Moreno había dejado entornada la puerta de la emisora. Entré y la puerta se cerró a mis espaldas, produciendo un chasquido. Vi que estaba en un vestíbulo mal iluminado. A la derecha de las puertas de un ascensor había un rótulo que decía K-SPL, con una flecha que apuntaba hacia las escaleras metálicas que estaban más a la derecha. Bajé por ellas, produciendo ruidos huecos con los zapatos de suela de goma. No había nadie en recepción, las paredes y el estrecho pasillo que se abría más allá estaban pintados de un melancólico matiz del azul y un extraño color verde alga, como el fondo de un estanque.
—Hola —exclamé.
No hubo respuesta. Seguía oyéndose música de jazz, dado que, como es lógico, la emisora llenaba los vacíos automáticamente.
—¡Hola!
Me encogí de hombros y avancé por el pasillo, mirando en cada cubículo que veía. Moreno me había dicho que estaría trabajando en el tercer estudio de la derecha, pero cuando llegué, el lugar estaba vacío. Seguía oyendo música por los altavoces, pero al parecer el individuo se había ausentado temporalmente. El estudio era pequeño y estaba alfombrado de envases vacíos de comida preparada y latas vacías de soda. Había en la consola una taza de café medio llena y que aún estaba caliente. De la pared colgaba un reloj del tamaño de la luna llena, con un segundero que avanzaba a saltos espasmódicos. Clic, clic, clic, clic. Jamás había visto pasar el tiempo de un modo tan preciso o tan implacable. Las paredes estaban insonorizadas y en algunos puntos había paneles de espuma plástica de color gris oscuro.
A mi izquierda, en un tablón de corcho, había multitud de dibujos y recortes de prensa clavados con chinchetas. Las paredes estaban forradas de estantes llenos de compactos, aunque había unos cuantos anaqueles reservados para los álbumes tradicionales y las cintas de casete. Hice un repaso visual del lugar como si fuera a jugar al veo-veo. Tazas de café. Altavoces. Una grapadora, un carrete de cinta adhesiva transparente. Botellas vacías de agua mineral cara: Evian, Sweet Mountain y Perrier. En el panel de control vi el interruptor del micro, osciladores, un arco iris de luces, una con un rótulo que decía «mono de dos pistas». Un intermitente verde y otro rojo. Un micrófono colgado de una jirafa parecía una estalactita de espuma plástica gris. Me imaginé pegando los labios a la superficie y modulando mi más seductor tono de voz en FM. «Hola, aves rapaces de la noche. Os habla Kinsey Millhone, que os trae el mejor jazz a la peor hora…».
Oí a mis espaldas que alguien se acercaba ruidosamente por el pasillo y asomé la cabeza con curiosidad. Héctor Moreno, con sus cincuenta y tantos años, avanzaba hacia mí apoyado en dos muletas. Tenía el pelo grasiento y gris y unos ojos castaños tan dulces como el caramelo. De cintura para arriba era colosal, pero desde las caderas se estrechaba hasta acabar en un par de piernas finas como palillos y cortas por añadidura. Llevaba un grueso jersey de algodón negro, pantalones anchos y zapatillas baratas. Le acompañaba un perrazo rojigualda de cabeza gorda, tórax macizo y lomos poderosos, un híbrido de Chow-chow probablemente, a juzgar por su cara de oso de peluche y el neumático de pelo que le rodeaba el cuello.
—Hola, ¿es usted Héctor? Kinsey Millhone —dije. El perro se puso visiblemente en guardia cuando alargué la mano.
Héctor Moreno se apoyó en una muleta el tiempo necesario para estrecharme la mano.
—Mucho gusto en conocerla —dijo—. Esta es Belleza. Tardará un rato en acostumbrarse a usted.
—Encantada —dije. Por mí, podía tardar lo que le quedase de vida.
