Metí el VW en el estrecho camino de tierra que cortaba la finca por la parte trasera. Había sido asfaltado antaño, pero la superficie se había resquebrajado y desmenuzado, y la hierba crecía en las grietas. Los faros del coche barrían la doble hilera de robles virginianos que delimitaban aquel camino carril. Las ramas, cruzadas en lo alto, formaban un túnel de oscuridad. Los arbustos cuidados antaño habían generado una selva virgen que dificultaba el avance. Es verdad que mi vehículo había conocido días mejores, pero me dolía que las ramas arañasen la pintura azul. Los amortiguadores recibían el impacto de los baches como si estuvieran probándolos en la fábrica.
Llegué a un claro donde se alzaba una triste cabaña en medio de las sombras. Aparqué tras girar el coche ciento treinta grados con objeto de evitar las retiradas forzosas. Apagué los faros. La ilusión de intimidad fue inmediata y profunda. Oía a los grillos cantar en la maleza. El resto era silencio. Costaba creer que hubiese otras casas muy cerca de allí, rodeadas de calles urbanas. La luz de las farolas callejeras no llegaba hasta la cabaña y el ruido del tráfico se reducía al rumor de fondo de un lejano oleaje. Parecía encontrarme en medio de la selva y eso que la oficina que tenía en el casco urbano no debía de estar a más de diez minutos en coche.
Al mirar hacia la casa de los Burke, sólo vi una tupida red de árboles jóvenes, robles añejos y arbustos de hoja perenne. A pesar de la desnudez de los árboles de hoja caduca, apenas se veían las luces en la distancia. Abrí la guantera y saqué la linterna. Moví el botón y comprobé que las pilas eran recientes. Escondí el bolso en el asiento trasero y cerré con llave al bajar. A unos cincuenta metros, entre la casa de los Burke y el punto en que me encontraba, entreví los rodrigones piramidales del abandonado huerto de leguminosas. El aire olía a musgo y eucaliptos.
Ascendí los peldaños del porche de madera que abarcaba la fachada de la cabaña. La puerta había sido arrancada de los goznes y estaba ahora apoyada en la pared, a un lado del hueco. Encendí la luz y respiré con alivio al comprobar que no habían cortado la electricidad. Sólo había una lámpara y consistía en una bombilla de cuarenta vatios que bañaba la estancia en una tenue claridad amarillenta. El lugar apenas se había aislado contra la humedad y hacía un frío de muerte. Aunque los vidrios de la ventana estaban intactos, en las rendijas se había aposentado un cordel de mugre. Los alféizares estaban cubiertos de insectos muertos. En una esquina de la ventana, una araña había atrapado una mosca en un saco de dormir blanco y sedoso. El aire olía a moho y a metal oxidado, y en las junturas de las cañerías se había formado un rico y espeso caldo de cultivo. Los técnicos de la policía habían serrado y arrancado un pedazo de madera del suelo y cubierto el agujero con un curvado trozo de chapa. Lo rodeé, guardándome de pisarlo. Oí golpes y rumores en el altillo. Supuse que las ardillas se habrían colado por el tejado y construido nidos para las crías. Al enfocar con la linterna vi los resultados de diez meses de abandono: excrementos de roedor, hojarasca, conos amarillentos dejados por las termitas.
El espacio destinado a vivienda se había estructurado en L, con el pequeño lavabo en el ángulo interior. El lavabo y la cocina compartían una misma red de cañerías, y el «comedor» llegaba hasta la esquina, donde lindaba con la «sala de estar». Vi en el suelo la plancha metálica que había servido de base de la estufa de leña. Las paredes, pintadas de blanco, estaban moteadas de arañas a las que no quería perder de vista mientras inspeccionaba el lugar. A un lado de la entrada estaba la caja del timbre, del tamaño de un paquete de tabaco. Le habían arrancado la tapa y se habían llevado el mecanismo interior. También habían arrancado un cable forrado de plástico verde, que colgaba a un lado semejante a un tallo sin flor.
