9

A las nueve de la mañana me despejé lo imprescindible para llamar a Ida Ruth y decirle, por si me buscaba alguien, que no tardaría en llegar a la oficina. Mientras apartaba las mantas, miré por la claraboya de material plástico que queda encima de la cama. Sol, cielo despejado, unos dieciocho grados centígrados en la calle. Al diablo con las prisas. Me concedí otros diez minutos de descanso. Volví a abrir los ojos a la una menos veinticinco y tan resacosa como si la noche anterior hubiera bebido hasta quedar inconsciente. Lo malo del sueño es que, al margen de las horas que le echemos, el cuerpo no nos perdona la situación cronológica de las mismas. Dormir entre las cuatro de la madrugada y las once de la mañana no es lo mismo que dormir durante la misma cantidad de tiempo entre las once de la noche y las seis de la mañana. Había invertido siete horas en el proceso, pero mis habituales ritmos metabólicos estaban decididamente desorientados y necesitaban otro pequeño margen de tiempo para adaptarse.

Volví a llamar a Ida Ruth y respiré con alivio al averiguar que se había ido a comer. Le dejé un mensaje en el contestador, diciéndole que me había retrasado por culpa de un cliente. Que nadie me pregunte por qué miento a una mujer que ni siquiera me rellena los cheques que me extienden. A veces miento sólo por mantenerme en forma. Salí de la cama, me dirigí al cuarto de baño y me cepillé los dientes. Me sentía como si me hubieran anestesiado y estaba convencida de que no podría ni mover las extremidades. Me apoyé en la pared de la ducha con la esperanza de que la hidroterapia me enderezase los circuitos desviados. Ya vestida, me di cuenta de que iba a desayunar a la una de la tarde y me pregunté si alguna vez volvería a ser normal. Me serví una taza de café e ingerí sus alcaloides mientras llamaba a San Francisco.

No conseguí gran cosa. En vez de Joseph Ayers, se puso un contestador que a lo mejor no era el suyo y que formuló uno de esos avisos perfectamente calibrados que no dicen el número ni el nombre del abonado al que pertenecen. Era una voz mecánica y masculina que dijo: «En este momento no puedo ponerme, pero si deja un mensaje con su nombre y su número, me pondré en contacto con usted».

Dejé mi nombre y el teléfono de la oficina, y a continuación llamé a los dos R. Turpin. El contestador de uno respondió con voz femenina, el del otro con voz masculina. Dije a ambos Turpin con talante juguetón: «No sé si eres el Turpin indicado. Busco a Russell. Soy amiga de Lorna Kepler. Me dijo que te llamara si alguna vez pasaba por San Francisco y como voy a estar allí un par de días, quiero aprovechar la ocasión. Llámame cuando puedas. Me gustaría conocerte. Lorna me habló muy bien de ti. Gracias». Llamé a información de San Francisco y pregunté por otros miembros del equipo técnico hasta que agoté la lista. Casi todos se habían dado de baja.

Ya que estaba en casa, abrí el cajón de la mesa, saqué un paquete nuevo de fichas de cartulina y transcribí la información sobre el caso que había obtenido hasta la fecha; en total, unas cuatro fichas. En los últimos años me he acostumbrado a utilizar estas fichas para apuntar los datos que averiguo en el curso de una investigación dada. Clavo las fichas en el tablón de anuncios que hay encima de la mesa y en los momentos de ocio ordeno y reordeno los datos al azar. En determinado punto me doy cuenta de que un detalle, contemplado fuera de contexto, adquiere un significado distinto. Al igual que en un rompecabezas, parece que la forma de la realidad varía según la circunstancia. Lo que parece extraño o insólito puede volverse totalmente lógico cuando se sitúa en el lugar indicado. Por ello mismo, lo que parece insignificante puede revelar de súbito un valioso secreto cuando se contempla sobre un fondo diferente. Confieso que el sistema casi nunca me sirve para nada, aunque siempre aparecen resultados que, por mucho que tarden, justifican mi apego al procedimiento. Además, es relajante, contribuye a organizarme y me proporciona una imagen general del caso.

