En el dormitorio de Cherie los muebles eran de los años cincuenta, de madera clara y líneas curvas. Se sentó ante un tocador de espejo redondo en el cuerpo central y dos grandes cajones a los lados. Encendió una lámpara de mesa y dejó el resto de la estancia bañado en sombras. Había dos camas idénticas con cabecera de madera clara, una mesilla de noche también de tonos claros, un antiguo tocadiscos de cuarenta y cinco revoluciones y de brazo grueso y negro, y una silla de director de cine de hierro forjado y lona negra, llena de ropa sucia. Opté por quedarme de pie y apoyarme contra la jamba de la puerta.
Se quitó la faja y los pantis, los tiró al suelo y se volvió para mirarse en el espejo. Se inclinó hacia delante para observarse las patas de gallo con mirada crítica. Cabeceó con asco.
—¿Verdad que envejecer es una mierda? A veces pienso que debería suicidarme para acabar de una vez.
Extendió una toalla blanca y limpia, y cogió un tarro de crema limpiadora, un tónico para el cutis, discos de algodón y bastoncitos de punta absorbente, al parecer como preámbulo para la operación desmaquilladora. He tenido ante mí a dentistas menos escrupulosos a la hora de preparar el instrumental.
—¿Conociste a Lorna? —pregunté.
—Me la presentaron, pero no la «conocí».
—¿Qué pensabas de ella?
—Le tenía envidia, como es lógico. Era lo que suele llamarse «una belleza natural». Sin el menor esfuerzo. Como para hacerte vomitar. —Me miró a los ojos por el espejo—. Tú apenas llevas maquillaje y seguramente no sabes lo que es esto, pero yo me paso horas embadurnándome, aunque no sé para qué. Quince minutos en la calle y todo desaparece. El lápiz de labios se va. La sombra de ojos se mete en esta arruga…, fíjate. El rímel se ha pasado al párpado superior. Cada vez que me sueno la nariz, la base se queda en el pañuelo como si fuera pintura. A Lorna le pasaba todo lo contrarío. Nunca tenía que hacer nada. —Se arrancó una pestaña postiza y la depositó en un estuche, donde quedó encajada y semejante a un guiño. Se arrancó la otra y la puso al lado de la anterior. Ahora parecían dos ojos cerrados que durmieran—. Lo que habría dado por tener una piel como la suya —añadió—. En fin. ¿Qué puede hacer una pobre chica como yo? —Se llevó la mano a la frente y se levantó el pelo. Debajo de la peluca llevaba lo que parecía un gorro de baño. Su voz recuperó el natural registro de barítono cuando se dirigió a mi reflejo—. ¡Bueno! Aquí tienes a Russell. Mucho gusto en conocerte —dijo Russell. Cherie desapareció como en una sesión de magia y en su lugar quedó un hombre de aspecto algo idiota. Se giró y adoptó una pose—. Sé sincera. ¿A quién prefieres?
—Cherie me gusta —dije sonriendo.
—A mí también —replicó. Se giró y volvió a observarse de cerca en el espejo—. No sabes lo molesto que es despertarse todas las mañanas con barba. ¿Y qué me dices del pene? Dios mío. Imagínatelo debajo de las braguitas de encaje. Un gusano gordo, viejo y feo. Me mata de miedo. —Empezó a ponerse leche limpiadora en la cara y a quitarse el maquillaje base a brochazos.
Yo no podía apartar los ojos de él. El engaño había sido total.
—¿Haces esto todos los días? ¿Te vistes de mujer?
—Casi siempre. Después del trabajo. De nueve a cinco soy Russell: corbata, americana, camisa de vestir, el equipo completo. No calzo zapatos bicolores, pero sí el equivalente moral y espiritual.
—¿En qué trabajas?
—Soy el subdirector del Circuit City local, vendo cadenas estéreo. De noche me relajo y hago lo que quiero.
—¿No te ganas la vida actuando?
