El estudio se había construido incorporando a la casa la mitad de un garaje de dos plazas. Se había cubierto el suelo original de hormigón encajando planchas de vinilo que imitaban la textura del roble. A pesar de que había alfombra, la habitación olía a aceite de motor y a accesorios automovilísticos oxidados. Había sido amueblado con un sofá cama, una mesita de café, cuatro sillones, un taburete bajo acolchado y un carrito con ruedas para el televisor. En un rincón había un archivador y un escritorio totalmente lleno de papeles. Todos los muebles parecían adquiridos en una tómbola benéfica: fundas de tejido desparejado, tapicería raída, desechos ajenos a los que se daba otra oportunidad en la vida.
Mace se apoltronó en un viejo sillón articulado de color marrón y accionó el mecanismo que levantaba la sección de los pies. Tenía la dentadura moteada de caries. La carne de la mandíbula inferior se le había aflojado con los años y había formado sendos paréntesis a ambos lados de la boca. Agarró el mando a distancia de la tele, apretó el botón del sonido y fue cambiando de canal hasta que encontró uno en que trasmitían un partido de baloncesto. Los muchachos iban y venían en silencio por la cancha, saltaban, caían y se daban empujones. Si se hubiera devuelto el sonido al aparato, seguro que habría oído los agudos chirridos del calzado de goma sobre el suelo de madera. La pelota se metía en la canasta como si esta estuviese imantada, sin tocar el aro metálico la mitad de las veces.
Me instalé en el taburete acolchado sin que me invitaran y de forma que el hombre me tuviese delante de los ojos.
—Supongo que Janice le habrá contado nuestra conversación de anoche. —Estaba preparada para emitir ruidos apaciguadores acerca de la intervención de Lorna en la película porno. Mace permaneció callado. Se emitió un anuncio de comida rápida y una hamburguesa a todo color, de treinta centímetros por cincuenta, llenó la pantalla. Las semillas de sésamo parecían granos de arroz y de los bordes del panecillo colgaba tentadoramente una loncha de queso de color naranja claro. Vi que Mace tenía los ojos fijos en la imagen. Siempre he sabido que no soy tan atractiva como un buen ladrillo de carne picada, pero era deprimente ver que no me prestaba la menor atención. Moví la cabeza hacia la izquierda para entrar en su campo visual.
—Me ha dicho que quiere contratarla para que investigue la muerte de Lorna —dijo como si alguien situado a mis espaldas le hubiese hecho una señal.
—¿Y qué piensa usted?
Se puso a tamborilear con los dedos en el brazo del sillón.
—Es cosa de Janice —dijo—. No quiero parecer grosero, pero mi mujer y yo no opinamos lo mismo sobre el tema. Ella cree que mataron a Lorna, yo no estoy tan seguro. Puede que fuese un escape de gas. O que se intoxicara con el monóxido de carbono de una estufa de leña. —Tenía la voz fuerte y las manos grandes.
—¿Había estufa de leña en la cabaña de Lorna? Tenía la impresión de que se trataba de una vivienda más bien inhóspita.
Le cruzó la cara una mueca de impaciencia.
—Lo mismo replica Janice. Lo toma todo en sentido literal. Lo he dicho a modo de ejemplo. Todo lo que había en la cabaña o estaba estropeado o era viejo. Basta con que haya un calentador defectuoso para que exista la posibilidad de peligro. Y ahí es adonde quiero ir. Para mí es lo más lógico del mundo. Me gano la vida con esas cosas, caramba.
—Tengo entendido que la policía investigó la posibilidad de que hubiese habido un escape.
Desestimó la observación encogiendo un hombro carnoso y esbozando una mueca.
