien a cuál me refiero.

—No he visto la cinta.

—Vamos. Claro que la has visto. De lo contrario, ¿cómo sabías que había más de un individuo?

—Ni siquiera sé de qué hablas —dijo con santa irritación.

—Te hablo de la cinta porno en que aparecía Lorna. ¿Recuerdas? Te lo dijo tu madre.

—Puede que también nos contara lo otro. Lo de que había más de un individuo.

Murmuré un «sí, sí» con la entonación más escéptica que pude.

—¿Qué pasó? ¿Te dio Lorna una copia?

—Nooo —exclamó, pronunciando la palabra con dos sílabas, aguda la primera, grave la segunda, ofendida ante la idea.

—Entonces ¿cómo sabías que había más de un hombre?

—Lo he imaginado. ¿Te importa mucho?

La miré con fijeza. No había más que una conclusión posible.

—Tú la empaquetaste y la pusiste en el buzón.

—No. Además, no tengo por qué responder. —Había hablado esta vez con hostilidad, aunque volvieron a subírsele los colores y aquel rubor era más seguro que un detector de mentiras.

—¿Quién lo hizo?

—No sé nada de nada, así que ya puedes hablar de otra cosa. No estamos en el juzgado ni estoy bajo juramento.

Vaya con la abogada. Por un momento pensé que iba a taparse los oídos y a canturrear para no oírme. Ladeé la cabeza para mirarla a los ojos.

—Trinny —dije con voz melosa. Fingía estar concentrada en la camiseta, sobre la que trazó una chillona espiral amarilla de pintura hinchable—. Venga. No me importa lo que hicieras y te juro que jamás diré una palabra a tus padres. He estado preguntándome quién les enviaría la cinta y ya lo sé. En cierto modo nos hiciste un favor. Si a tu madre no le hubiera preocupado tanto, no me habría buscado y la investigación habría quedado en el punto muerto en que estaba. —Aguardé unos segundos y la tenté con una insinuación—. ¿Fue idea tuya o de Berlyn?

—No tengo por qué responder.

—¿Y si mueves la cabeza afirmativamente en el caso de que esté en lo cierto?

Puso unas estrellitas verde lima en la camiseta. Le estaba quedando cada vez más chabacana, pero me pareció que íbamos por buen camino.

—Apuesto a que fue Berlyn. —Silencio—. ¿Tengo razón? —Encogió un hombro, pero no me miró a la cara—. Ajá. Supongo que ese ligero movimiento significa que sí. Así pues, Berlyn envió la cinta. La siguiente pregunta es cómo la consiguió. —Más silencio—. Vamos, Trinny. Por favor, por favor, por favor. —Aprendí a interrogar de este modo en la escuela primaria y es particularmente efectivo cuando se trata de un secreto que las niñas hemos jurado guardar hasta la muerte. Advertí que se ablandaba. Sean cuales fueren las confidencias que nos hacen, por lo general tenemos unas ganas locas de contarlas, en particular si la delación supone la condena de otra persona.

Se pasó la lengua por los dientes como si hubiera notado la presencia de un pelo.

—¿Me juras que no lo dirás? —dijo finalmente.

Levanté la mano como si prestara juramento.

—Jamás diré una palabra a nadie. Ni siquiera diré que tú hablaste de ello.

—Estábamos hartas de oír que Lorna era maravillosa. Porque en realidad no lo era. Era guapa y con buen tipo, pero ¿y qué? Me entiendes, ¿verdad?

—Totalmente —dije.

—Y encima, cobraba por acostarse. Quiero decir que Berlyn o yo jamás habríamos hecho una cosa así. ¿Por qué santificaban entonces a Lorna? No era pura. Ni siquiera era buena.

—La naturaleza humana, supongo. Vuestra madre ya no tiene a Lorna y por eso guarda en el corazón una imagen ideal de su hija. Cuesta olvidar cuando es lo único que se tiene.

—Pero Lorna era una puta —dijo alzando la voz—. Sólo pensaba en sí misma. Apenas prestaba atención a mis padres. Lo haré mejor o peor, pero yo soy quien ayuda en la casa. Me comporto lo mejor que puedo, pero parece que todo da igual. Mi madre únicamente quiere a Lorna. Berlyn y yo no somos más que mierda. —La emoción le alteraba el color de la piel, al modo de los camaleones. Le saltaron las lágrimas como agua que de pronto se pone a hervir. Se llevó la mano a la cara, que se congestionó en el momento de lanzar un sollozo.