Clavé la foto de Lorna al lado de las fichas. La joven me miró fijamente con sus ojos serenos de color avellana y con aquella enigmática sonrisa. El pelo oscuro le enmarcaba la cara. Delgada y elegante, estaba apoyada contra la pared con las manos en los bolsillos. La observé como si pudiera revelarme lo que había aprendido en los últimos minutos de vida. Me devolvió la mirada con el silencio de los gatos. Me dije que había llegado el momento de hacer indagaciones sobre la personalidad diurna de Lorna.

Tomé la asfaltada carretera de dos carriles y corrí entre los ondulantes campos de hierba seca, oro sobre verde. De tarde en tarde aparecían arboledas de robles virginianos. El cielo estaba cubierto por una extraña mezcla de carbón y vapores de azufre. La masa de las montañas del fondo era de un azul sucio y desde donde estaba se distinguían los riscos de piedra caliza. Este sector del Condado de Santa Teresa es básicamente desértico y más apto para dar carrascas y cardos que mieses. Los primeros colonos habían plantado toda clase de árboles. El antiguo páramo se ha enriquecido y civilizado en nuestros días, pero los terrenos de cultivo reciente conservan todavía el aura de la inclemencia solar. Elimínense las acequias, las bocas de riego cronometrado y los aspersores, y la tierra recuperará su estado natural y se cubrirá de grietas y de maleza que en las temporadas de sequía serán pasto de las llamas. Si las últimas predicciones eran acertadas, estábamos entrando en otra época de sequía, la flora se volvería combustible y los incendios poblarían la tierra.

A la izquierda y en lo alto estaba la Planta Depuradora de Aguas de Santa Teresa, que se construyó en los años sesenta; tejado de tejas rojas, tres arcos blancos de superficie estucada y unos cuantos árboles pequeños. Al otro lado del bajo edificio podía verse el laberinto de barandillas metálicas que coronaba los depósitos de hormigón. A mi derecha había un rótulo que señalaba la presencia del pantano Largo, aunque desde la carretera no se veía el agua.

Me detuve ante la fachada, subí los escalones de hormigón y crucé las puertas dobles de vidrio. Información estaba a la izquierda de la puerta, que daba a una amplia sala que por lo visto servía también de aula. La empleada que estaba tras la mesa de información debía de ser la sustituta de Lorna. La placa de bronce que había en la mesa decía que se llamaba Melinda Ortíz.

Le di mi tarjeta a modo de presentación.

—Quisiera hablar con el encargado de la planta.

—Veo su vehículo detrás de usted. Acaba de llegar.

Me volví y vi llegar por el camino de acceso una furgoneta de la administración territorial. Roger Bonney bajó de la misma y echó a andar hacia nosotras con el aire preocupado de quien va a asistir a una reunión profesional y piensa ya en los asuntos que le aguardan.

—¿Y sobre qué quiere usted hablar con él…?

Me volví.

—Lorna Kepler.

—Ah, ya. Fue espantoso.

—¿La conocía?

Negó con la cabeza.

—He oído hablar de ella, pero no la conocía personalmente. Sólo hace dos meses que estoy aquí. Trabajaba en lo mismo que yo antes que la mujer a quien sustituí. Creo que entre las dos hubo otra empleada. El señor Bonney probó a varias después de ella.

—¿Trabaja usted a tiempo parcial?

—Por las tardes. Como mis hijos son pequeños, me viene muy bien. Mi marido trabaja de noche y se ocupa de ellos mientras estoy aquí.

Bonney llegó a nuestro lado con un sobre comercial marrón en la mano. Tenía la cara ancha y muy bronceada, y un pelo rizado y revuelto que seguramente se le había vuelto gris a los veinticinco años. El conjunto de arrugas que le adornaba la cara resultaba atractivo. Tenía que haber sido muy guapo de joven, el típico hombre cuyo aspecto me pone de mal humor y me descontrola. Mi segundo marido también era guapo, aunque la relación acabó de un modo decepcionante… desde mi punto de vista, por lo menos. Al parecer, Daniel pensaba que todo iba estupendamente, gracias. Yo tendía últimamente a distanciarme de ciertos prototipos masculinos. Me gustan las caras señaladas por los dulcificantes procesos de la madurez. Unas cuantas arrugas y bolsas tranquilizan hasta cierto punto. Bonney me vio y se detuvo educadamente junto a la mesa de Melinda para no interrumpirnos. La empleada le enseñó mi tarjeta.