—Ah. Has visto la película —dijo—. Me dieron cuatro perras y de la película no salió nada, lo cual debo decir que fue un alivio. Piensa en lo paradójico que sería hacerme famoso como Russell cuando en el fondo soy Cherie.
—Acabo de hablar con Joe Ayers en su casa. Dice que ha vendido la productora.
—Imagino que para volverse respetable. —Arqueó las cejas y esbozó una sonrisa. Su expresión sugería que aquello era imposible. Limpiada la base, cogió un disco de algodón y lo humedeció con tónico para el cutis. Empezó a quitarse la crema limpiadora y cuanto había quedado de maquillaje.
—¿Cuántas películas has hecho para él?
—Sólo aquella.
—¿Te decepcionó que no la distribuyeran?
—En su momento. Luego comprendí que no deseaba capitalizar mi herramienta. Detesto ser macho. En el fondo detesto todas las poses viriles, todo el esfuerzo que exigen. Es mucho más divertido ser hembra. A veces me tienta la idea de quitármelo, pero estoy tan bien dotado que no soporto que me intervengan quirúrgicamente. Podría interesar a algún banco de órganos —dijo. Dio un manotazo en el aire—. Pero basta de ordinarieces. ¿Qué más quieres que te cuente de Lorna?
—No sé. Has dicho que no la conocías bien.
—Eso depende de tu marco de referencia. Pasamos dos días juntos mientras se rodaba la película. Simpatizamos enseguida y nos reímos de todo. Era demasiado. Morbosilla, temeraria y con un sentido del humor retorcido. Éramos almas gemelas. Lo digo en serio. Se me rompió el corazón cuando me enteré de que había muerto. Nada menos.
—¿Fue durante el rodaje la única vez que la viste?
—No. Me la encontré por casualidad unos dos meses más tarde, había venido de compras con esa hermana suya que parece un lechón.
—¿Cuál? Tiene dos.
—¿En serio? No recuerdo el nombre, que por cierto era muy raro. Parecía una Lorna de imitación: la misma cara, pero gorda como una cerda. El caso es que las vi por la calle, cerca de Union Square, y nos detuvimos a charlar de naderías. Estaba tan espectacular como siempre. Fue la última vez que la vi.
—¿Y la otra actriz, Nancy Dobbs? ¿Era amiga de Lorna?
—Dios mío. ¿A que era la peor intérprete? Toda rígida y sin vida.
—Era malísima —admití—. ¿Ha intervenido en otras películas para Ayers?
—Lo dudo. Bueno, no lo sé. Creo que hizo aquella para divertirse. La había contratado y elegido no sé quién en el último momento. Lorna la eclipsó. Nancy era muy ambiciosa, sin talento ni cuerpo para llegar lejos. Una de esas mujeres que no dudarían en llegar a la cumbre acostándose con todo el mundo, pero como nadie querría estar con ella, ¿adónde quieres que llegue? Menuda cerda. —Se echó a reír—. La verdad es que habría jodido con un cerdo si lo hubiera creído útil.
—¿Cómo se llevaba con Lorna?
—Por lo que sé, nunca tuvieron fricciones, pero en privado pensaban que la otra era infinitamente inferior. Lo sé porque a las dos les dio por hacerme confidencias entre las tomas.
—¿Sigue en la ciudad? Me gustaría hablar con ella.
Me miró con sorpresa.
—¿No la has visto esta noche? Pensé que habías hablado con ella en la fiestecita de Ayers.
—¿Qué hacía allí?
—Es su mujer. ¿A que es gracioso? Mientras duró el rodaje no hizo más que provocarlo. Y cuando nos dimos cuenta…, vualá, era la señora de Joseph Ayers, conocida dama de alcurnia. Seguramente por eso dejó Ayers el cine porno. Figúrate que saliera a relucir. Por cierto, la llama «duquesa». ¿Verdad que es pretencioso?