La perra se había puesto a vibrar, pero no era un gruñido sino un murmullo sordo que emitía como si se le hubiese activado un motor en las profundidades del pecho. Héctor chascó los dedos y la perra enmudeció. Nunca me he llevado bien con los perros. Hacía sólo una semana me habían presentado a un cachorrillo que había alzado la pata automáticamente y me había mojado el zapato. El dueño se lo había reprochado a gritos, pero me había dado la impresión de que fingía, de que en realidad estaba contándole, entre bufidos y gruñidos, la historia del perro que confundió un zapato con una perra. Yo había acabado en el ínterin con una Reebok empapada y que olía a trasero canino, detalle que no escapó a Belleza, que no dejaba de mirarme el pie.
Héctor se impulsó hacia delante y entró en el estudio, respondiendo a la pregunta que la educación me había impedido formular.
—Me cayó encima un montón de piedras a los doce años, mientras hacía espeleología en Kentucky. La gente espera otra cosa después de haberme oído por la radio. Tome asiento. —Me sonrió e hice lo propio. Fui tras él y vi que dejaba las muletas y se instalaba en un taburete. Cogí el taburete que había en el rincón y lo acerqué al suyo. Advertí que Belleza se las arreglaba para situarse entre los dos.
Mientras Héctor y yo cambiábamos frases de presentación, la perra, cuya mirada iba de la cara de su dueño a la mía, nos observaba con aspecto de poseer una inteligencia casi humana. A veces jadeaba con expresión próxima a la sonrisa y sacudía la colgante lengua como si aludiese a algún sobreentendido que compartiera con su dueño. Movía las orejas mientras hablábamos, calibrando nuestro tono de voz. No me cabía la menor duda de que estaba lista para intervenir si no le gustaba lo que oía. De vez en cuando, como si respondiera a indicaciones que se me escapaban, encogía la lengua, cerraba la boca y se incorporaba con la ya mencionada vibración pectoral. Bastaba un ademán del amo para que se echase otra vez en el suelo, aunque entonces ponía cara de madurar alguna idea. Seguramente se entristecía cuando no le dejaban saborear carne humana. Héctor, que no le quitaba ojo, parecía complacido de su conducta.
—No confía en casi nadie. La saqué de la perrera, pero parece que cuando era pequeña la molían a palos.
—¿Está siempre con usted?
—Sí —dijo—. Es una buena compañera. Trabajo hasta tarde y cuando salgo del estudio no hay nadie en las calles. Salvo los chiflados. Siempre están al acecho. Preguntaba usted por Lorna. ¿Qué relación tiene con ella?
—Soy investigadora privada. La madre de Lorna me ha visitado hoy a primera hora de la noche y me ha dicho que investigue su muerte. No estaba satisfecha con las investigaciones de la policía.
—Que fueron como fueron —dijo—. ¿Ha hablado con el tal Phillips? Un imbécil donde los haya.
—Acabo de hablar con él. Lo han trasladado de Homicidios a Corrupción. ¿Le hizo algo?
—Hacer, hacer, no me hizo nada. Me refiero a su actitud. Detesto a los tipos como él. Fanfarrones que creen que el mundo les pertenece. Disculpe. —Introdujo una casete en una ranura, apretó un botón de la consola, se inclinó y se puso a hablar con voz tan melosa y aterciopelada como un helado de chocolate—. Acabamos de oír a Phineas Newborn y su piano en El sol de medianoche no se pone nunca. Os habla Héctor Moreno, que os manda un poco de magia desde K-SPELL. Ahora, treinta minutos seguidos de música, durante los que oiremos la incomparable voz de Johnny Hartman en una legendaria grabación con el John Coltrane Quartet. La revista Esquire dijo en cierta ocasión que era el mejor álbum de la historia. Lo lanzó la casa Impulse y se grabó el 7 de marzo de 1963, con John Coltrane de saxo tenor, McCoy Tyner al piano, Jimmy Garrison de bajista y Elvin Jones en la batería. —Pulsó una tecla, bajó el volumen del sonido que se oía en el estudio y se volvió hacia mí—. Dijera lo que dijese de Lorna, debería tomárselo usted con reservas.
