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Fui hacia el este por cabaña, la ancha avenida que discurre en sentido paralelo a la costa. Cuando hay luna llena, la oscuridad tiene la cualidad de las escenas cinematográficas rodadas con noche americana. El paisaje está tan iluminado que hasta los árboles dan sombra. Aquella noche, la luna estaba en cuarto menguante y muy cerca del horizonte. Desde la calzada no distinguía el océano, pero oía el retumbante rugido de la marea ascendente. Hacía el viento imprescindible para mover las palmeras, cabezas melenudas que asentían entre sí como si intercambiaran secretos. Me crucé con otro vehículo, pero no había peatones a la vista. No suelo estar fuera de casa a hora tan avanzada y me sentía extrañamente excitada.

De día, Santa Teresa se parece a cualquier otra ciudad provinciana de California Sur. Las iglesias y los comercios se pegan al suelo para defenderse de los terremotos. Los aleros son bajos y la arquitectura es sobre todo de influencia española. Hay algo sólido y tranquilizador en los adobes blancos y los tejados de tejas rojas. El césped está bien cortado y los arbustos se perfilan con arte. De noche, estos mismos rasgos aparecen con toda su pureza y dramatismo, con contrastes de claroscuro que intensifican el paisaje. El cielo nocturno no es negro. Es de un suave gris carbonífero que adquiere los matices del polvo de tiza a causa de la contaminación, y los árboles son como manchas de tinta en una alfombra oscura. Incluso el viento tiene propiedades diferentes y es tan suave como una pluma que acaricia la piel.

CC eran las siglas de Café Caliente, un local alquilado por una miseria que se había construido en el solar de una antigua gasolinera, situado cerca de la vía del tren. Hacía años que se habían quitado los surtidores y los depósitos subterráneos, y el suelo contaminado se había cubierto con asfalto. En la actualidad, cuando hace calor, el alquitrán tiende a ablandarse y emana un zumo tóxico, un líquido bituminoso que se transforma al instante en rizos de humo, produciendo la sensación de que la negra superficie está a punto de arder. En invierno, el suelo se resquebraja por culpa del frío seco y ráfagas de olor azufrado recorren el aparcamiento. El CC no es el mejor lugar para pasear con los pies descalzos.

Aparqué delante mismo, bajo un susurrante rótulo de neón rojo. El exterior olía a tortas de maíz fritas con grasa animal; el interior, a salsa y humo de tabaco filtrado continuamente. Percibí el gemido agudo de una batidora que mezclaba hielo y tequila durante un tiempo exagerado para preparar una Margarita. El Café Caliente se jacta de ser una «auténtica» cantina mexicana, lo que significa que la decoración consiste en sombreros mexicanos clavados en los dinteles. La mala iluminación hace innecesaria la presencia de otros adornos. Los platos del menú aparecen descritos con sintaxis inglesa y sus nombres rebosan ingenio: Ensenada Ensalada, Pasta Pequeño, Linguini Bambini. La música, que nunca es en directo, suelen ponerla a todo volumen y viene a ser como una banda de mariachis que cercara nuestra mesa mientras nos esforzamos por comer.

Cheney Phillips estaba en la barra con la cara vuelta hacia mí. Mi solicitud de audiencia había despertado su interés. Tenía treinta y tantos años, pelo rizado, negro y despeinado, ojos oscuros y mejillas cubiertas por una rastrojera de dos días. Tenía la típica cara de esos hombres que suelen aparecer en las revistas del corazón o en la sección de ecos de sociedad de los periódicos locales, acompañando a una debutante como si fuera una novia. Era delgado, de estatura normal y vestía una chaqueta deportiva de seda de color tabaco, camisa blanca de vestir y pantalones de gabardina de color crema. Su aire de confianza sugería dinero de procedencia amedrentadora. Todo en él hablaba de depósitos bancarios, colegios privados y privilegios propios de la Costa Oeste. Esto no es más que una proyección mía, ya que no lo he comprobado. La verdad es que nunca le he preguntado por qué acabó en la policía. Por lo que sé, es un agente de la ley de tercera generación en el seno de una familia donde todas las mujeres trabajan en el cuerpo de prisiones.

Tomé asiento en el taburete contiguo al suyo.

—Hola, Cheney. ¿Qué tal va todo? Gracias por esperarme.

Se encogió de hombros.