—¿Hubo alguna vez indicios que hicieran pensar que Joe Ayers tuviese con Lorna una relación distinta de la profesional?
—Nunca se acostó con ella, si es a eso a lo que te refieres. Creer que esos tíos se dedican a «probar la mercancía» es un tópico. Lo único que le interesaba era el dinero, te lo digo yo.
—Parece que la madre de Lorna cree que la película tuvo alguna relación con su muerte.
—Siempre cabe la posibilidad, pero ¿por qué iban a matarla por ese motivo? Si no hubiera muerto, tal vez habría llegado a ser una estrella. Los demás pasamos sin pena ni gloria, créeme. Nos alegró tanto que nos hubieran dado aquella oportunidad que creímos que era un paso importante —dijo—. ¿Y cómo se enteró la madre?
—Le enviaron la cinta.
Se me quedó mirando por el espejo.
—Un detalle de mal gusto, si fue en señal de pésame —comentó—. Tendrías que preguntarte por los motivos.
—Por amor a la verdad no fue.
Volví al motel sin sentir el menor deseo de dormir. En Santa Teresa todo está cerrado a las dos de la madrugada. En San Francisco ya habían cerrado todos los bares, pero permanecían abiertos muchos establecimientos: gasolineras, librerías, gimnasios, videoclubes, cafeterías, incluso tiendas de ropa. Me deshice de los zapatos y del vestido multiuso, y me quité los pantis experimentando el mismo alivio que Cherie. Cuando me puse los tejanos y el jersey de cuello alto volví a sentirme yo misma. Encontré cerca del motel una casa de comidas que abría toda la noche y engullí un copioso desayuno. Volví a la habitación y eché la cadena de seguridad. Me quité las Reebok, me puse tras la espalda todas las almohadas, cogí el expediente de Lorna y repasé las descripciones del escenario del crimen y las fotos adjuntas.
El técnico había fotografiado la casa por fuera, los patios delantero y trasero, enfocando los cuatro puntos cardinales. Había fotos de los porches delantero y trasero, de las barandillas de madera, de las ventanas. La puerta principal había estado cerrada, pero sin echar la llave, y no había indicios de que se hubiera forzado la entrada. Dentro de la cabaña no había una sola arma a la vista ni señales de lucha. Vi las manchas coloreadas donde los técnicos en huellas habían echado sus polvillos mágicos. Según el informe, se habían tomado absolutamente todas las huellas digitales y de las manos, así como casi todas las huellas latentes. Muchas eran de Lorna. Otras eran de miembros de la familia, del dueño de la casa, de su amiga Danielle y de un par de personas conocidas a quienes habían interrogado los agentes de Homicidios. Se habían limpiado no pocas superficies.
La serie de fotos de Lorna comenzaba por una vista general que determinaba su posición respecto de la puerta de la calle. Había fotos de alcance intermedio, primeros planos que incluían una regla graduada para indicar la escala. El guión fotográfico reflejaba un avance progresivo por el lugar. Me resultaba frustrante que las imágenes fueran planas, bidimensionales. Habría querido meterme en ellas, analizar todos los objetos que habían poblado las mesas, abrir los cajones, hurgar entre el contenido. Me puse a entornar los ojos, a acercarme las fotos a la cara y a alejarlas como si lo retratado pudiese perfilarse mejor por aquel procedimiento. Me quedaba mirando el cadáver con fijeza, escrutaba el fondo y memorizaba detalles captados gracias a la visión periférica.
