13 de octubre, sábado.
Asakawa había considerado la posibilidad de tomarse la semana libre, pero luego decidió que usar al máximo el sistema de información de la empresa le daría más posibilidades de elucidar los misterios de la cinta de vídeo que encerrarse absurdamente en su apartamento presa del pánico. Así pues, fue a trabajar, aunque era sábado. «Fue a trabajar», pero sabía muy bien que no iba a trabajar en absoluto. Pensó que la mejor estrategia sería confesárselo todo a su jefe de redacción y pedirle que lo relevara temporalmente de sus tareas. Nada lo ayudaría más que contar con la cooperación de su jefe de redacción. El problema era si su jefe se iba a creer la historia. Probablemente volvería a sacar a colación el incidente previo y soltaría un soplido de burla. Aunque tenía el vídeo a modo de prueba, si Oguri lo negaba todo de entrada, tendría preparada toda una serie de argumentos para defender sus ideas. Reuniría toda clase de cosas en su favor para convencerse a sí mismo de que tenía razón. «Con todo… Sería interesante», pensó Asakawa. Había traído el vídeo en su maletín, por si acaso. ¿Cómo reaccionaría Oguri si se lo enseñaba? O lo que era más importante, ¿le echaría un vistazo siquiera? La noche anterior se había quedado despierto hasta tarde explicándole todo lo ocurrido a Yoshino y este le había creído. Y luego, como para demostrarlo, había dicho que no quería ver el vídeo para nada. Que por favor no se lo enseñara. A cambio, intentaría cooperar como fuera. Por supuesto, en el caso de Yoshino, su fe tenía una base sólida. Cuando se descubrieron los cadáveres de Haruko Tsuji y Takehiko Nomi en un coche junto a una carretera prefectural en Ashina, Yoshino había ido enseguida a la escena y había sentido la atmósfera del lugar, aquella atmósfera asfixiante que había convencido a los detectives de que solamente algo monstruoso podía haber hecho aquello pero también les había impedido decirlo. Si Yoshino no hubiera estado allí en persona, era probable que no hubiera creído con tanta facilidad el relato de Asakawa.
En todo caso, lo que Asakawa tenía entre manos era una bomba. Si lo mostraba amenazadoramente delante de las narices de Oguri, debería tener cierto efecto. Asakawa tuvo la tentación de usarlo, por lo menos para ver qué pasaba.
A Oguri le había desaparecido de la cara su habitual sonrisa burlona. Tenía los dos codos plantados en la mesa y su mirada se movía nerviosa mientras repasaba una vez más la historia de Asakawa con un peine de dientes finísimos.
Había escasas dudas acerca de que cuatro jóvenes habían visto cierto vídeo juntos en la Ciudad de los Chalets la noche del 29 de agosto, y exactamente una semana más tarde, tal como había predicho el vídeo, habían muerto en circunstancias misteriosas. Consiguientemente, el vídeo había llamado la atención del encargado de los bungalows, que se lo había llevado a su oficina. Allí la cinta había esperado tranquilamente a que Asakawa la descubriera. Luego Asakawa había visto aquella cosa del demonio. De modo que le quedaban cinco días de vida. ¿Se suponía que tenía que creerse aquello? Y sin embargo, aquellas cuatro muertes eran un hecho indiscutible. ¿Cómo las podía explicar? ¿Cuál era el hilo lógico que conectaba todo aquello?
La expresión de Asakawa, mientras permanecía de pie mirando desde arriba a Oguri, tenía un aire de superioridad muy raro en él. Sabía por experiencia qué era lo que estaba pensando Oguri en aquel momento. Asakawa esperó hasta que le pareció que el proceso reflexivo de Oguri había llegado a un callejón sin salida y luego sacó la cinta de vídeo del maletín. Lo hizo con solemnidad exagerada, teatralmente, como si estuviera colocando sobre la mesa una escalera de color.
—¿Quiere echarle un vistazo? Adelante.
Asakawa señaló con la mirada el televisor situado junto al sofá bajo la ventana y esbozó una sonrisa tranquila y provocadora. Oyó tragar saliva a Oguri. El jefe de redacción ni siquiera miró en dirección a la ventana. Tenía la vista clavada en la cinta de vídeo negra que acababa de aparecer sobre su mesa. Estaba intentando realmente decidir qué hacía.
«Si quieres verlo, pulsa la tecla play. Así de fácil. Vamos, puedes hacerlo. Limítate a reírte igual que siempre y a decir que vaya estupidez y mete la cinta en el aparato. Hazlo, prueba a hacerlo —la mente de Oguri intentaba transmitirle la orden a su cuerpo—. Deja de ser tan idiota y míralo. Si lo miras, quiere decir que no crees a Asakawa, ¿no? Lo cual quiere decir, si uno lo piensa bien, que si te niegas a verlo es porque crees en todas esas chorradas. Así que míralo de una vez. Crees en la ciencia moderna, ¿no? No eres un niño que teme a los fantasmas».
