12 de octubre, viernes
—Primero echemos un vistazo a este vídeo.
Ryuji Takayama sonrió al hablar. Estaban sentados en la segunda planta de una cafetería cerca del cruce de Roppongi. Viernes, 12 de octubre, 19.20 h. Hacía casi veinticuatro horas que Asakawa había visto el vídeo. Había elegido celebrar aquella reunión el viernes por la noche en Roppongi, el principal distrito de ocio de la ciudad, con la esperanza de que su terror se disipara en medio de las voces joviales de las chicas. Pero no parecía que su estrategia funcionara. Cuanto más hablaba de ello, con más nitidez se repetían en su mente los acontecimientos de la noche previa. El terror solamente aumentaba. Incluso llegó a creer que notaba, fugazmente, una sombra que acechaba en alguna parte de su cuerpo y lo poseía.
Ryuji llevaba su camisa de etiqueta abotonada hasta arriba y parecía que la corbata le venía un poco prieta, pero no hacía nada para aflojársela. En consecuencia, la piel que le asomaba por encima del cuello de la camisa estaba ligeramente hinchada, y mirarla producía una sensación de incomodidad. Luego estaban sus rasgos angulosos. Hasta su sonrisa hubiera sido considerada desagradable por cualquiera que la viera.
Ryuji sacó un cubito de hielo de su vaso y se lo metió en la boca.
—¿Es que no has escuchado lo que te decía? —dijo Asakawa entre dientes—. Te lo he dicho, esto es peligroso.
—Entonces, ¿para qué me la has traído? Quieres que te ayude, ¿no? —Sin dejar de sonreír, aplastó ruidosamente el cubito con los dientes.
—También hay formas en que puedes ayudarme sin verla.
Ryuji inclinó la cabeza en gesto malhumorado, pero seguía teniendo una vaga sonrisa en la cara.
A Asakawa le entró un ataque de rabia y levantó la voz en tono histérico:
—No me crees, ¿verdad? ¡No te crees nada de lo que te he dicho! —No podía interpretar de ninguna otra forma la expresión de Ryuji.
Para el propio Asakawa, ver el vídeo había sido como abrir insospechadamente una carta bomba. Era la primera vez en su vida que experimentaba semejante terror. Y no se había terminado. Seis días más. El miedo se tensó suavemente alrededor de su cuello como un nudo de seda. Lo esperaba la muerte. Y aquel tipo quería realmente ver el vídeo.
—No hace falta que montes una escena. No tengo miedo, muy bien. ¿Algún problema? Escucha, Asakawa, ya te lo he dicho: soy de esa clase de tipos que si pudieran alquilarían butacas de primera fila para el fin del mundo. Quiero saber cómo funciona el mundo, cómo empieza y cómo termina, conocer todos sus enigmas, los pequeños y los grandes. Si alguien se ofreciera para explicármelos todos, daría mi vida gustoso a cambio de ese conocimiento. Tú llegaste incluso a inmortalizarme en la prensa. Estoy seguro de que te acuerdas.
Por supuesto que Asakawa se acordaba. Aquella era precisamente la razón de que se hubiera sincerado con Ryuji y se lo hubiera explicado todo.
Asakawa había sido el primero en imaginar el artículo. Hacía dos años, cuando tenía treinta, había empezado a preguntarse qué pensaba realmente el resto de jóvenes japoneses de su edad: qué sueños tenían en la vida. La idea era elegir a varios treintañeros, gente activa en todos los caminos de la vida —desde un burócrata del Ministerio de Comercio Internacional e Industria, un concejal de Tokio y un tipo que trabajaba en una de las compañías comerciales más importantes hasta tipos normales y corrientes— y hacer un informe sobre cada uno, que abarcara desde los datos generales que interesaran a cualquier lector hasta sus aspectos más únicos. Haciendo aquello de forma regular, en un área cuidadosamente delimitada del periódico, intentaría analizar lo que comportaba tener treinta años en el Japón contemporáneo. Y por pura casualidad, entre la veintena de personas que surgieron como candidatos para aquella clase de tratamiento, Asakawa se encontró a un viejo compañero de clase del instituto, Ryuji Takayama. Su puesto oficial constaba como profesor adjunto de Filosofía en la Universidad de Fukuzawa, una de las universidades privadas más importantes del país. A Asakawa aquello le desconcertó un poco, ya que recordaba que Ryuji iba a la facultad de medicina. Asakawa había hecho en persona el trabajo de campo y había puesto académico como una de las vocaciones a incluir en su muestra, pero Ryuji era demasiado especial para ser un representante adecuado del conjunto de académicos emergentes de treinta años. Ya en el instituto su personalidad era difícil de entender, y con la erosión de los años transcurridos parecía que únicamente se había vuelto más resbaladiza. Al terminar los estudios de medicina se había inscrito en un programa de posgrado de filosofía y se había doctorado el mismo año de la serie de entrevistas. Sin duda lo habrían cogido de inmediato para el primer puesto disponible de ayudante de profesor titular si no fuera porque había estudiantes mayores haciendo cola delante de él y los puestos se daban estrictamente por razones de veteranía. Así que aceptó un trabajo de adjunto a tiempo parcial y terminó dando dos clases semanales de lógica en su misma universidad.