Le rocé la mano.

—Lo que dices no es cierto. Vuestra madre os quiere mucho. La noche que fue a mi oficina, me habló de vosotras, de vuestra alegría y de lo mucho que ayudabais en casa. Sois un tesoro para ella. De verdad.

Ya se había echado a llorar y habló con voz aguda y compungida.

—Entonces ¿por qué no nos lo dice? Nunca dice nada.

—Porque le da miedo. O porque no sabe cómo hacerlo, pero eso no significa que no os quiera con locura.

—No lo soporto. No puedo soportarlo. —Sollozaba como una niña, dando rienda suelta a su dolor. Dejé que se desahogara. Dejó de llorar por fin y lanzó un profundo suspiro. Rebuscó en el bolsillo de los pantalones, sacó un pañuelo sucio y arrugado y se lo restregó por los ojos—. Dios mío —dijo. Apoyó los codos en la mesa y se sonó la nariz. Se miró el brazo al darse cuenta de que se había manchado con la pintura fresca—. Mierda. Fíjate —dijo. Y se le escapó un asomo de risa.

—¿Qué pasa? —Berlyn estaba en la puerta de la calle con expresión neutra de suspicacia.

Las dos dimos un respingo y Trinny tragó una bocanada de aire.

—¡Berl! Casi me matas del susto —dijo—. ¿De dónde vienes? —Se limpió los ojos aprisa, tratando de ocultar que había llorado.

Berlyn llevaba en una mano una cesta de plástico llena de comestibles y las llaves en la otra. Fulminó a Trinny con la mirada.

—Perdonad la intrusión. No sabía que estorbara. He aparcado en el camino de entrada sin ayuda de nadie. —Me miró—. ¿Qué te pasa a ti?

—Nada —dije—. Hablábamos de Lorna y Trinny se ha sentido mal.

—Lo que faltaba. Estoy hasta el moño de oír hablar de ella. Papá tiene razón. Olvidémonos del asunto y dediquémonos a otra cosa. ¿Dónde está mamá? ¿Se ha levantado?

—Creo que está en la ducha —dijo Trinny.

Aunque tarde, me di cuenta de que el agua corría en alguna parte. Berlyn tiró el bolso sobre una silla y se acercó al mármol de la cocina, donde se puso a sacar los comestibles. Al igual que Trinny, llevaba tejanos de pernera recortada, camiseta sin cuello y zapatillas de lona, el atuendo profesional de ayudante de lampista. Se le veían las raíces del pelo rubio. A pesar de que se habían llevado cuatro años, su cara era una versión madura de la de Lorna. Puede que no sea tan malo morir joven, belleza perfecta suspendida en el ámbar del tiempo. Berlyn se volvió hacia Trinny.

—¿Me echas una mano? —dijo con aire ofendido—. ¿Cuánto hace que está aquí esta?

Trinny me dirigió una mirada de súplica y fue a ayudar a su hermana.

—Diez minutos —contesté, aunque nadie me había preguntado—. He pasado a recoger unas cosas que me dejó vuestra madre. Trinny me enseñó cómo hacía las camisetas estampadas y luego nos pusimos a hablar de la muerte de Lorna. —Fui por la caja, con la intención de marcharme antes de que se presentase Janice.

Berlyn me observó con curiosidad.

—Eso ya lo has dicho antes.

—En fin, chicas, me lo estoy pasando bomba, pero tengo que irme. —Me puse en pie, me colgué el bolso en el hombro y cargué con la caja sin hacer caso a Berlyn—. Gracias por la clase de pintura —dije a Trinny—. Siento lo de Lorna. Sé que la querías mucho.

Sonrió con amargura.

—Hasta luego —dijo, despidiéndose con la mano en un gesto sólo sincero a medias. Berlyn se dirigió al estudio sin volver la cabeza ni una sola vez y cerró a sus espaldas con ademán decidido. Bizqueé y le saqué la lengua. Trinny se echó a reír. Formé con los labios la palabra «Gracias» y me marché.