El dormitorio de Lorna había sido sin duda la zona pegada al brazo más corto de la L. Los armarios de la cocina estaban vacíos y sobre los estantes forrados de linóleo quedaba aún el polvillo típico que sueltan los cereales deshidratados. En un punto se había derramado un poco de miel o de concentrado de caramelo y podían verse los cercos que habían dejado las latas de comestibles. Inspeccioné el lavabo, que carecía de ventanas. La taza era vieja, el depósito alto y estrecho. La taza sobresalía como una nuez de Adán hecha de loza. El asiento, de madera parda, estaba agrietado y daba la impresión de que habría pellizcado esas partes que tanto cuidamos. La pila parecía un barreño y se apoyaba en dos patas metálicas. Giré el grifo del agua fría y salté hacia atrás con un grito cuando salió un chorro de líquido marrón. Las cañerías entonaron una cantilena gutural como sirenas de fondo que denunciasen el allanamiento de morada. La bañera tenía patas con ruedas. La hojarasca se había acumulado sobre las manchas espirales que rodeaban el desagüe y unos cisnes negros se deslizaban por la opaca cortina de plástico verde que colgaba de una metálica armazón elíptica.
A pesar de que no había muebles, se adivinaba el uso que se había dado al espacio principal. Las impresiones que había en el suelo de pino, al lado de la puerta, indicaban que había habido allí un sofá y dos sillas. Imaginé un pequeño juego de comedor al otro lado de la sala de estar, en el recodo que daba directamente a la cocina. A un lado del fregadero había una caja pequeña y un enchufe telefónico situado inmediatamente encima del zócalo de madera. Era probable que Lorna hubiese tenido un teléfono portátil o un prolongador para tener el aparato en la cocina durante el día y por la noche junto a la cama. Me di la vuelta e inspeccioné el resto del lugar. Las sombras se intensificaban a mi alrededor y las arañas comenzaban a bajar por las paredes, inquietas ante mi presencia. Salí de la cabaña sin perderlas de vista.
Cené sola en mi reservado favorito del restaurante de Rosie, que está a media manzana de mi casa. Como de costumbre, Rosie me había ordenado que hiciera el pedido de acuerdo con sus instrucciones. Es un fenómeno del que no puedo quejarme en serio. Al margen de las superhamburguesas con queso que dan en McDonald’s, no tengo debilidades gastronómicas de relieve y me gusta que otra persona se preocupe de orientarme a la hora de leer una carta. Aquella noche me recomendó la sopa de alcaravea con tropezones y un plato de cerdo revuelto que no era sino otra receta húngara con carne saturada de crema agria y páprika. El local de Rosie no es tanto un restaurante cuanto un sencillo bar de barrio donde se sirven platos exóticos según el estado de ánimo de la propietaria. Siempre parece a punto de sufrir una redada de los funcionarios de Sanidad, hasta tal punto coquetea con las normas de la salud pública. El aire huele a especias húngaras, a cerveza y a humo de tabaco. Las mesas del centro proceden de los juegos de comedor a base de cromo y formica que no consiguió colocar nadie en los años cuarenta. Pegados a las paredes están los reservados: bancos duros de respaldo tieso hechos con tablones de conglomerado y chapa, manchados de marrón oscuro para disimular los nudos y las astillas.
Aún no eran las siete y todavía no había llegado ninguno de los habituales entusiastas del deporte. Casi todas las noches, sobre todo en verano, el local se llena de ruidosos equipos de uniformados jugadores de bolos y béisbol-sala. En invierno no tienen más remedio que improvisar. Aquella misma semana un grupo de juerguistas había inventado un juego denominado Tira el Braguero, y un desdichado ejemplar de esta recomendable prenda colgaba ahora del hocico del polvoriento pez espada que estaba en la pared de detrás del mostrador. Rosie, que por lo demás es una déspota sin sentido del humor, parece que lo encontró divertido y lo dejó donde estaba. Parecía que su próxima boda había reducido en muchos puntos su coeficiente intelectual. En aquellos momentos estaba sentada en un taburete, junto a la barra, hojeando la prensa local y filmando un cigarrillo. Un pequeño televisor en color vomitaba imágenes en un extremo de la barra, aunque nadie prestaba atención a lo que decía. William, el prometido de Rosie y hermano mayor de Henry, se había ido a Michigan con este. La boda se iba a celebrar al cabo de un mes, aunque el día exacto no acababa de concretarse.
