7

Estaba apoyada en el VW, que había estacionado delante de mi casa, cuando Cheney apareció por la esquina con un VW más viejo que el mío. Era de color beige, estaba lleno de abolladuras y era una siniestra reproducción del utilitario de 1968 con el que me había salido de la carretera hacía casi dos años. Se detuvo con una ligera explosión y fui a abrir la portezuela del copiloto. Fue inútil. Al final tuve que abrir de un tirón haciendo fuerza con el pie apoyado en la carrocería. El chirrido que emitió fue como el berrido de un animal portentoso y salvaje. Me deslicé en el asiento y me puse a tirar de la portezuela. Cheney se inclinó sobre mí y la cerró de golpe. Puso la primera y partimos entre los rugidos del motor.

—Bonito coche —dije—. Tuve uno exactamente igual. —Me apoderé del cinturón de seguridad, en un vano intento por ceñírmelo a la altura del vientre. El mecanismo estaba estropeado y tuve que contentarme con rezar para que no nos estrelláramos. Detesto finalizar una jornada saliendo de un vehículo a través del parabrisas. Sentía en los pies la caricia del viento que se colaba por un agujero que el óxido había abierto en el piso del coche. Si hubiera sido de día, habría visto pasar volando el asfalto, tal como entrevemos un fragmento de vía cuando tiramos de la cadena en el tren. Procuré levantar los pies para no hacer peso y no caerme por el agujero. Si se calaba el motor, podía hacer fuerza empujando con un pie sin levantarme del asiento. Fui a bajar la ventanilla y descubrí que la manivela había desaparecido. Giré la ventanilla triangular del extremo y un aire helado inundó el coche. Por el momento, esta ventanilla era lo único que funcionaba en mi lado del vehículo.

—Tengo un deportivo —dijo Cheney—, pero no me ha parecido conveniente pasearlo por el barrio al que vamos. ¿Has hablado ya con Dolan?

—Fui al St. Terry al anochecer. Dolan estaba de lo más generoso. Del hospital fui directamente a Jefatura para consultar el expediente. Incluso hizo que me consiguieran copias de las fotos del escenario del crimen.

—¿Qué tal estaba?

—Creo que bien. No tan malhumorado como de costumbre. ¿Por qué? ¿Qué piensas tú?

—Estaba deprimido cuando hablé con él, pero puede que hiciera un esfuerzo para recibirte.

—Tiene que estar asustado.

—Yo lo estaría —dijo. Calzaba zapatos italianos lisos y llevaba un pantalón oscuro, camisa de vestir café con leche y un mullido chaquetón de ante de color crema. No se parecía a ninguno de los policías de paisano que había visto hasta entonces. Me miró y se dio cuenta de que le observaba valorativamente—. Qué pasa.

—¿De dónde eres? —pregunté.

—De Perdido. —Se refería a un pueblo situado a unos cincuenta kilómetros al sur de Santa Teresa—. ¿Y tú?

—De aquí —dije—. Tu apellido me suena de no sé qué.

—Me conoces desde hace años.

—Sí, pero ¿no te conozco de otro sitio? ¿Tienes familia en los alrededores? —Emitió un sonido ambiguo que venía a significar que sí. Lo miré con atención. Puesto que soy embustera nata, sé distinguir las evasivas de las personas—. ¿A qué se dedica tu familia?

—A la banca.

—¿En qué sentido? ¿Son empleados? ¿Son atracadores?

—No sé, bueno, tienen algún que otro banco.

Me fijé en él mientras los sesos se me iluminaban con la típica bombilla de los cómics.

—¿Tu padre es X. Phillips? ¿De la Banca X. Phillips? —Asintió sin pronunciar palabra—. ¿Qué quiere decir la X? ¿Xavier?

—No, sólo X.

—¿Y qué es el deportivo? ¿Un Jaguar?

—Oye, que mi padre tenga dinero no quiere decir que también lo tenga yo. Es un Mazda. Nada del otro mundo. Bueno, un poco del otro mundo, pero lo he comprado con mi dinero.

—No te pongas a la defensiva —dije—. ¿Y cómo fuiste a parar a la policía?

Sonrió.

—Cuando era pequeño veía mucho la televisión. Me crie en un clima de dulce abandono. Mi madre se dedicaba a las inmobiliarias mientras mi padre dirigía los asuntos bancarios. Las películas de policías y ladrones me impresionaban mucho. En cualquier caso, más que las finanzas.

