21 de octubre, domingo.
Pasó la medianoche y por fin llegó el domingo. Asakawa estaba tomando notas en una hoja de papel e intentando ordenar sus pensamientos.
«Justo antes de morirse, Ryuji averiguó el sortilegio. Telefoneó a Mai, posiblemente para hacerla venir. Lo cual quiere decir que necesitaba la ayuda de Mai para llevar a cabo el sortilegio. Muy bien, la cuestión más importante era saber por qué seguía él vivo. ¡En algún momento de la semana, sin saberlo, debía de haber llevado a cabo el sortilegio! ¿Qué otra explicación había? El sortilegio debía de ser algo que se pudiera hacer fácilmente con la ayuda de otra persona».
Pero aquello comportaba otro problema. «¿Por qué se marcharon los cuatro jóvenes sin llevar a cabo el sortilegio? Si era tan fácil, ¿por qué no podía al menos uno de ellos haberse hecho el duro cuando estaban todos juntos y luego haberlo llevado a cabo en secreto? Piensa. ¿Qué he hecho esta semana? ¿Qué he hecho que Ryuji no hiciera?»
Asakawa dejó escapar un grito.
—¿Cómo demonios lo voy a saber? ¡Debe de haber mil cosas que he hecho esta semana y que él no ha hecho! ¡No tiene gracia!
Le dio un puñetazo a la foto de Sadako.
—¡Maldita seas! ¿Cuánto tiempo vas a seguir torturándome?
Le siguió pegando en la cara una y otra vez. Pero la expresión de Sadako no cambió. Su belleza no disminuía nunca.
Fue a la cocina y echó un poco de whisky en un vaso. Toda la sangre se le había concentrado en un punto de la cabeza y necesitaba dispersarla. Iba a bebérselo de un trago, pero se detuvo. Puede que encontrara la respuesta aquella noche y tuviera que conducir hasta Ashikaga en medio de la noche, así que tal vez fuera mejor que no bebiera. Le ponía furioso el hecho de que siempre intentaba apoyarse en algo externo a sí mismo. Cuando había tenido que desenterrar los huesos de Sadako de debajo del bungalow, había cedido al miedo y había estado a punto de quedarse pasmado. Solamente había sido capaz de hacer lo que tenía que hacer porque estaba con él Ryuji.
—¡Ryuji! ¡Eh, Ryuji! ¡Te lo suplico, ayúdame!
Sabía que nunca sería capaz de seguir viviendo sin su mujer y su hija. Nunca.
—¡Ryuji! ¡Préstame tu fuerza! ¿Por qué estoy vivo? ¿Es porque fui el primero en encontrar los restos de Sadako? En ese caso, no puedo salvar a mi familia. No puede ser así, ¿verdad, Ryuji?
Estaba devastado. Sabía que no era el momento de ponerse a lloriquear, pero había perdido la calma. Después de gimotearle un rato a Ryuji, su calma regresó. Empezó otra vez a tomar notas. «La profecía de la anciana. ¿Realmente tuvo Sadako un bebé? Justo antes de morir tuvo relaciones sexuales con la última víctima de la viruela del Japón. ¿Tiene eso alguna relación?» Todas sus notas terminaban con interrogantes. ¿Iba aquello a llevarlo hasta el sortilegio? No podía permitirse fracasar.
Pasaron varias horas más. Fuera empezaba a haber luz. Tirado en el suelo, Asakawa oyó el ruido de la respiración de un hombre. Los pájaros piaban. No sabía si estaba despierto o soñando. De alguna forma había terminado durmiendo en el suelo. Frunció los ojos para protegerse de la brillante luz del día. La figura de un hombre se desvanecía lentamente bajo la luz tenue. Asakawa no tuvo miedo. Recuperó la conciencia sobresaltado y miró con atención hacia la figura.
—¿Ryuji? ¿Eres tú?
La figura no respondió, pero de pronto a Asakawa le vino a la mente el título de un libro, con tanta nitidez que bien podrían habérselo grabado en los pliegues del cerebro.
Las epidemias y el hombre.
El título le apareció en caracteres blancos en la parte interior de los párpados cuando cerró los ojos. Luego desapareció, pero le dejó un eco en la cabeza. El libro debía de estar en el estudio de Asakawa. Al empezar a investigar el caso, Asakawa se había preguntado si podría haber sido un virus el que había matado a aquellas cuatro personas al mismo tiempo. Fue entonces cuando trajo el libro. No lo había leído pero recordaba haberlo puesto en una estantería.
El sol entraba por las ventanas del este y caía sobre él. Intentó ponerse de pie. Le dolía la cabeza. ¿Había sido un sueño?
Abrió la puerta de su estudio. Cogió el libro que le había sugerido quien fuera: Las epidemias y el hombre. Por supuesto, Asakawa tenía una idea bastante exacta de quién había hecho aquella sugerencia. Ryuji. Había regresado un breve instante para enseñarle el secreto del sortilegio.
