4

Eran las diez cuando Asakawa llegó a casa. Nada más entrar en el apartamento, abrió suavemente la puerta del dormitorio y comprobó que su mujer y su hija estuvieran dormidas. No importaba lo cansado que estuviera al llegar a casa, siempre hacía aquello.

En la mesa del comedor había una nota: «Ha llamado el señor Takayama». Asakawa llevaba todo el día llamando a Ryuji, pero no había podido encontrarlo en casa. Probablemente estuviera fuera, enfrascado en sus propias investigaciones. «Tal vez ha encontrado algo», pensó Asakawa mientras marcaba. Dejó que el teléfono sonara diez veces. No hubo respuesta. Ryuji vivía solo en su apartamento de Nakano Este. Todavía no había llegado a casa.

Asakawa se dio una ducha rápida, abrió una cerveza e intentó llamar otra vez. Seguía sin haber nadie. Pasó a whisky con hielo. Nunca podía dormir bien una noche sin alcohol. Alto y delgado, Asakawa no había tenido nunca en la vida una enfermedad propiamente dicha. Y pensar que era así como estaba sentenciado a morir. Una parte de sí mismo seguía creyendo que todo era un sueño, que darían las diez del 18 de octubre sin haber entendido el vídeo ni descifrado el sortilegio y sin embargo no pasaría nada y los días seguirían desplegándose delante de él igual que siempre. Oguri haría una mueca de burla y hablaría largo y tendido sobre la memez que es creer en supersticiones, mientras que Ryuji se reiría y diría: «Simplemente no entendemos cómo funciona el mundo». Su mujer y su hija lo saludarían con las mismas caras de sueño. Ni siquiera un pasajero de un avión que está cayendo del cielo puede perder la esperanza de que será el único superviviente.

Se bebió el tercer vaso de whisky y marcó el número de Ryuji por tercera vez. Si no contestaba aquella vez, Asakawa lo dejaría para el día siguiente. Esperó siete tonos y luego oyó un clic cuando alguien levantó el auricular.

—¿Dónde coño te habías metido? —gritó, sin molestarse en escuchar con quién estaba hablando.

Pensó que estaba hablando con Ryuji y dio rienda suelta a su cólera. Lo cual solamente sirvió para enfatizar lo extraño de su relación. Incluso con sus amigos, Asakawa siempre mantenía cierta distancia y controlaba su actitud meticulosamente. Pero no tenía reparos en insultar a Ryuji de todas las formas imaginables. Y, sin embargo, nunca pensaba en él como en un amigo íntimo.

Para su sorpresa, la voz que contestó no era la de Ryuji.

—¿Hola? Perdone…

Era una mujer, sorprendida de que alguien le hubiera gritado sin previo aviso.

—Oh, lo siento. Me he equivocado de número —Asakawa se dispuso a colgar.

—¿Busca usted al profesor Takayama?

—Ah, pues sí, la verdad es que sí.

—Todavía no ha vuelto.

Asakawa no pudo evitar preguntarse a quién pertenecía aquella voz joven y atractiva. Le pareció evidente que no se trataba de una pariente suya porque lo había llamado «profesor». ¿Una amante? No era posible. ¿Qué chica en su sano juicio se enamoraría de Ryuji?

—Ya veo. Me llamo Asakawa.

—Cuando vuelva el profesor Takayama, le diré que le llame. Me ha dicho que es usted el señor Asakawa, ¿no?

Incluso después de colgar el teléfono, la voz suave de aquella mujer siguió reseñándole agradablemente en los oídos.

Habitualmente, los futones solamente se usaban en las habitaciones de estilo japonés con suelos de tatami. En la habitación de los Asakawa había moqueta, y originalmente había tenido una cama de estilo occidental, pero al nacer Yoko la habían sacado. No podían tener al bebé durmiendo en una cama, pero la habitación era demasiado pequeña para una cama y una cuna. Así que se vieron obligados a librarse de su cama doble y pasarse a los futones, que enrollaban cada mañana y desplegaban otra vez por las noches. Ponían dos futones uno al lado del otro y dormían los tres juntos. Ahora Asakawa gateó hasta el espacio libre en los futones. Cuando los tres se acostaban al mismo tiempo, siempre dormían en las mismas posturas. Pero Shizu y Yoko tenían el sueño ligero, así que cuando se acostaban antes que Asakawa, no pasaba media hora antes de que empezaran a dar vueltas y ocuparan toda la cama. Como resultado, Asakawa siempre tenía que acabar ocupando cualquier espacio libre que quedara. Si moría ahora, se preguntó, ¿cuánto tiempo tardaría su espacio vacío en llenarse? No es que le preocupara que Shizu volviera a casarse, no necesariamente. Era solamente que había gente que nunca conseguía llenar el espacio vacío dejado por un cónyuge al desaparecer. ¿Tres años? Tres años estaría bien. Shizu volvería a su casa y dejaría que sus padres se ocuparan del bebé mientras ella iba a trabajar. Asakawa se obligó a sí mismo a imaginarse la cara de su mujer, tan resplandeciente de vitalidad como podía esperarse. Quería que Shizu fuera fuerte. No podía ni pensar el infierno que su mujer e hija tendrían que vivir si él moría.