—Suelo estar aquí hasta que cierran. ¿Puedo invitarte a una copa?

—Desde luego. He tomado tanto café que no creo que vuelva a dormir nunca más.

—¿Qué te apetece?

—Chardonnay, por favor.

—Será un placer —dijo. Sonrió dejando al descubierto una ortodoncia de primera categoría. Nadie tenía unos dientes tan rectos sin haber estado años corrigiéndolos con muchos dólares. Los modales de Cheney solían ser seductores, sobre todo en un sitio como el CC.

El barman había contemplado nuestra conversación con una exagerada paciencia típica de la madrugada. En un local como el CC, era la hora en que los sexualmente desesperados hacían las últimas intentonas para procurarse compañía. Se había consumido ya tanto licor a aquellas alturas que las presas potenciales previamente rechazadas por indignas volvían a tomarse en consideración. Por lo visto, el barman había supuesto que estábamos negociando un encuentro de una sola noche. Cheney pidió mi vino y otro vodka con tónica para él.

Miró por encima del hombro para observar a los demás clientes.

—No hay que perder de vista a los policías fuera de servicio. Cuando cierran, vamos al aparcamiento y nos pasamos un alcoholímetro como si fuera un porro para convencernos de que estamos lo bastante sobrios para conducir.

—Me han dicho que ya no estás en Homicidios.

—En efecto. Llevo seis meses en Corrupción.

—Eso está bien —dije—. ¿Te gusta? —Sin duda lo habían trasladado a Corrupción porque aún parecía lo bastante joven para cometer inmoralidades.

—Sí, es fabuloso. Es un departamento de un solo hombre. Soy el actual experto en el juego, la prostitución, las drogas y el delito organizado que hay en Santa Teresa. ¿Y tú? ¿Cómo te va? No creo que hayas venido para hablar sobre mis actividades como agente de la ley. —Levantó la mirada al acercarse el barman y no reanudó la conversación hasta que nos sirvió las bebidas.

Cuando volvió a mirarme, dije:

—Janice Kepler quiere contratarme para que investigue la muerte de su hija.

—Buena suerte —dijo.

—Tú llevaste el caso al principio, ¿no?

—Dolan, yo y un par de agentes. He aquí los resultados —dijo mientras enumeraba con los dedos—: No hubo manera de determinar la causa de la muerte; seguimos sin saber con certeza qué día ocurrió, y no digamos la hora; no había ninguna prueba significativa, ningún testigo, ningún motivo, ningún sospechoso…

—Ningún caso —terminé.

—Tú lo has dicho. O no fue homicidio o el asesino tenía el mejor ángel de la guarda del mundo.

—Y que lo digas.

—¿Vas a aceptar?

—Aún no lo sé. Quería hablar antes contigo.

—¿Has visto alguna foto de la chica? Era preciosa. Un desastre de persona, pero con un cuerpo de vicio. De esos que tienen historia oculta. Dios mío.

—¿A qué te refieres?

—Trabajaba a tiempo parcial en la depuradora de aguas. De mecanógrafa. Ya sabes, contestar el teléfono, archivar lo que se presenta, alrededor de cuatro horas al día. Dice a todo el mundo que trabaja para pagarse los estudios universitarios, lo que es verdad hasta cierto punto. Va a una clase hoy y a la siguiente la semana que viene, pero esto es solamente la mitad de la historia. Lo que en realidad hace es prostitución de lujo. Mil quinientos dólares por víctima. Cuando murió, el dinero se había acumulado de un modo increíble.

—¿Para quién trabajaba?

—Para nadie. Era independiente. Empezó haciendo servicios a domicilio. Baile exótico y masajes. Los tíos encuentran estas ofertas en la sección de anuncios, la llaman por teléfono, ella acude a la casa y se desnuda entre contorsiones mientras ellos se la menean. El truco consiste en que no puede pedirse más de lo que se anuncia (los muchachos solían llamar para sonsacar lo que podían, hasta que todo el mundo acabó cayendo en la cuenta), pero una vez que la chica se haya en el piso del cliente, negocia los servicios que este le pide. Es una transacción estrictamente privada.

—¿Y cuánto se cobra?

Se encogió de hombros.

—Depende de lo que se haga. Un coito normal creo que vale ciento cincuenta dólares que la chica tiene que repartir luego con la administración. Las chicas no tardan en soñar con hacerse ricas, renuncian a los trabajos baratos y se dedican sólo a lo fuerte.

