10

Al llegar al aeropuerto, dejé el VW en el aparcamiento de tiempo indefinido y volví andando a la terminal. Al igual que casi todos los edificios públicos de Santa Teresa, el aeropuerto evoca vagamente el estilo colonial español: estructura de planta y media con las fachadas enlucidas, tejas rojas, arcos y una escalera lateral de trazado curvo. Dentro de la terminal sólo hay cinco puertas de embarque, más un pequeño quiosco de prensa en la planta baja y una discreta cafetería en la planta superior. Recogí el pasaje en el mostrador de United y di mi nombre al agente por si quedaba alguna plaza libre en un vuelo anterior. No hubo suerte. Busqué un asiento por allí cerca, apoyé la cabeza en el puño y dormité como una vagabunda hasta que se anunció mi vuelo. Durante la espera podría haber llegado a San Francisco en coche.

El avión era un pequeño utilitario de quince asientos, diez de los cuales estaban ocupados. Me concentré en la satinada revista de la compañía aérea que había en el bolsillo trasero del asiento de delante. Era mi ejemplar gratuito (eso decía en la portada), donde «gratuito» quería decir demasiado aburrido para dar dinero a cambio. Mientras los motores zumbaban con los agudos gemidos de las motos de carreras, la azafata recitó las fórmulas rituales que preceden al despegue. No oímos ni una sola palabra, pero por el movimiento de los labios percibimos el sentido general.

Despegamos entre sacudidas y convulsiones, pero el aparato se estabilizó cuando ganó altura. La azafata recorrió el pasillo con una bandeja, ofreciendo vasos de plástico transparente con zumo de naranja o Coca-Cola y bolsas a prueba de niños con almendras garrapiñadas o cacahuetes, a elegir. Las compañías aéreas, que han aguzado el ingenio para reducir gastos, han limitado últimamente la cantidad de cacahuetes a una cucharada sopera por persona. Partí por la mitad los que me tocaron y me los fui comiendo de uno en uno, mejor dicho, de medio en medio, para prolongar la experiencia.

Mientras seguíamos la línea de la costa por el negro cielo nocturno, las poblaciones de tierra parecían discontinuas agrupaciones de luces. A aquella altura eran como solitarias colonias de otro planeta, con tramos oscuros entre lo que a la luz diurna serían montañas. Estaba desorientada por el paisaje. Traté de localizar Santa María, Paso Robles y King City, pero me fallaba el sentido del tamaño y de las distancias. Podía ver la Nacional 101, pero la autopista tenía un aspecto antinatural y desconocido desde donde me encontraba.

Llegamos a San Francisco en poco menos de hora y media. Al descender vi las farolas municipales como onduladas líneas de puntos que seguían el relieve montañoso igual que un mapa orográfico. Aterrizamos en una terminal de transbordo tan alejada que habían puesto un cordón de empleados a lo largo de la pista para indicarnos por dónde se iba a la civilización. Entramos en el edificio de la terminal por las escaleras de servicio, como si fuéramos inmigrantes ilegales, y acabamos en un pasillo de aire conocido. Me detuve en un quiosco de prensa, compré un plano de la ciudad en condiciones y busqué el mostrador de la agencia de alquiler de coches, donde rellené los formularios de rigor. A eso de las once y cinco ya estaba en la 101, rumbo al norte y a la ciudad.

La noche era fría y estaba despejada. Las luces de Oakland y Alameda podían verse a la derecha, al otro lado de la bahía. El tráfico circulaba con rapidez y la ciudad comenzó a adquirir forma a mi alrededor como un vestido de tubos de neón. Un kilómetro más allá de Market Street, en Golden Gate Avenue, la 101 tocó tierra y se transformó en carretera de superficie. Llegué a Van Ness, torcí a la izquierda y luego otra vez a la izquierda para entrar en Lombard. A ambos lados de la arteria de cuatro carriles había cafeterías y moteles de todos los aspectos y tamaños. Como no quería desperdiciar energía de más en el plan, me inscribí en el Motel Del Rey, que fue el primero que vi con el rótulo de «Habitaciones libres». Lo único que necesitaba era una habitación donde no tuviera que ir continuamente con los zapatos puestos por culpa de la suciedad. Pedí una habitación alejada del ruido del tráfico y me dieron la 343, que estaba en la parte posterior.