—Quiere hablar con usted. Sobre Lorna Kepler.

El hombre me miró a los ojos. No esperaba que los suyos fueran castaños. Entre las canas y la claridad de la piel me los había imaginado azules.

—Podemos hablar en otro momento si ahora no le va bien —dije.

Consultó el reloj.

—Dentro de un cuarto de hora tengo la inspección anual del departamento regional de salud pública, pero puede usted venir conmigo mientras recorro la planta. Será breve. Quisiera comprobar que todo está en orden antes de que comiencen a llegar.

—Magnífico.

Lo seguí por un corto pasillo que había a la izquierda y lo esperé mientras entraba en su despacho y dejaba el sobre en la mesa. Llevaba una camisa de vestir de color azul celeste, con el cuello desabrochado y el nudo de la corbata aflojado, tejanos azules lavados a la piedra y pesadas botas de faena. Con un casco, un cuaderno en la mano y en una obra, habría pasado por un aparejador o un ingeniero. Medía casi un metro ochenta y tenía el concentrado aspecto de los cincuentones. No estaba gordo, aunque era ancho de espaldas y de pecho macizo. Deduje que conservaba la línea practicando deportes movidos, seguramente tenis y golf, con algo de frontón de vez en cuando. Carecía del aspecto nervudo de los corredores de fondo y me dio la impresión de que para mantenerse en forma prefería los deportes de competición. Me lo imaginé jugando al rugby durante los últimos años de bachillerato y con las articulaciones gastadas una década más tarde.

Fui tras él al reanudar la marcha.

—Gracias por haberme atendido sin previo aviso.

—No hay de qué —dijo—. ¿Ha visitado alguna vez la planta?

—Ni siquiera sabía que existiera.

—Nos gusta educar al usuario.

—Por si suben los recibos, supongo.

Sonrió con cordialidad, abrimos una puerta maciza y la cruzamos.

—¿Le interesa nuestra propaganda o no?

—Claro que sí.

—Estaba seguro —dijo—. El agua del pantano que hay al otro lado de la carretera se filtra por la estructura de succión y pasa por debajo de la zona donde está la señorita Ortiz. Se habría dado cuenta si hubiera sabido lo que tenía que escuchar. Redes y cedazos impiden que se filtren las materias indeseables. El agua pasa por aquí. El canal principal pasa por debajo de este sector del edificio. Vamos a cerrar unos días, mientras se lleva a cabo una inspección de mantenimiento.

En la zona por la que pasamos, una serie de contadores jalonaba el avance del agua, que entraba en el recinto con un rumor apagado. Los suelos eran de hormigón y las cañerías, que formaban una tupida red a lo largo del muro, estaban pintadas de rosa, verde oscuro, marrón y azul, con flechas que señalaban cuatro direcciones. Una losa había sido retirada del suelo y Bonney señaló hacia abajo sin decir nada. Miré por el agujero. A cosa de metro y medio vi un agua negra que avanzaba por el canal a velocidad arrolladora. Los pelos del brazo se me pusieron de punta. No había forma de calcular la profundidad ni qué podía haber desplazándose en el fondo. Me aparté del agujero, imaginando que salía de pronto un largo tentáculo dotado de ventosas, me cogía el pie y me arrastraba. Soy la persona más sugestionable del mundo. A nuestras espaldas se cerró una puerta con un estruendo metálico y hueco, y tuve que reprimir un alarido. Bonney no pareció darse cuenta.

—¿Cuándo habló por última vez con Lorna? —pregunté.