En los últimos tiempos, la filosofía como campo de investigación se había acercado todavía más a la ciencia. Ya no significaba entretenerse con preguntas estúpidas como por ejemplo de qué forma tiene que vivir el hombre. Especializarse en filosofía comportaba básicamente hacer matemáticas sin números. También en la antigua Grecia los filósofos hacían las veces de matemáticos. Ryuji era así: le firmaba los cheques el departamento de filosofía, pero tenía el cerebro configurado como el de un científico. Por otro lado, además de su especialidad profesional, también sabía mucho sobre psicología paranormal. A Asakawa aquello le parecía una contradicción. Consideraba que la psicología paranormal, el estudio de lo sobrenatural y lo oculto, se oponía radicalmente a la ciencia. Ryuji le había respondido:
—Al contrario. La psicología paranormal es una de las claves para descifrar la estructura del universo.
Aquello lo había dicho un día caluroso en pleno verano, pero igual que hoy llevaba una camisa de etiqueta a rayas de manga larga abotonada hasta arriba.
—Quiero estar presente cuando la humanidad sea borrada de la faz de la tierra —había dicho Ryuji. Le brillaba el sudor sobre la cara acalorada—. Todos esos idiotas que cotorrean sobre la paz mundial y la supervivencia de la humanidad me hacen vomitar.
La entrevista de Asakawa incluía frases como la siguiente: «Cuéntame tus sueños de futuro».
Ryuji había respondido con tranquilidad:
—Mientras presenciara la extinción de la especie humana desde lo alto de una colina, cavaría una fosa en el suelo y eyacularía una y otra vez.
Asakawa había insistido:
—¿Estás seguro de que no te importa que publique eso?
Ryuji se había limitado a sonreír débilmente y a asentir.
—Como he dicho, no tengo miedo de nada.
Después de decir aquello, Ryuji se había reclinado y había acercado la cara a la de Asakawa:
—Anoche lo hice otra vez.
«¿Otra vez?»
Era la tercera víctima que Asakawa le conocía. Se había enterado de la primera en su primer año de instituto. Los dos vivían en el distrito de Tama de Kawasaki, un pueblo industrial embutido entre Tokio y Yokohama, y desde allí iban en tren a un instituto prefectural. Asakawa solía llegar todos los días a la escuela una hora antes de que empezaran las clases y preparaba las lecciones bajo la fría luz del amanecer. Sin contar a los conserjes, siempre era el primero en llegar. En cambio, Ryuji casi nunca llegaba a la primera clase. Era lo que se conocía como un impuntual habitual. Pero una mañana, justo después de las vacaciones de verano, Asakawa llegó a la escuela tan temprano como siempre y se encontró a Ryuji sentado encima de su mesa, como si estuviera aturdido. Asakawa se dirigió a él:
—Eh, ¿qué tal? No esperaba encontrarte aquí tan temprano.
—Pues ya ves —fue la escueta réplica del otro.
Ryuji estaba mirando el patio de la escuela por la ventana, como si tuviera la mente en otra parte. Tenía los ojos inyectados en sangre, las mejillas ruborizadas y el aliento le olía a alcohol. Sin embargo, no eran muy íntimos, de modo que la conversación quedó así. Asakawa abrió su libro de texto y se puso a estudiar.