—Me hice daño en la espalda mientras sacaba una cañería empotrada —dijo—. No sé lo que hizo la policía. La cuestión es que, en mi opinión, habría que olvidarse de una vez de este asunto. Especular si fue o no asesinato es otra forma de seguir hablando al respecto. Yo quería a mi hija. Era casi tan perfecta como se puede ser. Una criatura dulce y hermosa, pero está muerta y nada podrá cambiar la situación. Aún nos quedan dos hijas y tenemos que dedicarnos a ellas. Contratar abogados y detectives es añadir gastos inútiles a la tristeza.
Tenía enhiestas mis orejas interiores. ¿No había enfados, ni una sola protesta, ni una alusión a frustraciones y meteduras de pata? La licenciosa conducta de Lorna no la convertía para mí en una criatura «casi perfecta», sino más bien en un pendón. Ser extravagante no era reprobable de por sí, pero «dulce» no era precisamente la primera palabra que me venía a la cabeza a la hora de calificarla.
—Puede que necesiten seguir hablando del asunto —dije—. Ya dije a su mujer que usted tenía que estar de acuerdo.
—Bueno, pues no estamos de acuerdo. En mi opinión, mi mujer tiene la cabeza como una olla de grillos, pero si eso es lo que quiere, no tengo inconveniente en acceder. Afrontaremos juntos lo que haga falta. Si ella se siente mejor así, no interferiré, pero eso no significa que esté de acuerdo con ella.
Madre mía. Habría que verle la cara cuando le enseñara la minuta. No me gustaría que la discusión me cogiera en medio.
—¿Qué me dice de Trinny y Berlyn? ¿Lo ha hablado con ellas?
—No es asunto de ellas. Aquí sólo tomamos decisiones Janice y yo. Las niñas viven en la casa, pero somos nosotros quienes pagamos los recibos.
—Perdone, pero lo que le pregunto es cómo han afrontado la muerte de Lorna.
—Ah. Mire, no solemos a hablar mucho del tema. Tendrá que preguntárselo a ellas directamente. Mi intención es que nos olvidemos de lo que pasó, no que nos tenga en vilo continuamente.
—Hay personas que se desahogan hablando. Es una forma de reciclar lo que se ha vivido.
—No quisiera parecer un hombre sin sentimientos, pero opino todo lo contrario. Creo que hay que olvidar cuanto antes y seguir viviendo.
—¿Le importa que hable con ellas?
—En mi opinión, eso es asunto de ellas y de usted. Son personas adultas. Si ellas están de acuerdo, puede usted hablar cuanto quiera.
—Puede que lo haga antes de irme. No es necesario que hablemos hoy, aunque preferiría cambiar impresiones con ellas en breve. Siempre cabe la posibilidad de que Lorna les confiara algo significativo.
—Lo dudo, pero puede usted preguntarles.
—¿Qué horario de trabajo tienen?
—Berl atiende el teléfono de casa de ocho a cinco. Tengo un teléfono móvil y me avisa cuando hay alguna urgencia. Me lleva los libros, paga las facturas y trata directamente con los bancos. Trinny está buscando empleo. Se le acabó el contrato el mes pasado y es por tanto la que tiene más tiempo libre.
—¿A qué se dedica?
Los anuncios habían terminado y volvió a fijarse en la pantalla. Dos antiguos deportistas vestidos con traje y corbata comentaban el partido. No repetí la pregunta, pensando que podía formulársela personalmente a la interesada.
Llamaron a la puerta del estudio y Janice asomó la cabeza.
—Ah, hola. Trinny me ha dicho que estaba usted aquí. Espero no interrumpir. —Entró en la habitación, cerró a sus espaldas e impregnó el ambiente de un olor a gel de baño, desodorante y pelo húmedo. Llevaba una camisa a cuadros rojos y blancos y un ceñido pantalón rojo de poliéster—. Suelo ponerme una especie de uniforme para ir al trabajo —dijo, al advertir mi mirada. Poliéster o no, iba más elegante que yo—. ¿Le han ofrecido ya algo de beber? —Me sorprendió no verla sacar el cuaderno y el bolígrafo.