—El viernes veinte de abril por la mañana —dijo—. Lo recuerdo porque aquella semana teníamos un torneo de golf y estaba impaciente por salir pronto del trabajo para dirigirme al campo de prácticas. Lorna tenía que presentarse a la una, pero llamó para decir que sufría una crisis alérgica aguda. Lo cierto es que quería salir de la ciudad para no respirar el polen y le dije que se tomase el día libre. Era absurdo obligarla a venir si se encontraba mal. Según la policía, murió al día siguiente.

—Pero habría tenido que volver al trabajo el siete de mayo, ¿no?

—Tendría que comprobar la fecha. Habrían sido dos semanas a contar desde el lunes; la encontraron por entonces. —Volvió a adoptar la actitud de guía turístico y se puso a hablar de costes de construcción mientras entrábamos en la siguiente sección de la planta. El rumor apagado del agua que corría y el olor del cloro creaban en el organismo una tensa hipersensibilidad. Todo estaba lleno de válvulas impulsoras y de tanques presurizados a punto de explotar. Como si bastara un corrimiento de la falla de San Andrés para que toda la planta se viniera abajo, lanzando al exterior miles de millones de hectolitros de agua y escombros que en cuestión de segundos se nos llevarían por delante a los dos. Me puse más cerca del hombre, fingiendo un interés que no sentía en el fondo. Cuando volví a prestarle atención, decía—: El agua se desinfecta previamente con cloro para eliminar los organismos patógenos. Luego echamos coagulantes para concentrar las partículas en suspensión y solemos añadir polímeros para acelerar la formación de grumos insolubles que se eliminarán luego. Detrás tenemos un laboratorio para controlar la calidad del agua.

Pues la habíamos hecho buena. En lo sucesivo tendría que vigilar a los organismos patógenos que se paseaban alegremente por el laboratorio. Beber agua había sido hasta entonces un acto muy sencillo. Coges un vaso, abres el grifo, lo llenas hasta el borde y engulles el líquido hasta que te sale el eructo. Nunca se me había ocurrido pensar en grumos insolubles ni en coagulantes. Puaf.

Mientras me explicaba las operaciones de la planta, cosa que sin duda había hecho ya cientos de veces, me di cuenta de que revisaba cada centímetro de las instalaciones con objeto de prepararse para la inminente inspección. Bajamos por un corto tramo de peldaños de hormigón y salimos al exterior por una puerta. El día se me antojó raramente luminoso después de haber estado sometida a las luces artificiales del interior y el aire húmedo olía a productos químicos. Largas pasarelas intercomunicaban los grupos de depósitos abiertos y rodeados de barandillas metálicas; el agua estaba allí tan tranquila como una balsa de aceite, reflejando el cielo gris y la parte inferior de las rejas de hormigón.

—Estos son los depósitos de coagulación y concentración de partículas. El agua se mantiene en circulación constante para formar un grumo denso y grande que se eliminará después en los depósitos de sedimentación.

Yo apostillaba sus comentarios con un «Ya», un «Mmm» y comodines por el estilo. Siguió hablando como si todo el mundo estuviera al tanto del proceso general. Pero yo no dejaba de mirar (esforzándome porque no se me notase el asco) el agua de los canales abiertos, en cuya superficie flotaba un líquido de aspecto viscoso, coronado de burbujas y espeso como la tinta. Aquel cieno era negro como el zumo de regaliz y parecía estar hecho de neumáticos fundidos y a punto de entrar en ebullición. Imaginé morbosamente que me caía en las alquitranadas profundidades y me pregunté si saldría a la superficie chorreando jirones de carne a causa de los productos químicos que allí podría haber. Steven Spielberg se lo habría pasado divinamente con aquellas sustancias.

—¿No es usted policía? —preguntó. Hasta el momento no se había detenido ni una sola vez.

—Lo fui hace mucho. Por cuestiones de carácter, me sienta mejor el trabajo privado.

Tenía que corretear detrás de él como una niña que durante un paseo por el campo se queda rezagada del resto de la clase. Adjunto a la parte trasera de la planta había un estanque ancho y de poca profundidad, lleno de negro sedimento agrietado, que parecía un pozo de mierda sólida en trance de licuación. Dentro de miles de años, los arqueólogos desenterrarían el estanque e imaginarían que había sido una especie de pila para sacrificios rituales.

