8

Era casi la una y cuarto de la madrugada cuando estacioné el VW en el pequeño aparcamiento que hay ante la entrada de urgencias del St. Terry. Después de hablar con Danielle, Cheney me había llevado a mi casa. Había cruzado la chirriante verja y mientras avanzaba hacia la parte interior, Cheney había tocado el claxon y arrancado. El cielo nocturno estaba aún despejado y lleno de estrellas, pero ya veía las nubes que se concentraban en occidente, tal como había previsto el hombre del tiempo. Un avión cruzó mi campo visual, un parpadeo rojo que se desplazaba entre dos puntos blancos, dejando un sonido tras de sí igual que una pancarta aérea de publicidad. El cuarto menguante de la luna era ya una plateada rebanada de melón, con una algodonosa hilacha de nube prendida de uno de los cuernos. Habría jurado que seguía oyendo la música machacona del Palacio de Neptuno. La verdad es que el local estaba a poco más de medio kilómetro de mi casa y supongo que la música podía llegar hasta allí. Aunque parecía más bien un equipo estéreo o la radio de algún coche situado en los alrededores. Con el retumbar del oleaje oceánico a media manzana de mi casa a modo de telón de fondo, el apagado zumbido de la guitarra baja era un contrapunto sordo, meditabundo, sedoso e indistinto.

Me detuve con las llaves en la mano y durante unos instantes apoyé la cabeza en la puerta. Estaba rendida, pero curiosamente no tenía ganas de dormir. Siempre he sido persona diurna, totalmente adicta a madrugar y al sol matutino en un mundo de nueve a cinco. Podía trabajar hasta tarde cuando se terciaba, pero casi siempre estaba ya en casa al anochecer y profundamente dormida a eso de las once. Aquella noche volvía a ser presa del desasosiego. Un aspecto de mi personalidad, reprimido durante años, recuperaba sus derechos y mi organismo respondía. Quería hablar con Serena Bonney, la enfermera que había descubierto el cadáver de Lorna. En algún punto del acumulativo retrato verbal de Lorna Kepler estaba la clave del misterio de su muerte. Volví a cruzar la verja y la cerré sigilosamente a mis espaldas.

La sala de urgencias parecía abandonada. Las vítreas puertas de corredera se abrieron con un silbido y entré en el silencioso recinto pintado de gris y azul. Había luces en la zona de recepción, pero las ventanillas de ingresos se habían cerrado hasta la mañana siguiente. A la izquierda, detrás de un corto tabique con teléfonos de monedas, estaba la sala de espera, totalmente vacía y con la pantalla del televisor reducida a un cuadrado blancuzco. Oteé el sector de la derecha, donde estaban los consultorios. Casi todos a oscuras, con las cortinas recogidas y sujetas a las guías del techo. Percibí el olor del café recién hecho que salía de una pequeña cocina situada al fondo de la sección. Una joven de color, vestida con bata blanca de laboratorio, salió por una puerta donde un rótulo indicaba que se trataba del ropero. Era bajita y guapa. Se detuvo al verme y esbozó una sonrisa.

—Ah, perdón. No sabía que hubiese alguien. ¿Qué quiere?

—Busco a Serena Bonney. Creo que tiene turno de noche.

Miró el reloj.

—No tardará en volver. Es la hora del bocadillo. ¿Quiere sentarse? La tele no funciona, pero hay revistas y prensa.

—Gracias.