De hecho, Oguri estaba seguro al noventa y nueve por ciento de que no creía a Asakawa. Pero, aun así, en el fondo de su mente le quedaba cierta incógnita. ¿Y si todo era cierto? Tal vez el mundo estaba lleno de recodos que la ciencia moderna todavía no alcanzaba. Y mientras hubiera peligro, no importaba lo mucho que trabajara su mente, su cuerpo se iba a negar. Así que Oguri permaneció sentado en su silla sin moverse. No se podía mover. No importaba lo que entendiera su mente: su cuerpo no escuchaba a su mente. Mientras existiera una posibilidad de peligro, su cuerpo seguiría activando lealmente su instinto de supervivencia. Oguri levantó la cabeza y dijo con voz reseca:
—Así pues, ¿qué quiere de mí?
Asakawa supo que había ganado.
—Quiero que me retire de mis tareas. Quiero llevar a cabo una investigación minuciosa de este vídeo. Supongo que se da cuenta de que es mi vida lo que está en juego aquí.
Oguri cerró los ojos con fuerza.
—¿Va a escribir un artículo con esto?
—Bueno, independientemente de lo que piense usted de mí, sigo siendo periodista. Tomaré nota de todo lo que descubra para que el caso no quede enterrado con Ryuji Takayama y conmigo. Por supuesto, publicarlo o no es algo que dejo en sus manos.
Oguri asintió dos veces con la cabeza con gesto decidido.
—Bueno, no pasa nada por probar. Puedo poner a un novato a hacer su entrevista.
Asakawa hizo una ligera reverencia. Hizo el gesto de devolver el vídeo al maletín, pero no pudo resistir la tentación de divertirse un poco más. Le volvió a ofrecer la cinta a Oguri Y dijo:
—Me cree, ¿verdad?
Oguri soltó un largo suspiro y negó con la cabeza. No era que se lo creyera o no. Simplemente aquello le inquietaba. Sí, no era más que eso.
—Yo me siento igual —fueron las palabras con las que se despidió Asakawa.
Oguri lo miró mientras salía y se dijo a sí mismo que si Asakawa seguía vivo después del 18 de octubre, tenía que ver el vídeo con sus propios ojos. Pero tal vez ni siquiera entonces su cuerpo le dejaría. No parecía que aquella incógnita fuera a desaparecer.
En la sala de consulta Asakawa amontonó tres gruesos volúmenes sobre una mesa. Los volcanes de Japón, Archipiélago volcánico y Volcanes activos del mundo. Suponiendo que el volcán del vídeo estaría probablemente en Japón, empezó con Los volcanes de Japón. Miró las fotografías en color del principio del libro. Una serie de montañas eructando humo blanco y vapor se levantaban elegantemente contra el cielo, con las laderas cubiertas de lava sólida de color marrón negruzco. La lava fundida de color rojo brillante salía a borbotones hacia el cielo nocturno desde cráteres cuyos bordes negros se confundían con la oscuridad. Pasó las páginas y comparó aquellas escenas con la que tenía marcada a fuego en el cerebro. El monte Aso, el monte Asama, el Showa Shinzan, el Sakurajima… Localizar su volcán no le costó tanto como había temido. Después de todo, el monte Mihara, en la isla de Izu Oshima, parte de la misma cadena de volcanes que el monte Fuji, era uno de los volcanes activos más famosos de Japón.
—¿El monte Mihara? —murmuró Asakawa.
La ilustración a doble página del monte Mihara incluía dos fotos aéreas y una tomada desde una colina cercana. Asakawa recordó la imagen del vídeo y trató de imaginársela desde distintos ángulos, comparándola con aquellas fotos. Había similitudes evidentes. Vistas desde el pie de la montaña, las laderas que llevaban a la cima parecían muy suaves. Pero desde el aire se veía que el borde circular rodeaba una caldera y que en el centro de la misma había un montículo que era la boca del volcán. La foto sacada desde lo alto de una colina cercana se parecía especialmente a la escena del vídeo. El color y los contornos de las laderas eran casi idénticos. Pero necesitaba confirmarlo, no podía limitarse a confiar en su memoria. Asakawa hizo una copia de las fotos del monte Mihara y de un par de candidatos más.