—¿Está autorizada a revelar para quién trabaja? —preguntó—. ¿O es información secreta?

—Para los padres de Lorna —dije—. Hay veces que prefiero no dar esa información, pero el presente caso es público, como si dijéramos. No es ningún secreto. Anoche tuve esta misma charla con Serena.

—¿Mi futura ex? Bueno, es un punto de partida interesante. ¿Por qué ella? ¿Porque encontró el cadáver?

—Exacto. Yo no podía dormir. Sabía que Serena tenía el turno de noche en el St. Terry y se me ocurrió hablar con ella primero. Si me hubiera pasado por la cabeza la posibilidad de que también usted estaba levantado, habría llamado igualmente a su puerta.

—Es usted emprendedora —observó.

—Me pagan cincuenta dólares la hora. Es lógico que me ponga a trabajar a la primera oportunidad que me surja.

—¿Hasta dónde ha llegado?

—En este preciso momento me encuentro en la fase informativa y trato de obtener una impresión general sobre lo que estoy investigando. Tengo entendido que Lorna trabajó para usted durante…, ¿tres años?

—Aproximadamente. Al principio era un trabajo de jornada laboral completa, pero nos recortaron el presupuesto y decidimos apañarnos con veinte horas semanales. Hasta ahora ha funcionado, no es lo ideal, pero sí viable. Lorna estudiaba por libre en la universidad y podía compaginar el empleo a tiempo parcial con el horario de las clases.

Habíamos vuelto a entrar en la planta, aunque estábamos en un nivel subterráneo. Todo el subsuelo estaba lleno de tuberías gigantescas. Subimos por un largo tramo de escaleras y salimos a un pasillo muy iluminado cerca del despacho de Bonney. Me hizo pasar y me señaló una silla.

—¿Tiene tiempo?

—Hablaremos hasta cuando podamos y lo que no hablemos hoy, lo solucionaremos otro día. —Se adelantó para apretar un botón del teléfono interior—. Melinda, si cuando llegan los inspectores no estoy ahí, avíseme.

—Sí, señor —respondió una voz amortiguada.

—Perdone la interrupción. Prosigamos —dijo Bonney.

—No se preocupe. ¿Hacía Lorna bien su trabajo?

—Yo no tenía quejas. El trabajo en sí era poca cosa. En términos generales, era secretaria de recepción.

—¿Sabía algo sobre su vida privada?

—Sí y no. La verdad es que en una empresa como la nuestra, donde en cada turno hay menos de veinte empleados, el personal acaba conociéndose bastante. Las máquinas están en funcionamiento las veinticuatro horas del día durante los siete días de la semana, de modo que la planta es para mí como de la familia. Lorna era un poco distante y retraída. No es que fuese grosera o antipática, pero sí reservada. Durante el descanso estaba siempre con un libro en la mano. Se traía la comida y a veces se iba al coche a comer. No solía hablar de sí misma por iniciativa propia. Respondía cuando se le preguntaba, pero nada más.

—La gente dice que era misteriosa.

Hizo una mueca al oír el adjetivo.

—A mí no me lo parecía. Desde mi punto de vista, «misteriosa» evoca secretos e intenciones turbias. Era una persona amable, pero más bien solitaria. Creo que es más propio decir que era discreta.

—¿Y cómo describiría usted su relación con ella?

—¿Mi relación?

—Sí. Quisiera saber si la vio alguna vez fuera del trabajo.

Se echó a reír con cierta incomodidad.

—Si se refiere usted a lo que pienso, debo decirle que me siento halagado, pero Lorna nunca fue más que una empleada. Una joven atractiva, pero tenía…, ¿veinticuatro años?

—Veinticinco.

—Yo tengo el doble. Créame, a Lorna no le habría interesado un hombre de mi edad.

—¿Por qué no? Es usted atractivo e interesante.