—Gracias, pero no es necesario. Ya me lo preguntó Mace al llegar. —Metí la mano en el bolso y saqué el contrato, que puse sobre la mesita del café—. He traído esto. Espero no haberle interrumpido los preparativos de la cena.
Sacudió la mano.
—No se preocupe. Ya se encarga Trinny. Desde que se quedó sin trabajo, es como si me hubieran puesto criada. No cenamos hasta las ocho, aunque ya falta poco, dicho sea de paso. ¿Qué tal le fue? Espero que haya dormido a gusto. Parece usted cansada.
—Lo estoy, pero ya me recuperaré esta noche. No sé cómo aguanta usted el turno de noche. A mí me mataría.
—Ya estoy acostumbrada. En realidad lo prefiero. De noche los clientes son completamente distintos. Por cierto, sigue en pie lo de invitarla a un café; lo digo por si pasa por allí cuando estoy de servicio. —Cogió el contrato, que era un sencillo documento de una sola página donde se detallaban las condiciones del acuerdo—. Lo leeré antes de firmar. ¿Cómo se paga esto? ¿Por horas o hay un precio global?
—Cincuenta dólares la hora más gastos —dije—. Todas las semanas remitiré un informe escrito. Nos comunicaremos por teléfono siempre que lo estimen conveniente. El acuerdo permite que mis servicios y los gastos lleguen en total a cinco mil dólares. Si se rebasa esa cantidad, lo negociaremos en el momento oportuno. Entonces serán ustedes libres de prorrogar el contrato o darlo por finalizado.
—Seguramente querrá un anticipo. ¿No es así como se hace?
—En términos generales —dije. Discutimos los pormenores durante unos minutos, mientras Mace veía el partido.
—A mí me parece que está bien. ¿Qué dices tú, cariño? —Alargó el contrato al marido, pero este no le hizo el menor caso. Janice se volvió a mí—. Vuelvo enseguida. Tengo el talonario en la otra habitación. ¿Le parece bien mil dólares?
—Me parece estupendo —dije. Salió del estudio y me volví a Mace—. Me ahorrarían tiempo si me dijeran el nombre y la dirección de las amistades de Lorna.
—No tenía amistades. Tampoco enemistades, que nosotros sepamos.
—¿Y el propietario de la cabaña? Me gustaría saber su dirección.
—Mission Run Road, veintiséis. Se llama J. D. Burke. Lorna vivía en la parte trasera de su finca. La llevará gratis si se lo pide con amabilidad.
—¿Se le ocurre algún motivo por el que quisieran matarla?
—Ya le he dicho lo que pienso —dijo.
Janice llegó en aquel momento y oyó lo que decíamos.
—No le haga caso —dijo—. Es un cascarrabias. —Y dio al marido una palmada en la cabeza—. A ver si sabes comportarte.
Tomó asiento en el sofá cama con el talonario en la mano. A juzgar por el vistazo que di a la matriz del talonario, parecía haber transcurrido un año desde la última resta. Por lo visto, a Janice le gustaba suprimir los decimales en beneficio del dólar más a mano, procedimiento por el que todas las cantidades terminaban en cero centavos. Rellenó el cheque, lo arrancó y me lo alargó tras anotar el número de serie y la cantidad. A continuación, estampó su firma al pie del contrato y se lo pasó al marido. Mace cogió el bolígrafo y firmó sin leer las condiciones. Su sola actitud evidenciaba, no indiferencia, pero sí algo que se le parecía mucho. Llevo en este trabajo tiempo de sobra para intuir cuándo hay problemas, y me dije que tendría que sonsacar el dinero a Janice sobre la marcha. Si esperaba a presentar la minuta, por poco cuantiosa que fuera, Mace podía muy bien ponerse los calzoncillos por corbata y decir que él no pagaba.
Consulté el reloj.