—¿Aquí, en la ciudad?

—Casi siempre. Creo que solía vérsela en el bar del Edgewater Hotel. También se dejaba caer por Bubbles, en Montebello, que como seguramente sabes se cerró en julio del año pasado. Sentía predilección por los lugares frecuentados por gente de mucho dinero.

—¿Lo sabía su madre?

—Desde luego. Totalmente. Detuvieron a Lorna en una ocasión por ofrecer sus servicios en Bubbles a un policía de paisano. No quisimos pasárselo por la cara a la madre, pero se le notificó puntualmente.

—Puede que esté empezando a asimilar las consecuencias —dije—. Le han enviado un vídeo con una película porno donde Lorna tiene un papel destacado. Por lo visto, es lo que la impulsó a buscarme. Cree que chantajeaban a Lorna o que trabajaba de confidente de la policía.

—Ya —dijo Cheney.

—Me limito a contarte lo que ella cree.

Soltó un bufido.

—Esa mujer miente como respira. ¿Has visto la cinta?

—Hace un rato. Es una guarrería total.

—Claro, claro, aunque no sé qué importancia puede tener. Quiero decir que no me sorprende dada la clase de trabajo que hacía. ¿Y qué tiene que ver con el caso? Es la parte que se me escapa.

—Janice cree que Lorna estaba a punto de denunciar a alguien.

—Dios mío, esa señora ha visto demasiada televisión. ¿A quién podía denunciar? ¿Y por qué? En cierto modo, son personas que respetan la ley. Seguramente son gentuza, pero eso no es ilegal en este estado. Fíjate en los políticos.

—Ya se lo dije a la madre. El caso es que estoy dándole vueltas por si hay algo que justifique mi intervención. Si vosotros no conseguisteis nada, ¿qué voy a conseguir yo?

—Puede que tengas más suerte. Soy un optimista crónico. El caso sigue abierto, aunque hace meses que no lo tocamos. Si quieres consultar los archivos, no creo que vaya a haber ningún problema.

—Sería estupendo. Lo que me gustaría ver son las fotos del escenario del crimen.

—Hablaré con el teniente Dolan, aunque no creo que ponga pegas. ¿Sabes que está en el hospital? Ha sufrido un ataque al corazón.

Me impresionó tanto oír aquello que me llevé la mano al corazón y a punto estuve de derribar la copa de vino. La cogí justo al caer, aunque no pude impedir que se derramaran unas gotas.

—¿Que Dolan ha sufrido un ataque al corazón? ¡Es espantoso! ¿Cuándo ha sido?

—Ayer, inmediatamente después de reunirse el grupo operativo, empezó a sentir dolores en el pecho. Se puso como la economía del país. Con cara de pena y respirando con dificultad. Antes de que me diese cuenta, se apagó como una bombilla. Todo el mundo se le echó encima para hacerle la respiración artificial. Los de la ambulancia lo salvaron cuando ya estaba en las últimas, pero todo fue muy rápido.

—¿Se pondrá bien?

—Eso esperamos. Lo último que sé es que ya se recupera. Está en el St. Terry, en la unidad de cardiología, alborotando a todo el mundo, naturalmente.

—Típico. Iré a visitarlo en cuanto pueda.

—Te lo agradecerá. Deberías verlo. He hablado con él esta mañana y está a punto de volverse loco. Dice que no quiere dormir porque tiene miedo de no despertar.

—¿Eso dice? Es la primera vez que oigo que el teniente Dolan habla de asuntos personales —comenté.

—Ha cambiado. Es otro hombre. Una experiencia asombrosa —dijo—. Tienes que verlo con tus propios ojos. Le emocionará que le hagas compañía y seguramente te hablará hasta que te entren ganas de vomitar.

Volví al caso de Lorna Kepler.

—¿Y tú? ¿Tienes alguna teoría sobre la muerte de Lorna?

Se encogió de hombros.

—Creo que la mataron, si es eso lo que quieres oír. Un negocio turbio, un chulo celoso. Puede que fuese otra puta a quien Lorna estuviera pisando el terreno. A Lorna Kepler le gustaba el peligro. Era de las que disfrutan rebasando los límites.

—¿Tenía enemigos?

—Que sepamos, no. Es extraño, pero parece que caía muy bien a la gente. Digo que es extraño porque era diferente, totalmente distinta de las otras. Creo que despertaba admiración porque en aquellos ambientes estaba como fuera de lugar, ¿entiendes? Se saltaba las reglas y jugaba a su manera.