Asakawa había conocido a Shizu hacía cinco años. Lo acababan de transferir de vuelta a la oficina central de Tokio desde la de Chiba. La que sería un día su mujer trabajaba en una agencia de viajes asociada al grupo empresarial de El Heraldo. Ella trabajaba en la tercera planta y él en la séptima, y a veces se veían en el ascensor, pero no pasaron de ahí hasta que un día él fue a recoger unos billetes a la agencia de viajes. Se iba de viaje para escribir un artículo, y como la persona que se ocupaba de sus preparativos no estaba, Shizu lo estuvo ayudando. Ella tenía solamente veinticinco años y le encantaba viajar, y su mirada dejaba ver lo mucho que envidiaba a Asakawa por ser capaz de viajar por todo el país para llevar a cabo sus encargos. En aquella mirada vio también un reflejo de la primera chica a la que había querido. Ahora que conocían el nombre del otro, empezaron a charlar sobre temas triviales cada vez que se encontraban en el ascensor e intimaron rápidamente. Dos años más tarde se casaron, después de un noviazgo fácil sin objeciones por parte de los padres de ninguno. Unos seis meses antes de su boda, se compraron el apartamento de tres habitaciones de Kita Shinagawa: sus padres los ayudaron con la entrada. No es que previeran la subida en picado del precio del terreno y por tanto se apresuraran a comprar antes de la boda. Simplemente querían tener pagada la hipoteca lo antes posible. Pero si no hubieran comprado cuando lo hicieron, nunca se podrían haber permitido vivir así en la ciudad. En el plazo de un año, el valor de su apartamento se triplicó. Y los plazos mensuales de su hipoteca eran menos de la mitad de lo que habría sido el alquiler. No paraban de quejarse de que el apartamento era pequeño, pero la verdad era que para la pareja era toda una inversión. Ahora Asakawa se alegraba de tener algo que dejar a su familia. Si Shizu usaba su seguro de vida para liquidar la hipoteca, el apartamento pasaría a ser propiedad de ella y de Yoko.

«Creo que mi póliza paga veinte millones de yenes, pero no estoy seguro, tengo que mirarlo».

Tenía la cabeza espesa, pero dividió mentalmente el dinero de distintas maneras y se dijo a sí mismo que tenía que apuntar todos los consejos financieros que se le ocurrieran. Se preguntaba cómo registrarían su muerte. ¿Fallecimiento por enfermedad? ¿Accidente? ¿Homicidio?

«En todo caso, será mejor que me vuelva a leer mi póliza de seguro».

Llevaba tres noches yéndose a dormir embargado por el pesimismo. Se preguntaba cómo podía influir en un mundo del que había desaparecido y se le ocurrió dejar una especie de testamento.

14 de octubre, domingo

A la mañana siguiente, domingo, Asakawa marcó el número de Ryuji nada más levantarse.

—¿Sí? —contestó Ryuji con un tono de voz que dejaba claro que se acababa de despertar.

Asakawa recordó inmediatamente su frustración de la noche antes, y ladró en el auricular.

—¿Dónde estabas anoche?

—¿Eh? Ah, Asakawa.

—Se suponía que me ibas a llamar, ¿no?

—Ah, sí. Estaba borracho. Las universitarias de hoy día saben beber. Y saben hacer otras cosas, ya me entiendes. ¡Uaaau! Estoy agotado.

Asakawa se quedó momentáneamente perplejo: era como si los tres últimos días hubieran sido un sueño. Se sentía estúpido por habérselo tomado todo tan en serio.

—Bueno, estoy de camino. Espérame —dijo Asakawa, y colgó el teléfono.

Para llegar a casa de Ryuji, Asakawa cogió el tren a Nakano Este y luego caminó diez minutos en dirección a Kami Ochiai. Mientras caminaba, Asakawa pensó esperanzado que aunque Ryuji hubiera estado bebiendo la noche anterior, seguía siendo Ryuji. Estaba claro que había descubierto algo. Tal vez incluso había descifrado el enigma y luego había salido a beber y de juerga para celebrarlo. Cuanto más se acercaba al apartamento de Ryuji más optimista se sentía y empezó a caminar más deprisa. Las emociones estaban dejando exhausto a Asakawa de tanto hacerlo bascular entre el miedo y la esperanza, entre el pesimismo y el optimismo.

Ryuji abrió la puerta en pijama. Sucio y sin afeitar, estaba claro que acababa de salir de la cama. Asakawa se quitó los zapatos en un abrir y cerrar de ojos. Todavía estaba en el recibidor cuando preguntó:

—¿Has descubierto algo?