¿Y en cuál de las trescientas páginas de aquel volumen estaba la respuesta? Asakawa tuvo otro destello de intuición. ¡En la 191! El número se le insinuó en el cerebro, aunque no con tanta intensidad como la última vez. Lo abrió por aquella página. Una sola palabra lo asaltó y empezó a latir, cada vez más grande:
Reproducción. Reproducción. Reproducción. Reproducción.
«El instinto de un virus es reproducirse. Los virus usurpan estructuras vivas con el objeto de reproducirse».
—¡Oooooooooh! —gimió Asakawa. Por fin había entendido la naturaleza del sortilegio.
«Es obvio lo que he hecho esta semana y Ryuji no. Me llevé la cinta a casa, hice una copia y se la enseñé a Ryuji. El sortilegio es sencillo. Cualquiera puede hacerlo. Haz una copia y muéstrasela a alguien. Ayúdala a reproducirse enseñándosela a alguien que no la haya visto. Aquellos cuatro chavales se contentaron con su broma y dejaron como unos estúpidos la cinta en el bungalow. Ninguno hizo el esfuerzo de regresar a por ella para poder llevar a cabo el sortilegio».
No importaba cómo lo pensara, era la única interpretación posible. Cogió el teléfono y llamó a Ashinaga. Contestó Shizu.
—Escúchame. Escucha con atención lo que te voy a decir. Necesito que tu padre y tu madre vean una cosa. Ahora mismo. Estoy de camino, así que no dejes que vayan a ninguna parte antes de que yo llegue. ¿Lo entiendes? Esto es increíblemente importante.
«Ah, ¿estoy vendiendo mi alma al diablo? Para salvar a mi mujer y mi hija, estoy dispuesto a poner en peligro la vida de mis suegros, aunque solamente sea de forma temporal. Pero si eso va a salvar a su hija y a su nieta, estoy seguro de que se alegrarán. Lo único que tienen que hacer es copiar la cinta y enseñarle las copias a alguien y estarán fuera de peligro. Pero después… ¿qué pasará?»
—¿Qué está pasando? No lo entiendo.
—Tú haz lo que digo. Salgo ahora mismo. Oh, sí… Tienen aparato de vídeo, ¿no?
—Sí.
—¿Beta o VHS?
—VHS.
—Genial, estoy en camino. Repito, no vayáis a ninguna parte.
—Espera un momento, lo que quieres enseñarles a mis padres es ese vídeo, ¿verdad?
No supo qué decir, así que no dijo nada.
—¿Verdad?
—Sí.
—¿Y no es peligroso?
«¿Peligroso? Tú y tu hija estaréis muertas dentro de cinco horas. ¡Déjame en paz, joder! Deja de hacer tantas preguntas. Ya no tengo tiempo para explicártelo todo desde el principio». Asakawa tenía ganas de gritarle, pero consiguió contenerse.
—¡Tú haz lo que te digo!
Eran casi las siete. Si cogía la autopista, y esperando que no hubiera retenciones de tráfico, podría llegar a la casa de sus suegros en Asakawa a las nueve y medía. Teniendo en cuenta el tiempo que tardarían en hacer una copia para su mujer y otra para su hija, iban a llegar a las once por los pelos. Colgó, abrió las puertas del centro de recreo y desenchufó el aparato de vídeo. Necesitaban dos aparatos para hacer copias, así que tenía que coger uno de los suyos.
Mientras se marchaba, echó un último vistazo a la foto de Sadako.
«Ciertamente has dado a luz algo inmundo».
Cogió la autopista por la entrada de Oi y decidió evitar la bahía de Tokio y salir de la ciudad por la autopista de Tohoku. En la autopista de Tohoku no habría mucho tráfico. El problema era cómo evitar la congestión hasta llegar allí. Mientras pagaba el peaje de la entrada de Oi y miraba el panel de información del tráfico, se dio cuenta de que era domingo por la mañana. Eso quería decir que apenas había circulación en el túnel que iba por debajo de la bahía, donde normalmente los coches iban tan juntos como las cuentas de un rosario. Ni siquiera había atascos en las zonas donde se unían los carriles. A aquel ritmo llegaría a Ashikaga con tiempo de sobra para hacer las copias del vídeo. Asakawa dejó de pisar el acelerador. Ahora le preocupaba más ir demasiado deprisa y tener un accidente.
Condujo hacia el norte junto al río Sumida. Si miraba hacia abajo, veía los vecindarios despertándose un domingo por la mañana. La gente caminaba con un aire distinto de las mañanas laborables. Un pacífico domingo por la mañana.