Durante los quince minutos que siguieron leí números atrasados de la revista Círculo familiar; artículos sobre los niños, la salud y la forma física, la alimentación, la decoración de la casa y un surtido de ideas para que papi hiciese bricolaje en sus ratos libres: un banco de madera, un refugio infantil en un árbol del patio, un anaquel de aspecto rústico para que mami pusiera su pintoresco jardín de hierbas envasadas. Era como si me hablasen de la vida en otro planeta. Todas las señoras que aparecían en los anuncios eran especímenes perfectos. Treintañeras de piel blanca y sin la menor arruga, y con una dentadura impecable. Ninguna tenía el pompis gordo ni esa barriga que deforma la pretina de los pantalones. Tampoco había indicios de celulitis ni de varices, ni esos pechos que cuelgan hasta la cintura. Aquellas hembras perfectas vivían en casas superlimpias y ordenadas, con el suelo encerado y una increíble colección de accesorios domésticos, mullidas alfombras de tamaño gigante y sin hombres a la vista. Supuse que papi estaría en la oficina, entre una chapuza y otra. A nivel puramente intelectual entendía que eran modelos que cobraban un riñón por posar como amas de casa para promover la venta de Kotex, parquet y productos caninos. Su forma de vida estaba seguramente tan alejada de las vicisitudes domésticas como la mía. Pero ¿qué pasaba si una era realmente ama de casa y veía todas aquellas imágenes de perfección en directo? Desde mi punto de vista, no percibía la menor conexión entre mi estilo de vida (putas, muerte, soltería, armas de fuego, comida instantánea) y el retratado en la revista, que sin duda era tan bueno como el que más. ¿Qué podía hacer yo con una alfombra peluda y con botes de eneldo y mejorana?

—Soy Serena Bonney. ¿Quería usted verme?

Alcé los ojos. La enfermera que estaba en la puerta tendría cuarenta y tantos años, y un metro setenta de estatura. No estaba gorda, pero era corpulenta y maciza. Las mujeres de su familia probablemente se definían como «sanos productos del campo».

Dejé la revista, me levanté y le tendí la mano.

—Kinsey Millhone —dije—. La madre de Lorna Kepler me ha contratado para que investigue su muerte.

—¿Otra vez? —observó mientras me estrechaba la mano.

—Bueno, el caso sigue abierto. ¿Me concedería usted unos minutos?

—Es una hora un poco rara para investigar.

—Le pido disculpas. No la habría molestado durante el trabajo, pero hace un par de noches que sufro insomnio y se me ha ocurrido aprovechar su horario.

—La verdad es que yo no sé casi nada, pero haré cuanto pueda. Vayamos al fondo. Todo está tranquilo por el momento, pero puede que no dure.

Dejamos atrás dos consultorios y entramos en una pequeña oficina que casi no tenía muebles. Al igual que los enfermeros y enfermeras de la planta superior, iba en ropa de calle: blusa blanca de algodón, pantalones de gabardina beige y chaleco a juego. Los zapatos de suela sintética decían que era persona que pasaba muchas horas en pie. Al igual que su reloj de pulsera, una especie de barómetro con un segundero que corría como el rayo. Se detuvo en la puerta y se asomó al pasillo.

—Joan, si quieres algo, estoy aquí.

—Bien —dijo la aludida.

Dejó la puerta entornada y puso la silla de modo que pudiera ver el pasillo.

—Perdone si la he hecho esperar. Estaba arriba, en la planta de los del Seguro. Volvieron a ingresar a mi padre hace un par de días y le echo un vistazo cada vez que puedo. —Tenía la cara ancha y sin arrugas, y pómulos altos. La dentadura era recta y sana, aunque le faltaba brillo, tal vez a consecuencia de alguna enfermedad o de la mala alimentación durante la adolescencia. Tenía los ojos verdes y las cejas claras.

—¿Está grave? —Me había instalado en una silla metálica con un cojín de mezclilla azul en el asiento.

—Hace un año sufrió un ataque cardíaco de los fuertes y le pusieron un marcapasos. No ha estado bien desde entonces y han querido hacerle un chequeo. Es reacio a toda clase de inspecciones. Tiene setenta y cinco años, pero es un hombre muy activo. Dirige prácticamente la Junta Municipal de Aguas de Colgate y no quiere faltar a ninguna reunión. Suda adrenalina.

—¿No será Clark Esselmann, por casualidad?

—¿Lo conoce?

—Conozco su reputación. No lo sabía. Siempre está peleándose con las empresas urbanizadoras. —Estaba metido en la política local desde hacía quince años, desde que había vendido su inmobiliaria y se había retirado en olor de multitudes. Por lo que contaban, tenía un carácter endiablado y una lengua que podía pasar del improperio a la convicción, según fuese el tema. Era obstinado y sincero, un respetable miembro de la junta directiva de media docena de organizaciones benéficas.

—Sí, es él —dijo con una sonrisa.