Cuando había ido a la cabaña ya no quedaba ni un solo mueble. Sólo había permanecido intacto el esqueleto del espacio vital de Lorna: armarios de cocina vacíos, el cuarto de baño, cañerías, apliques eléctricos. Resultaba fructífero ver las fotos porque corregían mi procesamiento mental. Ya había empezado, en el recuerdo, a distorsionar el tamaño de los espacios y las distancias relativas. Repasé las fotos otra vez y luego otra más. En los diez meses transcurridos desde la muerte de Lorna se había desmantelado el escenario del crimen y aquello era lo único que quedaba. Si se demostraba alguna vez que había sido asesinato y se acusaba a un presunto culpable, era muy posible que el caso se tuviera que basar en el contenido de aquel sobre. ¿Y qué posibilidades había? ¿Qué esperaba yo averiguar a aquellas alturas? En el curso de mis pesquisas reproducía básicamente el método en espiral que se aplica para investigar el escenario de un crimen: se empieza por el centro y se avanza hacia fuera y alrededor en círculos crecientes. El problema era que yo carecía de dirección y de directriz. Ni siquiera tenía una teoría que explicase provisionalmente por qué había muerto la difunta. Me sentía como si estuviese pescando y lanzase el anzuelo con la esperanza de meterlo en la boca de un asesino. Lo único que tenía que hacer el muy truhán era mantenerse oculto y observar mi cebo desde el fondo de su escondrijo.
Hojeé el expediente al azar mientras dejaba vagar las ideas. Al margen de los homicidas circunstanciales y de los asesinos en serie, quien mata a una persona tiene que tener un motivo, una razón concreta para desear la muerte de la víctima. En el caso de Lorna Kepler, aún no conocía el motivo. Una posibilidad era el beneficio económico. La joven había tenido bienes en propiedad. Tendría que consultar este aspecto con Janice. Partiendo de la suposición de que Lorna no había tenido descendencia ni había hecho testamento, Janice y Mace eran sus legítimos herederos. Costaba imaginárselos cometiendo un asesinato. Si había sido Janice, por ejemplo, muy imbécil tenía que ser para meterme en el embrollo. Mace era una incógnita. No cuadraba con la idea que yo tenía del padre afligido. Las hermanas eran igualmente otras tantas posibilidades, aunque ninguna de las dos parecía tener inteligencia o energía suficiente.
Cogí el teléfono y marqué el número de la Cafetería Frankie. Esta vez fue Janice quien se puso al aparato. Al fondo se oía la máquina de los discos y poco más.
—Hola, Janice. Soy Kinsey, llamo desde San Francisco.
—Bien, Kinsey, ¿qué tal le va? Siempre me llevo una sorpresa cuando llama a estas horas. ¿Ha localizado al individuo para el que trabajaba Lorna?
—He hablado con él esta noche y he localizado además a otro de los actores que aparecían en la película. Aún no me he formado una opinión sobre ninguno de los dos. Pero se me ha ocurrido algo. ¿Podría usted consultar los balances económicos de Lorna?
—Desde luego. ¿Me dirá por qué o es secreto de Estado?
—No hay nada secreto entre nosotras. Es usted quien paga por mis servicios. Trato de encontrar una razón. El dinero es la más usual.
—Supongo que sí, aunque me cuesta comprender cómo encaja en este caso. En casa no supimos que tenía dinero hasta que miramos los papeles después de su muerte. Yo todavía estoy anonadada. Desde mi punto de vista era inconcebible. Siempre tenía que darle un billete de veinte dólares para que por lo menos comiera decentemente. Y la pobre criatura tenía un montón de acciones y varias cuentas de ahorros. Por lo menos tenía seis. Es lógico pensar que con tanto dinero habría tenido que vivir mejor.
Iba a decirle que el dinero era parte del fondo de pensiones de Lorna, pero como la joven no había vivido para utilizarlo me pareció un poco cruel.
—¿Había hecho testamento?
—Pues sí. Una hoja de papel que había escrito ella misma. Nos lo dejó todo a Mace y a mí.
—Me gustaría ver el papel, si no hay inconveniente.
—Puede ver usted todo lo que guste. Cuando vuelva a casa, buscaré la caja que contiene los efectos personales de Lorna y la dejaré encima de la mesa de Berlyn. Pásese por allí y pídasela a ella cuando regrese.