Eran casi las seis cuando abrí la puerta de la oficina y dejé sobre la mesa la caja de los papeles de Lorna. Ya no había nadie en el bufete. Incluso Lonnie, que suele quedarse hasta tarde, se había ido a casa. Las facturas y los formularios de Hacienda seguían donde los había dejado. Fue una desilusión comprobar que no se habían presentado las hadas y los duendes para terminar de rellenar la declaración de la renta. Junté todos los documentos y los guardé en un cajón para hacerme sitio. Ignoraba si los papeles de Lorna iban a aportar alguna información, pero tenía que echarles un vistazo. Me preparé un café, tomé asiento, abrí la caja y me puse a sacar las carpetas marrones. Daba la sensación de que otra persona había sacado directamente las carpetas de un cajón y las había metido en la caja de cartón. Todas las carpetas estaban etiquetadas debidamente. Encima de todo había fotocopias de diversos documentos testamentarios que Janice había tenido que obtener de la notaría. Parecía como si esta mujer estuviera seleccionando y reuniendo papeles a modo de labor preparatoria y lo consignara todo con anotaciones a lápiz. Leí con atención cada documento para hacerme una idea de la situación económica de Lorna Kepler.

Es innegable que un contable o un gestor administrativo habrían captado lo fundamental al instante. Pero como me habían suspendido las mates en el instituto, me veía obligada a fruncir el entrecejo, a suspirar y a mordisquear el lápiz. Janice había redactado una lista pormenorizada de los bienes de Lorna, en la que constaban el dinero en metálico que había obrado en su poder en el momento de su muerte, los cheques nominales que no había cobrado, los balances de sus cuentas corrientes, los títulos, las obligaciones, los bonos del Tesoro y las acciones. Lorna no había tenido ningún plan de pensiones ni seguros de vida. Tenía una pequeña póliza de seguros que cubría las joyas que había comprado. No había tenido en propiedad ningún inmueble, pero su haber líquido ascendía a poco menos de quinientos mil dólares. No estaba mal para una puta-oficinista a tiempo parcial. Janice había incluido una fotocopia del testamento de la hija, que me parecía claro como el agua. Había dejado a sus padres todos sus bienes, comprendidos el dinero en metálico, las joyas, las acciones, las obligaciones y demás títulos financieros. Adjunta al testamento había una fotocopia de la «Fe del documento autógrafo» que Janice había rellenado. En ella, la firmante declaraba que había conocido a la difunta durante veinticinco años, que conocía de manera directa su caligrafía y que había «analizado el testamento y determinado que el documento y las provisiones que contenía los había escrito y firmado la difunta de su puño y letra».

Danielle había especulado a propósito de que Lorna no había hecho testamento, pero el documento parecía cuadrar con la naturaleza metódica de Lorna. Ni a Berlyn ni a Trinny les había dejado un céntimo, pero el detalle no era insólito. Dos mil dólares por cabeza habrían hecho mucho por apaciguar sus sentimientos, pero Lorna no había comprendido al parecer la animosidad que se había gestado en el interior de sus hermanas. O puede que sí y que sintiera lo mismo por ellas. La cuestión era que la situación legal de las propiedades de Lorna no parecía complicada. En mi opinión, no hacía falta recurrir a los servicios de ningún notario, aunque cabía la posibilidad de que el papeleo oficial hubiese amedrentado a los Kepler.

Repasé las declaraciones de la renta que había hecho Lorna en los últimos años. Sus únicas nóminas eran de la planta depuradora. En la casilla que preguntaba la «ocupación», Lorna había puesto «secretaria» y «consejera de salud mental». Tuve que sonreír. Había sido muy minuciosa en la declaración de los ingresos y sólo consignado las deducciones normales. Jamás había dado un céntimo a instituciones benéficas, pero había sido (en términos generales) honrada con la Administración. Supongo que, desde el punto de vista del usuario, los servicios de una prostituta podían agruparse en el apartado de la salud mental. En cuanto a los pagos, creo que ningún inspector de Hacienda se habría preguntado jamás por qué el grueso de sus «honorarios por consulta» se le había abonado en metálico.