—¿Está tu padre de acuerdo con lo que haces?

—No tiene más remedio. Sabe que no voy a seguir sus pasos. Además, soy disléxico. Una página escrita es para mí un auténtico galimatías. ¿Y tus padres? ¿Viven aún?

—Toma nota, por favor. Acabas de cambiar de tema y si respondo a tu pregunta es porque quiero. Murieron los dos hace mucho. Sé por casualidad que tengo familia en Lompoc, pero aún no he decidido qué hacer con ella.

—¿Qué hay que decidir? No sabía que esas cosas plantearan alternativas.

—Es una larga historia. Durante veintinueve años hacen como si yo no existiese y de pronto quieren que todo sea alegría. No me gusta esa actitud. Puedo pasar sin esa clase de familia.

Sonrió.

—Enfócalo de otro modo. Yo siento lo mismo por mi familia y no he perdido el contacto con ella desde que nací.

Me eché a reír.

—¿Vas de cínico o de qué?

—De qué.

Presté atención a la zona en que acabábamos de entrar. No estaba lejos de mi casa. Se sigue por cabaña Boulevard, se gira a la izquierda y se cruza la vía del tren. Las comunidades de propietarios y las casas con jardín dan paso aquí a otra clase de construcciones: almacenes, industrias subsidiarias de la construcción, una empresa al por mayor de comestibles marinos, servicios de mudanzas y almacenaje. Había bastantes edificios alargados, bajos y sin ventanas. Una de las dos librerías para «adultos» estaba medio escondida en una travesía; la otra se encontraba en el extremo sur de State Street, a varias manzanas de allí. Los árboles eran pequeños, estaban totalmente pelados y a mucha distancia uno de otro. Las farolas parecían tibios respiraderos en comparación con las amplias zonas de oscuridad. Al mirar hacia las montañas podía verse cómo el resplandor neblinoso de la ciudad rasgaba el cielo. Las casas construidas en las laderas estaban conectadas por un túnel encantado de luces artificiales. Comenzamos a cruzarnos con grupúsculos, conciliábulos de cinco o seis individuos apoyados en coches, corros de jóvenes de sexo difícil de distinguir. Nos seguían con la mirada sin ninguna vergüenza, interrumpiendo momentáneamente la conversación con la esperanza de que les hiciésemos ofertas de la especie que fuera. Sexo, drogas, seguramente les daba igual mientras hubiese dinero de por medio. Por la ventanilla me llegaba el aroma marihuanero de los porros que iban de mano en mano.

El zumbido sordo de una guitarra baja anunció la proximidad del local que buscábamos.

El Palacio de Neptuno era un bar con billares y con un patio abierto a un lado del local, a cuyo alrededor había una amplia y asfaltada zona de aparcamiento. Los clientes pululaban tanto por el patio como por el aparcamiento. El resplandor amarillento de las farolas acariciaba la brillante carrocería superior de los vehículos estacionados. Del bar brotaban explosiones de música. Cerca de la entrada del local, apoyadas en una pared de escasa altura, había muchachas que seguían con los ojos la procesión de vehículos que patrullaba la zona en busca de aventuras nocturnas. Las puertas del antro estaban abiertas como la boca de una cueva y una niebla de humo de tabaco aterciopelaba el rectángulo de luz pardusca. Rodeamos dos veces la manzana. Cheney miraba a todas partes en busca de Danielle.

—¿No la ves? —pregunté.

—Tiene que estar por aquí. Para ella, esto es como la oficina de empleo.

Encontramos sitio para aparcar al doblar la esquina, donde el aire de la noche era más tranquilo. Bajamos, echamos la llave y avanzamos por la acera, entre multitud de parejas homo que parecían observarnos con burla. Las personas heterosexuales están desfasadas aquí.

Nos abrimos paso para entrar en el bar, mezclándonos con las hordas de los borrachos. La música estaba a tope en la pista de baile. El calor húmedo que emanaban los cuerpos casi alcanzaba cotas tropicales. Hasta el aire olía a escabeche por culpa de la cerveza barata de barril. Los motivos marinos parecían dominarlo todo. De las vigas del techo colgaban grandes redes de pesca y los focos de ambientación se movían igual que la luz solar sobre la superficie del agua. Un juego de luces simulaba el anochecer oceánico y a la puesta de sol seguía el negro manto de la noche. Unas veces se proyectaban constelaciones y otras estallaban relámpagos que simulaban una tempestad en el mar. Las paredes estaban pintadas con infinitos matices del azul e iban desde el azul sereno del oleaje estival hasta los tonos nocturnos de las profundidades marinas. El serrín que cubría el suelo de hormigón creaba la ilusión de que era el fondo del mar. La pista de baile estaba delimitada por el perímetro de lo que parecía la proa de un barco hundido.

