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La definición jurídica de homicidio es «muerte violenta que una persona causa a otra de manera ilegítima». A veces se incluye la expresión «con intencionalidad» para diferenciar el asesinato de las múltiples formas con que las personas se quitan la vida entre sí; las guerras y las ejecuciones es lo primero que nos viene a la cabeza. En el plano jurídico, «con intencionalidad» no quiere decir necesariamente con odio o animadversión, sino que más bien se refiere al deseo consciente de infligir heridas graves o de causar la muerte. En términos generales, el homicidio criminal es un asunto personal e íntimo, dado que casi todas las víctimas mueren a manos de parientes, amigos o conocidos. En mi opinión, motivo de más para mantener las distancias.

En Santa Teresa, California, se resuelve alrededor del ochenta y cinco por ciento de los homicidios criminales, esto significa que se identifica y detiene al agresor, cuya culpabilidad o inocencia queda entonces en manos de los tribunales. Las víctimas de los homicidios sin resolver vienen a ser como difuntos revoltosos: personas que viven en un limbo propio, en un estado entre la vida y la muerte, inquietas, insatisfechas y con ganas de liberarse. Esta es una idea caprichosa para una persona como yo, poco dada a dejarse llevar por la fantasía, pero se me ocurre que estas almas mantienen una relación estrecha y turbadora con las personas responsables de su muerte. He hablado con agentes de Homicidios que han tenido fantasías parecidas, agentes obsesionados por víctimas que parecen habitar entre nosotros, inflexibles en su deseo de venganza. En la nebulosa región en que la vigilia se confunde con el sueño, en ese pesado instante que precede a la inmersión de la mente en lo que hay debajo de la consciencia las oigo murmurar en ocasiones. Lloran por sí mismas. Canturrean la nana de los asesinados. Susurran el nombre de sus agresores, de los hombres y mujeres que siguen vagando por el mundo de los vivos, inidentificados, sin que nadie les acuse ni los castigue, sin arrepentirse. En noches así no duermo bien. Me quedo despierta, con el oído atento, en espera de percibir una sílaba, una frase; esforzándome por distinguir el nombre de un asesino cuando el conventículo[1] pasa lista. El asesinato de Lorna Kepler acabó por afectarme de este modo, aunque no conocí los detalles de su muerte hasta meses después.

Era un domingo de mediados de febrero y se me habían hecho las tantas mientras me entretenía, como otra doña Virtudes, pormenorizando los gastos y los ingresos de la declaración de Hacienda. Había llegado a la conclusión de que ya era hora de afrontar las cosas como una persona adulta, en vez de meterlo todo en una caja de zapatos y dárselo a mi gestor en el último momento. El muy cascarrabias. Todos los años me echa un rapapolvo y yo tengo que jurarle que me reformaré, voto que me tomo en serio hasta que se abre el periodo de la declaración y entonces me doy cuenta de que tengo la economía más desorganizada que el cubo de la basura.

Estaba sentada a la mesa, en el bufete donde tengo el despacho. La noche era fría de acuerdo con los parámetros de California, lo que quiere decir que hacía unos diez grados centígrados. Era la única persona que había en el bufete y estaba envuelta en un halo de luz cálida y somnífera, mientras la oscuridad y el silencio reinaban en las oficinas restantes. Acababa de prepararme una cafetera para contrarrestar la narcolepsia que me asalta cuando se trata de asuntos pecuniarios. Tenía la cabeza apoyada en la mesa y escuchaba el tranquilizante gorgoteo que produce el agua cuando pasa por el depósito del café. Ni siquiera el aroma del selecto grano yemení bastaba para despejarme la modorra. Cinco minutos más y estaría flotando en la ionosfera, soltando un hilo de baba sobre el papel secante y recogiendo con la mejilla derecha mensajes escritos al revés.