Janice había dicho a los empleados de Correos que le entregaran a ella la correspondencia de Lorna y había guardado un paquete de notificaciones sin abrir: sobres de ventanilla de distinta procedencia, todos con sendos sellos que prometían «importante información fiscal». Abrí unos cuantos para cotejar el año con mi lista. Uno contenía un balance y lo enviaba un banco de Simi Valley que había visto en las declaraciones de renta de los dos últimos años. La cuenta se había cancelado, pero el banco le remitía un informe sobre los intereses acumulados durante los cuatro primeros meses del año. Puse el papel con los demás balances. Todas las tarjetas de crédito habían sido anuladas, circunstancia que se había notificado puntualmente a las entidades afectadas. Hojeé algunos registros que había llevado la misma Lorna: facturas pagadas, recibos correspondientes a diversos servicios, recibos de pagos efectuados con tarjeta de crédito.

Ordené las facturas pagadas como si estuviese haciendo un solitario. En la parte inferior, Lorna había anotado el motivo del pago: comestibles, manicura, peluquería, lavandería, objetos varios. Había algo conmovedor en el celo de la joven. No había sabido que estaría muerta cuando llegasen aquellas facturas. No había sabido que su última comida sería efectivamente la última, que todas las acciones que había emprendido y todas las metas que se había propuesto formaban parte de una serie finita que no iba a tardar en agotarse. En ocasiones, lo más difícil de mi trabajo es recordar de continuo lo que todos nos esforzamos por olvidar: que estamos en este mundo temporalmente, que la vida no es más que un préstamo.

Dejé el lápiz, apoyé los pies en la mesa y me retrepé en la silla giratoria. La habitación parecía estar a oscuras y encendí la lámpara articulada que tenía al lado, en la estantería. Entre los efectos de Lorna no había visto ningún cuaderno de direcciones, ningún dietario, ninguna clase de agenda. En otras circunstancias, aquellas ausencias habrían despertado mi curiosidad, pero me pregunté si no reflejarían la prudencia de Lorna a propósito de sus clientes. Danielle me había dicho que era muy reservada y pensé que esta discreción había podido extenderse también al hecho de guardar anotaciones.

Agarré el sobre marrón que contenía las fotos del escenario del crimen. Las repasé hasta que di con los enfoques que permitían ver los papeles que habían estado antaño en la mesa y en el mármol de la cocina. Acerqué la luz de la lámpara, pero no distinguí ninguna agenda. Miré la hora. Estaba rendida. También estaba harta y hambrienta, pero sentía que se me aguzaban los sentidos conforme aumentaba la oscuridad. Puede que estuviese convirtiéndome en vampiro o en licántropo, que huyese ante la luz del sol y me sintiera atraída por la luna.

Me puse en pie, me embutí en la cazadora y dejé los papeles de Lorna sobre la mesa. ¿Qué me molestaba a la vista? Inspeccioné la mesa. Se trataba de un detalle…, algo evidente…, y se me había colado entre los dedos. Lo malo del agotamiento es que las neuronas no funcionan como es debido. Aparté un fajo de papeles sin un objetivo concreto y hojeé algunos formularios. Miré el testamento autógrafo y el documento garantizador firmado por Janice. No sabía qué era. En principio parecía rastrero que Janice confirmara la legitimidad de un testamento en el que ella era una de las partes favorecidas. Lo cierto, sin embargo, era que si Lorna hubiera fallecido sin testar, el resultado habría sido el mismo.

Tomé las notificaciones bancarias, volví a mirarlas y me detuve cuando llegué al balance remitido por el banco de Simi. Los intereses acumulados eran escasos, dado que la joven había cancelado la cuenta en abril. Hasta entonces, Lorna había tenido en aquella cuenta alrededor de veinte mil dólares. Miré la fecha de cancelación. El cero de la columna del saldo ostentaba la fecha del viernes 20 de abril. El día anterior a su muerte.

Saqué el expediente que me había dado el teniente Dolan. El inventario de efectos personales consignaba un montón de objetos encontrados en la casa, entre ellos el bolso de Lorna y su billetera, con todas las tarjetas de crédito y cien dólares en efectivo. En ningún lugar se hablaba de veinte mil dólares. Fui con el extracto bancario a la habitación de la fotocopiadora, lo fotocopié y me guardé la fotocopia en el bolso. Serena Bonney había sido la primera persona en llegar al lugar de los hechos. Consulté mis notas en busca de la dirección del padre, guardé los papeles de Lorna junto con las fotos del escenario del crimen, salí del bufete con la caja de cartón y me dirigí al coche.