El motel era de esos establecimientos que dan por sentado que el cliente va a robar todo lo que pille. Los percheros estaban hechos de modo que los ganchos no podían descolgarse de la barra. En el televisor había una etiqueta que decía que desenchufar el cordón y mover el aparato disparaba una alarma imposible de desconectar por el cliente. El radiodespertador estaba sujeto con tornillos a la mesita de noche. Era un establecimiento preparado para afrontar la visita de rateros listos y artistas del escamoteo. Pegué el oído a la pared por si había alguien acechando en la habitación contigua. Una rítmica sucesión de ronquidos rasgaba el silencio. Me senté en el borde de la cama y llamé al bufete, en cuyo contestador dejé a Ida Ruth el teléfono del motel. Ya que estaba en ello, llamé a mi casa para oír los mensajes de mi contestador sirviéndome del aparato de control remoto. Nada. Lo que significaba que tendría que volver a llamar más tarde.

Era casi medianoche y notaba que se me escurría la energía por los poros. Desde que había renunciado a la vida diurna para trabajar de noche, había advertido que cada vez era más difícil prever las bajadas de ánimo. Suspiraba por dejarme caer de espaldas y dormir vestida. Me incorporé antes de que la idea se volviese demasiado seductora. En el cuarto de baño había un rótulo que avisaba de la prolongación de la sequía y rogaba a los clientes que utilizasen la menor cantidad posible de agua. Me di una ducha ultrarrápida (y con sentimiento de culpa) y me sequé con una toalla áspera como papel de lijar. Puse el petate en la cama, saqué bragas y pantis limpios, y a continuación la prenda milagrosa, el negro vestido multiuso. No hacía mucho, la susodicha prenda había quedado empapada con agua de acequia que olía a hongos patógenos y a un variado surtido de criaturas de las charcas. La había enviado varias veces al tinte durante los meses siguientes y estaba ya como nueva…, siempre que no se oliscara de cerca. El tejido era un fiel reflejo de los últimos adelantos científicos: ligero como una pluma, no se arrugaba, se secaba al instante y era irrompible. Varias amistades habían desestimado esta última cualidad y me habían rogado que lo tirase a la basura y me comprase otro. No acababa de comprender el motivo. De manga larga y cuello cerrado, era ideal (bueno, indicado) para cualquier ocasión. Me lo había puesto para asistir a bodas, entierros, fiestas y juicios. Lo sacudí, abrí la cremallera y me introduje a la vez en el vestido y en los zapatos negros sin tacón. Nadie me confundiría con una modelo, pero al menos se me tomaría por una mujer adulta.

Según el plano y las direcciones que tenía, Joseph Ayers vivía en Pacific Heights. Extendí el plano en el asiento del coche y dejé encendida la luz interior para saber por dónde iba. Giré a la izquierda para entrar en Divisadero y puse rumbo a Sacramento Street. Recorrí la zona al llegar. A pesar de la hora, no era difícil encontrar la residencia de los Ayers. Todas las luces de la casa estaban encendidas y el continuo flujo de invitados que llegaban o se iban aprovechaba el servicio de aparcamiento de la entrada. Confié el coche a uno de los jóvenes negros endomingados con pantalón negro y camisa blanca de etiqueta. Delante de mí había un Mercedes y detrás un Jaguar.

La verja estaba abierta y a los últimos en llegar se les desviaba por el lateral del edificio hacia el jardín de la parte trasera. El hombre de esmoquin que controlaba el acceso a la fiesta puso cara de preocupación al ver mi vestido.

—Buenas noches, ¿me enseña la invitación?

—No he venido por la fiesta. Estoy citada con el señor Ayers en persona.

Advertí la duda en su cara; pero como le pagaban por sonreír, me dedicó lo que podía comprarse por el salario mínimo.