Oí un golpe en la puerta de servicio y levanté la cabeza con la oreja orientada en aquella dirección, como un perro alerta. Eran casi las diez en punto y no esperaba a nadie. Me incorporé, abandoné la mesa y salí al vestíbulo. Pegué la cabeza a la puerta de servicio, que da directamente al pasillo exterior. Volvió a oírse el golpe, mucho más fuerte.

—¿Sí? —dije.

Me respondió la voz amortiguada de una mujer.

—¿Es aquí Investigaciones Millhone?

—Está cerrado.

—¿Cómo dice?

—Un momento. —Puse la cadena de seguridad, entreabrí la puerta y miré quién era.

Tenía cuarenta y muchos y vestía como una vaquera de ciudad: botas, tejanos descoloridos y camisa de ante, y llevaba encima bisutería suficiente para abrir una tienda. Tenía el pelo algo rizado, teñido del color de la sangre seca y le caía suelto casi hasta la cintura.

—Disculpe si la molesto, pero en el directorio de abajo pone que en estas oficinas hay un detective privado. ¿Está en su despacho, por casualidad?

—Más o menos, señora —dije—, pero no son horas de oficina. ¿No puede volver mañana? Con mucho gusto le concertaré una cita en cuanto consulte la agenda.

—¿Es usted su secretaria?

Su rostro bronceado era un óvalo irregular, arrugas profundas a ambos lados de la nariz y cuatro arrugas entre los ojos, en el punto donde coincidían las rayas negras con que se había reconstruido las depiladas cejas. Había utilizado el mismo lápiz afilado para sombrearse los párpados, aunque no advertí que llevara maquillaje en ningún otro sitio. Procuré no parecer irritada, dado que la confusión es frecuente.

—Yo soy el detective —dije—. Investigaciones Millhone. Mi nombre de pila es Kinsey. ¿Me ha dicho usted el suyo?

—No, no se lo he dicho, perdone. Soy Janice Kepler. Pensará usted que soy tonta de remate.

«Mujer, tanto como de remate», pensé. Alargó la mano para que se la estrechara, pero advirtió que la abertura de la puerta era demasiado reducida. Retiró la mano.

—Nunca habría imaginado que fuera usted una mujer. He visto muchas veces el rótulo de Investigaciones Millhone en el vestíbulo de la calle. Es que voy una vez a la semana a hacer terapia de grupo en el piso de abajo. En más de una ocasión he pensado hacerle una visita, pero supongo que no tenía valor suficiente. Ya iba a marcharme hoy cuando he visto la luz desde el aparcamiento. Espero que no le importe. Tengo que ir a trabajar y dispongo de poco tiempo.

—¿En qué trabaja? —pregunté a modo de subterfugio.

—De encargada en la Cafetería Frankie; está en la parte norte de State Street. Tengo el turno de once a siete, por eso me viene mal concertar citas diurnas. Por lo general me acuesto a las ocho de la mañana y no me levanto hasta media tarde. Aunque sólo me dejara contarle lo que me ocurre, para mí ya sería un gran desahogo. Si resulta que no es el trabajo que usted suele hacer, le agradecería que me recomendase a otra persona. Necesito ayuda, pero no sé adónde dirigirme. Que sea usted mujer tal vez facilite las cosas. —Las cejas pintadas se alzaron en un doble arco de súplica.

Titubeé. Terapia de grupo, me dije. ¿Alcohol? ¿Drogas? ¿Dependencia conyugal? Me tentaba la idea de averiguar si estaba como un cencerro. El pasillo que tenía detrás estaba vacío y tenía un aire soso a causa de la bombilla amarillenta que colgaba del techo. El bufete de Lonnie Kingman ocupa toda la tercera planta, excepción hecha de los dos lavabos, que son públicos; en una puerta hay una C, en la otra una S. Siempre cabía la posibilidad de que tuviese a dos compinches del género C acechando en el retrete, en espera de recibir la señal de atacarme. El objeto de la presunta agresión se me escapaba. El poco dinero que me quedaba iban a quitármelo los funcionarios de Hacienda a punta de bolígrafo.