—Me ha dicho que su vida tenía un lado oculto, pero eso ya lo sabía. No acabo de captar la imagen de conjunto y en ello estoy. ¿Hacía mucho que la conocía?
—Algo más de dos años. Fue poco después de encargarme de este programa. Antes vivía en Seattle, pero aquello me aburría. Un amigo de un amigo me habló de este trabajo.
—¿Tenía ya experiencia en la radio?
—En comunicaciones —dijo—. Producción radiofónica y televisiva; y un poco de vídeo, aunque nunca me interesó mucho. En realidad soy de Cincinnati, estudié en la universidad de allí, pero he trabajado en todas partes. El caso es que conocí a Lorna nada más venir a esta ciudad. Era un ave nocturna por naturaleza y solía llamar para formular peticiones. Entre los cambios de música y los anuncios, a veces hablábamos durante una hora. Empezó a venir al estudio, al principio una vez a la semana. Al final aparecía por aquí casi todas las noches. Entre las dos y media y las tres; traía café y doughnuts, y huesos para Belleza si había cenado fuera de casa. A veces pienso que era la perra lo que le gustaba. Tenían cierta afinidad psíquica. Lorna decía que habían sido amantes en otra existencia. Belleza sigue esperando su regreso. A las tres en punto sale a las escaleras y se queda allí con la mirada atenta. Y se pone a hacer con la garganta unos ruidos que partirían el corazón a cualquiera. —Cabeceó y ahuyentó la imagen con la mano, con extraña intransigencia.
—¿Cómo era Lorna?
—Complicada. En mi opinión era un alma bella y atormentada. Inquieta, desconectada, seguramente deprimida. Pero esto era sólo un aspecto. Estaba como escindida, una contradicción andante. No todo era tenebroso.
—¿Le daba al alcohol o a las drogas?
—Que yo sepa, no. Probó al principio, pero acabó dejándolo. A veces se sobreexcitaba. Hablando en plan analítico, yo la habría calificado de maníaco depresiva, pero era mucho más que esto. Era como si hubiese librado una batalla interior y a la postre hubiese vencido el lado negativo.
—A todos nos ha pasado, ¿no cree?
—A mí sí, puedo asegurárselo.
—¿Sabía que intervino en una película pomo?
—Eso me dijeron. No la he visto, pero tampoco era ningún secreto.
—¿Cuándo se filmó? ¿Tal vez poco antes de su muerte?
—No sabría decirle. Pasaba fuera de la ciudad muchos fines de semana, en Los Ángeles, en San Francisco. Puede que fuera durante una de estas escapadas. La verdad es que no lo sé.
—O sea que no hablaron de ello.
Negó con la cabeza.
—Le gustaba ocultar cosas. Creo que así se sentía poderosa. Aprendí a no meterme en sus asuntos privados.
—¿Se le ocurre por qué pudo intervenir en la película? ¿Por dinero quizá?
—Lo dudo. Puede que el productor se embolse un buen fajo de billetes, pero los actores están mal pagados. Por lo menos es lo que se dice —añadió—. Tal vez interviniese en la película por el mismo motivo que le impulsaba a hacer todo. Lorna coqueteaba todos los días con la catástrofe. Si quiere conocer mi opinión, lo único que sentía de verdad era miedo. No podía ayudarse a sí misma. No parecía escuchar a nadie. Yo le hablaba hasta que se me agarrotaban las mandíbulas. Pero era como si hablase con la pared. Lo que le cuento no es más que mi punto de vista y puede que me equivoque, pero usted me ha preguntado y yo le doy mi versión. Se comportaba como si escuchase de verdad. Como si estuviese de acuerdo con todo lo que se le decía, pero le entraba por un oído y le salía por el otro. Siempre acababa haciendo lo que quería. Era como una drogadicta, como una heroinómana. Sabía que la vida era un palo, pero no hacía nada por cambiarla.
—¿Confiaba en usted?
—No sabría decirle. En el fondo creo que no. No confiaba en nadie. En ese sentido era como Belleza. Puede que confiara en mí más que en la mayoría.
—¿Por qué?