El domicilio de Clark Esselmann era una finca de buen tamaño, unas cuatro hectáreas rodeadas por un muro de arenisca, al otro lado del cual la oscuridad había engullido el césped. Focos decorativos bañaban de luz el exterior de la casa, que se había construido según el estilo rural francés, o sea, baja y de tejado a dos aguas en pendiente muy acentuada. Las ventanas con parteluz que jalonaban la fachada parecían una sucesión de sólidas rejas amarillas y las altas chimeneas de mampostería brotaban como torres negras hacia el cielo embreado. Bombillas de escaso vatiaje definían los setos y los caminos, permitiéndome hacerme una idea del aspecto que podía tener todo aquello a la luz diurna. El parpadeo de unas luces en el interior de una pequeña estructura situada a cierta distancia de la casa principal me sugirió que podía tratarse de un pabellón para invitados o de las dependencias del servicio.

Cuando llegué a la verja vi dispositivos automáticos de cierre. A la altura de la ventanilla de un coche de lujo había una especie de portero electrónico. El VW me dejaba en desventaja y para llamar tuve que echar el freno de mano, abrir la portezuela y estirar el tronco, con la consiguiente posibilidad de fracturarme la columna. Apreté el botón y me entraron ganas de pedir una Super Mac con patatas fritas. Contestó una voz incorpórea.

—¿Sí?

—Hola. Soy Kinsey Millhone. Traigo unas llaves que pertenecen a Serena Bonney.

No hubo respuesta. ¿Y qué esperaba? ¿Una exclamación de asombro? Medio segundo después, las dos secciones de la verja comenzaron a girar hacia atrás y en silencio. Introduje el VW en el camino de circunvalación, que estaba flanqueado de enebros. El camino era de adoquines y había un sendero aparte que conducía hacia la izquierda y trazaba un arco hasta la parte posterior de la finca. Vi un garaje de múltiples plazas, semejante a una cuadra de múltiples pesebres. Sólo para llevar la contra, pasé de largo ante la puerta principal, rodeé la fachada y fui hasta el iluminadísimo cobertizo de suelo de grava que había en la parte trasera. El garaje, de cuatro plazas, se comunicaba con la mansión por medio de un largo pasillo cubierto, más allá del cual percibí un espacio cubierto de césped, cruzado por un estanque artificial en cuyo fondo rocoso se habían instalado focos. Las luces iluminaban multitud de decorativos detalles paisajísticos repartidos por toda la propiedad: arbustos de adorno y troncos de árbol que parecían óleos pintados sobre terciopelo negro. En la brillante y negra superficie del estanque se arracimaban los lirios, rompiendo la perfecta e invertida imagen refleja de la mansión.

Los jazmines nocturnos perfumaban el aire. Retrocedí hasta la puerta principal y llamé como Dios manda. Un momento después aparecía Serena con un pantalón ancho y una camisa blanca de seda.

—Le traigo las llaves —dije, tendiéndole el llavero.

—¿Son mías? Ah, pues sí —dijo—. ¿De dónde las ha sacado?

—Las encontró la madre de Lorna. Seguramente le dio usted un juego a Lorna en la época en que le cuidaba la casa.

—Gracias. Lo había olvidado. Ha sido usted muy amable al traérmelas.

—También quiero hacerle una pregunta, si me concede un minuto.

—Cómo no. Pase. Mi padre está en el patio. Le han dado de alta hoy mismo. ¿Lo conoce?

—No creo que nuestros caminos se hayan cruzado nunca —dije.

La seguí por la casa hasta una enorme cocina rural. Una cocinera preparaba la cena y cuando pasamos apenas levantó los ojos del tajo de madera. En un mirador con balcón que había en el extremo más alejado de la estancia había una mesa de comedor con capacidad para ocho comensales. El techo se alzaba a planta y media de altura, y eran visibles las vigas de madera. De una sucesión de alcayatas colgaban manojos de hierbas secas y cestas pequeñas. El suelo era de pino barnizado. La distribución del espacio daba para dos cocinas distintas, separadas por una tierra de nadie de unos tres metros. Una era de granito oscuro, con grandes incrustaciones de madera noble para trocear comestibles y con un fregadero doble. La otra tenía una pila de un solo fregadero, dos lavaplatos y un triturador de basuras. En el hogar de la chimenea, situado a cierta altura, ardía un fuego cegador.