Era tan perfecta la ilusión de vida subacuática que cada vez que respiraba daba gracias al cielo.

Las mesas estaban empotradas en recodos construidos de forma que pareciesen arrecifes de coral. La luz estaba amortiguada y en buena medida procedía de gigantescas peceras de agua salada donde grandes peces de morro hinchado iban de un lado a otro en busca de víctimas. En la superficie de todas las mesas había reproducciones en poliuretano de antiguas cartas de navegación que representaban un mundo de vastos océanos despoblados, con monstruos traicioneros acechando en los bordes exteriores. No muy distintos de los mismos clientes.

En los ocasionales descansos musicales se emitían efectos sonoros por la megafonía: campanas de barco, crujidos de madera, golpeteo de velas, chillidos de gaviotas, tintineos de boyas. Lo más fantástico eran los casi inaudibles gemidos de los marineros que se ahogaban, como si todos los presentes estuviéramos prisioneros en algún purgatorio marino donde el alcohol, el tabaco, las carcajadas y la música a todo volumen tuvieran por objeto exorcizar los gritos lejanos que amenazaban con romper el silencio. Todas las camareras iban con mallas adornadas con lentejuelas que brillaban como las escamas de los peces. Deduje que a casi todas las habían contratado por su aspecto andrógino: pelo cortado a cepillo, caderas lisas y pechos inexistentes. Incluso los hombres llevaban maquillaje.

Cheney no se despegaba de mí e iba con una mano apoyada tranquilizadoramente en mitad de mi espalda. En cierto momento se inclinó sobre mí para decirme algo, pero no pude oírle a causa del ruido. Se fue y volvió con un botellín de cerveza en cada mano. Buscamos un fragmento de pared vacío de personal y desde el que podía contemplarse el local sin obstáculos visuales. Nos apoyamos en la pared y comenzamos a mirar a la gente. El volumen de la música haría necesarias pruebas auditivas posteriores. Tenía que tener ya alterados los filamentos del oído medio.

Hace tiempo disparé una pistola desde el interior de un cubo de basura y desde entonces oigo silbidos ocasionales en el interior del cráneo. Los clientes iban a necesitar trompetilla cuando llegasen a los veinticinco años.

Cheney me rozó el brazo y me indicó que mirase al otro lado del local. Vocalizó la palabra «Danielle» sin pronunciarla y seguí su mirada. La chica estaba junto a la puerta, al parecer sola, aunque supuse que no por mucho tiempo. No tendría ni veinte años y sin duda mentía normalmente en este punto, pues de lo contrario no la habrían dejado entrar. Tenía el pelo negro y tan largo que habría podido sentarse encima, y unas piernas aún más largas que el pelo. A pesar de la distancia vi que era estrecha de caderas, lisa de estómago y con pechos de adolescente temprana, un físico muy admirado por el macho posclimatérico. Llevaba pantalón ceñido de raso verde lima, un top de tirantes y una cazadora de aviador del mismo verde que los pantalones.

Echamos a andar hacia ella. En cierto momento, la chica vio a Cheney y este señaló hacia el patio. La chica dio media vuelta y avanzó delante de nosotros. La temperatura descendió bruscamente al salir y la ausencia de humo de tabaco hacía que el aire oliese a heno recién cortado. Sentía el frío en la piel como si me echaran líquido encima. Danielle se había dado la vuelta y nos miraba de frente con las manos en los bolsillos de la cazadora. Ya de cerca, advertí el hábil empleo de la cosmética en la batalla que tenía que haber librado con su aspecto adolescente. Habrían podido echarle doce años. Tenía en los ojos la luminosidad verde de ciertos peces tropicales y una expresión de descaro.

—Tenemos el coche al doblar la esquina —dijo Cheney sin más preámbulos.

—¿Para?

—Para hablar un rato. Los tres.

—¿De qué?

—De la vida en general, de Lorna Kepler en particular.