—Se lo agradezco. De todos modos, quisiera hablar con sus dos hijas.
—¡Oh, no! Me acabo de acordar de algo. ¿Ha hablado ya con la mujer a quien Lorna le cuidaba la casa?
—Una vez.
—Ya. ¿Y podría hacerme usted un favor? La última vez que miré las cosas de Lorna vi un juego de llaves que estoy convencida de que es de esa mujer. Quería devolvérselas, pero hasta ahora no he tenido tiempo.
—¿Quiere que se las dé yo?
—Si puede. Me gustaría hacerlo yo misma, pero es que no tengo tiempo. Y le agradecería que, cuando termine, me devolviera todo lo que le he entregado. Hay unos balances que tendré que dar al notario cuando determine los impuestos de Lorna.
—¿Se han evaluado ya sus bienes?
—Se está en ello. La verdad es que a usted sólo le he dado fotocopias, pero aun así me gustaría recuperarlas.
—No se preocupe. Seguramente se lo devolveré todo pasado mañana.
—Estupendo. —Oí que al fondo aumentaba el volumen de las voces—. Ah, ah. Tengo que irme.
—Hasta mañana —dije. Y colgué.
Miré a mi alrededor. La habitación, aunque deprimente, tenía su aspecto útil. El colchón era tan espeso como la argamasa y las almohadas, de gomaespuma, un peligro para las articulaciones del cuello. Tenía reservada una plaza en un avión que salía a mediodía. Eran casi las tres de la madrugada. No me hacía a la idea de dormir. Si tiraba el pasaje, podía volver con el coche alquilado y devolverlo en el aeropuerto de Santa Teresa, donde me aguardaba el VW. El viaje duraría unas seis horas y si me las apañaba para no dormirme al volante, llegaría alrededor de las nueve.
Me sentí súbitamente estimulada ante la idea de volver. Puse los pies en el suelo, me acerqué las Reebok, me las puse, las até y dejé los lazos colgando. Entré en el cuarto de baño, recogí las cosas y las guardé en el petate. Me costó más despertar al encargado que abonar la cuenta. A las tres y veinte ya estaba en la 101, rumbo al sur.
No hay nada tan sedante como una autopista de noche. Los estímulos visuales se reducen a las rayas señalizadoras y el asfalto corre como una flecha hacia nosotros en una sucesión de líneas. Los arbustos de la cuneta no son más que manchas. Todos los camiones iban cargados con cualquier clase de mercancías, coches recién salidos de fábrica, muebles, líquidos inflamables, cajas de cartón aplastadas. Por el costado veía desfilar pequeñas poblaciones sumidas en la oscuridad e iluminadas sólo por cordones de farolas municipales. Los rótulos que aparecían de vez en cuando proporcionaban entretenimiento visual. Muy de tarde en tarde aparecía algún apeadero para camiones, semejante a una isla de luz.
Tuve que parar dos veces para tomar café. Puesto que había decidido volver, la conducción me hipnotizaba y tenía que esforzarme por seguir despierta. La radio era una compañía grata. Iba de emisora en emisora, oyendo entrevistas, música country, música clásica y noticiarios continuos. Hacía mucho había sido fumadora habitual y aún recordaba que el hábito era una forma de contar el tiempo durante los viajes en coche. En la actualidad prefería caerme de un puente a encender un cigarrillo. Pasó otra hora. Estaba a punto de amanecer y el cielo se volvía blanco, los árboles que flanqueaban la carretera empezaban a recuperar el color, en aquellos momentos verde carbonero y vino tinto. Percibía por encima que el sol estaba entrando en mi campo visual, semejante a un balón de playa, y que los colores del cielo pasaban gradualmente del gris oscuro al malva, luego al melocotón y acto seguido al amarillo furioso. Tuve que bajar el parasol para que la luz no me deslumbrara.
