Metió la mano en la bolsa de papel marrón y sacó una cinta de vídeo en un estuche sin distintivos que puso en el borde de la mesa.
—Nos enviaron esta cinta hace cosa de un mes —dijo—. Aún no sé quién la mandó ni con qué fin, salvo causarnos molestias. Mace no estaba en casa. La encontré en el buzón envuelta en papel corriente de color marrón y sin remitente. Abrí el paquete porque tenía nuestro nombre en el dorso. La llevé al interior y la puse en el magnetoscopio. No sé qué pensaba sobre su contenido. Una cinta sobre algún programa de televisión o la boda de alguien. Casi me muero cuando la vi. Era una indecencia y en ella aparecía Lorna, tan real como la veo a usted. No pude reprimir un grito. La saqué del aparato y la tiré inmediatamente a la basura. Como si me hubiera quemado. Me entraron ganas de lavarme las manos en el fregadero. Pero cambié de idea al instante. Porque la cinta podía ser una prueba. Podía tener alguna relación con el motivo por el que la mataron.
Me adelanté.
—Antes de continuar, permítame aclarar un punto. ¿Era la primera vez que tenía usted noticia de ello? ¿No sabía que Lorna estuviese metida en una cosa así?
—De ningún modo. Yo estaba anonadada. ¿Pornografía? En absoluto. No obstante, cuando me di cuenta de lo que era, me puse a pensar si no la habrían metido a la fuerza.
—Explíquese —dije.
—Puede que la hubiesen chantajeado. O que la obligaran. Por lo que sé, trabajaba de confidente para la policía, pero la policía jamás lo habría admitido.
—¿Y usted cómo lo sabe? —Por primera vez me dio la sensación de que aquella mujer desvariaba y me puse a observarla con cautela.
—Pues porque en ese caso podríamos presentar una demanda, por eso lo sé. Si la mataron mientras estaba de servicio, podríamos echarnos sobre la policía.
Yo no daba crédito a mis oídos.
—Janice, estuve dos años en el cuerpo de policía de Santa Teresa. Son profesionales serios. No contratan los servicios de ningún aficionado. ¿Para investigar actos inmorales? Me cuesta creerlo.
—No he dicho que la contrataran. No he acusado a nadie, puesto que eso sería calumnia, difamación o ambas cosas a la vez. Yo me limito a contarle lo que pudo ocurrir.
—¿Y qué pudo ocurrir?
Pareció titubear mientras se lo pensaba.
—Bien. Puede que estuviera a punto de denunciar a quien hiciese la grabación.
—¿Con qué objeto? En la actualidad no es ilegal hacer películas pornográficas.
—¿Y no podría ser la tapadera de otra cosa? ¿De otra clase de delitos?
—Pues claro que podría, pero detengámonos un instante y deje que represente el papel de abogado del diablo. Dice usted que la causa de la muerte quedó sin establecer, lo que significa que la oficina del forense fue incapaz de decir con seguridad de qué murió su hija. ¿Correcto?
—Sí, así es —dijo a regañadientes.
—¿Cómo sabe que no sufrió un infarto o algo por el estilo? Con todas las alergias que tenía, cabe la posibilidad de que muriera de choque anafiláctico. No digo que se equivoque, pero sin pruebas es como saltar al vacío.
—Entiendo. Imagino que le tiene que parecer a usted una locura, pero sé lo que me digo. A mi hija la mataron. Estoy totalmente convencida, pero nadie me hace caso, ¿qué puedo hacer entonces? Voy a decirle algo más: mi hija tenía mucho dinero cuando murió.
—¿Cuánto?
—Unos quinientos mil dólares en acciones y obligaciones. Tenía un poco metido en una cuenta bancaria, pero el grueso lo tenía en acciones bursátiles. Además, tenía cinco o seis cuentas corrientes. ¿De dónde lo había sacado?
—¿De dónde cree usted?
—Puede que se tratara de un pago. Para que no hablase.
Observé a la mujer para evaluar su capacidad de razonamiento. Primero había dicho que a su hija la habían chantajeado o coaccionado. Luego había sugerido que era culpable de extorsión. Dejé a un lado el asunto por el momento y me concentré en otra cosa.
—¿Cómo reaccionó la policía al ver la cinta? —Silencio sepulcral—. ¿Janice? —añadí.
Tenía la determinación pintada en las facciones.