—Aguarde —dije.

Cerré la puerta, saqué la cadena de la guía y abrí de par en par. Entró con aire vacilante, con una bolsa marrón de papel arrugado en los brazos. Se había puesto un perfume de los que marean y cuyo olor recordaba al serrín y a la grasa que se pone a los artículos de cuero. Daba la impresión de sentirse incómoda y se comportaba con una intranquila mezcla de vergüenza y aprensión. La bolsa de papel marrón parecía contener papeles.

—Tenía esto en el coche. No me gustaría que creyera que lo llevo encima continuamente.

—Me hago cargo —dije. Me dirigí a mi despacho con la mujer pisándome los talones. Le indiqué una silla y vi que al sentarse dejaba la bolsa de papel en el suelo. Cogí otra silla. Imaginaba que si nos sentábamos con la mesa de por medio tendría ocasión de ver a cuánto ascendían mis deducciones por gastos profesionales y esto no era asunto suyo. Personalmente soy una experta en leer al revés y pocas veces dudo en meterme donde no me importa—. ¿Qué clase de terapia de grupo? —pregunté.

—Para padres de personas asesinadas. Mi hija murió en abril. Se llamaba Lorna Kepler. La encontraron en la casa que tenía junto a la misión.

—Ah, sí —dije—, lo recuerdo, aunque tengo entendido que no se aclaró del todo la causa de la muerte.

—Yo no opino lo mismo —dijo con acritud—. No sé cómo murió, pero estoy tan segura de que la asesinaron como de que estoy aquí sentada. —Alzó la mano y se puso detrás de la oreja un mechón suelto de pelo—. La policía no encontró ningún sospechoso e ignoro si habrá habido más suerte en el tiempo transcurrido. No sé quién me dijo que cada día que pasa se reducen las posibilidades, he olvidado el porcentaje.

—Por desgracia, es verdad.

Se inclinó, rebuscó en la bolsa de papel y sacó un portarretratos.

—Esta es Lorna. Puede que la viese entonces en los periódicos.

Me tendió la foto, la cogí y observé a la joven. No era una cara de las que se olvidan. Era una veinteañera de pelo negro peinado hacia atrás y que le caía en cascada hasta media espalda. Tenía los ojos de color avellana claro y un poco rasgados; cejas oscuras que se arqueaban con limpieza; boca grande; nariz recta. Vestía una blusa blanca con un pañuelo blanco y largo que le daba varias vueltas al cuello; una chaqueta azul marino y unos tejanos azules descoloridos ceñían su complexión delgada. Miraba a la cámara con fijeza, sonriendo ligeramente y con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Estaba apoyada en una pared empapelada con rosas trepadoras sobre fondo blanco. Le devolví la foto sin saber qué decir.

—Es muy guapa —murmuré—. ¿Cuándo se la hicieron?

—Hace cosa de un año. Tuve que convencerla. Era la menor. Acababa de cumplir veinticinco años. Quería ser modelo, pero le salió mal.

—Tuvo que tenerla usted muy joven.

—A los veintiuno —dijo—. A Berlyn la tuve a los diecisiete. Me casé por ella. Estaba de cinco meses y gorda como un tonel. Aún sigo con su padre, cosa que sorprende a todo el mundo, incluso a mí. A la mediana la tuve a los diecinueve. Se llama Trinny. Es un encanto. Cuando tuve a Lorna estuve a punto de morir, pobrecita. Me levanté una mañana, la víspera del día señalado, y me puse a echar sangre. No sabía qué pasaba. Sangre por todas partes. Como si tuviese un río entre las piernas. Nunca he visto nada parecido. El médico creía que íbamos a morirnos las dos, pero salimos adelante. ¿Tiene usted hijos, señorita Millhone?

—Llámeme Kinsey —dije—. No estoy casada.

Sonrió.