—Tengo que irme —dije—. He quedado en la otra punta de la ciudad dentro de quince minutos. —Era mentira, claro, pero aquella gente empezaba a darme dolor de estómago—. ¿Me acompaña a la puerta?
Janice se levantó al mismo tiempo que yo.
—Con mucho gusto —dijo.
—Ha sido un placer —murmuré a Mace al dirigirme a la puerta.
—Sí, para mí también.
No vi a Berlyn ni a Trinny al cruzar la sala de estar. En cuanto salimos al porche, dije:
—¿Qué pasa aquí, Janice? ¿Le ha contado lo de la cinta? No se comporta como si lo supiera y usted me juró que se lo diría.
—Bueno, sí, pero aún no he tenido ocasión. Cuando regresé esta mañana, ya se había ido a trabajar. No he vuelto a verle hasta este momento. Y no quería decir nada delante de Berlyn y Trinny…
—¿Por qué no? Tienen derecho a saber en qué estaba metida su hermana. Suponga que tienen información útil. Puede que oculten algo para no perjudicarles a ustedes.
—Ah. Pues no se me había ocurrido. ¿Lo cree usted de verdad?
—Siempre es posible.
—Supongo que podría decírselo, pero no me gusta la idea de empañar su recuerdo cuando es lo único que nos queda.
—Puede que en el curso de la investigación averigüe cosas peores.
—Dios mío, ojalá no. ¿Por qué lo dice?
—Señora, aclaremos una cosa. Mi trabajo no será eficaz si sigue usted jugando.
—Yo no estoy jugando —dijo con algo de indignación.
—Desde luego que sí. Por ejemplo, podría dejar de hacerse la inocente en lo que se refiere a Lorna. El policía con el que he hablado dice que usted sabía a qué se dedicaba su hija porque se lo contó personalmente.
—¡No es verdad!
—Oiga, no voy a caer en la trampa de «fue así, no fue así». Me limito a decirle lo que él me contó.
—Bueno, pues es un embustero y ya puede ir a contarle que se lo he dicho yo.
—Tramitaré su queja. La cuestión es que usted me prometió contarle a Mace lo del vídeo. Ha sido una suerte que no abriera yo esta bocaza y metiera la pata hasta la ingle. A punto he estado de sacarlo a relucir.
—Pues no habría pasado nada —dijo con cautela, confundiendo al parecer mi afirmación con una amenaza.
—A usted no le habría pasado nada. Como parece que no le caigo bien, qué importancia tiene, ¿verdad? Pero imagínese su reacción. No, gracias. Es asunto suyo, señora, y será mejor que se dé prisa.
—Se lo diré durante la cena.
—Cuanto antes mejor. No me ponga en la incómoda situación de saber más que él. Pensará que se le toma por subnormal.
—Le he dicho que me ocuparé del asunto —dijo. Se había vuelto distante, pero me traía sin cuidado.
Y con aquella ligera tensión nos despedimos. Pasé por el banco mientras cruzaba la ciudad e ingresé el cheque. No estaba segura de que no fueran a devolvérmelo y si hubiera tenido dos dedos de frente, me habría quedado cruzada de brazos hasta que el banco me notificase el ingreso. Mi intención era volver a casa. El ocaso de febrero había acumulado las sombras bajo los árboles. Pensé con añoranza en una cena temprana y en un sueño reparador que durase toda la noche. Pero como soy así de eficaz, di un rodeo hasta Mission Run Road para ver al antiguo casero de Lorna. Si estaba en casa, charlaríamos un rato. Si estaba fuera, le dejaría una tarjeta de visita con una nota en que le rogaría que me llamase por teléfono.