—No, la verdad es que no. Pero entra —dijo Ryuji, rascándose la cabeza vigorosamente. Tenía los ojos vidriosos y Asakawa se dio cuenta a simple vista de que todavía no se le habían despertado las neuronas.

—Vamos, despierta. Tómate un café o algo así.

Sintiendo traicionadas sus esperanzas, Asakawa puso la tetera en el fogón ruidosamente. De pronto le obsesionaba el tiempo.

Los dos estaban sentados con las piernas cruzadas en la sala de estar. Había libros apilados por toda la pared.

—Bueno, pues cuéntame qué has descubierto —dijo Ryuji moviendo la rodilla.

No había tiempo que perder. Asakawa reunió toda la información que había recopilado el día anterior y la dispuso en orden cronológico. Primero informó a Ryuji de que el vídeo había sido grabado de la televisión en el bungalow a partir de las ocho de la tarde del 26 de agosto.

—¿De verdad? —Ryuji puso cara de sorpresa. Él también había dado por sentado que lo habían grabado con una cámara de vídeo y lo habían llevado allí—. Eso es interesante. Pero si alguien se coló en las emisiones tal como dices, tendría que haber más gente que lo viera…

—Bueno, he llamado a nuestras oficinas en Atami y Mishima y les he preguntado al respecto. Pero dicen que no han recibido ningún informe de transmisiones sospechosas recibidas en Hakone Sur la noche del veintiséis de agosto.

—Ya veo, ya veo… —Ryuji se cruzó de brazos y pensó un momento—. Se me ocurren dos posibilidades. La primera es que todo el mundo que vio la emisión haya muerto. Pero espera… Cuando se emitió, el sortilegio tenía que estar intacto. Así que… Y en todo caso, los periódicos locales no dijeron nada, ¿verdad?

—No. Ya lo he comprobado. Te refieres a si mencionaron que hubiera más víctimas, ¿no? No las hubo. Ninguna. Si se emitió, debió de verlo más gente, pero no hubo ninguna otra víctima. Ni siquiera rumores.

—Pero ¿te acuerdas de cuando empezó a aparecer el sida en el mundo civilizado? Al principio los médicos americanos no tenían ni idea de qué estaba pasando. Lo único que sabían era que estaban viendo morir a gente con unos síntomas que no habían visto nunca. Lo único que tenían era la sospecha de una enfermedad extraña. Tardaron dos años en empezar a llamarlo «sida». Esas cosas pasan.

En los valles montañosos del este de la cresta de Tanna solamente había unas pocas granjas dispersas, en los tramos bajos de la autopista Atami-Kannami. Si uno miraba al sur, lo único que se veía era la Tierra Pacífica de Hakone Sur, aislada entre sus oníricas praderas montañosas. ¿Estaba ocurriendo algo invisible en aquellos lugares? Tal vez estaba muriendo mucha gente de repente pero todavía no había aparecido en las noticias. Y el sida no era el único caso: la enfermedad de Kawasaki, descubierta por primera vez en Japón, existió durante diez años antes de ser reconocida oficialmente como una nueva enfermedad. Solamente hacía un mes que la emisión fantasma había sido grabada accidentalmente en vídeo. Era bastante posible que todavía no se hubiera reconocido el síndrome. Si Asakawa no hubiera descubierto el factor común a cuatro muertes —si entre los muertos no hubiera estado su sobrina— es probable que aquella «enfermedad» siguiera sumida en el secreto. Aquello daba todavía más miedo. Normalmente hacían falta cientos de muertes, tal vez miles, para que algo fuera reconocido oficialmente como «enfermedad».

—Y no tenemos tiempo para ir de puerta en puerta hablando con los residentes de la zona. Pero has mencionado una segunda posibilidad, Ryuji.

—Sí. La segunda posibilidad es que la única gente que haya visto la emisión seamos nosotros y los cuatro jóvenes. ¿Tú crees que el chaval de once años que la grabó sabía que las frecuencias de emisión cambian de una zona a otra? Puede que lo que emiten en Tokio en el canal Cuatro lo emitan en un canal completamente distinto en el campo. Un niñato no sabe esas cosas: tal vez puso la cinta a grabar en el canal que ve en Tokio.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Piénsalo. La gente como nosotros, que vivimos en Tokio, ¿ponemos alguna vez el canal Dos? Aquí no lo usamos.

Ajá. Así que el chico había sintonizado el vídeo en un canal que la gente de la zona nunca usaba. Como se puso a grabar mientras sus padres veían otra cosa, no llegó a ver lo que estaba grabando. Sea como fuera, siendo tan escasa la población local, era muy improbable que lo estuviera viendo mucha gente.

—En cualquier caso, la verdadera pregunta es: ¿de dónde provino la emisión?