—Que quede entre nosotras: Lorna era mi preferida, seguramente porque siempre fue un problema. Como es lógico, esto no se lo diría a ninguna de las otras. —Guardó el portarretratos—. En fin, sé lo que es tener el corazón destrozado. Puede que parezca una mujer normal, pero soy una zombi, una muerta en vida y quizás un poco chiflada. Ahora voy a esta terapia de grupo…, me lo sugirieron y pensé que podría ayudarme. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que me aliviase el sufrimiento. Mace, mi marido, asistió a unas cuantas sesiones y lo dejó estar. No soportaba lo que contaban los demás, no soportaba tanto sufrimiento comprimido en una habitación. Lo que él quiere es alejarlo, librarse de él, quedar limpio. Yo creo que es imposible, pero son cosas de las que no se puede discutir. A cada uno lo suyo, como suele decirse.

—Yo ni siquiera alcanzo a imaginármelo —dije.

—Ni yo sabría describirlo. Es el infierno. Ya no somos personas normales. Te matan a una hija y desde ese mismo momento eres de otro planeta. No hablas el mismo idioma que los demás. Incluso los que asistimos a la terapia de grupo parece como si hablásemos dialectos diferentes. Cada cual se aferra a su dolor como si hubiese una licencia especial para sufrir. No puede evitarse. Todos creemos que nuestro caso es el peor que se conoce. El asesinato de Lorna no se ha resuelto y en consecuencia creemos que nuestra angustia es más intensa. En otras familias pasa igual. Pongamos que atraparon al asesino y que estuvo en la cárcel unos años. Ahora está otra vez en libertad y la familia tiene que seguir adelante sabiendo que circula por ahí un individuo que fuma tabaco, que bebe cerveza, que se lo pasa bien los sábados por la noche mientras el hijo está muerto. O sabiendo que el asesino está en prisión y que estará allí el resto de su vida, pero seguro y confortable. Con tres comidas al día y vestido con ropa limpia. Puede que incluso esté en el pabellón de la muerte, aunque en realidad no morirá. Prácticamente no se ejecuta a nadie, salvo que el condenado pida la ejecución. ¿Y por qué tendría que hacerlo? Hay un montón de abogados blandengues que saben arreglar estas cosas. El sistema se ha organizado para mantenerlos a todos con vida mientras nuestros hijos están muertos para siempre.

—Es muy doloroso —dije.

—Sí. No me atrevería a decirle lo mucho que duele. Me siento en la habitación del piso de abajo, oigo lo que cuentan los demás y no sé qué hacer. No reduce mi sufrimiento, pero por lo menos forma parte de algo. Sin la terapia de grupo, la muerte de Lorna se disipa. Como si a nadie le importara. La gente ni siquiera habla ya de ella. Todos los que estamos allí sufrimos y por eso no me siento al margen. No estoy aislada de los demás. Lo que pasa es que nuestras heridas emocionales se han abierto de manera distinta. —Desde que había empezado a hablar lo había hecho de forma casi expeditiva y la mirada que me dirigió entonces se me antojó más dolorosa por ello mismo—. Le cuento todo esto porque no quiero que crea que estoy loca…, bueno, no más de lo que en realidad estoy. Te matan a una hija y es lógico que te coma la rabia. Unas veces te recuperas y otras no. Lo que le digo es que sé que estoy obsesionada. Pienso en el asesino de Lorna más de lo que debiera. Quienquiera que lo hiciese, quiero que lo castiguen. Quiero terminar con esto de una vez. Quiero saber por qué lo hizo. Quiero decirle en la cara lo que hizo con mi vida el día que arrebató la de mi hija. La psicóloga que nos orienta dice que necesito encontrar una forma de recuperar la energía. Dice que es mejor volverse loca que amargarse. En fin. Por eso he venido. Creo que ahí está el meollo.

—En actuar —dije.

—Desde luego. No sólo en hablar. Estoy harta de hablar. No conduce a ninguna parte.

—Pues si quiere que la ayude tendrá que hablar un poco más. ¿Le apetece un café?