La casa era un edificio Victoriano de dos plantas: madera blanca con contraventanas verdes y porche corrido. Al igual que muchas casas parecidas de Santa Teresa, sin duda había sido la residencia principal de algún latifundista, ya que se alzaba en una zona actualmente céntrica pero que antaño había estado en los aledaños de la población. Imaginé la parcelación de huertos y campos, el paulatino engrandecimiento de ciertas fincas mientras un propietario tras otro ingresaba dinero en el banco. Lo que quedaba en la actualidad era sin duda menos de tres hectáreas pobladas de árboles añejos y de cobertizos reciclados para otros usos.
Oí voces al adentrarme en el camino de acceso, una masculina, otra femenina, las dos encolerizadas, aunque el tema de discusión no llegaba a mis oídos. Sonó un portazo. El hombre gritó no sé qué, pero ya sin objeto. Subí los peldaños de madera cubiertos de una pintura gris que se descamaba. La puerta de la calle estaba abierta, pero no el cancel de tela metálica. Llamé al timbre. Vi linóleo en el vestíbulo y a la derecha escaleras que subían al primer piso. Un sector del vestíbulo estaba separado del resto mediante dos biombos de acordeón, uno junto a la escalera y el otro delante de la puerta que daba a la cocina. Burke tenía un cachorro o un niño, no habría sabido decirlo. Había luz hacia el fondo de la casa. Volví a pulsar el timbre. Un hombre respondió desde la cocina y apareció con un paño colgado del cinturón. Encendió la luz del porche y se quedó mirándome.
—¿Es usted J. D. Burke? —pregunté.
—El mismo. —Sonreía con indecisión. Estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta y tenía la cara magra y la dentadura en perfecto estado, aunque con una ligera melladura en un incisivo, así como profundas arrugas a ambos lados de la boca y patas de gallo en los ojos.
—Soy Kinsey Millhone, investigadora privada. La madre de Lorna Kepler me ha contratado para que investigue la muerte de la joven. ¿Me concedería usted unos minutos?
Miró a sus espaldas y se encogió de hombros.
—Desde luego, mientras no le importe verme cocinar. —Descorrió el pestillo del cancel y lo abrió para dejarme pasar—. La cocina está aquí mismo. Procure no tropezar —añadió. Sorteó una serie de bloques de plástico mientras avanzaba por el vestíbulo—. Mi mujer dice que los parques producen claustrofobia a los niños y prefiere que Jack juegue aquí, donde podamos vigilar lo que hace. —Advertí que Jack había embadurnado con crema de cacahuete todos los balaustres de la escalera que había tenido al alcance.
Seguí a J. D. por un pasillo frío como el hielo que la caoba y el ennegrecido papel de la pared contribuían a oscurecer. Me pregunté si los expertos en arte habrían sabido sacar brillo a los barnices rascando el hollín y restaurando la prístina claridad de los colores como suele hacerse con los cuadros antiguos. Por otra parte, ¿cuánto color podían recuperar las rosas pardas?
La cocina era fruto del deprimente intento de «modernizar» lo que sin duda había sido al principio un porche donde se hacía la colada. Los mármoles se habían cubierto con linóleo y bordeado con una llanta metálica que había atesorado ya un ribete de porquería gris. A los armarios de madera se les había dado una gruesa mano de pintura verde cieno. La cocina y el frigorífico parecían nuevos, incongruencias blancas que se comían el espacio. Había una mesa de roble y dos sillas en un recodo, un mirador con bancos empotrados que daba a un patio sumido en confusión. En la cocina por lo menos hacía más calor que en el pasillo por el que habíamos llegado.
—Siéntese.
—Es igual, gracias. No voy a quedarme mucho rato —dije. Sinceramente, me daba grima confiar las posaderas a unos asientos cubiertos de pegajosas huellas dactilares. Un humano de baja estatura, probablemente Jack, había recorrido el lugar dejando tras de sí un zócalo de mermelada de uva que llegaba hasta la puerta trasera, que daba a un pequeño porche acristalado.