Los ojos de Danielle no se apartaban de los míos.

—¿Quién es esta?

—Kinsey. La ha contratado la madre de Lorna.

—No es de la pasma —dijo con cautela.

—Vamos, Danielle. No es de la pasma. Es una detective privada que investiga la muerte de Lorna.

—Te lo advierto, Cheney. No quiero trampas o me meterás en un buen lío.

—No es ninguna trampa. Es una reunión. Te abonará el tiempo que pierdas.

Miré a Cheney. ¿Encima iba a tener que pagar a aquella guarra? La mirada de Danielle barrió el aparcamiento y se detuvo en mí.

—No jodo con mujeres —dijo con hosquedad.

Me adelanté.

—Oye, tú, yo tampoco —repliqué—. Por si le interesa a alguien.

Cheney no me hizo caso y siguió hablando con Danielle.

—¿De qué tienes miedo?

—¿Que de qué tengo miedo? ¿Yo? —preguntó, señalándose con el dedo. Tenía las uñas tan mordisqueadas que se perdían en la carne—. Tengo miedo de Lester, por ejemplo. Tengo miedo de perder los dientes. Tengo miedo de que el Caraculo me aplaste otra vez la nariz. Ese tipo es un cabrón, un hijo de…

—Deberías haber presentado una denuncia. Te lo dije la última vez —dijo Cheney.

—Mira este. Lo que tendría que hacer es inscribirme en el depósito de cadáveres para ahorrarme la asquerosa fase intermedia —le soltó la muchacha.

—Venga. Échanos una mano —dijo Cheney con voz halagüeña.

Danielle meditó unos instantes con la vista perdida en la oscuridad.

—Hablaré con ella —dijo a regañadientes—, no contigo.

—No te he pedido otra cosa.

—No lo hago porque tú me lo pidas. Lo hago por Lorna. Y sólo esta vez. Que conste. No quiero que me vuelvas a enredar.

Cheney esbozó una sonrisa seductora.

—Eres demasiado perfecta.

Danielle hizo una mueca para imitar la actitud de Cheney, en la que no había creído ni un instante. Echó a andar hacia la calle mientras hablaba por encima del hombro.

—Y terminemos antes de que aparezca Lester.

Cheney nos acompañó al coche, con la apertura de cuyas portezuelas nos entretuvimos un rato. El chirrido final fue tan aparatoso que una pareja que estaba en la otra punta dejó de magrearse para ver a qué animal estábamos apaleando. Me instalé otra vez en el asiento del copiloto y Danielle se sentó ante el volante por si tenía que salir zumbando. No sabía quién era Lester, pero ya estaba poniéndome nerviosa.

Cheney acercó la cara a la luna triangular.

—Volveré dentro de un rato.

—Si ves a Lester, no le digas dónde estoy —le advirtió Danielle.

—Confía en mí —dijo Cheney.

—Confía en mí. Menuda broma —soltó Danielle, aunque a nadie en concreto.

Lo vimos perderse en la oscuridad a través del parabrisas. Esperaba que Danielle cobrase tarifa reducida los lunes por la noche. No recordaba cuánto llevaba encima ni creía que me aceptase la Visa, que por otra parte había caducado.

—Fuma si quieres —dije para hacerme la buena.

—No fumo —dijo con aires de ofendida—. Fumar estropea la salud. ¿Sabes cuánto pagamos en este país por culpa de las enfermedades derivadas del tabaco? Quince mil millones al año. Mi padre murió a causa de un enfisema.

Siempre fue una chimenea atascada. Los ojos se le salían de las órbitas. Y respiraba… una cosa así… —Se llevó la mano al pecho y se puso a hacer ruidos que mezclaban el carraspeo con la asfixia—. No le entraba aire. Es una forma horrible de morir. Tener que ir a todas partes con una botella de oxígeno. Es mejor dejar el vicio a tiempo.

—Yo tampoco fumo, pero pensé que tú a lo mejor sí. Quería ser amable.

—No tienes por qué serlo —dijo—. Detesto el tabaco. Es malo para la salud y encima apesta. —Miró a su alrededor y escrutó el interior del VW con asco—. Vaya pocilga. Si estoy aquí sentada mucho rato, seguro que cojo alguna enfermedad.

—Por lo menos sabes que no es de los que cobran —dije.