Sonó el teléfono, que estaba en el extremo más cercano de la barra. Rosie lo miró con fastidio y al principio pensé que no iba a cogerlo. Se lo tomó con mucha calma y dobló varias veces el periódico hasta que lo hizo a un lado. Descolgó al sexto timbrazo y tras cambiar unas frases con la persona que llamaba, su mirada se posó en la mía. Alargó el auricular hacia mí y lo dejó en la barra de golpe, rompiéndole los tímpanos al que estaba en el otro extremo del hilo.
Aparté el plato y salí del reservado con mucho cuidado para no clavarme una astilla en las corvas. Uno de estos días alquilaré una pulidora mecánica y daré un buen repaso a todos los asientos de madera. Ya estoy harta de preocuparme por si me quedaba empalada en una estaca de chapa barata. Rosie se había ido a la otra punta del mostrador y bajó el volumen de la tele. Me acerqué a la barra y cogí el auricular.
—Diga.
—Hola, Kinsey. Soy Cheney Phillips. ¿Qué tal va todo?
—¿Cómo sabías que estaba aquí?
—He hablado con Jonah Robb y me ha dicho que sueles dejarte caer por el local de Rosie. Te he llamado a casa, pero como se ha puesto el contestador, supuse que estarías cenando.
—Elemental, querido Phillips —dije. No quise saber por qué se le había ocurrido hablar de mí con Jonah Robb, que, cuando lo conocí, hacía ya tres años, trabajaba en la sección de Personas Desaparecidas del cuerpo de policía de Santa Teresa. Había estado liada con él durante uno de los habituales abandonos de domicilio de su mujer. Jonah y Camilla habían estado juntos desde el colegio. Camilla lo dejaba de tarde en tarde, pero él siempre la recibía con los brazos abiertos. Era un amor al estilo de los institutos de segunda enseñanza, y resultaba aburrido para cuantos estábamos en la periferia. Yo no había sabido de qué iba el juego ni comprendía el papel que se me había asignado. En cuanto capté el mensaje, opté por abandonar el triángulo vicioso, aunque me dejó una herida abierta. Quienes vivimos solos cometemos a veces estos errores. Pese a todo, que el nombre de una vaya de aquí para allá resulta desconcertante. No me gustaba la idea de ser tema de conversación en los vestuarios de la policía local.
—¿Has averiguado algo? —dije.
—Poca cosa. Más tarde iré a la parte sur de State Street para ver a un tipo que tiene cierta información que me interesa. Pensé que quizá te gustaría dar un paseo. Una vieja amiga de Lorna suele alquilar la entrepierna en aquel barrio. Si la vemos, puedo presentártela…, si tienes ganas, claro.
El corazón me dio un vuelco cuando se desvanecieron las fantasías de irme pronto a dormir.
—Parece interesante. Te agradezco la oportunidad. ¿Cómo lo hacemos? ¿Me reúno contigo allí?
—Si lo prefieres, de acuerdo, pero tal vez sea mejor que pase a recogerte de camino. Voy a peinar una zona muy amplia y es difícil saber dónde estaré.
—¿Sabes dónde vivo?
—Claro —dijo, y me canturreó la dirección—. Estaré en tu casa a eso de las once.
—¿Tan tarde? —gemí.
—La acción no comienza hasta después de medianoche. ¿Hay algún problema?
—No, ninguno.
—Hasta luego entonces —dijo, y colgó.
Miré el reloj y comprobé con desesperación que aún faltaban cuatro horas para la cita. Lo único que quería era meterme entre las sábanas, pero no al precio de tener que levantarme poco después. Cuando estoy grogui, me gusta dormir como una marmota. Las cabezadas me dejan como con resaca, pero sin la libertad de repararla con un copazo ocasional. Si iba a estar por ahí con Cheney Phillips hasta las tantas, era preferible quedarme en vela. Y me dije que bien podía hacer alguna cosa mientras tanto. Me tomé dos tazas de café, aboné la cena a Rosie, cogí la cazadora y el bolso y salí a la noche.