—Nunca le hice insinuaciones y por tanto no representaba para ella ninguna amenaza. Al no haber inversión sexual, no podía perder conmigo. Tampoco podía ganar, pero la situación convenía a ambos. Con ella había que mantener las distancias. Era de esas mujeres con las que, nada más liarte, todo se acaba, colega. Punto final y aquí no ha pasado nada. La única forma de conservar su amistad era mantenerla a prudente distancia física. Yo conocía la regla, pero no siempre podía cumplirla. Estaba enganchado. Quería salvarla, pero no podía.
—¿Le contó alguna vez lo que le pasaba?
—Algunas cosas. Trivialidades, por lo general. Pequeñeces cotidianas. Nunca contaba lo importante. Hechos sí, pero no sentimientos, ¿entiende? Aun así, dudo que se hubiese sincerado conmigo. Yo sabía cosas, pero no siempre porque me las contase ella.
—¿Cómo obtenía la información?
—Tengo amiguetes por toda la ciudad. A mí no me gustaba su conducta. Ella me juraba que jugaba limpio, pero creo que en el fondo era incapaz de renunciar. Antes de que te dieras cuenta, ya estaba buscando clientes. Dos, tres a la vez, cualquier cosa. Los testigos me lo contaban después, pensando que me sentía responsable.
—¿Y se sentía usted responsable?
Sonrió con amargura.
—Entonces creía que no.
—¿Le molestaban los rumores?
—Mierda, sí. Lo que Lorna hacía era peligroso y yo me moría de preocupación. No me gustaba lo que hacía ni me gustaba que la gente viniera a contarme chismes a sus espaldas. Chivatos. Detesto esa actitud. No podía quitármelos de encima. Cuando estaba con ella, procuraba guardar silencio. No era asunto mío, pero no podía contenerme. Le decía: «¿Por qué, pequeña? ¿Qué sentido tiene?». Ella cabeceaba. «Es mejor que no lo sepas, Hec. Te lo prometo, no tiene nada que ver contigo». La verdad es que no creo que ella lo supiese. Era superior a sus fuerzas, como un estornudo. Aliviaba liberarlo. Pero si se reprimía, se le acumulaba hasta que se volvía loca.
—¿Sabe si, aparte de usted, había alguien en su vida?
—Yo no estaba en su vida. Sólo en la frontera. Nunca pasé de aquí. De día trabajaba a tiempo parcial en la planta depuradora. Hable con el personal, puede que allí le informen. Yo casi nunca la veía antes de las tres de la madrugada. Puede que llevara una vida completamente distinta cuando salía el sol.
—Entiendo. Algo estrictamente utilitario —dije—. ¿Hay algo más que yo debiera saber?
—En este momento no se me ocurre nada. La avisaré si recuerdo algo. ¿Tiene alguna tarjeta por ahí?
Saqué una y la dejé encima de la consola. La miró un instante y la dejó donde estaba.
—Gracias por recibirme —dije.
—Espero haberle sido útil. No me gustaría pensar que un crimen queda impune.
—Esto es sólo el principio, puede que vuelva más adelante. —Vacilé al mirar a la perra tendida entre nosotros. En cuanto intuyó mi mirada, se incorporó y su cabeza quedó a la altura del asiento de mi taburete. Miraba al frente con fijeza, observándome la carne de las caderas, tal vez pensando en un tentempié de madrugada.
—Belleza —murmuró Héctor con voz impasible.
La perra volvió a echarse, pero juraría que no dejaba de pensar en un buen bocado de glúteo.
Me dirigí a casa por el distrito comercial, siguiendo un rastro de luces intermitentes que alternaban el rojo con el verde. Las tiendas estaban cerradas y los fluorescentes de los escaparates emitían una luz cegadora. Las calles parecían blancas a causa de tanta iluminación. Adelanté a un ciclista vestido de negro. Era casi la una y media, apenas había tráfico y los cruces estaban desiertos. Casi todos los bares permanecían abiertos aún y al cabo de media hora saldrían todos los borrachines, camino de los aparcamientos y garajes del casco urbano. Muchos edificios estaban a oscuras. Los indigentes, dormidos y encogidos, bloqueaban los portales como estatuas caídas. La noche es para ellos como un hotel gigantesco donde siempre hay habitaciones libres. El único precio que pagan, a veces, es la vida.