Cuando lo decía Ryuji, todo sonaba muy simple. Pero solamente una investigación científica y organizada podía determinar el punto de origen de la emisión.

—Espera un momento… Ni siquiera estamos seguros de que tu premisa sea cierta. Lo de que el chico grabó accidentalmente una emisión fantasma no es más que una conjetura.

—Ya lo sé. Pero si esperamos tener pruebas definitivas antes de hacer nada, nunca llegaremos a ningún sitio. Esta es nuestra única pista.

Emisiones. Los conocimientos científicos de Asakawa eran nimios. Ni siquiera sabía con exactitud qué eran las emisiones: tenía que empezar su investigación por ahí. No podían hacer otra cosa que buscarlo. Buscar el punto de origen de las emisiones. Eso quería decir que tenían que volver allí. Y al día siguiente solamente les quedarían cuatro días.

La siguiente pregunta era: ¿quién había borrado el sortilegio? Si daban por buena la conjetura de que la cinta había sido grabada en el mismo bungalow, solamente podían haberlo borrado las cuatro víctimas. Asakawa había llamado a la cadena de televisión y había descubierto la fecha en que el joven narrador, Shinraku Sanyutei, había ido de invitado a La tertulia de la noche. Y tenían razón en sus sospechas. La respuesta que les dieron era el 29 de agosto. Era casi seguro que los cuatro jóvenes habían borrado el sortilegio.

Asakawa sacó varias fotocopias de su maletín. Eran las fotografías del monte Mihara, en la isla de Izu Oshima.

—¿Qué te parece? —le preguntó a Ryuji mientras se las mostraba.

—El monte Mihara, ¿eh? Yo diría que está claro que es este.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Ayer por la tarde le pregunté a un etnólogo de la universidad por el dialecto de la vieja. Dijo que ya no se usaba mucho, pero que probablemente era uno que se descubrió en la isla de Izu Oshima. De hecho, contenía rasgos identificables con la zona de Sashikiji en la punta sur de la isla. Fue muy cauteloso, de modo que no pudo localizarlo con seguridad, pero en combinación con esta foto, creo que podemos dar por hecho que el dialecto es el de Izu Oshima y que la montaña es el monte Mihara. Por cierto, ¿has investigado las erupciones del monte Mihara?

—Por supuesto. Desde la guerra, y creo que hacemos bien en limitarnos a las erupciones posteriores a la guerra… —Considerando el desarrollo de la tecnología fílmica, parecía seguro dar aquello por sentado.

—Sí.

—Me sigues, ¿no? Desde la guerra, el monte Mihara ha entrado en erupción cuatro veces. La primera vez fue de mil novecientos cincuenta a mil novecientos cincuenta y uno. La segunda fue en el cincuenta y siete, y la tercera en el setenta y cuatro. Estoy seguro de que los dos nos acordamos bien de la última: otoño de mil novecientos ochenta y seis. La erupción de mil novecientos cincuenta y siete produjo un cráter nuevo. Hubo un muerto y cincuenta y tres heridos.

—Si tenemos en cuenta cuándo se inventaron las cámaras de vídeo, sospecho que se trata de la erupción del ochenta y seis, aunque creo que todavía no podemos asegurarlo.

Llegado aquel punto, Ryuji pareció recordar algo y empezó a hurgar en su bolsa. Sacó un trozo de papel.

—Ah, sí. Es evidente que es esto lo que estaba diciendo. El caballero tuvo la amabilidad de traducírmelo al japonés estándar.

Asakawa miró el trozo de papel, donde había escrito: «¿Cómo has estado de salud desde entonces? Si te pasas todo el tiempo jugando en el agua, te cogerán los monstruos. ¿Lo entiendes? Ten cuidado con los desconocidos. El año que viene tendrás una criatura. Haz caso a tu abuela, que no eres más que una niña. No hace falta preocuparse por la gente de aquí».

Asakawa lo leyó dos veces, con atención, y levantó la vista.

—¿Qué es esto? ¿Qué quiere decir?

—¿Cómo lo voy a saber? Eso es lo que vas a tener que averiguar.

—¡Solo nos quedan cuatro días!

Asakawa tenía demasiadas cosas que hacer. No sabía por dónde empezar. Tenía los nervios de punta y había empezado a perderlos.

—Mira. A mí me queda un día más que a ti. Tú eres la cabeza de lanza de esto. Actúa en consecuencia. Pon toda tu energía.

De pronto a Asakawa se le llenó el corazón de recelos. Ryuji podía abusar de su día extra. Si por ejemplo tenía dos posibles respuestas al acertijo del sortilegio, podía darle una a Asakawa y esperar a ver si moría o sobrevivía para averiguar cuál era la buena. Aquel único día podía convertirse en un arma poderosa.

—No te importa realmente si vivo o muero, ¿verdad, Ryuji? Sentado ahí tranquilamente, riendo… —chilló Asakawa, consciente de que se estaba poniendo vergonzosamente histérico.