El sol se había puesto a las seis menos cuarto y era probable que la luna no saliese hasta las dos. A aquella hora todo el barrio estaba despierto. Casi todas las ventanas resplandecían como si dentro se hubiera declarado un incendio. Las polillas se lanzaban en vano contra las bombillas de los porches. Febrero había hecho enmudecer a los insectos estivales, aunque aún oía cantar en la hierba a los grillos más voluntariosos y algún que otro pájaro nocturno. Por lo demás, reinaba el silencio. Hacía menos frío que la noche anterior y sabía por el periódico vespertino que el cielo iba a estar más cubierto aún. Soplaba viento del norte, agitando las secas hojas de las palmeras. Anduve la media manzana que había hasta mi casa y entré para comprobar si había llamado alguien en el ínterin.
No había nada en el contestador. Volví a salir para no ceder a la tentación de llamar a Cheney y cancelar la gran aventura nocturna. La verja chirrió con melancolía, frío metal que se quejaba de mi partida. Subí al coche, giré la llave de contacto y encendí la calefacción en cuanto el motor se puso en marcha. El aire caliente tardaba en salir, pero necesitaba creerme cómoda y a gusto.
Fui por la 101 durante un kilómetro y salí por el acceso de Puerta Street. El St. Terry Hospital estaba a dos manzanas de distancia. Encontré sitio para aparcar en una travesía, cerré el coche con llave y recorrí andando la media manzana que había hasta la entrada principal. Las horas de visita no comenzaban oficialmente hasta las ocho, pero esperaba que la enfermera jefe de la unidad de cardiología fuese un poco flexible con las normas.
Las puertas de vidrio se abrieron al acercarme. Dejé atrás la cafetería, que está a la izquierda del vestíbulo, y sus sillones repartidos en grupos. Algunos internos, vestidos con bata y zapatillas, habían preferido bajar para estar un rato con la familia y las amistades. Era como una sala de estar muy grande, cómodamente amueblada, decorada con cuadros de pintores locales y amenizada por la música ambiental. El olor del vestíbulo no era desagradable, pero me recordaba los malos tiempos. Mi tía Gin había muerto allí una noche de febrero, hacía más de diez años. Corrí un tupido velo para exorcizar la imagen y todos los recuerdos asociados a ella.
La tienda de los regalos estaba abierta y entré a echar un vistazo. Quería comprarle una chuchería al teniente Dolan, pero no se me ocurría nada. Los ositos de trapo y los albornoces no acababan de convencerme. Al final compré una chocolatina de tamaño gigante y el último número de People. Entrar en una habitación de hospital siempre es más fácil con un regalo en la mano, ya que amortigua la intrusión en los secretos íntimos de la enfermedad. Por lo general no resuelvo asuntos laborales con un hombre en pijama.
Me detuve en información el tiempo suficiente para que me dijeran el número de su habitación y cómo se llegaba a la unidad de cardiología, y recorrí un laberinto de pasillos en busca de los ascensores del ala oeste. Pulsé el botón del segundo piso y salí a una aireada sala con mucha luz y un reluciente suelo, blanco como la nieve. Giré a la izquierda y entré en un corto pasillo. La sala de espera de la unidad de cardiología estaba a la derecha. Miré por el ventanuco de la puerta. La sala, que estaba vacía, era un auténtico derroche: una mesa redonda, tres sillas, dos sofás de dos plazas, un televisor, un teléfono de monedas y varias revistas. Me dirigí a la puerta que daba acceso a la unidad de cardiología. En la pared había un teléfono y al lado un rótulo que aconsejaba pedir permiso para entrar. Respondió una enfermera o una funcionaría y dije que quería ver al teniente Dolan.
—Un momento, voy a consultarlo.
Se produjo una pausa, transcurrida la cual se me permitió la entrada. Lo curioso de la enfermedad es que se parece muchísimo a lo que se había esperado. Ya lo hemos visto todo en la tele: la actividad del cuarto de los enfermeros, los carritos y los aparatos para ayudar a los imposibilitados. Los enfermeros y enfermeras de la unidad de cardiología solían llevar ropa de calle, cosa que relajaba la atmósfera y la hacía menos hospitalaria. Había cinco o seis, todos jóvenes y muy simpáticos. El personal médico supervisaba las constantes vitales desde un solo centro de operaciones. Me quedé unos momentos en el mostrador y contemplé los latidos de ocho corazones, una serie de verdes hipos puntiagudos que desfilaban por las pantallas alineadas en una consola.