Se pasó la mano por el pelo, que era de un tono cobrizo, una mezcla de rojo y dorado oscuro. Sin duda se había hecho la permanente porque los rizos parecían demasiado tiesos para ser naturales. Lo llevaba corto y con un peinado exento de complicaciones. Me la imaginé cepillándoselo después de la ducha matutina. Tenía las manos grandes y las uñas de borde recto, pero bien cortadas. Invertía dinero en cuidarse, pero no podía decirse que su aspecto deslumbrara. Si hubiese estado enferma o herida, habría confiado en ella nada más verla. Murmuré una frase ambigua y cambié de tema.

—¿Qué puede decirme de Lorna?

—No la conocía bien. Es lo que debería decir para empezar.

—Janice dice que está usted casada con la persona para la que trabajaba Lorna en la depuradora.

—Más o menos —dijo—. Roger y yo estamos separados desde hace unos dieciocho meses. Verá, los últimos años han sido un infierno, por no decirlo con suavidad. Nuestro matrimonio se vino abajo, mi padre tuvo un ataque cardíaco y murió mi madre. Las cosas han ido de mal en peor a causa de los achaques de mi padre. Lorna lo cuidaba cuando yo tenía que salir.

—¿La conoció por mediación de su marido?

—Sí. Trabajó para Roger algo más de tres años, de modo que la veía cuando iba a la depuradora. También la veía durante las excursiones estivales que organizaba la empresa y en la fiesta anual de Navidad. Me parecía una joven fascinante. Mucho más inteligente de lo que exigía el empleo.

—¿Se hicieron amigas?

—Nos llevábamos bien.

Me detuve mientras ordenaba gramaticalmente la pregunta que quería hacerle.

—Si no lo cree demasiado íntimo, ¿podría usted hablarme de su divorcio?

—¿De mi divorcio? —dijo.

—¿Quién lo solicitó? ¿Usted o su marido?

Ladeó la cabeza.

—Es una pregunta curiosa. ¿Por qué me la hace?

—Pensaba en la posibilidad de que la separación de ustedes hubiese tenido algo que ver con Lorna.

Se echó a reír con espontaneidad y asombro.

—Por el amor de Dios. En absoluto —dijo—. Nos habíamos casado hacía diez años y ya estábamos aburridos. Fue él quien planteó el tema, pero no porque tuviese ninguna queja de mí. Yo comprendía su posición. Su trabajo es para él una especie de callejón sin salida. Le gusta, pero jamás se hará rico con lo que hace. Es de esas personas que no han conseguido lo que ambicionaban. Se imaginaba retirado y viviendo de rentas a los cincuenta años. Ha rebasado ya esa edad y aún no ha ahorrado ni un céntimo. Por lo que a mí se refiere, no sólo me gusta mi trabajo sino que además heredaré el dinero de la familia uno de estos días. Vivir así sería insoportable para él. Seguimos siendo amigos, aunque ya no compartimos la intimidad, y puede usted comprobarlo preguntándoselo a él.

—Me basta con su palabra —dije, aunque estaba claro que lo comprobaría—. ¿Y ese trabajo doméstico? ¿Cómo es que acabó haciéndolo Lorna?

—No recuerdo los detalles. Seguramente dije de pasada que me hacía falta una persona. La casa de Lorna era pequeña y muy incómoda. Pensé que le gustaría pasarse unas horas en un sitio más confortable.

—¿Con qué frecuencia cuidó de la casa?

—Cinco o seis veces en total, creo. No lo había hecho durante una temporada, pero Roger creía que aún estaría dispuesta. Si le parece importante, puedo consultar la agenda de casa.

—Todavía no sé qué es importante y qué no. ¿Quedó usted satisfecha de sus servicios?

—Desde luego. Era una persona responsable; daba de comer y paseaba al perro, regaba las plantas, entraba el periódico y el correo. Me ahorraba la guardería canina y me gustaba la idea de que hubiera alguien en casa mientras estaba fuera. Cuando rompimos Roger y yo, me mudé a la casa de mis padres. Quería cambiar de escenario y mi padre necesitaba que le atendiesen de manera extraoficial. A mi madre ya le habían diagnosticado el cáncer y estaba en tratamiento químico. Fue un arreglo que convino a todos.