J. D. se inclinó sobre la encimera y avivó el fuego que ardía bajo una sartén de mango largo, mientras me apoyaba en la jamba de la puerta. Tenía el pelo castaño claro, raleante en la parte superior y un poco apelmazado tras las orejas. Llevaba camisa azul de faena, tejanos descoloridos y botas cubiertas de polvo. En el mármol adyacente, al lado de un montoncito de ajos y cebollas troceados, había un envoltorio de papel blanco con los garabatos que suelen hacer los carniceros con lápices bicolores. Echó aceite de oliva en la sartén. Me gusta ver cocinar a los hombres.
—¡J. D.! —exclamó una mujer en la parte delantera de la casa.
—¿Sí?
—¿Quién hay en la puerta?
Miró al pasillo que se extendía a mis espaldas y me volví al oír acercarse a la mujer.
—La señora es una detective que investiga la muerte de Lorna. Leda, mi mujer. Lo siento, pero he olvidado su nombre. —Cuando el aceite estuvo caliente, recogió los ajos y cebollas desmenuzados y los echó en la sartén.
—Kinsey Millhone —dije, dirigiéndome a la mujer—. Mucho gusto.
Nos dimos la mano. Leda era una criatura exótica e infantil que apenas le llegaba a la cintura al marido y que seguramente tenía la mitad de años que él. No aparentaba más de veintidós o veintitrés abriles con aquella carita de diablillo frágil que tenía. Los dedos que me había ofrecido estaban fríos y su apretón había sido pasivo.
—Bueno, puede que conozca usted al padre de Leda —dijo Burke—. También es investigador privado.
—¿En serio? ¿Cómo se llama?
—Kurt Selkirk. Está ya medio jubilado, pero estuvo en activo durante muchos años. Leda es su hija menor. Tiene otras cinco calcadas a ella, toda una colección de mujeres.
—Claro que conozco a Kurt —dije—. Cuando lo vean, salúdenlo de mi parte. —Kurt Selkirk se había ganado la vida durante muchos años vigilando a la gente por medios electrónicos y tenía fama de cabrón. Desde el Decreto 90/351 de junio de 1968, «quien a sabiendas utilizare, incitare a utilizar o facilitare a otra persona el uso o los medios para utilizar cualquier aparato electrónico, mecánico o de otras características para interceptar comunicaciones verbales de cualquier clase» podía ser castigado con una multa de hasta 10.000 dólares o con cinco años de prisión como máximo. Yo sabía perfectamente que Selkirk se había arriesgado de manera habitual a sufrir ambas condenas. Muchísimos detectives que tenían su edad se habían embolsado de jóvenes un buen fajo de dólares pinchando teléfonos de esposas infieles. La despenalizadora legislación sobre el divorcio había transformado bastante el panorama en los últimos tiempos. En su caso, la decisión de retirarse se debía sin duda a demandas judiciales y a las amenazas de la administración. Me alegraba que hubiera abandonado el oficio, aunque no lo dije, como es lógico—. ¿En qué trabaja usted? —pregunté a J. D.
—Soy electricista.
Leda, con una ligera sonrisa en los labios, pasó junto a mí envuelta en una nube de perfume almizcleño. Los bueyes de los alrededores se habrían puesto calientes. Se había maquillado a conciencia: sombra negra de ojos, rímel negro y cejas depiladas hasta formar dos arcos de trazo fino. Tenía la piel muy blanca y huesos delicados como los de un pájaro. Vestía una blusa larga, blanca y sin mangas, con un escote que permitía verle los huesos del pecho, y pantalones blancos a la turca, de una gasa que le transparentaba las delgadas piernas. No podía creer que no tiritase de frío. Las sandalias eran de las que me sacan de quicio, con finas tiras de cuero entre los dedos.