—Le agradezco el cumplido, pero eso no significa mucho para una joven en la situación de Lorna. Seguramente quería casarse y fundar una familia, justo lo contrario de lo que me interesa a mí. Yo habría sido para ella una especie de coche antiguo con la carrocería algo cascada. Además, me gusta compartir inquietudes y tener conversaciones inteligentes con las mujeres con las que salgo. Lorna era lista, pero jamás había oído hablar de la ofensiva Tet y los únicos Kennedy que conocía eran Caroline y John-John.

—Contemplémoslo sólo como posibilidad —observé—. Ya abordé el asunto con Serena, al preguntarle si Lorna había tenido algo que ver con el divorcio de ustedes.

—Nada en absoluto. Con Serena, la vida matrimonial se quedó sin combustible. A veces pienso que podríamos haber sido más positivos cuando discutíamos. Los conflictos suelen avivar un tanto las relaciones, pero la nuestra era aburrimiento puro.

—Dice Serena que usted quería el divorcio.

—Sí, es verdad —dijo—, pero me he echado atrás para que todo se resuelva amistosamente. Es como si dijera a mi abogado: tal como están las cosas, me siento muy culpable, por lo tanto no las empeoremos. Quiero a Serena. Es una mujer incomparable y pienso lo mejor de ella. Pero no quiero vivir sin sentimientos. Esperaba que ella lo enfocase más o menos del mismo modo.

—Y así es —dije—, pero pensé que valía la pena investigar el contexto que enmarcó la muerte de Lorna.

—Entiendo. Como es natural, lo sentí mucho cuando me enteré de lo que le había sucedido. Era una joven sincera y despierta, y por lo que sé, se llevaba bien con todo el mundo. —Advertí que consultaba la hora con el pretexto de ajustarse la correa del reloj.

—Será mejor que me vaya —dije, removiéndome en la silla—. Se nota que está usted en otra parte.

—Ahora que lo dice, supongo que sí. Espero que no se lo tome usted como una grosería.

—En absoluto. Le agradezco el tiempo que me ha dedicado. Voy a estar dos días fuera de la ciudad y puede que le haga otra visita, si usted me lo permite.

—Desde luego que sí. A veces es difícil localizarme, pero no tiene usted más que hablar con Melinda. El sábado cerraremos para hacer reparaciones y el mantenimiento; si me necesita, aquí estaré.

—Lo tendré en cuenta. ¿Me avisará si se le ocurre algo de importancia?

—Naturalmente —dijo.

Me deshice de otra tarjeta de visita. Nos dimos la mano por encima de la mesa y me acompañó hasta la salida. Dos inspectores aguardaban junto al escritorio de Melinda. El hombre llevaba tejanos, camisa de vestir y zapatillas de lona. La inspectora vestía mucho mejor. Roger los saludó con cordialidad y al dirigirse con ellos hacia el pasillo se despidió de mí con la mano.

Volví a la oficina. Era primera hora de la tarde y los débiles rayos del sol trataban de abrirse paso por entre la capa de nubes. El cielo estaba blanco y la hierba era de un vivo matiz verde lima. Febrero se anuncia en Santa Teresa con una explosión de geranios rojos, buganvillas magenta y capuchinas anaranjadas. Estaba ya tan acostumbrada a moverme en la oscuridad que la luz me deslumbraba y los colores me parecían demasiado fuertes. La noche se me antojaba más dulce, como un líquido que lo envolviese todo, fresco y apaciguador. De noche, las sombras mezclaban todo el follaje, fundían y simplificaban lo que la luz diurna dividía contrastando los objetos y enfrentándolos entre sí.

Entré por la puerta de servicio, me instalé detrás de mi mesa y me puse a revolver papeles como guiada por un objetivo concreto. Estaba demasiado cansada para hablar con alguien y la falta de sueño me sentaba como una droga. Como si hubiera estado fumando porros durante los dos últimos días. Se me había escurrido toda la energía como serrín que se hubiera filtrado por un agujero en el zapato. Al mismo tiempo, el exceso de café me producía una especie de crepitación en el centro del cerebro, como si este fuese una antena que captase señales de radio procedentes del espacio exterior. Los venusianos lanzarían en cualquier momento advertencias tocantes a una invasión inminente y yo iba a estar demasiado descentrada para avisar a la policía. Apoyé la cabeza en la mesa y me quedé como un tronco.