—Ahora estás hablando como una mujer. Si tienes tiempo para despotricar y lloriquear así, también puedes usar un poco más la cabeza.

Asakawa siguió mirándolo con resentimiento.

—Bueno, ¿cómo prefieres que lo diga? Eres mi mejor amigo. No quiero que te mueras. Estoy haciendo lo que puedo. Y quiero que tú también hagas lo que puedas. Los dos tenemos que rendir al máximo, por el bien del otro. ¿Satisfecho? —En mitad de su discurso, el tono de Ryuji se volvió infantil, y terminó con una risa obscena.

Mientras se reía, se abrió la puerta principal. Sorprendido, Asakawa estiró el cuello y miró a través de la cocina en dirección al recibidor. Había una joven inclinada para quitarse un par de zapatillas blancas. Llevaba el pelo corto, por encima de las orejas, y unos pendientes que emitían un brillo blanquecino. Se quitó los zapatos y levantó la vista. Su mirada se encontró con la de Asakawa.

—Oh, lo siento. Creía que el profesor estaba solo —dijo la joven, tapándose la boca con la mano. Su elegante lenguaje corporal y su indumentaria blanca inmaculada contrastaban violentamente con el apartamento. Debajo de la falda sus piernas eran esbeltas. Su rostro era delicado e inteligente. Se parecía a una novelista que aparecía en anuncios de televisión.

—Entra —el tono de voz de Ryuji cambió. La vulgaridad quedó oculta tras una sobriedad insospechada—. Dejadme que os presente. Esta es la señorita Mai Takano, del Departamento de Filosofía de la Universidad de Fukuzawa. Es una de las alumnas estrella del departamento y siempre presta mucha atención en mis clases. Probablemente es la única que entiende realmente mis conferencias. Este es Kazuyuki Asakawa, de El Heraldo. Es… mi mejor amigo.

Mai Takano miró a Asakawa con sorpresa. En aquel momento Asakawa todavía no sabía por qué se había sorprendido.

—Encantada de conocerlo —dijo Mai, con una sonrisa y una reverencia excitantes. La clase de sonrisa que refrescaba al que estuviera mirando.

Asakawa nunca había conocido a una mujer tan guapa. La textura perfecta de su piel, el brillo de sus ojos, el equilibrio perfecto de su figura… Por no mencionar la inteligencia, la clase y la amabilidad que irradiaba. Aquella joven carecía literalmente de defectos. Asakawa se encogió como un sapo delante de una serpiente. No le salían las palabras.

—Eh, di algo —Ryuji le dio un codazo en las costillas.

—Hola —dijo por fin, incómodo, pero su mirada seguía transfigurada.

—Profesor, ¿salió usted anoche? —preguntó Mai, dando dos o tres pasos elegantes con sus pies enfundados en medias.

—Pues Takabayashi y Yagi me invitaron a salir con ellos, así que…

Ahora que estaban los dos de pie, uno junto al otro, Asakawa se dio cuenta de que Mai era unos buenos diez centímetros más alta que Ryuji. Aunque probablemente pesaba la mitad que él.

—Me gustaría que me avisara cuando no viene a casa. Le estuve esperando.

Asakawa recobró la conciencia de repente. Aquella era la joven con la que había hablado la noche anterior. Mai era quien había respondido el teléfono cuando él llamó.

Entretanto, Ryuji estaba cabizbajo como un niño al que estuviera riñendo su madre.

—Bueno, no pasa nada. Le perdono por esta vez. Tenga, le he traído algo —le dio una bolsa de papel—. Le he lavado la ropa interior. También iba a ordenar esto, pero si le cambio de sitio los libros se enfada usted.

Asakawa no pudo evitar deducir de esa conversación la naturaleza de la relación que tenían aquellos dos. Era obvio que ya no eran simplemente alumna y profesor, sino también amantes. Además, ¡ella lo había esperado allí sola la noche anterior! ¿Tan íntimos eran? Sintió la clase de irritación que de vez en cuando le producía ver a dos personas que hacían mala pareja, pero aquello iba más lejos. Todo lo que tuviera que ver con Ryuji era descabellado. Luego estaba la expresión de amor con que Ryuji miraba a Mai. Era como un camaleón que cambiaba de expresión e incluso de forma de hablar. Por un momento, Asakawa estuvo lo bastante enfadado como para querer abrir los ojos de Mai y explicarle los crímenes de Ryuji.

—Es casi la hora de comer, profesor. ¿Le preparo algo? Señor Asakawa, se queda usted también a comer, ¿verdad? ¿Tiene alguna preferencia?

Asakawa miró a Ryuji, sin saber qué decir.

—No seas tímido. Mai cocina muy bien.

—Lo dejo en tus manos —consiguió contestar por fin Asakawa.