—Llame al timbre de la puerta principal. Le atenderá una de las doncellas.

El edificio estaba rodeado por una estrecha franja ajardinada, envidiable a juzgar por los parámetros que rigen en San Francisco, donde las casas suelen construirse pegando pared con pared. Habían plantado un alto seto inmediatamente detrás de la cerca de hierro labrado con objeto de aumentar la sensación de intimidad. Avancé por el sendero de ladrillo. La hierba de ambos lados era de un verde tierno y había sido cortada hacía poco. La casa consistía en tres plantas de un ladrillo rojo que el tiempo había vuelto del color de las sandías maduras. Todas las ventanas de vidrios emplomados estaban enmarcadas en piedra gris. El tejado, a cuatro aguas, era de pizarra gris y toda la fachada principal estaba bañada por luces indirectas. De la parte trasera llegaban las voces de los numerosos invitados, amplificadas a causa del alcohol y por encima de las notas de un conjunto de tres músicos. De vez en cuando, una carcajada salía disparada igual que un cohete y estallaba con sonido blando en la silenciosa oscuridad de las calles adyacentes.

Llamé al timbre, tal como me habían dicho. Una doncella de uniforme negro abrió la puerta y se hizo atrás para que pasara. Le dije mi nombre y que el señor Ayers me esperaba. No puso cara rara al verme y por lo visto el vestido negro multiuso le pareció muy bien, gracias. Asintió con la cabeza y se alejó, dejándome sola el tiempo suficiente para percatarme de cuanto me rodeaba. El vestíbulo era circular y una escalinata de mármol negro, situada a la derecha, subía trazando una curva. El techo estaba a dos plantas de altura y de él colgaba una araña que derramaba una cabellera de prismas dorados y destellantes. Un terremoto la desprendería cualquier día y la doncella quedaría más aplastada que un coyote de dibujos animados.

Al poco apareció otro hombre vestido con esmoquin que me condujo hacia la parte trasera de la casa. Los suelos eran de losas de mármol blancas y negras, ordenadas como un damero. Los techos de las habitaciones que dejábamos atrás se alzaban a casi cuatro metros de altura y estaban bordeados por festones de escayola y extraños diablillos que nos observaban. Las paredes del pasillo estaban cubiertas de seda burdeos y acolchadas para amortiguar los ruidos. Lo miraba todo con tanta atención que estuve a punto de comerme una puerta. El mayordomo siguió andando discretamente y sin hacerme el menor caso cuando lancé el grito de sorpresa.

Me introdujo en la biblioteca y al marcharse juntó las puertas de corredera. Una gigantesca alfombra oriental cubría el suelo de taracea con un amable dibujo malva. Un pesado y antiguo escritorio de caoba, teca e incrustaciones de bronce desequilibraba la habitación hacia la izquierda. Los muebles —un sofá gigantesco y tres sillones de brazos y de construcción sólida— estaban tapizados en cuero granate. Era una estancia funcional que se utilizaba de continuo, no una elegante acumulación de objetos para impresionar. Vi archivadores, un ordenador personal, un fax, una fotocopiadora y un teléfono de cuatro líneas. Los estantes de caoba que cubrían tres paredes estaban llenos de libros y un sector estaba dedicado a guiones de cine en cuyo lomo podía verse el título escrito en mayúsculas.

En la cuarta pared había ventanales con parteluz que daban al vallado terreno de atrás, donde la fiesta estaba en plena marcha. Había subido el nivel sonoro, pero el ruido quedaba amortiguado por los vidrios. Me acerqué a las ventanas y contemplé al gentío. Una parte del gigantesco jardín había sido cubierto para la ocasión como si fuera una tienda de campaña, y la lona roja transparentaba el resplandor de las velas que ardían dentro. En lo alto y a lo largo del perímetro se habían puesto estufas de gas propano para caldear el helado aire nocturno. De todos los árboles jóvenes colgaban ristras de bombillas pequeñas. Todas las ramas estaban moteadas de puntos de luz. Sobre las mesas había manteles de raso rojo. En los floreros del centro destacaban rosas y claveles de color bermejo. Los asientos de las sillas plegables eran redecillas rojas. Los del catering no habían acabado de preparar la cena fría de medianoche: morcillas de sangre frita, sin lugar a dudas.