A las dos menos cuarto pude por fin despojarme de los vaqueros, cepillarme los dientes, apagar las luces y meterme en la cama sin quitarme la camiseta, las bragas ni los calcetines. Las noches de febrero eran demasiado frías para dormir desnuda. Mientras me sumergía en la inconsciencia, repasé mentalmente y sin querer diversos fragmentos de la película de Lorna. Ah, la vida de las solteras en un mundo dominado por las enfermedades de transmisión sexual. Y allí estaba yo, esforzándome por recordar la última vez que me había acostado con un hombre. No pude, cosa realmente preocupante. Me quedé frita mientras me preguntaba si habría alguna relación causal entre la amnesia y la abstinencia. Por lo visto sí, ya que fue lo único que tuve en la cabeza durante las cuatro horas que siguieron.
Cuando sonó la alarma, a las seis en punto, salté de la cama antes de que la pereza reclamase sus derechos. Me puse la ropa y las zapatillas de correr, me dirigí al cuarto de baño y me cepillé los dientes sin atreverme a mirarme en el espejo. Un imprudente vistazo habría descubierto un rostro hinchado por el sueño y un pelo encrespado y grasiento como el de una vagabunda. Me lo había cortado hacía seis meses con unas tijeras de uñas preciosas y desde entonces había crecido a su aire. Las mechas que no se me quedaban de punta estaban o apelmazadas o al revés. Tendría que hacer algo en serio y pronto.
Como sólo había dormido cuatro horas, la sesión de footing fue poco más que funcional. A menudo me identifico con el paisaje costero y me dejo llevar por las aves marinas y el aroma de las algas. Correr se convierte en meditación, en ocasión idónea para remontar el vuelo. Aquel día el ejercicio no consiguió levantarme el ánimo. En vez de euforia, tuve que contentarme con un sudor equivalente a trescientas calorías, dolor en los muslos y quemazón en los pulmones. Corrí un kilómetro de más para contrarrestar la indiferencia y anduve hasta mi casa a paso gimnástico para refrescarme. Me duché, me puse unos tejanos limpios, un jersey de cuello de cisne y encima otro más grueso de algodón gris.
Me encaramé a un taburete de la cocina y devoré un tazón de cereales. Leí por encima el periódico local. Nada nuevo. Mientras había inundaciones en el Medio Oeste, las lluvias tendían a reducirse en Santa Teresa y ya se especulaba con el advenimiento de otra sequía. Enero y febrero suelen ser lluviosos, pero el tiempo había hecho lo que le había dado la gana. Se acercaban nubes de tormenta a la playa, pero se quedaban allí, como coqueteando, negándonos el húmedo beso de las precipitaciones. Las altas presiones alejaban las lluvias. El cielo se nublaba y se cubría por completo, pero al final no regalaba nada. Era para morirse de asco.
Mas no todo eran desgracias. El periódico decía que una gran compañía petrolífera iba a construir una refinería hacia el sur. Contribuiría a embellecer el paisaje. Un atraco a un banco, un conflicto entre una inmobiliaria y la comisión de urbanismo del Ayuntamiento. Leí los chistes mientras apuraba el café y me dirigí a la oficina, donde pasé varias horas sumando ingresos e importes de facturas desgravadoras. Vaya vida. Al acabar, cogí un contrato estándar y mecanografié los detalles de mi convenio con la familia Kepler. Invertí el resto de la jornada rematando el informe final de un caso que había concluido hacía poco. La factura, gastos incluidos, rebasaba los dos mil dólares. No era gran cosa, pero así pagaría el alquiler y conservaría el seguro del coche.