—No les di la cinta. Ni siquiera se la enseñé a Mace; se habría muerto de vergüenza. Lorna era la niña de sus ojos. Si hubiera sabido lo que Lorna había hecho, habría cambiado para siempre. —Cogió la cinta y volvió a meterla en la bolsa de papel, cuya parte superior dobló protectoramente.
—¿Y por qué no se la enseñó a la policía? Habría abierto una nueva vía de investigación…
Negó con la cabeza.
—No, señora. Ni hablar. Por nada del mundo la habría enseñado. Sé lo que me hago. Es el último recuerdo que tenemos de ella. Sé que parece manía persecutoria, pero me han contado casos parecidos. Pruebas que no gustan y que desaparecen por arte de magia. Se ve la causa y resulta que se ha volatilizado. Punto y aparte, fin del capítulo. No confío en la policía. He ahí la cuestión.
—¿Y por qué confía en mí? ¿Cómo sabe que no estoy compinchada con la policía?
—Tengo que confiar en alguien. Quiero saber cómo se metió en este…, en este asunto del cine porno…, si es el motivo por el que la mataron. Pero no estoy acostumbrada. No puedo retroceder en el tiempo y deducir lo que ocurrió. No sé hacerlo. —Tragó una profunda bocanada de aire y cambió de actitud—. Pero pensé que si contrataba los servicios de un detective, a esta persona no tendría inconveniente en enseñarle la cinta. Supongo que ahora me toca preguntarle si quiere colaborar, porque si usted no acepta, tendré que buscar a otra persona.
Medité unos segundos. Desde luego, el asunto me interesaba. Pero no estaba segura de que hubiese posibilidades de salir airosa.
—Una investigación así entrañará muchos gastos. ¿Está usted preparada para afrontarlos?
—No habría venido a verla si no lo estuviese.
—¿Está de acuerdo su marido?
—No le entusiasma la idea, pero sabe que estoy decidida.
—Muy bien. Pero antes de firmar ningún contrato quisiera saber algo más. Tengo que convencerme de que voy a serle útil. De lo contrario, yo perdería mi tiempo y usted su dinero.
—¿Hablará con la policía?
—No voy a tener más remedio —dije—. Al principio, tal vez de manera oficiosa. Lo decisivo es que necesito información y si consigo que la policía coopere, se ahorrará usted un buen fajo de billetes.
—Lo entiendo, lo entiendo —dijo—, pero también tiene que entender usted otra cosa. Sé que está convencida de que la policía de aquí es competente, y se lo admito, pero todo el mundo comete errores de vez en cuando y ocultarlo es propio de la naturaleza humana. No quiero que su decisión sobre si puede ser útil o no dependa de la actitud de la policía. Lo más probable es que piensen que estoy como un cencerro.
—Oiga, señora, estoy capacitada para tomar mis propias decisiones. —Noté un pinchazo en el cuello y miré el reloj. Era hora de cerrar la tienda y largarse. Le dije que me diera la dirección de su casa, su teléfono y el teléfono de la cafetería, y tomé nota de todo—. Veré lo que puedo averiguar —añadí—. Mientras tanto, ¿por qué no me deja la cinta? Me gustaría entrar en calor. El taxímetro no empezará a contar mientras no firmemos el contrato.
Bajó los ojos para mirar la bolsa de papel que tenía junto a sí, pero no hizo ningún movimiento.
—Sí, supongo que sí. No quisiera que nadie más viese la cinta. Si Mace y las niñas supieran lo que contiene, se les rompería el corazón.
Me llevé la mano al pecho y la levanté acto seguido.
—Tendrán que pasar por encima de mi cadáver —dije. No me pareció oportuno recordarle que la pornografía es comercio. Sin duda había miles de copias en circulación. Guardé el cuaderno de notas en el maletín y cerré la tapa. Me levanté e hizo lo propio; se apoyó la bolsa en la cadera antes de entregármela—. Gracias —dije. Cogí la cazadora y el bolso de mano, puse ambas cosas encima de la bolsa de papel y cargué con todo mientras apagaba las luces. Me siguió por el vestíbulo y me observó con intranquilidad mientras cerraba con llave. Me volví a mirarla—. Tendrá usted que confiar en mí. De lo contrario no tiene sentido que emprendamos nada juntas. —Asintió y advertí lágrimas en sus ojos.
—Espero que recuerde que Lorna no era realmente lo que parece.
—Lo recordaré —dije—. Me pondré en contacto con usted en cuanto sepa algo. Entonces trazaremos un plan de acción.