Las invitaciones, era evidente, habían concretado la indumentaria exigida. Los hombres llevaban esmoquin negro y todas las mujeres iban de largo, alternando el color rojo y el negro. Las mujeres eran delgadas y tenían un pelo que era puro adorno, teñido con ese extraño rubio californiano que fascina a las cincuentonas. Todas tenían el cutis impecable, aunque por arte de cirugía parecían tener la misma edad. Sospeché que lo que allí había no era precisamente la crema de la sociedad de San Francisco. Más bien era la rica nata que había llegado tan cerca del gollete de la botella como el dinero y las ambiciones personales permitían en el curso de una sola generación. La intuición me decía que mientras bebían con el ojo puesto en las mesas del bufé ponían de vuelta y media a los anfitriones.

—Si tiene hambre, puedo ordenar que le traigan algo de comer.

—No, gracias —dije automáticamente mientras me volvía. La verdad es que tenía un hambre de lobo, pero me habría sentido en desventaja atracándome en presencia de aquel hombre—. Kinsey Millhone —dije, tendiéndole la mano—. Gracias por recibirme esta noche.

—Joseph Ayers —dijo. Seguramente estaba a punto de cumplir los cincuenta y tenía el aire preocupado del ginecólogo que va a dar malas noticias. Llevaba gafas de cristales grandes y montura maciza de carey. Tendía a mantener la cabeza gacha, con los ojos sombríamente alzados. El apretón de manos que me dio fue firme y su piel era tan fina que parecía llevar puestos guantes quirúrgicos. Tenía la frente surcada de arrugas y la cara alargada, efecto que contribuían a acentuar los pliegues que le rodeaban la boca y le recorrían las mejillas. El pelo negro empezaba a ralearle en la coronilla, pero era innegable que antaño había sido muy apuesto. Vestía el esmoquin de rigor. Si aún estaba cansado a causa de las muchas horas de avión, no se le notaba. Me hizo una seña para que me acomodara en uno de los sillones de cuero y tomé asiento. Hizo lo propio al otro lado de la mesa, se llevó el índice a los labios y lo agitó con aire meditabundo mientras me observaba—. He de admitir que es usted fotogénica. Tiene una cara interesante.

—No se lo tome a mal, señor Ayers, pero he visto una película suya. Las caras son lo de menos.

Esbozó una sonrisa.

—No cante victoria. Hubo una época en que el público quería mujeres voluptuosas y macizas, al estilo de Marilyn Monroe; prietas de carnes hasta un punto casi grotesco. Hoy queremos algo un poco más realista. Y no es que quiera convencerla de nada.

—Me quita un peso de encima —dije.

—De joven estudié en la Escuela de Cinematografía —dijo como si le estuviese obligando a darme explicaciones—. Igual que George Lucas y Oliver Stone. No es que quiera compararme con ellos. Soy un académico convencido. Es lo que siempre he querido subrayar.

—¿Han visto lo que hace usted?

Hizo un rápido movimiento de cabeza en dirección a la ventana.

—Siempre he dicho que estaba dentro de la industria, cosa que es verdad o por lo menos lo era. Hace un año vendí la compañía a una multinacional. Por eso he estado en Europa estas semanas, atando cabos sueltos.

—Debió de irle muy bien.

—Mejor que a los productores normales de Hollywood. Necesitaba poco dinero y nunca tuve que aguantar ni a dirigentes sindicales ni a jefes de estudios. Si quería hacer una película, la hacía y punto, así de fácil —dijo chascando los dedos a modo de ilustración—. Cada película que he hecho ha sido un éxito inmediato y eso es más de lo que la mayoría de productores hollywoodenses puede decir.

—¿Qué hay de Lorna? ¿Cómo la conoció?