Asakawa pasó la tarde al teléfono. Estuvo llamando a toda la gente que se había alojado en el bungalow B-4 durante los últimos seis meses. Le habría sido más útil quedar con ellos cara a cara para escrutar sus reacciones, pero no tenía tiempo para aquello. No era fácil pillar una mentira solamente a partir del tono de una voz por teléfono. Asakawa prestó atención, decidido a captar cualquier vacilación. Necesitaba contactar con dieciséis grupos. El número era tan bajo porque al inaugurarse en abril la Ciudad de los Chalets los bungalows no estaban equipados con aparatos de vídeo. Durante el verano demolieron un importante hotel de la zona y decidieron transportar una gran cantidad de aparatos de vídeo que ya no se necesitaban a la Ciudad de los Chalets. Aquello fue a mediados de julio. Los aparatos se instalaron y la biblioteca de cintas se reunió a finales de aquel mes, justo a tiempo para la temporada de vacaciones de verano. Como resultado, el folleto no mencionaba que todos los bungalow tuvieran equipo de vídeo. A la mayoría de clientes les sorprendió ver el vídeo cuando llegaron y no pensaron en él más que como una forma de matar el tiempo en un día lluvioso. Casi nadie había traído expresamente una cinta con el propósito de grabar algo. Por supuesto, eso si había que dar crédito a las voces del otro lado de la línea. ¿Quién había traído, pues, la cinta en cuestión? ¿Quién la había grabado? Asakawa estaba ansioso por no perder detalle. De vez en cuando cuestionó las respuestas que le daban, pero ni una sola vez le pareció que nadie estuviera escondiendo nada. De los dieciséis clientes a los que llamó, tres habían ido a jugar a golf y ni siquiera habían visto el aparato de vídeo. Siete lo habían visto pero no lo habían tocado. Cinco habían ido a jugar a tenis pero les había llovido y como no tenían nada mejor que hacer habían visto vídeos: sobre todo películas clásicas. Probablemente películas que ya habían visto. El último grupo, una familia de cuatro personas apellidadas Kaneko, de Tokohama, había traído una cinta para grabar algo de otro canal mientras veían una miniserie histórica.
Asakawa colgó el auricular y examinó los datos que había recopilado de los dieciséis grupos de invitados. Solamente uno parecía relevante: el señor y la señora Kaneko y sus dos niños en edad de escuela primaria. Habían estado dos veces en el B-4 durante el verano. La primera vez había sido la noche del viernes 10 de agosto y la segunda vez se habían quedado dos noches, el sábado y el domingo, 25 y 26 de agosto. Su segunda visita fue tres días antes de que las cuatro víctimas estuvieran allí. Ni el lunes ni el martes después de la visita de los Kaneko se había quedado nadie: los cuatro jóvenes habían sido los siguientes en usar el bungalow. Y no solo eso, sino que el hijo de once años de los Kaneko se había traído una cinta de casa para grabar un programa. El chico era un fan fiel de una serie cómica que se emitía todos los domingos a las ocho, pero sus padres, por supuesto, controlaban la televisión, y todos los domingos a las ocho habían adquirido la costumbre de ver la miniserie histórica anual de la NHK, el canal público nacional. En el bungalow solamente había un televisor, pero al enterarse de que también había aparato de vídeo, el chico había llevado una cinta con el propósito de grabar su programa y verlo más tarde. Mientras lo estaba grabando, vino un amigo a decirle que ya no llovía. Así que él y su hermana se fueron a jugar a tenis. Sus padres terminaron de ver el programa, olvidaron que el vídeo seguía grabando y apagaron el televisor. Los chicos estuvieron jugando en las pistas casi hasta las diez, volvieron a casa agotados y se fueron directamente a la cama. Ellos también se habían olvidado de la cinta. Al día siguiente, cuando estaban a punto de llegar a casa, el niño se acordó de repente que se había dejado la cinta dentro del aparato de vídeo y le gritó a su padre, que conducía, que volviera. La situación acabó en pelea, pero al final el niño cedió. Todavía se quejaba cuando llegaron a casa.
Asakawa sacó la cinta de vídeo y la colocó sobre la mesa. Donde tendría que haber estado la etiqueta brillaban en color plateado las palabras Fujitex VHS TI20 Super AV. Asakawa volvió a marcar el número de los Kaneko.
—Hola, siento llamar otra vez. Vuelvo a ser Asakawa, de El Heraldo.
Hubo una pausa, luego la misma voz que había hablado antes dijo:
—¿Sí? —era la señora Kaneko.
—Antes ha mencionado que su hijo se dejó una cinta de vídeo. ¿No recordará por casualidad de qué marca era?
—Bueno, déjeme ver —respondió, aguantándose la risa. Oyó ruidos de fondo—. Mi hijo acaba de llegar a casa. Se lo voy a preguntar.
Asakawa esperó. El niño no se iba a acordar de ninguna manera.