—Así pues, vivía usted en casa de su padre cuando murió Lorna.

—Exacto. El médico lo visitaba con regularidad, pero es lo que llaman un paciente «hostil». Yo había planeado irme de la ciudad y no quería dejarlo solo en casa. Mi padre siguió en sus trece. Juró y perjuró que no necesitaba ayuda, pero insistí. ¿Qué sentido tiene irse un fin de semana si continuamente voy a estar preocupada por él? Es lo que quería concertar cuando fui a su casa y descubrí el cadáver. Durante varios días la había llamado por teléfono, pero nadie contestaba. Roger me dijo que Lorna se había tomado dos semanas de vacaciones a cuenta del tiempo laboral acumulado y que volvería en cualquier momento. No sabía cuándo le tocaba volver y por eso se me ocurrió ir a la casa para dejarle una nota. Dejé el coche cerca de la cabaña y nada más bajar noté el olor, y no digamos las moscas.

—¿Comprendió usted lo que había ocurrido?

—Bueno, no sabía que fuese ella, pero sabía que se trataba de un ser muerto. El hedor es inconfundible.

Cambié ligeramente de conversación.

—Todas las personas que he entrevistado hasta el momento han comentado que era muy atractiva. Me pregunto si otras mujeres la considerarían un peligro.

—Yo no. Pero no puedo hablar por nadie más, como es lógico —dijo—. Los hombres parece que la encontraban más interesante que las mujeres, pero nunca la vi coquetear. Me remito una vez más a las ocasiones en que la vi.

—Según dicen, le gustaba vivir de un modo marginal —comenté, introduciendo el tema sin concretar ninguna pregunta e interesada por la respuesta que me daría. Me sostuvo la mirada, pero no contestó. Hasta el momento había tendido a glosar monográficamente las preguntas que le había formulado. Se lo dije de otro modo—: ¿Sabía que se dedicaba a otras actividades?

—No entiendo la pregunta. ¿A qué clase de actividades se refiere?

—Sexuales.

—Ah. Vaya. Pues sí. Creo que se refiere usted al dinero que ganaba en los hoteles. Subastando el coño —dijo con extraño sentido del humor—. Pensaba que no era de mi incumbencia sacarlo a relucir.

—¿Lo sabía todo el mundo?

—No creo que Roger lo supiera, pero yo sí.

—¿Cómo lo averiguó?

—No estoy segura. La verdad es que no lo recuerdo. Supongo que indirectamente. Una noche la vi en el Edgewater. No, espere. Ahora recuerdo cómo fue. Se presentó en urgencias con la nariz rota. Dio una explicación, pero totalmente absurda. He visto demasiadas agresiones y palizas para que me den gato por liebre. No se lo dije así, pero me di cuenta de que algo malo le había pasado.

—¿Cree que fue algún novio? ¿Algún hombre con quien estuviese viviendo?

Oí voces en el pasillo y Serena desvió los ojos hacia la puerta.

—Puede que sí, pero, que yo supiera, jamás tuvo una relación estable. El caso es que la versión que dio me pareció sospechosa. He olvidado ya lo que dijo, pero la encontré más falsa que Judas. No se trataba sólo de la nariz rota; era esto en combinación con otros factores.

—¿Cuáles?

—La ropa, las joyas. Era discreta en este sentido, pero se notaba.

—¿Cuándo apareció en urgencias?

—No lo sé con exactitud. Creo que hace dos años. Pregunte en Archivos. Allí le dirán la fecha concreta.

—No sabe usted cómo son los hospitales —dije—. Tardaría menos si quisiera averiguar secretos de Estado.

En la sala de espera se había puesto a llorar un niño.

—¿Es importante?

—Puede que sí. Suponga que el tipo que la golpeó quiso perpetuar su arte.

—Ah. Ya entiendo. —Volvió a fijarse en la puerta entornada en el momento en que pasaba Joan por delante.

—¿No le hizo ninguna confidencia cuando vino?

—Ninguna en absoluto. Después de verla en el Edgewater, sumé dos y dos.

—¿No fue precipitarse?