A las nueve y cuarto ya había devuelto el coche alquilado, recuperado el VW y aparcado delante de mi domicilio. Los ojos me escocían y sentía una flojedad dolorosa parecida a la de la gripe, pero por lo menos estaba en mi casa. Entré, comprobé que no había mensajes en el contestador, me cepillé los dientes, me quité las botas y caí rendida en la cama. Por una vez, el sueño cayó sobre mí como un mazazo y comencé a hundirme en un abismo sin fin.
Desperté a las cinco de la tarde. Las ocho horas habrían tenido que bastarme, pero tenía tanto sueño atrasado que me sentía como si saliese de un pozo de arenas movedizas. Aún me costaba adaptarme al horario que había adoptado mi vida. A irme a la cama al amanecer y levantarme al caer la tarde. Desayunaba a la hora de comer y cenaba de madrugada, aunque la segunda colación solía consistir en cereal inflado o en huevos revueltos y una tostada, lo que venía a significar que desayunaba dos veces. Era vagamente consciente de que se había producido un desplazamiento psicológico, un cambio en las percepciones que reflejaba la sustitución del día por la noche. Al igual que en un cambio de huso horario, mi reloj interno ya no estaba sincronizado con el del resto del mundo. Mi normal sentido del yo se había fragmentado y me pregunté si no aparecería de pronto una personalidad oculta, como si despertara de un largo sueño. La vida diurna me reclamaba y me sentía extrañamente reacia a responder.
Salí de la cama rodando, me quité la ropa sucia, me di una ducha y me vestí. Me detuve ante un colmado, compré un yogur y una manzana y di buena cuenta de ambos mientras me dirigía a casa de los Kepler. Habría podido dormir un par de horas más, pero quería hablar con las hermanas de Lorna antes de que se levantara la madre. Al igual que en mi caso, sus días y sus noches habían invertido el orden y me sentía raramente vinculada a ella.
En esta ocasión la furgoneta de Mace no estaba en el sendero de la entrada. Dejé el VW en el flanco del camino, pegado a la cerca blanca de travesaño doble, y eché a andar hacia el porche. Llamé a la puerta. Fue Trinny quien abrió, aunque le costó un rato.
—Ah, hola. Mi madre ha hecho dos turnos seguidos y no se ha levantado aún.
—Me lo figuraba. Me dijo que había puesto cierta información en una caja y que se la había entregado a Berlyn.
—No está en casa en este momento. Ha ido a hacer unos recados. ¿Quieres pasar y esperarla?
—Gracias. —La seguí por la pequeña y prietamente amueblada sala de estar hasta la zona que hacía las veces de comedor y que se encontraba en un extremo de la cocina. Faltaba poco para el ocaso y las ventanas de la cocina se oscurecían ya, dando a la iluminada estancia un aire artificial de calidez. Se había extendido una tabla de planchar y el aroma del algodón recién planchado me hizo añorar el verano—. ¿Me dejas que mire en la mesa de Berlyn? Si la caja está a la vista, puedo cogerla yo misma.
Trinny levantó la plancha.
—Por allí. —Me señaló la puerta que conducía al estudio.
Al parecer, un rincón de la estancia hacía de despacho de Reparaciones Kepler. Recordaba haber visto la mesa y el archivador la noche que había hablado con Mace. Encima de la mesa, bien visible, había una caja de cartón con mi nombre garabateado en la tapa. Por una vez resistí la instantánea tentación de fisgar. Levanté la tapa para comprobar el contenido. Brotó un perfume del interior, una exquisita mezcla de limón y especias. Cerré los ojos y me pregunté si sería el perfume de Lorna. Ya había experimentado antes la misma sensación: que hasta el aire estuviese impregnado del olor característico de una persona. Con los hombres es la loción para después del afeitado, el cuero, el sudor. Con las mujeres es el perfume. Las llaves de que me había hablado Janice estaban encima de un montón de carpetas puestas en orden alfabético: balances bancarios, antiguas declaraciones de la renta, bonos, acciones, balances anuales varios. Arrinconada en un extremo de la caja había una bufanda de cachemir doblada. Me la acerqué a la cara presionando, y olí a hierba cortada, a canela, a limón, a clavo. Llevé la caja a la cocina y la puse en una silla con la bufanda encima.