—Ya lo sé. Sí, gracias. Solo, por favor.

Llené dos tazas, puse una nube de leche en la mía y no empecé las preguntas hasta que volví a sentarme. Agarré el cuaderno que tenía en la mesa y me hice con un bolígrafo.

—Detesto obligarla a revivirlo todo otra vez, pero necesito conocer los detalles, por lo menos todos los que usted sepa.

—Entiendo. Creo que por eso he tardado tanto en venir. Lo he contado ya por lo menos seiscientas veces y ninguna ha sido más fácil que la anterior. —Sopló el café y tomó un sorbo—. Qué rico. Y fuerte. Detesto el café flojo. No sabe a nada. Bueno, déjeme recapacitar antes de decir nada. Creo que lo que debería usted comprender en relación con Lorna es que era una criatura independiente. Todo lo hacía a su aire. No le importaba lo que pensasen los demás ni creía que lo que ella hiciera fuese asunto del prójimo. Había sufrido asma de pequeña y acabó faltando mucho a clase, por eso nunca le fue bien en el colegio. Era más lista que el hambre, pero casi siempre estaba indispuesta. La pobre era alérgica a casi todo. Tenía pocos amigos. No podía pasar la noche en casa de otras chicas porque, por lo visto, o tenían animales o había polvo, moho y demás inconvenientes. Superó muchos de estos problemas cuando creció, pero siempre había que darle medicamentos por un motivo u otro. Hago hincapié en ello porque creo que influyó mucho en su posterior forma de ser. Era antisocial, cabezota e individualista. Tenía un ramalazo de soberbia y creo que era porque se había acostumbrado a estar sola y a hacer lo que se le antojaba. Puede que yo la malcriara hasta cierto punto. Los hijos intuyen cuándo tienen poder para poner nerviosos a los padres y comprobarlo acaba convirtiéndolos en pequeños déspotas. Lorna no sabía complacer a los demás, ignoraba lo que era la negociación cotidiana. Era una persona estupenda y muy generosa cuando quería, pero no lo que podríamos llamar una chica simpática o afectuosa. —Hizo una pausa—. Pero me he desviado de la cuestión. Quería hablarle de otra cosa; y lo haré cuando me acuerde. —Frunció el entrecejo entre parpadeos y comprendí que consultaba una especie de agenda interior. Transcurrieron unos instantes de silencio mientras apurábamos el café. Por fin, su memoria emitió un timbrazo y se le iluminó la cara mientras añadía—: Ah, sí. Disculpe. —Se removió en la silla y reanudó la historia—. Los medicamentos contra el asma a veces le producían insomnio. Todo el mundo cree que los antihistamínicos producen somnolencia, y es así, desde luego, pero no el sopor profundo que necesitamos para descansar normalmente. A ella no le gustaba dormir. Incluso de mayor aguantaba en ocasiones con tres horas nada más. Creo que le daba miedo acostarse. Por lo visto, la posición horizontal le acentuaba los jadeos. Acabó acostumbrándose a vagar de noche, cuando todo el mundo dormía.

—¿Con quién estaba? ¿Tenía amistades o se iba sola por ahí?

—Aves noctámbulas como ella, imagino. Una era un pinchadiscos de la radio, un sujeto que está en una emisora de frecuencia modulada que emite música de jazz toda la noche. No me acuerdo de su nombre, pero seguro que lo conoce si se lo digo. Y estaba además una enfermera que trabaja de noche en el St. Terry. Serena Bonney. Lorna trabajaba en realidad para el marido de Serena en la planta depuradora.

Tomé nota mental de todo aquello. Tendría que hacer averiguaciones sobre ambos si me decidía a intervenir.

—¿Qué clase de trabajo hacía?

—Bueno, era un empleo por horas… cosas administrativas para el Ayuntamiento, de una a cinco. Ya sabe, mecanografiar, archivar, coger el teléfono. Se pasaba en pie la mitad de la noche y si le convenía, se quedaba durmiendo hasta tarde.