Se dirigió al porche acristalado, donde concentró la atención en un niño pequeño y con el vientre fajado, que levantó de un carrito de mimbre. Llevó a la criatura a la mesa de la cocina y tomó asiento en el banco de madera. Se desnudó el magro pecho izquierdo, cuyo pezón empotró en la boca de la criatura como si esta fuese un aparato de ordeñar. Yo no había detectado ningún sonido en la criatura, aunque era posible que hubiese emitido señales audibles sólo para la madre. El pequeño Jack estaba seguramente en otro sitio, pintando manualmente con el contenido del pañal.
—Tenía intención de ver la cabaña de Lorna, pero no sabía si la habían vuelto a alquilar. —Advertí que Leda me observaba con atención mientras me dirigía a su marido.
—La cabaña está vacía. Puede ir por la parte de atrás, si quiere. No ha habido manera de alquilarla desde que se encontró el cadáver. Los rumores corren y nadie quiere poner los pies allí, sobre todo por el estado en que se encontraba la chica. —Burke arrugó la nariz con asco exagerado.
—¡J. D.! —exclamó Leda avergonzada, como si el marido hubiese hecho un ruido feo con el culo.
—Es la verdad —dijo el hombre. Abrió el envoltorio de la carnicería y cogió un montón de carne picada de vacuno, que echó en la sartén, encima del sofrito. Se puso a partir la masa de carne con la paleta. Podían identificarse aún los prietos y grasientos cordones en que se había convertido la carne al salir por los agujeros de la picadora. Parecían gusanos. El caliente metal de la sartén oscurecía ya la base rojo pálido del montón de carne. En aquel punto y hora renegué de la carne. Lo juro por Dios.
—¿Y no puede modificar el lugar?
—En este momento no tengo el dinero y seguramente serviría de poco. No es más que una chabola.
—¿Cuánto pagaba Lorna?
—Trescientos al mes. Parece mucho, pero hay que tener en cuenta los alquileres que se pagan en la zona. En realidad es un estudio de un solo dormitorio, con una estufa de leña que acabé por llevarme. La gente se entera de que hay una casa vacía y te roban hasta las bombillas.
Como suele ocurrir con el típico propietario de inmuebles: la «chabola» se había elevado a la categoría de «estudio de un solo dormitorio».
—¿Vivió allí alguien antes que ella?
—No. Mis padres eran los dueños de toda la finca y cuando murió mi madre la heredé junto con unos pisos de la otra punta de la ciudad. Conocí a Lorna por mediación de terceros en la depuradora donde trabajaba. Hablamos una tarde y me dijo que buscaba un sitio discreto. Había oído hablar de la cabaña y quería verla. Se enamoró de ella. Le dije: «Está hecha un asco, pero si quieres repararla, por mí no hay inconvenientes». Se mudó dos semanas después sin haber hecho apenas cambios.
—¿Organizaba fiestas?
—Que yo sepa, no.
—¿Y amigos? ¿Iba mucha gente a la casa?
—No sabría decirle. Está situada al fondo de todo. De la travesía parte una especie de camino privado de tierra. Si quiere usted verla, tendrá que dar la vuelta y entrar por allí. Antes era el sendero que dividía las dos zonas, pero ya no lo utilizamos y se ha cubierto de hierba. Yo casi nunca me enteraba de si tenía compañía o no porque el follaje es muy espeso. En invierno veía luces a veces, pero no prestaba atención.
—¿Sabía usted que hacía la calle?
Burke me miró sin comprender.
—Prostitución —dijo Leda.
J. D. la miró y me miró.
—Lo que hiciese era asunto suyo. Jamás se me ocurrió entrometerme. —Si la revelación le había sorprendido, no se le notaba en la cara. La boca se le curvó en una mueca de escepticismo mientras seguía removiendo la carne—. ¿Quién se lo contó?
—Un inspector de la brigada anticorrupción. Por lo visto hay muchas putas que recorren hoteles de lujo frecuentados por hombres con dinero. Al principio ponía anuncios en la prensa, pero acabó independizándose.