—¿Es de Lorna? Estaba con sus cosas en la caja.
Trinny se encogió de hombros.
—Supongo que sí.
La doblé dos veces y la dejé donde la había visto.
—¿Puedo sentarme? Buscaba una oportunidad para hablar contigo.
—Bueno —dijo. Movió la aguja de la plancha y la apagó.
—No quisiera interrumpir los preparativos de la cena.
—Tengo una cacerola en el horno. Sólo tengo que calentarla y preparar una ensalada.
Me senté mientras pensaba la manera de sonsacarle información. Ni siquiera sabía lo que quería averiguar, pero estar sola con ella se me antojó una especie de gratificación. Llevaba los mismos tejanos de pernera recortada con que la había visto anteriormente. Tenía las piernas macizas y calzaba zapatillas de lona sin calcetines. La camiseta sin cuello tenía que ser una XXL y en la pechera ostentaba un dibujo pintado a mano. Se desplazó de la tabla de planchar a la mesa de la cocina, se sentó enfrente de mí y comenzó a estrujar un tubo de pintura para decorar la pechera de otra camiseta sin cuello con una composición al estilo de Jackson Pollock. Goterones y chorros. Del tirador de un armario de la cocina colgaba una composición ya terminada, con los trazos sobresaliendo en tres dimensiones. Advirtió mi mirada.
—Es pintura hinchable —explicó—. La pones y la dejas secar, luego la planchas del revés y se hincha.
—Interesante —dije. Me levanté, me acerqué al armario y observé la obra acabada durante unos momentos. A mí me parecía espantosa, pero una es tan ignorante…—. ¿Las vendes?
—Bueno, aún no, pero eso espero. Hice la que tengo puesta y cada vez que salgo, todo el mundo dice: «Chica, qué camiseta más original». Como no tengo trabajo, se me ocurrió que podía dedicarme a venderlas.
Dios nos ampare. Trinny y Lorna, las dos poseídas por el mismo demonio empresarial.
—¿Desde cuándo las haces?
—He empezado hoy mismo.
Volví a sentarme a la mesa sin dejar de mirar lo que hacía Trinny. Comencé a preparar el sedal. Seguro que pescaba algo. A mi derecha vi un montón de folletos de viajes que anunciaban cruceros por las costas de Alaska, vacaciones en estaciones de esquí y viajes organizados a Canadá y el Caribe. Cogí un folleto y me puse a leer: «El último paraíso virgen del mundo…, playas de una blancura cegadora…, lagunas de un azul intenso…».
Trinny vio lo que estaba haciendo.
—Son de Berlyn.
—¿Adónde se va?
—Aún no lo sabe. Dice que le gusta Alaska.
—¿Irás tú también?
Hizo una mueca de contrariedad.
—No tengo dinero.
—Lástima. Parece divertido —dije—. ¿No le importa viajar sola?
—No. Le gusta. No siempre, pero si ha de hacerlo, lo prefiere. Ya hizo un viaje en otoño.
—No me digas. ¿Adónde fue?
—A Acapulco. Le encantó. Dice que si vuelve, me llevará.
—Estupendo. Yo estuve en Viento Negro el verano pasado, es lo más al sur que he estado.
—Yo no he ido tan lejos. A Berlyn siempre le ha gustado viajar. Yo tengo otras inquietudes. No quiero decir que no me guste, sino que prefiero hacer otras cosas.
—¿Por ejemplo?
—No sé. Comprar ropa y objetos.
Probé otra táctica.
—La muerte de Lorna debió de ser un duro golpe. ¿Lo sobrelleváis bien?