—Veinte horas semanales no es mucho —dije—. ¿Cómo se las arreglaba para vivir?

—Pues vivía por su cuenta. En esa cabaña que hay detrás de la finca de no sé quién. No era ningún palacio y pagaba poco de alquiler. Un par de habitaciones y el cuarto de baño. Puede que antiguamente fuera el cobertizo de algún jardinero. No estaba protegida contra la humedad. Carecía de calefacción central y la cocina no merecía este nombre, sólo tenía un microondas, una encimera de dos fuegos y un frigorífico que parecía una caja de zapatos. Ya sabe a qué me refiero. Tenía electricidad, agua corriente, teléfono y pare usted de contar. Habría podido adecentarla, pero no quería molestarse. Le gustaba la sencillez, según decía, y además, no iba a ser para toda la vida. El alquiler era prácticamente simbólico y lo único que al parecer le preocupaba. Le gustaba la intimidad de que gozaba allí y la gente se acostumbró a dejarla en paz.

—Pues no parece que fuera un ambiente libre de alergias —observé.

—¿Sabe usted? Lo mismo decía yo. Claro que por entonces estaba bastante bien. Las alergias y el asma eran más temporales que crónicos. A veces pasaba una crisis: después de hacer ejercicio, o cuando se resfriaba, o si estaba en tensión. La cuestión es que no quería vivir cerca de otras personas. Le gustaba la sensación de estar en el bosque. La finca no era tan grande…, un par de hectáreas y un camino de grava de dos carriles que pasaba por la parte trasera. Supongo que allí se sentía aislada y en paz. No quería vivir en casas de vecinos, con inquilinos por todas partes, ruidos, golpes y música a todo volumen. No era una persona sociable. Ni siquiera saludaba cuando se cruzaba con otros. En fin, así era ella. Se mudó a la cabaña y allí se quedó a vivir.

—Ha dicho usted que la encontraron en la cabaña. ¿Cree la policía que murió en aquel lugar?

—Yo sí lo creo. Como le he dicho, no la descubrieron hasta pasado cierto tiempo. La policía cree que unas dos semanas, a juzgar por su estado. Yo había hablado con ella un jueves por la noche y me dijo que se marchaba. Supuse que quería decir aquella misma noche, pero no fue así, al menos que yo recuerde. No sé si recordará usted que la primavera se retrasó el año pasado; había mucho polen en el aire y sus alergias se reactivaron. El caso es que me llamó para decirme que iba a estar fuera de la ciudad durante dos semanas. Que se tomaba unas vacaciones y se iba a las montañas a ver la nieve que quedase. Cuando sufría sólo podía consolarse en los lugares donde se practica el esquí. Dijo que me llamaría al volver. Fue la última vez que hablé con ella.

Yo ya me había puesto a tomar notas.

—¿Cuándo fue eso?

—El diecinueve de abril. Descubrieron el cadáver el cinco de mayo.

—¿Adónde había ido? ¿Le dijo el lugar concreto al que iba?

—Habló de las montañas, pero no me dijo dónde exactamente. ¿Cree usted que tiene importancia?

—Lo he preguntado por curiosidad —contesté—. Abril me parece un mes tardío para ver nieve. Si se dirigía a otra parte, puede que fuese una excusa. ¿Le dio la impresión de que ocultaba algo?

—Lorna no era de las que daban detalles. Mis otras dos hijas, cuando se van de vacaciones, se sientan con el resto de la familia y todos nos ponemos a consultar folletos de viaje y propaganda hotelera. Sin ir más lejos, Berlyn ha ahorrado para hacer un viaje y no paramos de decirle que en vez de emprender ese crucero podría considerar otras ofertas. En mi opinión, la mitad de la gracia de un viaje está en la fantasía que se le echa. Lorna decía que basta fomentar las expectativas para que la realidad nos desengañe. No contemplaba las cosas desde el mismo punto de vista que los demás. En cualquier caso, como no me llamaba, imaginaba que estaba fuera de la ciudad. No es que llamara a menudo, y tampoco nosotros teníamos ningún motivo para ir a su casa si estaba fuera. —Titubeó con incomodidad—. La verdad es que me siento culpable. Creo que se nota por la cantidad de explicaciones que le doy. No quiero que dé la sensación de que no me importa.