—Parece que investigaste a fondo.

—Es verdad, aunque no encontré gran cosa. Fue decepcionante. De todos modos, si quieres echar una ojeada, todo está archivado. Puedo decirle a Emerald que te busque el expediente en cuanto obtengamos el visto bueno de Dolan.

—Te lo agradezco. La madre de Lorna me dio una especie de dossier, pero incompleto. Me avisas y me dejaré caer por Jefatura para echar un vistazo.

—Descuida. Luego podemos intercambiar impresiones.

—Gracias, Cheney. Eres un encanto.

—Lo sé —dijo—. Procura tenernos informados. Y juega limpio. Si das con algo, no queremos que el tribunal lo descarte por haber manipulado tú las pruebas.

—Me subestimas —dije—. Desde que trabajo en el bufete de Lonnie Kingman, soy un ángel entre las mujeres. Un ejemplo de profesionales.

—Te creo —dijo. Mantuvo la sonrisa y en sus ojos despuntó un asomo de especulación. Pero yo no tenía más que decir. Me alejé y al llegar a la puerta me volví para despedirme con la mano.

Una vez fuera, aspiré a pleno pulmón el aire tranquilo y frío de la noche y percibí el aroma de un cigarrillo que fumaba alguien situado a unos metros de mí. Alcé la cabeza y entreví a un hombre que doblaba la esquina en aquel momento con menguante rumor de pasos. Hay hombres que pasean de noche con los hombros caídos, la cabeza gacha y la intención puesta en un objetivo solitario. Suelo considerarlos inofensivos, aunque nunca se sabe. Me mantuve alerta hasta que me convencí de que se había ido. Una densa capa de nubes se había aposentado sobre las montañas y descargaba un aguacero en las cumbres.

Todas las plazas del aparcamiento estaban ocupadas. Los vehículos brillaban bajo la cruda luz del cielo nocturno igual que en un cementerio de automóviles. Mi añejo VW, una joroba fea y de color azul claro, desentonaba totalmente en aquel lugar poblado por relucientes modelos deportivos de diseño aerodinámico. Abrí el coche, me deslicé en el asiento y me detuve con las manos en el volante mientras meditaba el movimiento que haría a continuación. La copa de vino blanco no había conseguido aplacar mi nerviosismo. Sabía que si volvía a casa, acabaría tendida boca arriba y contemplando la transparente claraboya que corona mi dormitorio. Puse en marcha el motor y anduve pegada a la playa hasta llegar a State Street. Giré a la derecha y me encaminé hacia el norte.

Crucé las vías del tren y la radio recuperó la animación. Ni siquiera me había dado cuenta de que la había dejado encendida. Últimamente funciona mal y poco, pero de tarde en tarde consigo sacarle algún partido. Unas veces aporreo el salpicadero y oigo las noticias o una sarta de anuncios. Otras, por causas desconocidas, oigo un frustrante parte meteorológico. Seguramente tenía un cable suelto o le fallaba un fusible, aunque esto no deja de ser una conjetura. La verdad es que no sé si las radios actuales tienen fusibles o no. Por lo pronto, funcionaba como en sus mejores momentos.

Apreté un botón para captar la frecuencia modulada. Giré el dial con cuidado y fui de emisora en emisora hasta que oí las notas de un saxo tenor. No sabía lo que era, pero la melancólica mezcla de instrumentos de viento pegaba con aquella hora de la noche. Terminó el fragmento musical y se oyó una voz masculina. «Acaban de escuchar a Gato Barbieri y su saxo en Picture in the rain, de la banda sonora de El último tango en París. Música compuesta por Gato Barbieri, grabada en 1972. Les habla Héctor Moreno, que les manda desde la K-SPELL toda la magia del jazz en la madrugada del lunes».

Era una voz hermosa, resonante, bien modulada, segura y desenvuelta. Un hombre que se ganaba la vida trasnochando, hablando de músicos y marcas discográficas, poniendo compactos para los insomnes. Me lo imaginaba treintañero, moreno, interesante, preferentemente con bigote, el pelo largo echado hacia atrás y sujeto con una goma. Sin duda gozaba de todas las ventajas de las celebridades locales y hacía de maestro de ceremonias de más de un acto benéfico. Las figuras de la radio ni siquiera necesitan tener el tradicional buen aspecto de los presentadores de televisión, a pesar de lo cual poseen el valor social que proporciona un nombre reconocible y sin duda también una colección particular de admiradoras. En aquel momento escuchaba unas peticiones. El corazón me dio un vuelco. Janice Kepler me había dicho que Lorna solía salir de madrugada con un pinchadiscos de la radio.