Serena abrió el balcón y salí tras ella. Un amplísimo patio enlosado abarcaba toda la anchura de la casa. Las luces exteriores creaban la ilusión de que era de día. En el límite exterior del patio había una piscina de escasa profundidad y fondo negro. El agua era transparente, pero las baldosas negras confundían sus dimensiones. Los focos que la iluminaban consolidaban una telaraña móvil de color verde esmeralda que en cierto modo hacían que el fondo pareciese un abismo. Zambullirse allí tenía que ser como bañarse en el lago Ness. Sólo Dios sabía qué criaturas acecharían en las profundidades.

Clark Esselmann, en albornoz y zapatillas, y con un bastón en la mano, azuzaba a un perdiguero negro en posición de echar a correr.

—Venga, Max. Atención, preparado.

El perro era adulto y seguramente tenía los mismos años caninos que el anciano. Max casi vibraba, concentrado totalmente en el juego. Mientras nos acercábamos, el anciano arrojó el bastón a la piscina. El perro saltó al agua y se puso a nadar hacia el bastón, que flotaba en el otro extremo de la piscina. Reconocí al padre de Serena por las numerosas fotos que habían aparecido a lo largo de los años en el Santa Teresa Dispatch. Canoso y setentón, adoptaba una actitud tiesa ya pasada de moda. Si había tenido problemas con el corazón, la verdad es que no se le notaba.

Serena sonreía sin dejar de mirarlos.

—Hasta este momento no había podido estar con Max. Es lo primero que suelen hacer por la mañana y da gusto verlos. Mi padre nada en un callejón y el perro en el otro.

Me pareció oír que sonaba el teléfono en algún lugar de la casa. El perro recogió el bastón con la boca, nadó hacia donde estábamos y subió los peldaños de nuestro extremo de la piscina. Dejó el bastón a los pies del anciano y dio un ladrido seco. Esselmann volvió a arrojar el bastón, que surcó el aire hacia el extremo profundo de la piscina y cayó en el agua salpicando un poco. El perro se lanzó al agua desde el lateral y se puso a nadar con la cabeza erguida. El anciano se echó a reír y batió palmas para animar al animal.

—Vamos, Max, vamos.

El perdiguero volvió a sujetar el bastón entre los dientes, se dio la vuelta y nadó hacia los peldaños, por los que subió a tierra con el pelo chorreando agua. Max depositó el bastón a los pies de Esselmann y se sacudió con fuerza. El agua salpicó en todas direcciones. Serena y su padre se echaron a reír. Esselmann se sacudió las gotas de agua que le habían caído en el albornoz de algodón. Habría jurado que Max sonreía, pero puede que me confundiera.

Una doncella con uniforme de color negro apareció en el balcón.

—¿Señor Esselmann? Le llaman por teléfono.

El anciano se giró para mirar a la mujer y echó a andar hacia la casa mientras el perro caminaba a su lado, ladrando para pedir más chapuzones. Serena me miró a los ojos y sonrió. Era evidente que estaba contenta porque habían dado de alta a su padre.

—¿Le apetece una copa de vino?

—No, gracias —dije—. El vino me da sueño y aún tengo trabajo.

Volvimos por el balcón a la cocina, donde el fuego del hogar chisporroteaba alegremente. Esselmann, de pie y muy cerca del centro de operaciones, hablaba por teléfono. Miró por encima del hombro y levantó una mano para indicar que se percataba de nuestra presencia. La puerta que daba al pasillo estaba abierta y las huellas húmedas del perro conducían a otra puerta, que estaba cerrada. Supuse que habían encerrado a Max en el sótano hasta que se secara por sus propios medios. Oí unas rascaduras y a continuación uno de aquellos ladridos secos con los que el animal quería hacerse entender.