El ala estaba decorada con colores sudoccidentales: rosas sucios, azules celestes apagados y verdes claros y fríos. Las puertas de las habitaciones, de vidrios deslizantes, eran visibles desde el cuarto de los enfermeros y tenían unas cortinas que podían correrse cuando se quería intimidad. El clima de la unidad era limpio y tranquilo como un desierto: nada de flores ni de plantas artificiales, y todas las superficies eran lisas y sobrias. Los cuadros de las paredes eran vistas del desierto, montañas que se elevaban en la lejanía.
Pregunté por el teniente Dolan y el enfermero me señaló el pasillo.
—Segunda puerta a la izquierda —dijo.
—Gracias.
Me detuve en la puerta de la habitación del teniente Dolan, una estancia limpia y acorde con las exigencias actuales. La cama era estrecha como la de un monje. Lo había visto con frecuencia en el trabajo, con un arrugado traje gris, irritable, agobiado y muy eficaz. Allí parecía más pequeño. Vestía una informe bata de algodón de color apastelado, manga corta y botones en la espalda. Llevaba barba de un día, una erizada rastrojera gris que le cubría las mejillas. Vi la cansada y curtida carne de su cuello, los musculosos brazos que ahora parecían delgados y flojos. En una columna que llegaba hasta el techo y que se alzaba junto a la cabecera de la cama estaban todos los instrumentos necesarios para vigilar su estado. Tenía cables pegados al pecho que estaban enchufados a la columna, donde había un monitor por el que desfilaban sus constantes vitales igual que una serpentina. Estaba leyendo el periódico, con las gafas de media luna apoyadas en la punta de la nariz. Tenía puesto un gota a gota. Cuando me vio, dejó el periódico y se quitó las gafas. Dio un tirón a la sábana para cubrirse los pies. Me hizo una seña para que me aproximara.
—Mira quién ha venido. ¿Qué te trae por aquí? —Se pasó la mano por el pelo, raleante en los puntos más optimistas y en aquellos momentos como pegado al cráneo con sudor. Se incorporó en la cama, la parte superior de cuyo somier aparecía levantada un tanto. La pulsera de plástico del hospital hacía que su muñeca tuviera un aspecto frágil, pero no parecía enfermo. Era como si lo hubiese sorprendido un domingo por la mañana haraganeando en pijama antes de ir a misa.
—Cheney me ha dicho que estaba usted aquí y se me ha ocurrido hacerle una visita. Espero no haberle interrumpido la lectura del periódico.
—Lo he leído ya tres veces. Estoy tan desesperado que he devorado hasta los anuncios. Un tipo llamado Erroll quiere que una tal Louise lo llame; lo digo por si los conoces.
Sonreí con deseos de que se recuperase y sabiendo que habría tenido peor aspecto si hubiese estado en su lugar. Le tendí la revista.
—Para usted —dije—. Supongo que su estado no le prohíbe una sobredosis de chismorreo. Si está realmente aburrido, siempre puede hacer el crucigrama del final. ¿Cómo se encuentra? Tiene buen aspecto.
—Me encuentro bien. Estoy recuperándome. El médico dice que me sacarán mañana de la unidad y eso parece buen indicio. —Se rascó la lija de la barbilla—. He aprovechado para no afeitarme. ¿Qué pinta tengo?
—Desastrosa —dije—. Podría dedicarse al vagabundeo en cuanto le den el alta.
—Anda, acerca una silla y siéntate. Quita eso de ahí.
Sobre la silla del rincón había unas cuantas revistas y el resto del periódico. Hice a un lado el montón y arrastré la silla hacia la cama, consciente de que ambos recurríamos a movimientos inútiles y subterfugios para ocultar el desasosiego de fondo.
—¿Qué le han dicho sobre volver al trabajo?
—No quieren tocar el tema, pero supongo que habrá que esperar un poco. Dos, tres meses. Por lo que dice todo el mundo, los tengo cagados de miedo. Joder, Tom Flowers acabó haciéndome la respiración boca a boca. No lo olvidará mientras viva. Tuvo que ser un espectáculo digno de verse.