—Los polis de esta ciudad no cogen dinero —dijo—. Ya se divierten metiendo gente entre rejas. Sé que tiene otro coche, mucho más bonito, pero no quiere traerlo aquí porque le da la paranoia. Bueno. Ya está bien de cháchara y de todo este rollo de presentación. ¿Qué quieres saber de Lorna?

—Todo lo que puedas contarme. ¿Desde cuándo la conocías?

La boca de Danielle se curvó con una mueca de indiferencia.

—Hacía un par de años. Nos conocimos mientras trabajábamos de azafatas de compañía. Era una buena persona. Como una madre para mí. Era… ¿cómo te lo diría? Era mi maestra; sólo ahora me doy cuenta de que habría tenido que hacerle más caso.

—¿Y eso?

—Podía conmigo. Era genial. Estaba totalmente bajo su influencia y yo la respetaba más que a nada en el mundo. Lorna sabía qué quería y se esforzaba por conseguirlo, y si a los demás no les gustaba su procedencia, peor para ellos.

—¿Y qué quería?

—Un millón de dólares, por ejemplo. Quería jubilarse a los treinta. Y lo habría conseguido si hubiese vivido lo suficiente.

—¿Cómo lo habría conseguido?

—¿A ti qué te parece?

—Pero habría tardado mucho tiempo —dije.

—Con lo que cobraba, no. Sobre todo después de dejar lo de las señoritas de compañía. Ganaba doscientos mil al año. Doscientos mil. Yo no podía creerlo. Era una chica inteligente. Hacía inversiones. No fundía el dinero, como habría hecho yo si hubiera estado en sus zapatos. Yo no tengo cabeza para las finanzas. Lo que tengo lo gasto, y cuando me lo he gastado empiezo otra vez. Por lo menos es lo que hacía hasta que Lorna me puso en el buen camino.

—¿Qué pensaba hacer cuando se jubilase?

—Viajar. Tumbarse a la bartola. Incluso casarse con algún tipo que la cuidara durante toda la vida. El caso es… ¿sabes?, no dejaba de repetírmelo. Si tienes dinero, eres independiente. Puedes hacer lo que te dé la gana. ¿Que un tipo te trata mal? Pues coges y te largas. Puedes moverte sola. No sé si me entiendes.

—También es mi filosofía —dije.

—Toma, y la mía. Cuando murió, abrí una cuenta en un banco y empecé a ahorrar. No es gran cosa, pero algo es algo y quiero que me rinda. Es lo que siempre decía Lorna. Pon dinero en el banco y te dará intereses. Ella invirtió en acciones seguras, bonos del Estado y esas zarandajas, pero lo hizo sola, sin intermediarios. No se metió en líos con ningún agente, porque, para que te enteres, Lorna decía que era el mejor pretexto para que cualquier comemierda te estafase. ¿Sabes lo que es un corredor de bolsa? Ella decía que eran chulos con maletín. —Se rio de la ocurrencia, ya que por lo visto le hacía gracia la idea de que en Wall Street pudiese haber proxenetas—. ¿Y tú? ¿Tienes ahorros?

—En realidad, sí.

—¿Dónde? ¿Qué haces con ellos?

—Los meto en una cuenta a plazo fijo —dije, notándome un tanto quisquillosa. Me resultaba extraño defender mi estrategia económica ante una joven que hacía la calle.

—Eso está bien. Lorna también lo hizo en parte. Le gustaba la pasta libre de impuestos y tenía parte del capital invertido en Ginny Maes[2], que su madre sabrá lo que es. Fíjate en nosotras. Eso es lo que me gusta. Me refiero a eso del largo plazo. Si tienes dinero, tienes poder y ningún tío te pone la mano encima. ¿Me explico?

—Has dicho que ganaba doscientos mil. ¿Pagaba impuestos por el dinero?

—¡Claro que sí! Nunca hay que tocar las narices al Estado, era su primera norma. Y lo primero que me enseñó. Ganes lo que ganes, decláralo. ¿Sabes por qué jodieron a Al Capone y los demás? Por no declarar lo que ingresaban. Si estafas al Estado, te meten en la trena, y por mucho tiempo. No te miento.

—¿Y qué me dices de…?

—Espera —me interrumpió—. Deja que te haga antes una pregunta. ¿Cuánto ganas?

La miré con fijeza.

—¿Que cuánto gano?

—Sí, el año pasado, por ejemplo. ¿Cuánto ingresaste en todo el año? ¿Cuánto pagaste de impuestos?