El teléfono sonó a los sesenta y cinco minutos de haber comenzado la madre de todas las cabezadas y el timbrazo me traspasó igual que una motosierra. Di un salto como si me hubieran pinchado en el culo. Cogí el auricular y me identifiqué, esforzándome por articular las palabras como si estuviese bien despierta.

—¿Señorita Millhone? Soy Joe Ayers. En fin, usted dirá.

No recordaba quién rábanos era aquel individuo.

—Señor Ayers, le agradezco que me haya llamado —dije con voz entusiasta—. Espere un momento, por favor. —Tapé con la palma de la mano el auricular. Joe Ayers. Joseph Ayers. Aaah. El productor de la película pomo. Me puse el auricular en el otro oído para poder tomar notas mientras hablábamos—. Tengo entendido que produjo usted una película artística en la que aparecía Lorna Kepler.

—Exacto.

—¿Podría usted detallarme cómo llegó ella a tomar parte en la película?

—No acabo de entender la pregunta.

—Creo que yo tampoco. Mire, han enviado un vídeo a su madre y esta me ha pedido que averigüe lo que pueda. Vi que era usted el productor y…

—Señorita Millhone —dijo, interrumpiéndome—, me parece que es usted quien va a darme unas cuantas explicaciones. No tenemos nada que hablar. Lorna Kepler fue asesinada hace seis meses.

—Fue hace diez meses. Y estoy al tanto del asunto. Los padres esperan obtener más información. —Incluso a mí me pareció rimbombante lo que acababa de decir, pero su irritación resultaba irritante.

—Pues de mí no va a obtener usted nada —dijo—. Me gustaría ayudarla, pero mi relación con Lorna fue muy limitada. Siento no serle útil.

Consulté las notas aprisa, procurando hablar rápido para despertar su interés.

—¿Y los dos actores que intervinieron con ella en la película, Nancy Dobbs y Russell Turpin?

Lo oí removerse de fastidio.

—¿Qué pasa con ellos?

—Me gustaría hablar con ellos.

Silencio.

—Creo que a él sé cómo localizarlo —dijo al cabo de un rato.

—¿Tiene sus señas actuales y su teléfono?

—Debo de tenerlos en alguna parte. —Oí un rumor y supuse que pasaba las páginas de un cuaderno de direcciones. Me empotré el auricular en el cuello, entre el hombro y la mandíbula, y le quité la funda al bolígrafo.

—Aquí está —dijo.

Me recitó los datos y los apunté. La dirección de Haight Street coincidía con la que me había proporcionado el servicio de información de la compañía telefónica.

—Estupendo —dije—. Un millón de gracias. ¿Y la señorita Dobbs?

—Ahí no puedo ayudarla.

—¿Sería tan amable de decirme cuál es su agenda de actividades para las próximas cuarenta y ocho horas?

—¿Qué tienen que ver mis actividades con el asunto?

—Quiero conocerlo personalmente.

Percibí al otro lado del hilo el zumbido agudo que le producían las células cerebrales mientras procesaban la petición.

—La verdad es que no entiendo para qué. Apenas conocía a Lorna. Puede que coincidiera con ella cuatro días a lo sumo.

—¿Recuerda cuándo la vio por última vez?

—No. Sé que no la vi después del rodaje y de eso hizo un año en diciembre. Aquella fue la primera y única vez que trabajamos juntos. Como la película no se distribuyó al final, no tenía ningún motivo para reanudar el contacto.

—¿Por qué no se distribuyó?

—No creo que eso sea de su incumbencia.

—¿Qué pasa? ¿Es un secreto?

—No es ningún secreto, pero tampoco asunto suyo.

—Lástima. Esperaba que nos fuera usted de ayuda.