Mai se fue inmediatamente a un supermercado cercano a comprar ingredientes para el almuerzo. Después incluso de que se fuera, Asakawa se quedó mirando la puerta con expresión alelada.

—Tío, pareces un ciervo paralizado por los faros de un coche —dijo Ryuji con una sonrisa burlona.

—Oh, lo siento.

—Mira, no tenemos tiempo para que estés así de embobado —Ryuji le dio una palmadita a Asakawa en la mejilla—. Tenemos cosas que hablar mientras ella está fuera.

—No le habrás enseñado el vídeo a Mai.

—¿Por quién me has tomado?

—Muy bien, continuemos. Me iré después de comer.

—Bien, lo primero que tenemos que encontrar es la antena.

—¿La antena?

—Ya sabes, el sitio donde se originó la emisión.

No podía permitirse un momento de calma. De camino a casa tenía que parar en la biblioteca y documentarse sobre las ondas hertzianas. Una parte de él quería irse ya a Hakone Sur, pero sabía que a largo plazo sería más rápido hacer primero algunas lecturas de fondo para hacerse una idea de qué estaba buscando. Cuanto más supiera sobre las características de las ondas hertzianas, y sobre cómo localizar emisiones pirata, más opciones podría darse a sí mismo.

Había una montaña de cosas por hacer. Pero Asakawa se sentía distraído, tenía la cabeza en otra parte. No podía sacarse de la cabeza la cara y el cuerpo de Mai. ¿Por qué estaba ella con un tipo como Ryuji? Se sentía al mismo tiempo perplejo y enfadado.

—Eh, ¿me estás escuchando? —La voz de Ryuji trajo de vuelta a Asakawa al mundo real—. En una escena del vídeo aparece un bebé, ¿te acuerdas?

—Sí —apartó de su mente momentáneamente la imagen de Mai y recordó la imagen del recién nacido, cubierto de fluido amniótico viscoso. Pero la transición no salió bien: terminó imaginándose a Mai mojada y desnuda.

—Cuando vi aquella escena tuve una sensación extraña en las manos. Casi como si tuviera al bebé en brazos.

Una sensación. Tener a alguien en brazos. En su imaginación cogió en brazos primero a Mai y luego al bebé, en una sucesión cegadora. Luego, finalmente, experimentó la sensación. La misma que había tenido al ver el vídeo: la sensación de sostener al bebé y luego sacudir las manos en el aire. Ryuji había tenido exactamente la misma sensación. Aquello tenía que significar algo.

—Yo también lo sentí. Sentí con nitidez algo húmedo y viscoso.

—Tú también, ¿eh? ¿Qué puede querer decir eso?

Ryuji se puso a cuatro patas, acercó la cara a la pantalla del televisor y volvió a pasar la escena. Duraba casi dos minutos y durante todo aquel tiempo el niño estuvo soltando su primer chillido. Vieron un par de manos elegantes sosteniendo la cabeza y el trasero del bebé.

—Un momento, ¿qué es eso?

Ryuji puso el vídeo en pausa y empezó a hacerlo avanzar fotograma a fotograma. Durante un único segundo, la pantalla se quedó en negro. Si uno veía la cinta a velocidad normal era tan breve que no se podía ver. Pero al verla una y otra vez, fotograma a fotograma, era posible distinguir momentos de negrura total.

—Ahí está otra vez —dijo Ryuji, levantando la voz.

Durante un momento arqueó la espalda y miró la pantalla con atención. Luego giró la cabeza y examinó la sala. Estaba pensando furiosamente: Asakawa lo vio en el movimiento de sus ojos. Pero no tenía ni idea de en qué estaba pensando Asakawa. En total, la pantalla se puso negra del todo treinta y tres veces en el curso de la escena de dos minutos.

—¿Y qué? ¿Me estás diciendo que has podido descubrir algo a partir de eso? No es más que un problema técnico de la filmación. La cámara de vídeo era defectuosa.

Ryuji no hizo caso del comentario de Asakawa y empezó a examinar otras escenas. Oyeron pasos en el rellano. Ryuji pulsó el botón de stop a toda prisa.

Por fin se abrió la puerta. Mai apareció y dijo:

—Ya estoy aquí.

La habitación quedó envuelta nuevamente en su fragancia.

Era domingo por la tarde y las familias con hijos estaban jugando en el jardín de delante de la biblioteca municipal. Algunos padres jugaban a la pelota con sus chavales. Otros estaban tumbados en la hierba mientras sus hijos jugaban. Era una tarde de domingo bonita y luminosa de mediados de octubre y el mundo parecía envuelto en un manto de paz.