—Me encontraba en Santa Teresa hace cosa de dos años durante el fin de semana en que se celebraba el Día de los Caídos. La vi en el bar de un hotel y le pregunté si le interesaba la interpretación cinematográfica. Se echó a reír en mis barbas. Le di mi tarjeta y un par de vídeos. Unos meses más tarde me llamó para decirme que estaba interesada. Hice los preparativos para el rodaje. Vino a San Francisco, trabajó en el plato sesenta horas y le pagué por ello dos mil quinientos dólares. Eso es todo.

—Sigue intrigándome que la película no se distribuyera al final.

—Digamos que no me convenció el acabado del producto. Parecía una película barata y el movimiento de cámara era un desastre. La compañía que me compró la productora terminó por aceptarme la filmoteca entera, pero esa cinta en concreto no se incluyó en el trato.

—¿Sabía que Lorna era puta de tapadillo?

—No, pero no me sorprende. ¿Sabe cómo llaman a esas personas? Obreras del sexo. Una obrera del sexo puede hacer cualquier cosa: masajes, bailes exóticos, prostitución telefónica, vídeos lesbianos, revistas de pomo duro. Vienen a ser las vendimiadoras del ramo. Van a donde hay trabajo, a veces de ciudad en ciudad. No digo que ella se dedicara a esto. Me limito a darle una imagen general del asunto.

Lo miré con fijeza, pasmada del talante práctico con que me contaba aquello.

—¿Y usted? ¿Qué relación tenía con ella?

—Me encontraba en Londres cuando la mataron. Me fui el veinte.

Pasé por alto la inconsecuencia, aunque me llamó la atención. Al hablar por teléfono había dado a entender que no sabía la fecha exacta de la muerte de la joven. Puede que para recibirme se hubiese sometido a una auditoría interna. Abrió un cajón y sacó un papel.

—He consultado la nómina de la película en que trabajó Lorna. Aquí figuran el nombre y la dirección de dos miembros del equipo técnico con quienes he estado en contacto desde entonces. No le garantizo que sigan en San Francisco, pero por algún sitio hay que empezar.

Cogí el papel, lo miré y reconocí los nombres por la lista que había elaborado anteriormente. Los dos teléfonos de San Francisco se habían dado de baja.

—Le agradezco el favor —dije. «Aunque no me sirve de nada», añadí mentalmente.

Se puso en pie.

—Ahora, si me disculpa, tengo que hacer acto de presencia antes de irme a dormir. ¿Seguro que no le apetece tomar una copa?

—No, gracias. Tengo mucho que hacer y voy a estar poco tiempo en la ciudad.

—La acompañaré a la puerta —dijo con educación.

Fui tras él por la escalinata de mármol blanco, por el vestíbulo y por una amplia habitación vacía de techo abovedado y suelo de madera noble clara y encerada. En un extremo había un pequeño escenario teatral.

—Ahora que ha vendido la productora, ¿a qué se dedica?

—Esto es el salón de baile —dijo al percibir curiosidad en mi cara—. Mi mujer tuvo que restaurarlo. Organiza bailes de caridad para combatir enfermedades que sólo padecen los ricos. Volviendo a su pregunta, no voy a dedicarme a nada.

—Suerte que tiene.

—No es suerte. Ha sido mi meta desde el comienzo. Soy de los que se rigen por objetivos fijos. Debería hacer usted otro tanto.

—Totalmente —dije.

Ya en el vestíbulo, nos dimos la mano. Cerró la puerta antes de que yo llegara al sendero del jardín. Recogí el coche y di al mozo un dólar de propina. Por la cara que puso, todo el mundo debía de darle cinco.

Consulté el plano. El número de Haight Street donde vivía Russell Turpin no quedaba lejos. Me dirigí al sur por Masonic Avenue y crucé el Golden Gate Park por el Panhandle. Haight se encontraba a dos manzanas de allí y la dirección que buscaba a cuatro manzanas nada más.