—Sí, creo que sí. Fue duro para ellos. Quiero decir que mis padres estaban antes mucho más unidos. Al morir Lorna parece que cambió todo. Mi madre es la única que sigue dándole vueltas. Sólo habla de ella. A Berlyn le hace daño. La verdad es que la pone furiosa. No sé, es como si se olvidara de los demás, como si no existiéramos.
—¿Eras muy amiga de Lorna?
—En el fondo no. Lorna no era amiga de nadie. Vivía en su mundo y nosotros vivíamos en el nuestro. Tenía la cabaña y le gustaba estar sola. La irritaba que apareciera gente de improviso. Muchas veces ni siquiera estaba en casa. Se iba por ahí, sobre todo por la noche. No tenía empacho en decir que había que mantenerse a distancia a menos que se llamara antes y se recibiera invitación.
—¿La veías a menudo?
—Aquí, muchas veces; cada vez que venía. Pero en la cabaña, puede que un par de veces en los tres años que vivió allí. A Berlyn le gustaba ir. Es curiosa por naturaleza y Lorna era muy misteriosa.
—¿En qué sentido?
—No sé. Por ejemplo, ¿por qué le fastidiaba tanto recibir visitas? ¿Qué mal había en ello? No tenía que molestarse por nosotras. Éramos sus hermanas.
—¿Acabaste averiguando adónde iba por las noches?
—Qué va. Lo más seguro es que no fuese a ningún sitio especial. Después de un tiempo acepté hasta cierto punto que Lorna era como era. No era sociable como nosotras. Berlyn y yo somos colegas. Nos gusta ir por ahí, salir juntas con dos chicos a la vez y esas cosas. Por ejemplo, como ninguna de las dos tiene novio, los fines de semana vamos al cine y a bailar. Lorna nunca salía con nosotras. Bueno, alguna que otra vez, pero casi había que ponerse de rodillas y pedírselo por favor.
—¿Cómo te enteraste de su muerte?
—La policía vino a casa para hablar con mi padre. Él se lo dijo a mi madre y ella nos lo contó a nosotras. Fue horrible. Quiero decir que creíamos que estaba fuera de la ciudad. De vacaciones, como había dicho mi madre. Por eso no pensamos nada malo al no tener noticias suyas. Imaginábamos que nos llamaría cuando volviese. Y mientras tanto estaba allí, tendida en el suelo, descomponiéndose.
—Tuvo que ser espantoso.
—Y que lo digas. Yo me eché a gritar y Berl se puso pálida como un fantasma. A mi padre casi le dio un ataque. A mi madre le sentó peor. Aún no se ha recuperado. Se puso a dar vueltas por la casa, chillando y llorando, casi arrancándose el pelo. Nunca la había visto de aquella forma. Por lo general es quien nos conforta a todos. Como cuando murió la abuela. Era su madre, pero mantuvo la calma, hizo las reservas en el avión, nos hizo el equipaje y gracias a ella pudimos ir a Iowa, al entierro. Entonces éramos unas crías y nos comportábamos como tontas, no hacíamos más que llorar. Ella lo organizó todo y con una serenidad asombrosa. Cuando supimos lo de Lorna, se derrumbó totalmente.
—Pocos padres esperan vivir más que los hijos —dije.
—Eso es lo que dicen todos. Ya me dirás para qué sirve que la policía piense que fue un asesinato.
—¿Y tú qué opinas?
Frunció la boca como para manifestar ignorancia.
—Puede que muriese por culpa de las alergias que sufría. No me gusta pensar en eso. Me produce escalofríos.
Cambié de tema.
—¿Fuiste tú quien estuvo con Lorna en San Francisco el año pasado?
—Fue Berlyn —dijo—. ¿Quién te lo ha contado?
—He conocido al individuo que sale en la cinta. Levantó la vista con curiosidad.
—¿A cuál?