—De acuerdo.
—Otra cosa. Tendrá que contarle a Mace lo de la cinta. No tiene por qué verla, pero debería saber que existe. Quiero que entre nosotros tres haya sinceridad absoluta.
—De acuerdo. La verdad es que esconderle cosas nunca me ha deparado ningún bien.
Nos separamos en el aparcamiento de doce plazas que hay en la parte trasera del edificio y me dirigí a casa.
Ya en mi barrio, tuve que dar la vuelta a la manzana hasta que encontré un sitio para dejar el coche, aunque no era muy católico. Cerré el coche y recorrí a pie el trecho que faltaba, llevando la bolsa como si volviera de una tienda de comestibles. La noche era dulce y apacible. Los árboles oscurecían la calle, entrelazando las ramas y formando una bóveda irregular. Las escasas estrellas que veía eran como esquirlas de hielo colgadas del firmamento. El océano rugía a una manzana de distancia. Percibía el olor de la sal, semejante al que produce el fuego de leña, en el aire inmóvil de la noche. Las luces de la calle se reflejaban en la ventana del altillo de mi casa y vi que las ramas de los pinos rozaban el cristal. Me adelantó un hombre en bicicleta, vestido de oscuro y con tiras de cinta fosforescente en los talones del calzado deportivo que llevaba. No hacía más ruido que el blando rumor del aire que se filtraba entre los radios de las ruedas. Me lo quedé mirando como si fuera una aparición.
Abrí la verja, que se cerró a mis espaldas con un chasquido tranquilizador. Al llegar al patio de la parte trasera miré automáticamente hacia la ventana de la cocina de mi casero, aunque sabía que no habría ninguna luz. Henry había ido a Michigan para ver a la familia y tardaría un par de semanas en volver. En el ínterin, vigilaba su casa, le recogía el periódico y la correspondencia y le enviaba lo que me parecía importante.
Como de costumbre, pensé con sorpresa en lo mucho que lo echaba de menos. Había conocido a Henry Pitts hacía cuatro años, mientras buscaba alojamiento. Hasta entonces había vivido básicamente en campamentos de remolques, en compañía de una tía soltera que se había hecho cargo de mí al morir mis padres, cuando yo tenía cinco años. Dos matrimonios de corta duración, a los veintitantos, no habían conseguido afirmar mi sentido de la estabilidad. Al morir tía Gin, había vuelto a su remolque de alquiler y me había refugiado en el consuelo de aquel espacio comprimido. Ya había dejado el cuerpo de policía de Santa Teresa y trabajaba a la sazón para el hombre que acabó enseñándome casi todo lo que sé en materia de investigación privada. Tras obtener la licencia para ejercer y abrir oficina propia, viví en distintos campamentos de remolques de Santa Teresa, el último de los cuales había sido el Mountain View Mobile Home Estates, en el barrio residencial de Colgate. Seguramente habría vivido así hasta el final de los tiempos si no me hubieran echado junto con otros vecinos. Varios campamentos de la zona, entre ellos el Mountain View, se habían transformado en lugares «exclusivamente para mayores de cincuenta y cinco años» y los tribunales se dedicaban a dirimir las demandas por discriminación que se habían presentado a consecuencia del fenómeno. Como no había tenido la paciencia que se necesita para esperar una sentencia, opté por buscar un estudio en alquiler.
Pertrechada con anuncios de periódico y un plano de la ciudad, anduve de frustración en frustración. La búsqueda resultó descorazonadora. Todo lo que entraba en mi presupuesto (que iba desde lo más barato hasta lo muy modesto) o estaba pésimamente situado, o era una pocilga, o necesitaba toda suerte de reparaciones. Correré un tupido velo sobre las cuestiones tocantes al encanto y el carácter. Vi por pura casualidad el anuncio que había puesto Henry en la lavandería y fui a ver el sitio porque me encontraba en la zona.
Todavía recuerdo el día en que bajé del VW y crucé la chirriante verja de la casa de Henry. Corría el mes de marzo y la lluvia había barnizado las calles y perfumado el aire con la fragancia de la hierba y los narcisos. Los cerezos estaban en flor y la acera estaba revestida de florecillas de color rosado. El estudio en alquiler consistía en un garaje monoplaza reconvertido en «pisito de soltero» y era una reproducción de los domicilios a que estaba acostumbrada. Por fuera era impresentable. Estaba conectado con la casa principal mediante una especie de ventisquero, un pasillo que Henry había recubierto de cristal y que solía utilizar para sus interminables experimentos de bollería. Es panadero jubilado y todavía madruga y prepara cosas en el horno casi a diario.