—Pero usted todavía está vivo y coleando.
—Eso sí. Bueno, ¿y cómo estás tú? Cheney me ha contado lo de Janice Kepler. ¿Va bien la cosa?
Me encogí de hombros.
—Creo que sí. Llevo en ello menos de veinticuatro horas. Tengo que encontrarme con Cheney más tarde. Va a peinar la parte sur de State Street en busca de un confidente y se ha ofrecido a identificar a una colega de Lorna mientras pasea por la zona.
—Danielle, sin duda —dijo—. Hablamos con ella en su momento, pero fue de poca ayuda. Ya conoces a esas chicas. Llevan una vida peligrosa. Todas las noches contactando con desconocidos. Sube a un coche y sabrás lo que es pensar que puede ser el último paseo de tu vida. Y encima nos toman por enemigos. No sé por qué hacen lo que hacen. Idiotas no son.
—Están desesperadas.
—Imagino que sí. Santa Teresa no es nada comparada con Los Angeles, pero aun así es cosa seria. No tienes más que fijarte en una chica como Lorna. Es absurdo.
—¿Tiene una teoría sobre quién la mató?
—Ojalá. Era una chica solitaria. No intimaba con la gente. Su estilo de vida era demasiado anticonvencional para la mayoría.
—Y que lo diga. ¿Le han contado lo del vídeo?
—Cheney lo sacó a relucir. Deduzco que lo has visto. Seguramente le echaré una ojeada, por si reconozco a los actores.
—Será mejor que espere a estar en casa. Se le aceleraría el corazón. Janice Kepler me dio una copia. Sufre manía persecutoria y me hizo jurar que protegería el secreto con la vida. No he pasado por los sex-shops, pero seguro que hay una docena de copias en circulación. Según la carátula, parece que se fabricó en algún punto de Bay Área.
—¿Piensas ir?
—Me gustaría. Valdría la pena intentarlo, siempre que convenza a Janice.
—Dice Cheney que quieres ver las fotos del escenario del crimen.
—Si usted no se opone. He visitado la cabaña esta tarde, pero hace meses que está vacía. Me gustaría saber qué aspecto tenía cuando se encontró el cadáver.
Frunció el entrecejo con malestar.
—No hay inconveniente en que veas las fotos, pero será mejor que te prepares. Es el peor caso de descomposición que he visto en mi vida. Tuvimos que hacer las pruebas de toxicología con la médula ósea y con los pedacitos de hígado que pudimos recuperar.
—¿No hay duda de que era ella?
—Ninguna en absoluto —dijo. Volvió los ojos al monitor y seguí su mirada. Los latidos se le habían acelerado y la raya verde parecía hierba despeinada vista de perfil—. Que el recuerdo de una cosa así pueda producir reacciones físicas al cabo de los meses me deja boquiabierto.
—¿La vio con vida en alguna ocasión?
—No, pero es igual. No creas que no lo pasé mal viéndola tal como estaba. «En polvo te convertirás» habría sido un alivio. En fin, llamaré a los archivos para que te preparen las fotos. ¿Cuándo piensas recogerlas?
—Ahora mismo, si es posible. Cheney pasará a buscarme dentro de tres horas. Anoche me acosté tarde y no me tengo en pie. Mi única esperanza es mantenerme en movimiento.
—Tendrás las fotos esperándote cuando llegues.
Casi todas las secciones de Jefatura cierran a las seis. El laboratorio estaba cerrado y los agentes se habían ido ya a casa. En lo más recóndito del edificio, los funcionarios a cargo del 911 estarían aún al pie del cañón, atendiendo las llamadas urgentes. El mostrador principal, donde se pagan las multas de tráfico, estaba tan limpio como los listones de un buró de persiana; un rótulo decía que la ventanilla volvería a abrirse a las ocho de la mañana. La puerta de Archivos estaba cerrada, pero sabía que habría un par de funcionarios trabajando, seguramente informáticos introduciendo en la base de datos las novedades de la jornada. No había nadie en el pequeño mostrador de la entrada, pero me incliné sobre el mismo y asomé la cabeza por la esquina de la derecha, que era por donde se iba a Archivos.