—No diga tonterías. Naturalmente que estaré allí… Bueno, estoy en contra, como es lógico. Se trata de adjudicar cuarenta millones de litros al año. En esto no transijo y no me importa que se sepa. —Su actitud se volvió un poco menos ceñuda—. Estoy bien… Gracias, Ned, dígale a Julia que recibí las flores que me envió, eran preciosas. Sí, lo haré. No tengo tantas alternativas. Serena me obliga a seguir un régimen muy severo. —Se volvió y puso los ojos en blanco para que lo viese la hija—. Nos veremos en la reunión del viernes por la noche. Dígale a Bob y a Druscilla que es mi mayor deseo. Podemos hablar entonces de eso, pero espero que coincidamos… Gracias. De su parte… Lo mismo le digo. —Colgó cabeceando—. Malditos idiotas. En cuanto vuelvo la espalda, se dejan convencer. Detesto las compañías petroleras. Ese tal Stockton no se saldrá con la suya.

—Creía que estabas de su parte.

—He cambiado de idea —dijo con énfasis. Me tendió la mano—. Le pido disculpas por mi actitud. Usted ahí de pie y yo refunfuñando. Clark Esselmann. Ha llegado usted en mitad de mi pequeña diversión diaria con el perro. Creo que no nos conocemos.

Me presenté. Me estrechó la mano con firmeza, aunque advertí un ligero temblor en los dedos. De cerca se veía que tenía mal color de cara. Parecía anémico y el dorso de la mano derecha lo tenía amoratado a causa de algún tratamiento médico. Sin embargo, se le notaba una determinación que parecía prevalecer a pesar de los problemas crónicos de salud que le aquejaban.

—Papá, no pensarás en serio asistir a una reunión de la junta.

—Puedes apostar a que sí.

—Tienes que quedarte en casa. No estás en condiciones. El médico ni siquiera te permite conducir.

—Pues tomaré un taxi. O diré a Ned que pase a recogerme.

—No me importa que conduzcas. Esa no es la cuestión —dijo Serena—. Lo que creo es que deberías descansar durante unos días.

—Bobadas. No estoy tan viejo ni tan inválido como para no poder tomar decisiones sobre lo que voy a hacer tal o cual día. Ahora, con el permiso de los presentes, quisiera echarme un rato antes de cenar. Ha sido un placer, señorita Millhone. Espero que la próxima vez que nos veamos, me encuentre con una ropa más decente. No suelo recibir a nadie en albornoz.

Serena le rozó el brazo.

—¿Te ayudo a subir?

—Gracias, pero no es necesario —dijo el anciano. Salió de la cocina arrastrando los pies y moviéndose con una inseguridad que, pese a todo, no le impedía avanzar a ritmo casi normal. Al llegar ante la entrada del sótano, abrió la puerta. El perro había tenido que estar en lo alto de las escaleras porque apareció al instante y trotó detrás del anciano, girando la cabeza para mirarnos con alegría.

Serena se volvió hacia mí con un suspiro exasperado.

—Es un cabezota, me saca de quicio. No tengo hijos, pero estoy convencida de que los padres son peores. Ay, Señor. En fin, supongo que no habrá venido para escuchar mis lamentaciones. Dijo que quería preguntarme algo.

—Busco cierto dinero que puede que tuviera Lorna en el momento de morir. Al parecer, canceló una cuenta bancaria el viernes de aquella misma semana. Por lo que he averiguado, hay veinte mil dólares en paradero desconocido. ¿Vio usted dinero en la casa?

Serena se había llevado la mano al pecho y puesto cara de sorpresa.

—¿Tenía Lorna todo ese dinero? Es increíble.

—Tenía muchísimo más, pero al parecer es la única cantidad que falta.

—No entiendo nada. Lo que dirá Roger cuando se entere.

—¿No vio usted nada el día que encontró el cadáver? Un cheque, quizá.

—No. Pregunte al dueño de la cabaña. Yo ni siquiera entré.

—¿Entró él?

—Bueno, fue sólo un instante, pero estoy segura de que sí.

—A mí me dijo que percibió el olor, dio media vuelta, volvió a su casa y avisó a la policía.

—Es verdad, pero mientras esperábamos a la policía, abrió la puerta y entró.

—¿Para qué?

Negó con la cabeza.

—Lo ignoro. Supongo que para ver de qué se trataba. Lo había olvidado todo hasta que usted ha empezado a desenterrar el asunto.