—Dice que no lo sabe. Pero que solamente usamos marcas baratas. De las que se compran en paquetes de tres.
A Asakawa no le sorprendió aquello. ¿Quién prestaba atención a la marca de las cintas que usaba cuando quería grabar algo? Luego se le ocurrió una idea: «Un momento. ¿Dónde está la funda de esta cinta? Las cintas de vídeo siempre se venden en fundas de cartón. Y nadie las tira». Por lo menos, Asakawa nunca había tirado la funda de una cinta, ni de audio ni de vídeo.
—¿En su familia guardan las cintas con las fundas?
—Sí, claro.
—Mire, lo siento mucho, pero ¿podría comprobar si tienen una funda vacía por ahí?
—¿Eh? —preguntó la mujer con expresión ausente. Aunque entendiera su pregunta, no entendía adónde iba a parar Asakawa, y aquello hizo que demorara su respuesta.
—Por favor. La vida de alguien puede depender de ello.
Las amas de casa eran susceptibles a la estratagema de la «cuestión de vida o muerte». Siempre que necesitaba ahorrar tiempo y avanzar, se encontraba con que aquella frase lo conseguía. Pero esta vez no estaba mintiendo.
—Un momento, por favor.
Tal como Asakawa había esperado, el tono de la mujer cambió. Hubo una pausa bastante larga después de que ella soltara el auricular. Si la funda se había quedado en la Ciudad de los Chalets junto con la cinta, entonces es que el encargado la había tirado. Pero en caso contrario, había bastantes posibilidades de que los Kaneko todavía la tuvieran. La voz regresó.
—Una funda vacía, ¿no?
—Sí.
—He encontrado dos.
—Muy bien. El fabricante de la cinta y el tipo de cinta tendrían que figurar en la funda…
—A ver. Una dice Panavision TI20. La otra es una… FujitexVHS T120 Super AV.
Exactamente el mismo modelo que la cinta de vídeo que tenía en la mano. Como Fujitex había vendido una cantidad incalculable de aquellas cintas, no se trataba exactamente de una prueba, pero al menos había avanzado un paso. Aquello estaba claro. Era bastante prudente afirmar que la cinta demoníaca la había llevado al bungalow un chico de once años. Asakawa le dio las gracias educadamente a la mujer y colgó el teléfono.
A partir de las ocho de la tarde de la noche del sábado, 26 de agosto, se deja grabando el aparato de vídeo del bungalow B-4. La familia Kaneko se deja la cinta y se va a casa. Luego llegan los cuatro jóvenes. Ese día también llueve. Se les ocurre ver una película, van a usar el vídeo y se encuentran con que ya hay una cinta dentro. Los muy inocentes la ven. Ven cosas inquietantes e incomprensibles. Y al final, la amenaza. Maldiciendo el mal tiempo, se les ocurre una travesura cruel. Borran la parte que explica cómo escapar de cierta muerte y dejan el vídeo allí para asustar al cliente que venga después. Por supuesto, no se han creído lo que han visto. Si se lo hubieran creído, no habrían sido capaces de llevar a cabo su broma. Asakawa se preguntó si en el momento de morir, los jóvenes se habrían acordado de la cinta. Tal vez no habían tenido tiempo para acordarse antes de que se los llevara el ángel de la muerte. Asakawa tembló: los jóvenes no eran los únicos. A menos que pudiera encontrar una forma de salvarse antes de cinco días, acabaría igual que ellos. Entonces sabría con exactitud cómo se sintieron al morir.
Pero si el chico había estado grabando un programa de televisión, ¿de dónde habían venido entonces las imágenes? Durante todo el tiempo Asakawa había estado creyendo que alguien las había grabado con una cámara de vídeo y luego había llevado la cinta al bungalow. Pero la cinta había estado grabando de la televisión, lo cual quería decir que de alguna forma aquellas escenas increíbles se habían filtrado en las emisiones televisivas. Jamás lo habría soñado.
Alguien había secuestrado las ondas de televisión.
Asakawa recordaba lo sucedido el año pasado en época de elecciones, cuando, después de que la NHK dejara de emitir, en el mismo canal había aparecido una grabación ilegal que calumniaba a uno de los candidatos.
Alguien había secuestrado las ondas de televisión. Era la única posibilidad que encajaba. Acababa de descubrir que era posible que la tarde del 26 de agosto aquellas imágenes se hubieran estado emitiendo en la región de Hakone Sur, y que aquella cinta las hubiera registrado por puro azar. De ser esto cierto, tenía que constar en alguna parte. Asakawa se dio cuenta de que tenía que ponerse en contacto con la oficina local del periódico y hacer unas cuantas averiguaciones.