No pudo evitar preguntarse: «¿Qué efecto va a tener? Con la copia de mi mujer y la copia de mi hija, el virus se va a propagar por dos direcciones. ¿Hacia dónde se extenderá después?». Se imaginaba a la gente haciendo copias y pasándoselas a otra gente que ya hubiera visto la grabación, en un intento de que la cinta se moviera por un círculo limitado de gente y no se extendiera. Pero aquello iba contra la voluntad de reproducirse del vídeo. No había manera de saber todavía cómo estaba incorporada aquella función en el vídeo. Haría falta experimentar. Y probablemente sería imposible encontrar a alguien que arriesgara la vida para descubrir la verdad hasta que todo llegara muy lejos y la situación se pusiera fea de verdad. La verdad es que no costaba mucho hacer una copia y enseñársela a alguien: así que era probable que fuera aquello lo que haría la gente. A medida que el secreto viajara de boca a oreja, se le añadiría la coletilla: «Tienes que enseñársela a alguien que no la haya visto nunca». Y a medida que la cinta se multiplicara, el intervalo de una semana probablemente se reduciría. La gente que viera la cinta no esperaría una semana para hacer una copia y enseñársela a otra persona. ¿Hasta dónde se extendería aquel círculo? A la gente la impulsaría su miedo instintivo a la enfermedad, y aquella cinta de vídeo apestada se extendería sin duda por toda la sociedad en un abrir y cerrar de ojos. Y movida por el miedo, la gente empezaría a difundir rumores absurdos. «En cuanto la hayas visto, parece que tienes que hacer dos copias y enseñársela por lo menos a dos personas distintas». Se convertiría en un esquema piramidal, que no se propagaría a razón de una cinta cada vez sino incomparablemente más deprisa. En medio año, todo el mundo en Japón se habría convertido ya en portador y la infección se propagaría al resto del mundo. En el proceso, por supuesto, habría bastantes víctimas mortales, la gente se daría cuenta de que la advertencia de la cinta no era ninguna mentira y empezaría a hacer copias de forma más desesperada todavía. Habría pánico. ¿Cómo acabaría todo? ¿Cuántas víctimas se cobraría aquello? Hacía dos años, durante el boom del interés por lo oculto, la redacción había recibido diez millones de historias. Algo se había salido de madre. Y volvería a suceder, dejando que el nuevo virus se desbocara.
El resentimiento de una mujer hacia las masas que habían acosado a su padre y a su madre y los habían llevado a la muerte y el resentimiento del virus de la viruela hacia el ingenio de la humanidad que lo había llevado al borde de la extinción se habían fusionado en el cuerpo de una persona singular llamada Sadako Yamamura, y habían reaparecido en el mundo bajo una forma inesperada y nunca imaginada.
Asakawa, su familia y todo el mundo que había visto el vídeo habían quedado subconscientemente infectados por aquel virus. Eran portadores. Y los virus se abrían paso directamente hasta los genes, el núcleo de la vida. Todavía no se podía decir qué resultaría de aquello, cómo cambiaría la historia humana… Y la evolución humana.
«A fin de proteger a mi familia, estoy a punto de dejar suelta en el mundo una plaga que podría destruir a toda la humanidad».
A Asakawa le asustaba la esencia de lo que estaba intentando hacer. Una voz le hablaba en susurros: «Si dejo que mueran mi mujer y mi hija, todo acabará aquí. Si un virus pierde a su anfitrión, muere. Puedo salvar a la humanidad».
Cogió la autopista de Tohoku. No había ningún atasco. Si continuaba adelante, le quedaría tiempo de sobra. Asakawa conducía con los brazos en tensión y ambas manos agarrando el volante con fuerza.
—No me arrepentiré. Mi familia no tiene ninguna obligación de sacrificarse. Hay cosas que uno tiene que proteger cuando están amenazadas.
Habló lo bastante fuerte como para oírse por encima del motor, a fin de renovar su determinación. Si fuera Ryuji, ¿qué haría? Estaba seguro de que lo sabría. El espíritu de Ryuji le había contado el secreto del vídeo. Le estaba diciendo prácticamente que salvara a su familia. Aquello le infundió valor. Sabía lo que probablemente diría Ryuji: «¡Sé fiel a lo que estás sintiendo en este instante! ¡Lo único que tenemos delante nuestro es un futuro incierto! El futuro se cuidará a sí mismo. Cuando la humanidad se pone a aplicar su ingenio, ¿quién sabe si no encontrará una solución? No es más que otra prueba para la especie humana. En cada época, el Diablo reaparece bajo un disfraz distinto. Puedes pisotearlo una y otra vez, pero nunca dejará de venir».
Asakawa pisó a fondo el acelerador y el coche puso rumbo a Ashikaga. Por el retrovisor… podía ver el cielo sobre Tokio alejándose en la distancia. Unas nubes negras se movían grotescamente por el cielo. Se deslizaban como serpientes, sugiriendo el despertar de un mal apocalíptico.