—No si la hubiera visto la noche que me tropecé con ella. También influyó en parte el hombre que la acompañaba. Mayor, muy elegante. Oro por todas partes y un traje de los caros. Saltaba a la vista que le sobraba el dinero. Los vi en la barra y después en la tienda de ropa, donde Lorna estaba probándose vestidos. El hombre gastó mucho aquella noche. Cuatro vestidos de Escada y estaba posando con el quinto.

—Escada tiene que ser carísimo.

—Dios nos coja confesadas —dijo, echándose a reír y palmeándose el pecho. Se encendió la luz en el consultorio que había al otro lado del pasillo. Oí un murmullo de voces: un niño enfurruñado y una madre histérica que hablaba en español como una ametralladora—. Creo recordar —prosiguió Serena— que volví a verla aquel mismo mes. La misma situación, un hombre distinto pero con idéntico aspecto. No tuve que recurrir a la NASA para adivinar lo que ocurría.

—¿Cree que pudo golpearla uno de aquellos hombres?

—Creo que eso es más probable que lo que ella contó. No digo que ocurra siempre, pero hay individuos de esa edad del braguero que empiezan a tener problemas de impotencia. Buscan azafatas caras y les alfombran el suelo con billetes. Champaña, regalos y una muñeca despampanante del brazo. En la superficie todo marcha de perlas y todos piensan que el tipo es un semental. Lo que buscan estos hombres es ostentación, porque no pueden excitarse de otro modo. Pagan por el servicio y si el mecanismo no funciona, la culpa es de la chica, no suya, y pueden manifestar su desilusión como más les guste.

—A puñetazos.

—Si quiere verlo de ese modo, ¿por qué no? Pagan por la chica. Es suya. Si el hombre no puede hacer nada, le echa la culpa a ella y la pasa por la trituradora.

—Es parte del trato. Ella se queda con el dinero y la ropa, a cambio del castigo.

—No siempre se las castiga. Hay hombres a quienes les gusta castigarse a sí mismos. Que los golpeen y los humillen. Que les den azotes en el culete por haber sido malos, malos, más que malos.

—¿Le contó eso Lorna?

—No, pero se lo he oído comentar a un par de putas del circuito local. Además, mientras hacía las prácticas, tuve la oportunidad de soltar algún que otro sermón al respecto. Las veía llegar y se me encendía la sangre al ver cómo las trataban, me ponía furiosa porque en el fondo no comprendía lo que pasaba. Habría querido redimirlas, liberarlas de los hombres «malos». Es extraño, pero soy mejor enfermera cuando me mantengo a distancia.

—¿E hizo eso con ella?

—Sí. Despertaba mi simpatía, pero no traté de «enmendarla». No era asunto mío. Y ella no lo consideraba un problema, al menos desde mi punto de vista.

—Parece que pasa usted mucho tiempo en el Edgewater. ¿Es allí donde van los solteros últimamente?

—Los de nuestra edad sí. Pero es probable que los jóvenes lo encuentren aburrido y muy caro. Hablando con franqueza, hace que la vida matrimonial parezca deseable.

—¿Recuerda por casualidad cuándo la vio allí exactamente? Me sería de mucha ayuda si hago averiguaciones en el hotel.

Meditó unos momentos.

—Una vez fui con un grupo de amigas. Solemos reunimos para celebrar los cumpleaños. En aquella ocasión celebrábamos el mío, de modo que tuvo que ser a principios de marzo. No siempre nos reunimos el día que toca, pero tuvo que ser un viernes o un sábado porque son los días que coincidimos.

—¿Fue en marzo del año pasado?

—Lo más seguro.

—¿Antes o después de la nariz rota?

—No lo sé.

—¿Sabía Lorna que estaba usted al tanto?

—Bueno, me vio aquella noche y tal vez anteriormente en un par de ocasiones. Puesto que ya me había separado de Roger, salía casi todos los fines de semana. No fuimos derechas al grano para discutir su «profesión», pero había alusiones veladas. —Al pronunciar la palabra profesión, había abierto y cerrado comillas con los dedos de ambas manos.

—Sólo por curiosidad. ¿Cómo es posible que recuerde tantos detalles? Pocas personas recordarían lo que hicieron ayer.