Cuando vio la escena, de pronto Asakawa no quiso más que correr a su casa. Había pasado un rato en la sección de ciencias naturales de la cuarta planta, empollando sobre las ondas hertzianas, y ahora estaba asomado a la ventana, sin mirar nada en particular. Llevaba todo el día perdiéndose en aquella clase de ensoñaciones. Se le ocurrían toda clase de ideas, sin razón ni concordancia. No podía concentrarse. Probablemente era debido a su impaciencia. Se puso de pie. Quería ver las caras de su mujer y de su hija, ya mismo. Aquella idea lo abrumaba. Ya mismo. No le quedaba mucho tiempo. Tiempo para jugar con su hija en la hierba como aquella gente…

Asakawa llegó a casa cuando casi eran las cinco. Shizu estaba preparando la cena. Pudo ver que estaba de mal humor cuando se puso detrás de ella y la vio cortar las verduras. Y conocía la razón, la conocía perfectamente. Ahora que por fin tenía el día libre, se había marchado temprano por la mañana y solamente había dicho: «Me voy a casa de Ryuji». Si él no cuidaba de Yoko de vez en cuando, por lo menos cuando tenía el día libre, a Shizu la abrumaba el estrés de criar sola a la niña. Y para rematarlo, había estado con Ryuji. Aquel era el problema. Podría simplemente haberle dicho una mentira, pero entonces ella no habría podido ponerse en contacto con él en caso de emergencia.

—Ha llamado un agente inmobiliario —dijo Shizu, sin perder el ritmo de cortar verduras.

—¿Y qué ha dicho?

—Me ha preguntado si estábamos pensando en vender la casa.

Asakawa se había sentado a Yoko en el regazo y le estaba leyendo un libro ilustrado. Lo más probable era que ella no entendiera nada, pero confiaban en que si ahora le enseñaban un montón de palabras, tal vez se le acumularan en la cabeza y más adelante salieran en tromba cuando tuviera un par de años, como cuando revienta un dique.

—¿Te hizo una buena oferta?

Desde que se dispararon los precios del terreno, las inmobiliarias no paraban de intentar que vendieran.

—Setenta millones de yenes.

La oferta había bajado. Con todo, seguía siendo suficiente para dejarles un pellizco a Shizu y Yoko, aun después de liquidar la hipoteca.

—¿Y qué les has dicho?

Shizu se limpió las manos con un trapo y por fin se giró.

—Les he dicho que mi marido no estaba en casa.

Siempre hacía lo mismo. Decía: «Mi marido no está en casa» o «Primero tengo que hablarlo con mi marido». Shizu nunca decidía nada por ella misma. Asakawa se temía que tendría que empezar a hacerlo pronto.

—¿A ti qué te parece? Tal vez sería hora de pensárselo. Tenemos bastante para comprar una casa en las afueras, con jardín. El agente también lo ha dicho.

Era el modesto sueño de la familia: vender el apartamento en el que vivían ahora y construirse una casa grande en las afueras. Sin capital, nunca sería nada más que un sueño. Pero tenían aquel importante patrimonio: un apartamento en el corazón de la ciudad. Tenían medios para hacer realidad aquel sueño, y cada vez que hablaban de ello se emocionaban. Lo tenían delante: solamente tenían que extender el brazo…

—Y luego, ya sabes, podríamos tener otro hijo.

A Asakawa le parecía evidente lo que Shizu se estaba imaginando. Una residencia amplia en las afueras, con un estudio individual para cada uno de sus dos o tres hijos y una sala de estar lo bastante grande para no tener que pasar vergüenza por muchos invitados que se presentaran. Yoko, sentada en su rodilla, empezó a irritarse. Se dio cuenta de que su padre ya no estaba mirando el libro ilustrado, de que ya no le prestaba atención a ella, y empezó a manifestar su protesta. Asakawa volvió a mirar el libro.

—«Hace mucho, mucho tiempo, Tierra Pantanosa se llamaba Playa Pantanosa, porque los pantanos llenos de juncos se extendían hasta la orilla del mar».

Mientras estaba leyendo en voz alta, Asakawa sintió que se le inundaban los ojos de lágrimas. Quería hacer realidad el sueño de su mujer. Lo quería con todas sus fuerzas. Pero solamente le quedaban cuatro días. ¿Sería su mujer capaz de recuperarse cuando él muriera de causa desconocida? Shizu todavía no sabía lo frágil que era su sueño y lo deprisa que se iba a derrumbar.

Las nueve de la noche. Shizu y Yoko estaban dormidas, como de costumbre. A Asakawa le preocupaba lo último que había sacado a colación Ryuji. ¿Por qué se había puesto a pasar una y otra vez la escena del bebé? ¿Y qué había de las palabras de la anciana: «El año que viene tendrás un hijo»? ¿Había alguna relación entre el bebé del vídeo y la criatura que mencionaba la anciana? ¿Y qué eran aquellos momentos de negrura total? Tenían lugar treinta y tantas veces, a intervalos irregulares.