—Señorita Millhone, ni siquiera sé quién es usted. Me llama y deja un mensaje en el contestador con un teléfono cuyo prefijo no sé de dónde será. Usted podría ser cualquiera. ¿Por qué tendría que ayudarla?

—Es verdad. Tiene usted mucha razón. No me conoce en absoluto y no puedo obligarle a que me proporcione datos. Estoy en Santa Teresa, a una hora en avión de San Francisco. De usted no quiero nada en concreto, señor Ayers. Me limito a hacer lo que puedo para saber lo que le ocurrió a Lorna y agradecería cualquier información que me pusiera en antecedentes. No puedo obligarle a cooperar.

—No se trata de cooperar o no. Es que no tengo nada que decir. En serio.

—Lo entretendría menos de una hora.

Le oí suspirar mientras meditaba. Si hubiera colgado no me habría sorprendido. Por el contrario, siguió hablando, aunque con cautela.

—No se trata de entrar en el ramo, ¿verdad?

—¿El ramo? —Al principio pensé que se refería al ramo de la investigación privada.

—Porque si es usted una actriz de mierda, pierde el tiempo. No me interesa el tamaño de sus tetas.

—Le aseguro que no. Lo que hago es totalmente legal. Puede usted comprobar mis credenciales llamando a la Jefatura de Policía de Santa Teresa.

—No ha podido llamarme en peor momento. Acabo de volver de un viaje de seis semanas por Europa y mi mujer ha organizado para esta noche no sé qué celebración a la que estoy obligado a asistir. Ha gastado una fortuna y no conozco a la mitad de los invitados. Lo cierto es que estoy hecho polvo.

—¿Y mañana?

—Peor aún. Tengo que ocuparme de ciertos asuntos.

—¿Esta noche entonces? Podría estar ahí dentro de un par de horas.

No contestó en el acto, pero era palpable su contrariedad.

—Mierda. Está bien, caramba —dijo—. Si va a venir en serio, llámeme. Si estoy de humor, nos veremos. Si no, lo siento mucho. Es todo lo que puedo hacer y aun así es probable que me arrepienta.

—Estupendo. Acepto el trato. ¿Podré localizarlo en este mismo número?

Dio un suspiro, sin duda mientras contaba hasta diez. Estaba tan cabreado conmigo que casi éramos amigos.

—Estoy en mi casa. Ya que estamos en ello, apunte la dirección. Sospecho que puede resultar usted muy molesta si no se sale con la suya.

—Soy terrible —dije. Y apunté la dirección.

—Me voy a dormir —replicó. Oí el aldabonazo que produjo al colgar de golpe.

Llamé a Lupe, mi agente de viajes, y le dije que me hiciera una reserva en el primer vuelo. Por desgracia, estaba todo vendido hasta las nueve. Me puso en lista de espera y me dijo que me dirigiera al aeropuerto. Volví a casa y metí un par de cosas en un petate militar. En el último instante recordé que no había dicho a Ida Ruth dónde iba a estar. La llamé a su casa.

He aquí lo que me dijo cuando supo que iba a coger el avión de San Francisco:

—Espero que te pongas algo más presentable que unos tejanos y un jersey de cuello alto.

—Me ofendes, Ida Ruth. Se trata de un viaje de trabajo —dije.

—Sí, sí. Baja los ojos y dime lo que llevas puesto. En fin, chica, no te molestes. Seguro que llamas la atención. ¿Tienes algún teléfono donde se te pueda localizar?

—No sé dónde estaré. Te lo diré nada más llegar.

—Déjamelo en el contestador del bufete. Cuando llegues a San Francisco, ya estaré durmiendo —dijo—. Ten cuidado.

—Sí, señora. Prometido.

—Y toma vitaminas.

—Descuida. Nos veremos cuando vuelva —dije.

Limpié la casa por si el avión se estrellaba y saqué la basura para tener un detalle final con los dioses. Como todo el mundo sabe, el día que olvide este importante ritual, el avión se irá al carajo y todos pensarán que era una vaga. Por otro lado, me gusta tener la casa en orden. Después de hacer un viaje quiero encontrar limpieza y armonía, no suciedad y descuido.