A las cinco llamé a Janice, imaginando que ya se habría levantado. Contestó Trinny, la menor de las dos hijas. Era un encanto. Cuando me identifiqué, dijo que no tardaría en sonar el despertador de su madre. Berlyn estaba en el banco haciendo un recado y el padre acababa de salir del trabajo y estaba al caer. Era un informe casi completo sobre el paradero de la familia. Janice me había dicho la dirección y Trinny me dio las indicaciones pertinentes con no poca simpatía.
Recogí el coche del aparcamiento público situado a varias manzanas. Por la rampa bajaba una uniforme columna de coches, usuarios y oficinistas que se iban a casa. Al subir por Campillo Hill incluso el aire, contagiado por el crepúsculo, parecía grisáceo. Los semáforos parpadeaban como ristras de farolillos de papel colgados para una verbena.
Janice y Mace Kepler poseían una casita en los Bluffs, en una zona residencial que al parecer se había construido para los profesionales del comercio a principios de los años cincuenta. Muchas calles daban al Pacífico y en teoría todas las parcelas tenían que haber costado un ojo de la cara. La realidad era menos poética. La pintura de las fachadas estaba cayéndose, las superficies de aluminio se habían oxidado y las tejas de madera se habían deformado a causa de la humedad. El viento del océano impedía que el césped creciera como Dios manda. Y las manzanas no eran más que apretados grupos de viviendas unifamiliares construidas aprisa y corriendo en una época en que edificar era barato y los planos de las casas se anunciaban en las revistas y se compraban por correspondencia.
Los Kepler habían hecho al parecer cuanto estaba en su mano. La pintura amarilla que cubría el revestimiento de conglomerado tenía toda la pinta de haberse aplicado aquel mismo año, y estábamos en febrero. Las contraventanas eran blancas y para definir el patio se había levantado una cerca blanca de travesaño doble. En vez de césped había una densa enredadera que por lo visto crecía por todas partes, incluida la mitad inferior de los dos árboles del jardín.
En el camino del garaje había una furgoneta cerrada y de color azul, decorada con un gran dibujo que representaba un grifo. Una gigantesca gota de agua colgaba de la boca. En el lateral, con letras blancas, había un rótulo que decía: REPARACIONES MACE KEPLER - CAÑERÍAS - CALEFACCIÓN - VENTILACIÓN. Un pequeño emblema rectangular indicaba que Kepler era miembro de la Asociación Nacional de Instaladores de Cañerías y Sistemas de Ventilación y Calefacción. Su número de licencia figuraba al lado de la lista de emergencias que atendía las veinticuatro horas del día (escapes de agua, desagües, fugas de gas y calentadores de agua) y de las tarjetas de crédito que aceptaba. Los médicos no ofrecen en la actualidad servicios tan completos.
Me introduje en el sendero de grava y aparqué detrás de la furgoneta. Dejé el coche abierto e inspeccioné por encima el patio antes de subir los escalones de hormigón que conducían al porche. Alguien de la familia sentía pasión por los árboles frutales. En la parte trasera de la propiedad había todo un huerto de naranjos. Las ramas estaban peladas en aquella época, pero en verano se cubrirían de un espeso y frondoso follaje verde oscuro, y entre las hojas colgarían los frutos como adornos navideños.
Llamé al timbre. Había huellas de pies embarrados alrededor del felpudo. Al cabo de unos segundos me abrió Mace Kepler en persona. Deduje que había estado esperando mi llegada. Dada mi incorregible inclinación a fisgar, me felicité por no haberme puesto a curiosear en el buzón de la entrada.
Nos presentamos y retrocedió para dejarme pasar. Pese a calzar zapatillas de piel, medía un metro noventa largo, lo que quiere decir que me sacaba casi treinta centímetros. Llevaba camisa a cuadros y pantalón de faena. Tenía sesenta y tantos años, era robusto y de cara ancha y con calvicie incipiente. En la barbilla, surcada por un hoyuelo profundo, parecían haberle hundido un punto a martillazos, mientras que en el entrecejo ostentaba una preocupada raya vertical, semejante a un signo de admiración. Para las chapuzas domésticas seguramente contrataba a individuos más jóvenes y delgados, capaces de introducirse en el reducido espacio que mediaba entre el suelo y el piso de la planta baja.