—Oye, eso es muy personal, ¿no?

—Ay, cómo eres. No se lo diré a nadie. Tú me dices lo que ganaste y luego te diré lo que gané yo. Es un trato. Confidencia por confidencia, como suele decirse.

—Veinticinco mil.

Fue ella quien me miró fijamente en aquel momento.

—¿Sólo? Yo gané el doble. No te miento. Cincuenta y dos mil quinientos y pico.

—Pero te rompieron la nariz —señalé.

—Bueno, ¿y qué? También te la rompieron a ti. ¿Crees que no me he fijado? Pero no te ofendas, no estoy criticándote —dijo—. No eres fea y por veinticinco mil dólares te han dado tantos palos como a mí. ¿Tengo razón o no?

—Yo lo enfocaría de otro modo.

—No te engañes. También eso lo aprendí de Lorna. Hazme caso. Tu trabajo es tan peligroso como el mío, pero ganas la mitad. Deberías cambiar de acera, te lo digo yo. No es que una haga publicidad del oficio, sólo te digo lo que pienso.

—Te agradezco el interés. Si decido cambiar de profesión, te buscaré para que me asesores.

Sonrió ante la observación sarcástica o ante lo que ella supuso que era una observación sarcástica.

—Te diré otra cosa que me enseñó Lorna. Hay que tener la boca cerrada. Si te trabajas a un tipo, no lo cuentes por ahí después. Sobre todo entre la gente entre la que ella se movía. Una vez se fue de la lengua y juró que nunca más lo haría. Hay tipos que… ¡uf! Es mejor olvidar que los has conocido.

—¿Te mueves en esos círculos? ¿Gente adinerada?

—Bueno, no siempre. Ya no. Cuando Lorna vivía, iba de vez en cuando. Una vez me vistió como a una reina y me llevó a un sitio fino de verdad. A mí y a otra chica que se llama Rita. Cómo lo pasamos. A algunos tipos les gustan jóvenes. Te afeitas la entrepierna y te comportas como si tuvieras diez años. Como aquella noche. Gané más de mil quinientos dólares. No me preguntes qué hice. Es otra de las cosas de las que no hay que hablar. Si Lester lo hubiera sabido, me habría matado.

—¿Qué pasó con el dinero cuando murió Lorna? —pregunté.

—Que me pudra si lo sé. Tendrás que preguntárselo a su familia. Que yo sepa, no hizo testamento. ¿Y para qué iba a hacerlo? Era joven. Bueno, veinticinco, pero tampoco era tan mayor. Seguro que pensaba que le quedaba mucha vida por delante y resulta que no le quedaba nada.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintitrés.

—Mientes.

—No miento.

—Danielle, no tienes veintitrés años.

Esbozó una sonrisa.

—De acueeeerdo. Tengo diecinueve. Pero soy una persona madura, pese a mi juventud.

—Creo que diecisiete se aproxima más a la verdad, pero dejémoslo estar.

—Será mejor que sigas preguntándome sobre Lorna. Cada vez que haces preguntas sobre mí, pierdes dinero.

—¿Qué hacía Lorna en la depuradora? No creo que ganara mucho allí.

—Algo tenía que hacer. No podía decir a sus padres cómo se ganaba la vida. Eran muy conservadores; por lo menos el padre. Conocí a la madre en el entierro y parecía muy simpática. El viejo era un mierda, siempre encima de ella, queriendo averiguar cosas. Lorna era muy bohemia y no le gustaba que la controlaran.

—He hablado hoy mismo con el padre y me ha dicho que Lorna apenas tenía amigos.

Cabeceó para pulverizar aquella información.

—¿Qué sabrá ese? Lo dice porque nunca conoció a ninguno. A Lorna le gustaba la gente nocturna. Todos sus amigos salían del ataúd cuando se ponía el sol. Como las arañas y esas… ay, ¿cómo se dice?, criaturas de la noche. Murciélagos y búhos. Si quieres conocer a sus amigos, tendrás que acostumbrarte a trasnochar. Otra pregunta. ¿Sabes que esto es divertido? No me había dado cuenta de que supiera tanto.

—¿Y la película porno? ¿Por qué la hizo?