—Si usted lo dice…
—Por lo que acaba usted de contarme, no traía aquí a los clientes.
—¿Por qué iba a hacerlo? Si se quiere impresionar a una persona, no se la lleva a una choza perdida en el bosque. Es mejor el hotel. De esa forma corre con los gastos de las bebidas y lo demás.
—Parece lógico —dije—. Sospecho que quería mantener intacta su vida privada, por eso es probable que no quisiera mezclar sus dos facetas. Hábleme del día que la descubrió.
—No fui yo. Fue otra persona —dijo—. Yo había estado fuera de la ciudad, había ido a pasar dos semanas en Lago Nacimiento. No recuerdo la fecha exacta. Llegué a casa y mientras repasaba los recibos y facturas que habían llegado durante mi ausencia, me di cuenta de que faltaba el cheque del alquiler de la cabaña. Llamé no sé cuántas veces, pero nadie cogía el teléfono. Dos días más tarde se presentó una mujer. Había tratado en vano de comunicarse con Lorna y al final se había dirigido a la cabaña para dejarle una nota. Nada más llegar percibió el hedor. Vino a nuestra casa para decirnos que avisáramos a la policía. Estaba convencida de que allí había un cadáver, pero pensaba que debía investigar yo primero.
—¿No habían notado nada antes?
—Había notado que algo olía mal, pero no me preocupó. Recuerdo que se quejó el que vive al otro lado de la calle, pero no creíamos que se tratase de nada humano. Alguna rata, tal vez un perro o un ciervo. Hay mucha fauna salvaje por aquí.
—¿Vio usted el cadáver?
—No. Yo no. No pasé del porche. Ni siquiera llamé. Mire, sabía que algo iba mal y no quería ser el que lo descubriera. Llamé al 911 y enviaron un coche patrulla. Incluso el agente lo pasó fatal. Tenía que ir con un pañuelo pegado a la boca. —Se dirigió a la despensa y cogió dos latas de tomate picado. Sacó el abrelatas de un cajón y se puso a abrir el primer envase.
—¿Cree usted que la mataron?
—Era demasiado joven para morir sin ayuda —dijo. Vació la primera lata en la sartén y abrió la otra. El olor especiado y dulzón del tomate se expandió por la cocina y me puse a pensar que la carne no era tan mala en el fondo. Lo que cocinan otros suele despertarme un hambre canina. Debía de ser un sustituto de la madre ausente.
—¿Alguna teoría?
—Ninguna.
Me volví a Leda.
—¿Y usted?
—La conocía muy poco. Instalamos un huerto en ese rincón de la finca y cuando iba a coger judías o guisantes la veía a veces.
—¿No tenían amigos comunes?
—La verdad es que no. J. D. conocía al jefe de Lorna en la depuradora. Por eso se enteró ella de que teníamos una cabaña en alquiler. No nos tratábamos al margen de esta circunstancia. A J. D. no le gusta intimar con los inquilinos.
—Desde luego. Antes de que te des cuenta, en vez del cheque del alquiler te dan excusas —dijo Burke.
—¿Y Lorna? ¿Pagaba puntualmente?
—No tuve quejas en ese sentido. Salvo al final —dijo—. De lo contrario, habría intervenido inmediatamente. Creo que si no hubiera pasado nada, me habría pagado.
—¿Conoció a algún amigo de la chica?
—Que yo recuerde, no. —Se volvió hacia Leda, quien negó con la cabeza.
—¿Alguna otra cosa que consideren de interés?
Los dos murmuraron adverbios de negación. Saqué una tarjeta de visita y apunté el teléfono de mi casa en el dorso.
—Avísenme si se les ocurre algo. Pueden llamar a cualquiera de los dos teléfonos. Tengo contestador en ambos. Voy a echar un vistazo a la cabaña. Si me asalta alguna pregunta, volveré.
—Cuidado con los bichos —dijo Burke—. Los hay como el puño de gordos.