Me puse a inspeccionar las calles vacías en busca de una cabina telefónica. Pasé ante una gasolinera que cerraba de noche. En el lado más próximo del aparcamiento descubrí la que sin duda era la última de las cabinas telefónicas de verdad, un cubículo de forma prismática y con puertas plegables. Detuve el coche y dejé el motor en marcha mientras hojeaba mi cuaderno de notas en busca del teléfono de la Cafetería Frankie. Metí una moneda en la ranura y marqué el número.

Cuando contestó finalmente una voz de mujer, pregunté por Janice Kepler. El auricular cayó con ruido sordo en el mostrador y oí gritar el nombre de la madre de Lorna. Al fondo se oía un murmullo de actividad, seguramente los clientes de la madrugada que pedían café con alguna pasta, ahítos ya de estimulantes. Janice tuvo que hacer acto de presencia en aquel punto porque la oí hacer una observación a alguien mientras se acercaba y replicar con brevedad un par de veces antes de coger el auricular. Dijo su nombre con voz que se me antojó un tanto alerta. Puede que le preocupara la posibilidad de recibir malas noticias.

—¿Hola, Janice? Soy Kinsey Millhone. Espero que vaya lodo bien. Necesito cierta información y me ha parecido más sencillo llamar que ir adonde está usted.

—Vaya por Dios. ¿Qué hace levantada a estas horas? Parecía agotada cuando nos despedimos en el aparcamiento. Pensaba que a estas horas estaría durmiendo a pierna suelta.

—Esa era mi intención, pero ni siquiera llegué a intentarlo. Estaba saturada de café y aproveché para trabajar un poco. Acabo de hablar con uno de los inspectores de Homicidios que intervinieron en el caso de Lorna. Aún no he vuelto a casa y, ya que estoy en ello, me ha parecido oportuno seguir indagando. ¿No me dijo usted que Lorna solía salir con un pinchadiscos de una emisora local de frecuencia modulada?

—En efecto.

—¿Hay forma de averiguar quién era?

—Puedo intentarlo. Espere. —Sin tapar el auricular con la mano, consultó con otra camarera—. Perry, ¿cómo se llama ese programa que emite jazz toda la noche? La emisora digo.

—K-SPELL, creo.

Lo sabía. Para ahorrar tiempo, dije:

—¿Janice?

—¿Y el pinchadiscos? ¿Sabes cómo se llama?

Al fondo, con voz un tanto amortiguada, Perry dijo:

—¿Cuál? Hay dos.

Ruido de platos y la música ambiental que reproducía una versión de Up, Up, and Away para instrumentos de cuerda.

—El que salía con Lorna. ¿No recuerdas que te hablé de él?

—¡Janice! —exclamé.

—Espera, Perry. Dígame, tesoro.

—¿Puede ser Héctor Moreno?

Soltó un breve ladrido de reconocimiento.

—Sí, ese es, ese es. Estoy casi segura de que es ese. ¿Por qué no lo llama y le pregunta si la conocía?

—Sí, voy a hacerlo —dije.

—Dígame lo que averigua. Y si aún tiene ganas de recorrer la ciudad, pásese por aquí y tómese un café por cuenta de la casa.

El estómago se me revolvió ante la sola mención del café. Había tomado ya tantas tazas que el cerebro me vibraba como una lavadora coja. En cuanto colgó Janice, pulsé la horquilla y dejé que sonara la señal de marcar mientras cogía la guía telefónica encadenada a la cabina y la hojeaba. Todas las emisoras de radio estaban al comienzo de la letra K. Resulta que la emisora K-SPL estaba a seis u ocho manzanas de distancia. Oí a mis espaldas, en la radio del coche, los compases iniciales de la siguiente selección musical. Encontré otra moneda en el fondo del bolso y llamé a los estudios. Sonaron dos timbrazos.

—K-SPELL. Al habla Héctor Moreno. —Lo dijo en tono expeditivo, pero sin lugar a dudas era el hombre que había oído antes.