Las aceras estaban atestadas de peatones. Aún se veían restos de la pasada celebridad de Haight-Ashbury: mercadillos de ropa usada y librerías de viejo, restaurantes rústicos, una clínica con escaparates. Por la calle, muy iluminada, todavía había mucho tráfico. Los viandantes iban acicalados como los hippies de antaño y aún llevaban pantalón acampanado, aros en la nariz, melena rizada, tejanos rotos, cuero, pinturas faciales, pendientes por todas partes, mochila y botas hasta la rodilla. De los bares salía música a todo volumen. Los chavales haraganeaban delante de las puertas con cara de colocados, aunque tal vez con drogas más exóticas que la hierba y los barbitúricos.

Di la vuelta y tracé un círculo de ocho manzanas —dos abajo, dos transversales, dos arriba, dos atrás— para encontrar un sitio donde dejar el coche. La ciudad de San Francisco parece estar mal pertrechada para alojar a todos los vehículos que circulan por el municipio. A la hora de aparcar, los coches se apretujan contra cada metro de bordillo disponible en línea recta, se ponen de costado en las laderas montañosas, en batería en las aceras y se empotran en los edificios. Los parachoques delanteros están prácticamente pegados a las bocas de incendios mientras los traseros se meten en las zonas señalizadas en rojo. Encontrar sitio en un garaje es como si tocara la lotería y todos los caminos de acceso a las casas particulares están poblados de rótulos que prohíben el paso a los intrusos.

Cuando encontré sitio para aparcar era casi la una de la madrugada. Giré para entrar en Baker Street y me lancé sobre un hueco en el momento en que lo abandonaba otro vehículo. Revolví el fondo del bolso hasta que di con la linterna de bolsillo. Cerré el coche y subí por la ladera la media manzana que faltaba hasta Haight. Todos los edificios eran de cuatro o cinco plantas, macizos, de colores apastelados. Algún que otro arbolillo ponía un gracioso toque verde. Aún había luz en muchos ventanales. Desde la calle veía, en una menguante serie de ángulos agudos, campanas de chimenea, audaces cuadros abstractos, paredes blancas, estanterías con libros, plantas colgantes y aleros.

La dirección que buscaba resultó que era un «cuádruplex» de sucias tejas marrones, muy «moderno», encajonado entre dos edificios Victorianos de madera. La farola estaba fundida y tuve que adivinar que uno era de color rojo apagado y el otro de color añil azulenco con (quizás) una mano de blanco en marcos y molduras. En la oscuridad, ambos parecían pintados con matices del gris sucio. En cierta ocasión hablé con un pintor que trabajaba en unos estudios de cine. Decía que para una película en blanco y negro se empleaba pintura marrón de once matices distintos. Lo que me rodeaba tenía el mismo aspecto, un paisaje huero de color, reducido a las tonalidades castañas y marrón chocolate. Las gradaciones eran infinitas, pero sólo visibles para los espíritus noctámbulos.

Al parecer, Turpin vivía en un piso de la primera planta y respiré de alivio al ver que en el cartoncito escrito a mano que había junto al timbre figuraban el apellido «Russell» y el nombre de su compañera de piso, una tal Cherie Stanislaus. Pegué la nariz a la puerta de cristales y vi un vestíbulo adornado con un bonito papel de pared y una puerta a cada lado. Al fondo había una escalera que torcía a la izquierda y se perdía de vista, girando seguramente sobre su eje para dar a un vestíbulo idéntico. Retrocedí hasta la calzada y miré las ventanas del primer piso. Había luz en las habitaciones que daban a la fachada, lo que indicaba que los moradores aún estaban despiertos.

Al ascender por los peldaños de la puerta oí un taconeo femenino a mi espalda. Me detuve y miré hacia atrás. La rubia que subía los peldaños llevaba un maquillaje tan blanco que parecía del más allá. Se había retocado los ojos a conciencia, maquillándose los párpados con dos tonalidades de sombra de ojos y bordeándolos con lápiz negro, aparte de las pestañas postizas. Era de frente alta y llevaba el pelo cardado en la parte superior del cráneo y sujeto atrás con un llamativo pasador de concha; el resto lo llevaba largo, liso, normal y dividido a la altura del hombro, de suerte que una parte le colgaba por la espalda; sobre los pechos le caía una masa de rizos. Los pendientes tenían forma de grandes signos de interrogación. Vestía una camiseta ceñida de color oscuro y una sinuosa falda negra con un corte lateral. Era estrecha de caderas y lisa de estómago. Sacó un llavero y me dirigió una mirada larga y fría mientras abría la puerta de la calle.