Tenía abierta la ventana de la cocina y el aroma de la levadura, la canela y las salsas para espaguetis impregnaba el aire primaveral. Antes de llamar y presentarme, me llevé las manos a las sienes, pegué la nariz a la ventana del estudio y escruté el interior. Por entonces no era más que una habitación única de cinco metros de lado, con un saliente que hacía de cuarto de baño y una cocina como las de los barcos. El espacio se ha prolongado en la actualidad y hoy tiene un altillo donde están el dormitorio y otro cuarto de baño. Pero al principio, incluso en su estado original, me había bastado una ojeada para saber que era la casa que buscaba.
Henry había salido a recibirme con una camiseta estampada, pantalón corto, sandalias y un trapo en la cabeza. Tenía las manos llenas de harina y una mancha blanca en la frente. Observé su rostro magro y bronceado, su pelo canoso y sus brillantes ojos azules mientras me preguntaba si lo había conocido en alguna vida anterior. Me hizo pasar y mientras hablábamos me invitó a que probara el primero de los incontables rollos caseros de canela que he consumido en su cocina desde entonces.
Por lo visto, había atendido a tantos inquilinos en potencia como caseros había entrevistado yo. Él buscaba un inquilino sin hijos, sin costumbres reprobables ni gusto por la música a todo volumen. Yo buscaba un casero que sólo se metiera en sus propios asuntos. Henry me interesó porque, como tenía ochenta y tantos años, me ahorraba atenciones no deseadas. Y yo le interesé seguramente porque era una misántropa convencida. Había trabajado dos años de policía y dedicado otros dos a completar las cuatro mil horas que se necesitan para solicitar la licencia de detective. Llegado el momento, me habían fotografiado, tomado las huellas dactilares, inscrito en el registro y concedido la licencia. Puesto que mi principal medio de subsistencia implicaba adentrarse en el lado oculto de la naturaleza humana, tendía a mantener a cierta distancia a los demás. Desde entonces he aprendido urbanidad. Puedo ser incluso simpática si conviene a mis fines, pero no se me conoce precisamente por mis buenos modales. Dado que soy una loba solitaria, soy la vecina ideal: no hago ruido, suelo aislarme, no me meto con los demás y estoy fuera de casa casi siempre.
Abrí la puerta y encendí las luces de la planta baja, me quité la cazadora, encendí la televisión y el vídeo e introduje en este la cinta de Lorna Kepler. Me parece absurdo detallar el contenido de la película. Baste decir que el argumento era sencillo y que no se analizaba la evolución de los personajes. La interpretación, por otro lado, era desastrosa y se fingía por doquiera una sexualidad que resultaba más cómica que cachonda. Puede que me pareciera cosa de aficionados únicamente por culpa del malestar que me produjo el tema. Me llevé una sorpresa al ver que había títulos de crédito y rebobiné la cinta para releerlos desde el principio. Había un productor, un director y un montador cuyos nombres parecían auténticos: Joseph Ayers, Morton Kasselbaum y Chester Ellis. Pulsé el botón de pausa para apuntarlos y volví a pulsarlo para que la cinta siguiera pasando. Estaba convencida de que los actores aparecerían con seudónimo, por ejemplo Macho Verdugo, Fruta Comestible y Nalgas Ardientes, pero figuraba una Lorna Kepler junto con otros dos intérpretes —Russell Turpin y Nancy Dobbs— cuyos normalísimos nombres apunté cuando aparecieron. Por lo visto no había guionista, aunque supongo que la sexualidad pornográfica no necesita especificar la línea de acción. En cualquier caso, leer el presunto guión habría sido ridículo.