—Janice está duchándose, pero no tardará en salir. ¿Le apetece una cerveza? Yo voy a tomar una. Ha sido una jornada infernal y acabo de llegar a casa.
—No, muchas gracias —dije—. Espero no haber llegado en mal momento. —Aguardé en la puerta mientras se dirigía pesadamente hacia la cocina para coger la cerveza.
—No se preocupe. Me va bien —dijo—. Lo que pasa es que aún no he tenido tiempo de estirarme. Le presento a mi hija Trinny.
Trinny alzó los ojos con una sonrisa rápida y siguió vertiendo masa de color marrón cacao en un molde de aluminio de veinte centímetros por treinta. La batidora, de cuyas varillas chorreaba todavía una pasta marrón, yacía en el mármol de la cocina junto a una caja abierta de chocolate en polvo Duncan Hiñes. Trinny metió el molde en el horno y conectó la alarma de un reloj de cocina que tenía forma de limón. Ya había abierto una caja de cartón que contenía un preparado de chocolate para escarchar el pastel y habría apostado un buen puñado de dólares a que la muchacha ya había metido el dedo entre las hojuelas. Aunque mi tía no me había enseñado a cocinar, me había advertido repetidas veces acerca de la indignidad de los pasteles prefabricados, que la buena mujer catalogaba entre el café soluble y los frascos de ajo en polvo.
Trinny iba descalza y llevaba una camiseta blanca muy grande y unos tejanos de pernera recortada. A juzgar por el tamaño de su trasero, había tenido que preparar muchos pasteles caseros en los últimos años. Mace abrió el frigorífico y cogió una cerveza. Encontró el abridor en un cajón, destapó el botellín y tiró la chapa, sin detenerse, en una bolsa de basura de papel marrón.
Trinny y yo nos saludamos murmurando un «hola». Berlyn, la hija mayor, apareció, procedente del pasillo, vestida con unas mallas negras y una elegante camisa blanca de hombre, de tejido parecido al rayón. Mace repitió la fórmula de presentación y la recién llegada y yo cambiamos inconsecuentes frases de cortesía, del estilo «hola, qué tal». Berlyn trataba de subirse las mangas de la camisa mientras se adentraba en el espacio libre de la cocina, se detuvo junto a Trinny y le tendió el brazo en solicitud de ayuda. Trinny se limpió las manos y se puso a enrollar la manga de Berlyn.
A primera vista se parecían tanto que era fácil tomarlas por gemelas. Habían salido al padre y las dos eran corpulentas y pechugonas, con piernas y muslos macizos. Berlyn era rubia teñida, con unos grandes ojos azules rodeados de pestañas negras. Tenía la piel blanca y una boca carnosa y sensual cubierta de brillante pintura rosa. Trinny había preferido quedarse con su color natural de pelo, castaño oscuro, sin duda el mismo matiz con que Berlyn había venido al mundo. Las dos tenían brillantes ojos azules y cejas negras. Los rasgos de Berlyn eran más duros que los de su hermana, aunque quizá fuese un efecto producido por el tinte que se había puesto en el pelo. Sin la delicada belleza de Lorna como punto de referencia familiar, se habría dicho que las dos eran guapas pero en el sentido más vulgar del término. Incluso sabiendo lo que sabía sobre la promiscuidad de la joven fallecida, esta había poseído una clase que faltaba a sus hermanas.
Berlyn fue al frigorífico y sacó una Pepsi light. Abrió la lata de un tirón, se dirigió a la puerta trasera y salió a una terraza de madera que abarcaba toda la fachada posterior de la casa. Vi por la ventana que se acomodaba en una tumbona de tiras de plástico entrecruzadas. En mi opinión, hacía demasiado frío para tomar el aire. Su mirada se cruzó con la mía y apartó los ojos.
Mace, cerveza en mano, se dirigió al estudio, indicándome que lo siguiera. Cuando cerré la puerta a nuestras espaldas, percibí el aroma químico del pastel de chocolate en el horno.