—Pues por lo de siempre. Ya sabes cómo son estas cosas. Llegó un individuo de San Francisco. Lorna lo conoció una noche en el Edgewater y se pusieron a hablar del asunto. El tipo pensaba que Lorna era dinamita pura y creo que no se equivocaba. Al principio, no quería hacerla, pero luego se lo pensó mejor. No le pagaron mucho pero, según dijo, se lo pasó en grande. ¿Te han contado de qué iba?

—No me han contado de qué iba. La he visto.

—Venga ya. ¿De verdad la has visto?

—Y tanto, tengo una copia.

—Pues ya es raro, porque el vídeo no se puso a la venta.

Fue mi turno de manifestar incredulidad.

—¿En serio? ¿No se distribuyó? No me lo creo. —Parecíamos cotorras.

—Es lo que me dijo Lorna. Se puso como una fiera. Creía que iba a ser su gran oportunidad, pero no pudo hacer nada.

—El vídeo que he visto se ha montado profesionalmente, tiene carátula comercial, de todo. Puede que invirtieran mucho dinero en la película. ¿Qué sabes de eso?

—Sólo lo que me contó Lorna. Puede que la empresa tuviera déficit o como cono se diga. ¿Y cómo es que has conseguido una copia?

—Se la mandaron a la madre.

Soltó una risotada.

—Me tomas el pelo. Qué fuerte. ¿Y a qué gilipollas se le ocurriría una cosa así?

—No lo sé aún. Espero averiguarlo. ¿Qué más puedes contarme?

—No, no. Tú preguntas y yo te contesto. Es que a mí, eso de pensar no se me da bien.

—¿Quién es Lester?

—Lester no tenía nada que ver con Lorna.

—Pero ¿quién es?

Me miró de reojo.

—¿Te importa mucho?

—Le tienes miedo y quiero saber por qué.

—Olvídalo. Estás malgastando el dinero.

—Digamos que puedo permitírmelo.

—Venga ya. ¿Con lo que ganas? Mentira.

—La verdad es que no sé cuánto cobras.

—Precio de amigos. Cincuenta dólares.

—¿La hora? —exclamé.

—¿Qué hora ni qué narices? Pero ¿de dónde sales tú? Cincuenta dólares el polvo. Ningún polvo dura una hora —dijo con actitud despectiva—. Si fuese por una hora me sentiría explotada.

—Entiendo que Lester es tu chulo.

—Vaya con la señora. Mi «chulo». ¿Quién te ha enseñado a hablar? Lester Dudley, Caraculo para los amigos, es mi administrador. Una especie de representante profesional.

—¿Representaba también a Lorna?

—Claro que no. Ya te lo he dicho, era una chica inteligente. Rechazó sus servicios.

—¿Crees que puede tener información sobre ella?

—En absoluto. No te molestes. Es un cabronazo que ni hecho a medida.

Medité unos momentos, pero ya había formulado las preguntas que tenía preparadas.

—Bueno. Creo que hemos terminado. ¿Me avisarás si se te ocurre alguna cosa?

—Claro —dijo—. Tú pones el dinero y yo le doy a la lengua… por así decirlo.

Cogí el bolso y saqué la billetera. Le di una tarjeta de visita tras apuntar en el dorso mi dirección particular y el teléfono. Por lo general no me gusta dar esta información, pero quería facilitarle las cosas al máximo. Conté el dinero que llevaba encima. Pensaba que se comportaría con generosidad y que me haría tarifa reducida, pero alargó la mano y no apartó los ojos mientras le ponía un billete tras otro en la palma. Le di hasta el último dólar que llevaba, incluso la calderilla que encontré en el fondo del bolso. No fue suficiente.

—No te preocupes. Ya me darás el resto.

—Te firmaré un pagaré —dije.

Declinó la oferta dando un manotazo al aire.

—Me fío de ti. —Se guardó el dinero en el bolsillo de la cazadora—. Me hacen gracia los hombres, ¿sabes? Todas esas fantasías que tienen sobre las putas. Lo he visto en los libros para adultos. Un tipo conoce a una puta que está de miedo: tetas como bombonas de butano, elegante ella y loca por tirárselo. Al final acaban en la cama y cuando él se va, ella no le cobra. Es un hombre maravilloso y ella no quiere cobrarle como hace con todo el mundo. Mentira podrida. Jamás he conocido a una puta que se trabaje gratis a un tipo. Además, joder con putas es una guarrería. Si el hombre piensa que es un regalo del cielo, merece lo que le echen.