Me pregunté dónde se habría filmado la película. Según mi idea particular del presupuesto de una película porno, ni se contrataban exteriores ni se solicitaban permisos. Casi todas las escenas transcurrían en interiores que podían prepararse en cualquier lugar. El protagonista, Russell Turpin, había sido contratado sin duda por determinadas cualidades anatómicas que ponía de manifiesto cada dos por tres. Él y Nancy, marido y mujer a todas luces, aparecían tendidos y desnudos en el sofá de la sala de estar, enfrascados en un diálogo insufrible y sometiéndose a recíprocas humillaciones sexuales. Nancy era mala con avaricia y su mirada se desviaba continuamente hacia la izquierda de la cámara, donde tenía que haber alguien que le indicaba lo que tenía que decir vocalizando en silencio las frases. Había visto representaciones escolares interpretadas con mucha más inteligencia. Las pasiones que la muchacha trataba de representar parecía haberlas aprendido viendo otras películas porno; su gesto más destacado era lamerse los labios de un modo que, desde mi punto de vista, provocaba más cabreo que excitación. Sospechaba que en el fondo la habían contratado por ser la única que tenía un portaligas de verdad en la época del panty.
Lorna era la protagonista femenina y su aparición se había preparado para que produjera el máximo efecto. No parecía pendiente de la cámara y se movía con naturalidad y sin premuras, con una experiencia que saltaba a la vista. Tenía un aire elegante y durante los primeros segundos de su intervención costaba imaginar las groserías que no tardarían en ponerse en escena. Al principio se mostraba distante y parecía reírse de todo en su fuero interno. Poco después se conducía sin vergüenza alguna, con dominio de la situación y alardes de vehemencia, totalmente concentrada en las emociones que sintiese.
Al principio veía las escenas donde no aparecía Lorna apretando el botón de pase rápido, pero el efecto resultaba cómico: Pauline en peligro con situaciones sexuales intercaladas. Procuraba mirar con la misma distancia que adopto en los escenarios de los crímenes, pero me falló el sistema y no tardé en experimentar cierta inquietud. No me tomo a la ligera la degradación de las personas, sobre todo cuando se hace únicamente para beneficio económico de otros. He oído decir que la industria de la pornografía es mayor que la discográfica y la cinematográfica juntas, y que recauda cantidades inmensas que cambian de manos en nombre de la sexualidad. Aquella película tenía al menos poca violencia y no había escenas con niños ni animales.
Aunque apenas había argumento, el director se había esforzado por crear suspense. Lorna interpretaba a un personaje sexualmente diabólico y como tal acosaba tanto al marido como a la mujer, que corrían en cueros vivos por toda la casa. También acosaba sexualmente a un lampista llamado Harry, que se presentaba de improviso en una escena que me salté la primera vez que vi la cinta. Las apariciones de Lorna solían anunciarse mediante humo, y la transparente túnica que llevaba se le subía y se hinchaba gracias a un ventilador. Una vez comenzada la acción, había multitud de primeros planos, morosamente dosificados por un operador de cámara enamorado del teleobjetivo.
Di por finalizada la sesión, rebobiné la cinta y me concentré en el estuche. La compañía productora se llamaba Cyrenaic Cinema y tenía una dirección en San Francisco. ¿Qué significaba aquello de Cyrenaic, es decir, cirenaico? Cogí el diccionario y busqué la palabra. «Cirenaico: dícese de la escuela filosófica griega fundada por Aristipo de Cirene, que consideraba el placer de los sentidos el bien supremo». Bueno, por lo menos un miembro de la tribu tenía cultura. Llamé a la compañía telefónica y solicité información sobre la zona abarcada por el prefijo 451. La productora no tenía registrado ningún teléfono a su nombre, aunque la dirección tal vez fuese verdadera. Aun en el caso de que Janice y yo llegáramos a un acuerdo, no estaba convencida de que quisiera financiarme un viaje a San Francisco.
Repasé los papeles que me había dado y puse a un lado los recortes de prensa y a otro los informes de la policía. Leí el informe de la autopsia con particular interés, traduciendo los términos técnicos al rudimentario idioma de mi profana inteligencia. Los datos básicos eran tan desagradables como la película que acababa de ver, pero sin la equilibradora influencia de los diálogos llenos de tópicos. Cuando se descubrió el cadáver de Lorna, ya estaba prácticamente descompuesto. El análisis superficial revelaba pocas cosas interesantes, dado que todo el tejido blando se había convertido en una masa grasienta. Los gusanos habían trabajado aprisa. El análisis interno confirmaba que ya no había órganos, salvo unas pequeñas cantidades de tejido procedentes del conducto gastrointestinal, del hígado y del aparato circulatorio. El tejido cerebral también se había licuado por completo y/o estaba ausente. Los restos óseos no revelaban ningún traumatismo producido por objetos contundentes, ni por armas blancas, ni por armas de fuego, ni por cuerdas, y no había rastros de huesos rotos ni aplastados. Se había detectado la presencia de dos fracturas antiguas, pero ninguna de ellas parecía tener relación con la forma de fallecimiento. Los análisis químicos tampoco evidenciaban que hubiera medicamentos o productos tóxicos en su sistema. Los dos arcos dentales completos se habían extraído y conservado, al igual que los diez dedos de las extremidades superiores. La identificación se había hecho mediante radiografías de la dentadura y la huella fragmentaria del pulgar. Entre los papeles no había ninguna foto, pero sospechaba que tenía que haber alguna en los archivos de la policía. No me parecía probable que hubieran entregado a la madre instantáneas post mortem.