—A mí no me da esa sensación.

—Gracias. Quería a esa criatura más que a la vida misma. —Le despuntaron unas lágrimas, casi a modo de reflejo, y advertí que parpadeaba para enjugárselas—. Bueno, quien finalmente se presentó en la casa fue una persona para la que Lorna había trabajado un tiempo.

—¿Cómo se llamaba?

—Perdón. Serena Bonney.

Miré las notas que había tomado.

—¿La enfermera?

—Exacto.

—¿En qué había trabajado Lorna para ella?

—Se ocupaba de su casa. De vez en cuando cuidaba del padre de la señora Bonney. Según tengo entendido el anciano no se encontraba bien y la señora Bonney no quería dejarlo solo. Creo que estaba haciendo los preparativos para irse de la ciudad y quería hablar con Lorna antes de hacer las reservas. Lorna no tenía contestador automático. La señora Bonney la llamó varias veces y al final decidió dejarle una nota en la puerta de la casa. Cuando llegó, se dio cuenta de que algo andaba mal. —Se interrumpió de pronto, no a causa de la emoción, sino de las imágenes desagradables que la conversación evocaba sin duda. Al cabo de dos semanas, el cadáver tenía que presentar un aspecto inenarrable.

—¿Cómo murió Lorna? ¿Llegó a establecerse la causa de la muerte?

—He ahí la cuestión. Hasta ahora no se ha sabido. Estaba boca abajo en el suelo, en ropa interior, y la ropa de hacer deporte al lado. Supongo que estuvo corriendo y que se desnudó para darse una ducha, pero no daba la impresión de que la hubieran agredido. Siempre cabe la posibilidad de que sufriera un ataque de asma.

—Pero usted no lo cree.

—No, no lo creo. La policía tampoco lo creyó.

—¿Hacía ejercicio? Resulta sorprendente a juzgar por lo que me ha contado hasta ahora.

—Bueno, le gustaba estar en forma. Sé que a veces, después de hacer ejercicio, se quedaba casi sin aliento y se ponía a jadear, pero tenía un inhalador de esos y por lo visto le era útil. Si hubiese sufrido un ataque de aviso, habría dejado de esforzarse y reanudado el ejercicio cuando se sintiese mejor. Los médicos no querían que se comportase como una inválida.

—¿Y la autopsia?

—Tengo el informe aquí —dijo, señalando la bolsa de papel.

—¿No había ninguna señal de violencia?

Negó con la cabeza.

—No sé cómo decirlo. Creo que, a causa de la descomposición, al principio ni siquiera estaban seguros de que fuese ella. La identificaron cuando compararon las radiografías de la dentadura.

—Tenía entendido que el caso se había calificado de homicidio.

—Bueno, sí. Se consideró defunción sospechosa, aunque sin establecerse la causa de la muerte. Se investigó como si fuese un homicidio, pero no se sacó nada en claro. Ahora creo que han abandonado el caso. Ya sabe usted cómo ocurren estas cosas. Aparece un caso nuevo y se dedican a él.

—En ocasiones no hay información suficiente para encontrar nada en una situación así. Lo cual no significa que no se esfuercen.

—No, si lo comprendo, pero no puedo aceptarlo.

Me di cuenta de que había dejado de mirarme a los ojos y noté que la intuición me reptaba murmurando por el espinazo. Hacía rato que la miraba fijamente, asombrada de su patente inquietud.

—Janice, ¿hay algo que no me haya dicho?

Las mejillas comenzaron a encendérsele como si se hubiera tragado una bombilla.

—Iba a decírselo en este mismo momento.