—La policía me hizo casi las mismas preguntas que usted y todo se me ha quedado grabado en la memoria. Además, le he dado muchas vueltas. No tengo ni la menor idea del motivo por el que la mataron e ignorarlo me molesta.

—¿Cree entonces que la mataron?

—Sí, creo que es probable.

—¿Sabía usted que estaba metida en pornografía?

Frunció ligeramente el entrecejo.

—¿En qué sentido?

—Salió en un vídeo. Hace cosa de un mes enviaron la cinta a sus padres.

—¿Qué era? ¿Alguna truculencia con mucha sangre y tripas?

—No. Una porquería por lo que al tema y al argumento se refiere, pero la señora Kepler sospecha que podría tener relación con la muerte de Lorna.

—¿Usted también?

—No me pagan para opinar tan pronto. Prefiero tener abiertas todas las posibilidades.

—Entiendo —dijo—. Es como hacer un diagnóstico. No hay que excluir lo evidente.

Dieron un golpe en la jamba de la puerta y Joan asomó la cabeza.

—Perdonen la interrupción, pero tengo aquí a un niño al que me gustaría que echaras un vistazo. He llamado al médico de guardia, pero creo que deberías verlo.

Serena se puso en pie.

—Avíseme si hay novedades —dijo mientras se dirigía a la puerta.

—Lo haré. Y gracias.

Volví a mi casa por las calles desiertas. Empezaba a sentirme cómoda en el mundo de la noche. La naturaleza de la oscuridad varía de hora en hora. Una vez que cierran los bares y se diluye el tráfico, lo que surge es la quietud pura de las tres de la madrugada. Los cruces están vacíos. Los semáforos son una sucesión vertiginosa de redondeles rojos y verde manzana que se ve durante un kilómetro seguido.

Las nubes avanzaban. Una niebla densa, semejante al algodón en rama, se había instalado sobre las laderas montañosas, que aparecían moteadas de farolas que destacaban sobre el telón de fondo de la humedad. Casi todas las ventanas que veía estaban a oscuras. Cuando de tarde en tarde veía luz, imaginaba estudiantes haciendo a última hora los deberes, esas pesadillas de los adolescentes. Aunque puede que alumbrasen a insomnes recientes como yo.

Un coche patrulla avanzaba despacio por cabaña Boulevard y los agentes se volvieron a mirarme cuando nos cruzamos. Giré a la izquierda al llegar a mi calle y busqué sitio para aparcar. Cerré el vehículo con llave. El cielo estaba ya vestido de nubes y las estrellas completamente eclipsadas. La oscuridad se pegaba al suelo mientras que el firmamento aparecía bañado por una luz irreal, como si fuera papel gris de envolver comestibles, manchado con yeso. A mis espaldas oí el murmullo apagado que producía el aire al filtrarse entre los radios de las ruedas de una bicicleta. Me volví y vi al ciclista que se alejaba. Por detrás, el faro y las tiras de cinta fosforescente que llevaba en los talones creaban la ilusión de que alguien hacía malabarismos con tres puntos luminosos. El efecto resultaba extrañamente inquietante, como un espectáculo circense que los fantasmas representasen exclusivamente para mí.

Crucé la verja, llegué a casa y encendí la luz. Todo estaba en orden, tal como lo había dejado. El silencio era sepulcral. Sentía un pequeño nudo de ansiedad en que se daban cita el agotamiento, lo tardío de la hora y el vacío del espacio que me rodeaba. Me iba a ser imposible dormir. Era como el hambre; una vez que se rebasa el momento crítico, el apetito disminuye y se puede pasar sin probar bocado. Comida, sueño, ¿tenían realmente importancia? El metabolismo pone la directa y extrae la energía de otras fuentes. Si me hubiera metido en la cama a las nueve o a las diez, habría dormido toda la noche. Pero a aquella hora había caducado ya mi permiso de dormir. Si había resistido hasta entonces, estaba obligada a prolongar la vigilia.