No había manera de determinar el día ni la hora de la muerte, pero se había hecho una estimación aproximada a partir de diversos factores ambientales. Muchísimas personas entrevistadas habían declarado que Lorna tenía costumbres noctámbulas. También se le atribuía la costumbre de correr poco después de levantarse. Hasta donde habían podido averiguar los de Homicidios, Lorna, como siempre, se había levantado tarde aquel sábado 21 de abril. Se había puesto la ropa de deporte y había salido para correr un rato. El periódico matutino del sábado estaba dentro de la casa, al igual que el correo de última hora de la mañana. Todo el correo y los periódicos posteriores al día 21 estaban amontonados y sin abrir. Me pregunté por qué no había salido de viaje el jueves por la noche, tal como había planeado. Puede que hubiera terminado la semana laboral el viernes y tuviese intención de partir el sábado por la mañana, en cuanto se duchase y se vistiera.
Las preguntas que suscitaba el asunto eran perogrullescas y a falta de pruebas concretas era absurdo ponerse a especular. Aunque la causa de la muerte quedó sin determinar, la policía había actuado sobre la base de que la joven había sido atacada por una o varias personas desconocidas. Lorna había vivido sola, en singulares condiciones de aislamiento. Si había gritado pidiendo ayuda, no había habido nadie en los alrededores capaz de oírla. También yo vivo sola y aunque Henry Pitts vive al lado, en ocasiones me siento intranquila. Mi trabajo supone cierta desprotección. Me han disparado, vapuleado, golpeado y acosado varias veces, pero siempre he sabido desbaratar las intenciones de mis agresores. No me hacía ninguna gracia imaginar los últimos momentos de Lorna.
El inspector de Homicidios que se había encargado del asunto se llamaba Cheney Phillips, un sujeto con el que había tropezado alguna que otra vez. Lo último que había sabido de él era que de Homicidios lo habían trasladado a la brigada contra la corrupción. No sé bien cómo funcionan las fuerzas de orden público en otras ciudades, pero en el cuerpo de policía de Santa Teresa se tiende a trasladar a los funcionarios cada dos o tres años para someterlas a diferentes responsabilidades. Este procedimiento no sólo garantiza el equilibrio del departamento, sino que además permite conseguir ascensos sin que el funcionario interesado tenga que esperar al fallecimiento o jubilación de los atrincherados colegas de brigada.
Al igual que a muchos policías de la ciudad, a Phillips se le podía encontrar en un bar llamado CC y que frecuentaban abogados y una surtida selección de individuos vinculados con las fuerzas de seguridad. El superior que le había supervisado el caso era el teniente Con Dolan, a quien yo conocía muy bien. No acababa de creer que la aparición de Lorna en aquella película barata tuviese algo que ver con su muerte. Por otro lado, saltaba a la vista por qué Janice se empeñaba en lo contrario. ¿Qué otra cosa cabe pensar cuando resulta que la difunta hija que más queríamos era una estrella del cine porno?
Estaba nerviosa y casi irritable a causa de la sobredosis de cafeína. En lo que iba de jornada había engullido seguramente entre ocho y diez tazas de café, las dos últimas mientras hablaba con Janice. Notaba las sustancias estimulantes, semejantes a bombones, bailoteándome en la cabeza. En ocasiones, la ansiedad y la cafeína producen el mismo efecto.
Volví a mirar el reloj. Eran las doce pasadas y ya tendría que estar durmiendo. Cogí la guía telefónica y busqué el número del CC. Tardé menos de quince segundos en hacer la llamada. El barman me dijo que Cheney Phillips estaba en el local. Le dije mi nombre y que avisara a Cheney que iba hacia allí. En el momento de colgar, le oí gritar a Cheney desde la barra. Agarré la cazadora y las llaves y me dirigí a la puerta.