Me vio un agente de uniforme e interrumpió la charla que sostenía con un funcionario de paisano. Avanzó hacia mí.
—¿Busca a alguien?
—He estado hablando con el teniente Dolan en el St. Terry. Él y el inspector Phillips me han autorizado a ver ciertos expedientes. Me dijo que me entregarían aquí unas fotos.
—Kepler, ¿no? El teniente acaba de llamar. Las tengo aquí mismo. ¿Quiere pasar?
—Gracias.
Apretó un botón y la puerta se abrió automáticamente. Entré en un pasillo y giré a la derecha. El agente reapareció en la puerta de Archivos e Identificación.
—Si quiere sentarse, tenemos una mesa aquí dentro.
Leí el expediente con atención, tomando notas ocasionales. Janice Kepler me había entregado un porcentaje de aquel mismo material, pero no las múltiples notas y memorandos interdepartamentales. Leí las declaraciones que la policía había tomado a Héctor Moreno, J. D. Burke y Serena Bonney, cuyo teléfono y dirección apunté en el cuaderno. Había entrevistas adicionales con la familia de Lorna, su antiguo jefe, Roger Bonney, y la misma Danielle Rivers que esperaba conocer en la parte sur de State Street aquella noche. Seguí apuntando direcciones y teléfonos. Era una información que podía conseguir por mi cuenta, pero ¿por qué perder el tiempo? El teniente Dolan había dado instrucciones relativas a que me dejaran fotocopiar lo que yo quisiera. Fotocopié un sinfín de páginas. Seguramente hablaría con muchas personas ya interrogadas y sería interesante cotejar las opiniones y comentarios actuales con los formulados en su momento. Por último me concentré en las fotos del escenario del crimen.
En cierto modo, cuesta saber qué es más sórdido, si la pornografía sexual o la pornografía del homicidio. Las dos hablan de violencia, de lo bajo y lo corrupto, de las humillaciones a que nos sometemos en el calor de las pasiones. Hay formas de sexualidad que se practican tan a sangre fría como un asesinato y formas de asesinato tan excitantes para el que lo ejecuta como un encuentro sexual.
La descomposición había borrado de la carne de Lorna Kepler casi todos los rasgos identificadores. Hasta las enzimas empotradas en sus células habían contribuido a pudrirla. El cadáver había sufrido como quien dice una invasión y el pequeño equipo de limpieza de la naturaleza, integrado por gusanos tan ligeros como copos de nieve y tan blancos como el hilo de coser, había trabajado a fondo. Tardé muchos minutos en mirar las fotografías sin estremecerme. Por fin conseguí distanciarme. En el fondo no era más que la realidad de la muerte.
Me interesaba el aspecto de la cabaña cuando había estado amueblada. Yo sólo la había visto vacía: mugrienta y descuidada, llena de moho y de arañas, y con el olor a rancio del abandono. Allí, a todo color y en blanco y negro, veía telas, mármoles de cocina llenos de objetos, cojines de sofá amontonados, sillas de madera de patas ahusadas. Vi un montón de cartas encima del sofá. Había algo de mal gusto en las inesperadas imágenes del espacio habitado por la difunta. Como si un invitado llegara demasiado pronto y viese la casa antes de que la anfitriona hubiera tenido ocasión de adecentarla.
Aparte de unas cuantas fotos destinadas a orientar al espectador, el tema principal de casi todas las instantáneas de veinte centímetros por veinte era el cadáver de Lorna. Yacía boca abajo. La postura era la de una persona que duerme, con los miembros encerrados en el clásico perfil de tiza que indica la posición de los cadáveres en las películas de la tele. Nada de sangre, nada de vómito. Costaba imaginar lo que hacía la muchacha en el momento de sucumbir: ir a abrir la puerta, correr hacia el teléfono. Yacía en bragas y sostén, con la ropa de deporte en un montón desordenado junto a ella. El largo pelo negro, un manojo de mechas revueltas, aún conservaba el brillo. A la luz del flash resplandecían los pequeños gusanos blancos como un rocío de perlas de bisutería. Metí las fotos en el sobre marrón y me lo guardé en el bolso.