Me sentía agotada y al mismo tiempo nerviosa. Dejé el bolso y la cazadora en la silla que hay junto a la puerta. Eché un vistazo al contestador automático: no había mensajes. ¿Tenía vino en casa? Pues no. Inspeccioné el interior del frigorífico, pero no vi nada de interés gastronómico. La despensa, como de costumbre, estaba medio vacía: unas cuantas latas arrinconadas y productos deshidratados que, solos o combinados, jamás compondrían nada remotamente comestible, salvo en el caso de que a una le gustaran las lentejas crudas con mermelada de savia de arce. El tarro de crema de cacahuete tenía círculos concéntricos en el fondo, como si lo poco que quedaba se hubiese secado. Agarré un cuchillo, comencé a rascar las paredes internas del tarro y mientras me movía fui comiendo directamente del cuchillo lo que pescaba.

—Esto es lamentable —dije con una carcajada, aunque en el fondo me daba igual.

Encendí la tele por hacer algo. El vídeo de Lorna estaba aún en el magnetoscopio. Le di al mando a distancia y la cinta se puso en movimiento. No tenía ganas de ver ninguna película porno de madrugada, pero pasé los títulos de crédito dos veces. La noche anterior había buscado orientación en San Francisco por si la productora Cyrenaic Cinema tenía algún teléfono allí. En los títulos de crédito, el productor, el director y el montador aparecían con el nombre completo: Joseph Ayers, Morton Kaselbaum y Chester Ellis, respectivamente. Qué diantres, los de telefónica están despiertos toda la noche.

Lo intenté empezando por el último y fracasé con los dos primeros. Cuando probé con el productor, me marqué un tanto. La operadora canturreó: «Gracias por utilizar los servicios de AT & T» y se puso en marcha una grabación. Se oyó entonces una voz mecánica que me recitó dos veces el número de Joseph Ayers.

Lo apunté, volví a descolgar y llamé nuevamente a información de San Francisco, esta vez para comprobar el nombre de los otros dos intérpretes, Russell Turpin y Nancy Dobbs. La última no estaba abonada, pero había dos Turpin registrados con la inicial R, uno en Haight y otro en Greenwich. Apunté ambos teléfonos. A riesgo de perder mi tiempo y el dinero de Janice Kepler, me dije que un viajecito al norte bien valía ya una misa. Si aquello no resultaba, quedaría por lo menos el consuelo de haber eliminado el factor porno como elemento presuntamente relacionado con la muerte de Lorna.

Llamé a la Cafetería Frankie y se puso Janice al segundo timbrazo.

—Janice. Soy Kinsey. He de preguntarle algo.

—Adelante. Ahora hay poca faena.

La puse al corriente sobre las conversaciones que había tenido con el teniente Dolan y Serena Bonney, y pasé a informarla de la mini investigación que acababa de hacer sobre el equipo de la película porno.

—Pienso que tal vez valga la pena hablar con el productor y el protagonista masculino.

—Sí, recuerdo a ese hombre —dijo.

—Muy bien. Entonces, espero que entre Turpin y el productor nos solucionen algunas incógnitas. Los llamaré antes por teléfono, aunque parece que sería más inteligente hacer un rápido viaje. Si consigo concertar las citas oportunas, me pondré al volante.

—¿Va a ir en coche?

—Tal era mi intención.

—¿Con el VW en miniatura? ¿Por qué no coge el avión? Es lo que yo haría en su lugar.

—Sí, supongo que sí —dije titubeando—. Es un desplazamiento muy corto, el pasaje costará un riñón. Y una vez allí, tendría que alquilar un coche. El motel, las comidas…

—Por mí no hay inconveniente. Guarde las facturas y le abonaremos los gastos cuando vuelva.

—¿Y Mace? ¿Le ha contado ya lo de la cinta?

—Oiga, le dije que lo haría. Sufrió una impresión tremenda, como es lógico, y encima se puso furiosísimo. No con ella, sino con quien la metiera en ese lío.

—¿Qué ha dicho de la investigación en cuanto tal? Ayer no parecía muy entusiasmado.

—Me ha dicho lo que ya le dijo a usted. Si sirve para contentarme, no pondrá pegas.

—Estupendo. Seguramente cogeré el avión mañana por la tarde. La llamaré en cuanto vuelva.

—Buen viaje —dijo.