Asakawa pensó en volver a ver el vídeo para intentar confirmar aquello. Por muy caprichoso que le hubiera podido parecer a él, Ryuji había estado buscando algo concreto. Ryuji tenía una capacidad lógica enorme, claro, pero también tenía una intuición muy certera. Asakawa, por otro lado, estaba especializado en el trabajo de encontrar la verdad mediante la investigación laboriosa.

Asakawa abrió el armario y sacó la cinta de vídeo. Quería introducirla en el aparato, pero en aquel preciso momento percibió algo raro en sus manos. «Un momento, aquí pasa algo». No estaba seguro de qué era, pero su sexto sentido le decía que algo no iba bien. Cada vez estaba más seguro de que no era su imaginación. Realmente había notado algo raro al tocar la cinta. Algo había cambiado, algún pequeño detalle.

«¿Qué es? ¿Qué ha cambiado? —El corazón le latía acelerado—. Algo va mal. Nada está mejorando. Piensa, hombre, intenta recordar. La última vez que vi la cinta… la rebobiné. Y ahora la cinta está por la mitad. A un tercio aproximadamente. Eso es más o menos donde terminan las imágenes y no la han rebobinado. Alguien la ha visto mientras yo estaba fuera».

Asakawa corrió al dormitorio. Shizu y Yoko estaban dormidas, cogidas la una a la otra. Asakawa le dio la vuelta a su mujer, la cogió del hombro y la zarandeó.

—¡Despierta, Shizu! ¡Despierta! —dijo en voz baja, intentando no despertar a Yoko. Shizu frunció el ceño e intentó soltarse—. ¡Te digo que te despiertes! —La voz de Asakawa sonaba distinta de lo habitual.

—¿Qué…? ¿Qué pasa?

—Tenemos que hablar. Ven.

Asakawa sacó a rastras a su mujer de la cama y la llevó al comedor. Luego le enseñó la cinta.

—¿Has visto esto?

Amedrentada por la ferocidad de su tono, Shizu no pudo hacer más que mirar alternativamente la cinta y la cara de su marido. Por fin dijo:

—¿Es que no podía mirarla?

«¿Por qué te enfadas tanto? —pensó Shizu—. Era domingo, tú habías ido a no sé dónde y yo me aburría. Y estaba en casa esa cinta sobre la que estabais cuchicheando tú y Ryuji, así que la he sacado. Pero ni siquiera era interesante. Probablemente era algo que habíais hecho los chicos de la oficina —Shizu permaneció callada, replicando únicamente en su mente—. No hay razón para que te enfades tanto».

Por primera vez en su vida de casado, Asakawa tuvo ganas de pegar a su mujer:

—¡… Estúpida!

Pero consiguió resistir la tentación y se quedó allí de pie con el puño cerrado. «Tranquilízate y piensa. Es culpa tuya. No tendrías que haberla dejado donde ella pudiera verla». Shizu nunca abría las cartas dirigidas a él, así que le pareció seguro dejar la cinta en el armario. «¿Por qué no la escondí? Al fin y al cabo, ella entró en la sala mientras Ryuji y yo la estábamos viendo. Claro que sentía curiosidad por la cinta. Fue un error no esconderla».

—Lo siento —murmuró Shizu, malhumorada.

—¿Cuándo la has visto? —A Asakawa le temblaba la voz.

—Esta mañana.

—¿De veras?

Shizu no tenía forma de saber lo importante que era el momento exacto en que la había visto. Se limitó a asentir con sequedad.

—¿A qué hora?

—¿Por qué lo preguntas?

—¡Dímelo! —Asakawa empezó a mover otra vez la mano.

—Sobre las diez y media, tal vez. Justo después de terminar El jinete enmascarado.

El jinete enmascarado Era una serie infantil. Yoko era la única persona en la familia que podía estar interesada en verla. Asakawa luchó desesperadamente para no desmayarse.

—Ahora escúchame, esto es muy importante. Mientras estabas viendo el vídeo, ¿dónde estaba Yoko?

Shizu tenía cara de estar a punto de romper a llorar.

—Sentada en mi regazo.

—¿Yoko también? ¿Me estás diciendo que… las dos… visteis el vídeo?

—Ella solamente miraba el parpadeo de la pantalla. No entendía nada…

—¡Calla! ¡Eso no importa!

Ya no era una simple cuestión de destruir el sueño de su mujer de una casa en las afueras. Ahora la familia entera estaba en peligro. Todos podían morir. Todos estaban expuestos a una muerte absurda.

Mientras observaba la rabia, el miedo y la desesperación de su marido, Shizu empezó a ser consciente de la gravedad de la situación.

—Oye, eso no era más que… una broma… ¿no?

Shizu recordó las palabras del final del vídeo. Al verlas le habían parecido nada más que una broma de mal gusto. No podían ser reales. Pero entonces, ¿por qué estaba actuando así su marido?

—¿No es real, verdad?

Asakawa no pudo contestar. Se limitó a negar con la cabeza. Luego le embargó la ternura por aquellos que ahora compartían su destino.