—¿Buscas a alguien?

—A Russell Turpin.

—Pues has venido al lugar indicado. —Sonrió con contención, sin hostilidad, pero tampoco cálidamente—. Ahora no está, pero si quieres esperarle, puedes subir. Es mi compañero de piso.

—Gracias. ¿Eres Cherie?

—La misma. ¿Y tú?

—Kinsey Millhone —dije—. Dejé un mensaje en vuestro contestador…

—Lo recuerdo. Eres amiga de Lorna —dijo. Empujó la puerta y entré tras ella. Se detuvo para cerciorarse de que la puerta se cerraba y reanudó la marcha hacia las escaleras. La seguí. Tras haber mentido por teléfono, tenía que decidir si jugar limpio en lo sucesivo.

—La verdad es que no conocía a Lorna personalmente —dije—. Soy detective e investigo su muerte. ¿Sabíais que la mataron?

—Y tanto que sí. Me alegro de que lo menciones. A Russell no le entusiasmaba la idea de comunicar la mala noticia. —Llevaba medias de malla negra y los tacones, bisturíes de siete centímetros, le formaban altorrelieves en las pantorrillas. Cuando llegamos al descansillo de la primera planta, abrió la puerta del piso «C». Se quitó los zapatos con mueca de alivio y anduvo por la sala de estar calzada sólo con las medias. Pensé que iba a encender alguna lámpara de mesa, pero por lo visto se conformaba con la oscuridad—. Ponte cómoda.

—¿Sabes cuándo volverá?

—Supongo que en cualquier momento. No le gusta estar fuera a estas horas. —Encendió la luz de la cocina, que podía entreverse a través de los postigos que descansaban en el mármol. Abrió los postigos. Por la ventanilla vi que sacaba dos bandejas de cubitos de hielo, que desgajó y puso en un cubo de material plástico—. Voy a prepararme un trago. Si quieres otro, dilo. Me fastidia hacer de anfitriona, pero por una ronda no hay inconveniente. Tengo abierta una botella de Chardonnay, por si te apetece. Tienes pinta de darle al vino blanco.

—Sí, gracias. ¿Necesitas ayuda?

—¿Y quién no? —apostilló—. ¿Trabajas en la ciudad?

—Soy de Santa Teresa.

Ladeó la cabeza y me observó por la ventanilla.

—¿Por qué has venido desde allí para ver a Russell? Espero que no sea un sospechoso.

—¿Eres su novia? —Me dije que ya era hora de hacer yo las preguntas.

—Yo no lo diría de ese modo. Nos gustamos, pero no somos exactamente una pareja. Russell prefiere dárselas de pajarito libre y sin compromiso. Es de esos.

Echó varios cubitos de hielo en un vaso largo y lo llenó hasta la mitad de whisky escocés. Le añadió agua carbónica con un sifón de verdad, de esos que se ven en las películas antiguas. Probó un sorbo, sufrió un leve escalofrío, lo dejó a un lado y cogió una copa de la alacena. La miró a contraluz y llegó a la conclusión de que no estaba totalmente limpia. La enjuagó y la secó. Sacó la botella de Chardonnay del frigorífico, me llenó la copa, metió la botella en una nevera portátil y la dejó en el mármol. Me acerqué a la ventanilla y cogí la copa que me tendía.

—No sé si lo sabes, pero Russell lo tiene fatal —dijo.

—No me digas. No lo conozco.

—Te lo digo yo. ¿Quieres saber por qué? Porque la tiene como un semental.

—Ah —dije. Lo podía garantizar porque lo había visto en acción.

Sonrió.

—Me gusta ese «ah». Es diplomático. Vamos a mi habitación y hablaremos mientras me cambio. Si no me quito la faja, se me van a salir las tripas por la boca.