—Eh, escucha, te quiero pedir un favor… —dijo Ryuji dándole una palmada en el hombro. Ryuji era muy individualista, sacaba buenas notas y también era una estrella del atletismo. En la escuela todo el mundo estaba pendiente de él. Por su parte, Asakawa era bastante mediocre. Que alguien como Ryuji le pidiera un favor no le resultaba desagradable—. De hecho, quiero que llames a mi casa —dijo Ryuji, poniéndole un brazo sobre los hombros en gesto abiertamente familiar.
—Claro. Pero ¿por qué?
—Tú llama y ya está. Llama y pregunta por mí.
Asakawa frunció el ceño.
—¿Por ti? Pero si estás aquí.
—Eso no importa. Tú hazlo, ¿vale?
Así que obedeció y marcó su número, y cuando la madre de Ryuji contestó él preguntó «¿Está Ryuji?» mirando a Ryuji, que estaba delante de él.
—Lo siento, Ryuji ya ha salido para el instituto —dijo su madre en tono tranquilo.
—Ah, vale —dijo Asakawa, y colgó—. Ya está, ¿vale con eso? —le dijo a Ryuji. Asakawa seguía sin entender de qué iba aquello.
—¿Daba la impresión de que algo iba mal? —preguntó Ryuji—. ¿Mi madre estaba nerviosa o algo así?
—No, no especialmente —Asakawa nunca había hablado antes con la madre de Ryuji, pero no le había parecido que estuviera especialmente nerviosa.
—¿No había voces nerviosas de fondo ni nada?
—No. Nada especial. Nada de eso. Solamente los ruidos de la mesa del desayuno y esas cosas.
—Bueno, pues vale. Gracias.
—Eh, ¿qué pasa? ¿Por qué me has pedido que hiciera eso?
Ryuji parecía vagamente aliviado. Le pasó el brazo por los hombros a Asakawa y acercó su cara a la de él. Llevó la boca al oído de Asakawa y dijo:
—Tienes pinta de saber guardar secretos. Parece que puedo confiar en ti. Así que te lo diré. Lo que pasa es que a las cinco de esta mañana he violado a una mujer.
Asakawa se quedó sin habla. La historia era que aquella mañana al amanecer, sobre las cinco, Ryuji se había colado en el apartamento de una universitaria que vivía sola y la había atacado. Al marcharse la había amenazado con que si llamaba a la policía se iba a poner muy nervioso y había vuelto directamente a la escuela. En consecuencia, ahora le preocupaba que la policía hubiera ido a su casa y por eso había pedido a Asakawa que llamara para asegurarse.
Después de aquello, Asakawa y Ryuji empezaron a hablar con frecuencia. Naturalmente, Asakawa nunca le contó a nadie el crimen de Ryuji. El año siguiente, Ryuji acabó tercero en lanzamiento de peso del campeonato de atletismo de su zona, y al siguiente entró en la facultad de medicina de la Universidad de Fukuzawa. Asakawa pasó aquel año estudiando para repetir el examen de entrada para la facultad que había elegido después de suspender en la primera convocatoria. A la segunda lo consiguió y fue admitido en el departamento de literatura de una universidad muy conocida.
Asakawa sabía lo que quería realmente. En realidad, quería que Ryuji viera el vídeo. El conocimiento y la experiencia de Ryuji no le serían de mucha utilidad si se basaban únicamente en lo que él pudiera explicar sobre el vídeo. Por otro lado, veía que era éticamente incorrecto involucrar a alguien más en aquello solamente para salvar el pellejo. Tenía un conflicto, pero sabía hacia dónde se inclinaría la balanza si tuviera que sopesar ambas opciones. Quería maximizar sus posibilidades de supervivencia, eso estaba claro. Y sin embargo… De pronto se sorprendió preguntándose, como siempre, por qué era amigo de aquel tipo. Sus diez años de escribir para el periódico le habían permitido conocer a infinidad de gente. Pero él y Ryuji podían llamarse a cualquier hora para ir a tomar una copa. Ryuji era la única persona con quien Asakawa tenía aquella clase de relación. ¿Era porque habían sido compañeros de clase? No, había tenido otros muchos compañeros de clase. En las profundidades de su corazón había algo que reaccionaba a la excentricidad de Ryuji. Cada vez que pensaba aquello, Asakawa se preguntaba si acaso se entendía a sí mismo.
—Eh, eh, vamos moviéndonos. Solamente te quedan seis días, ¿no? —Ryuji agarró a Asakawa de la parte superior del brazo y se lo apretó. Su mano tenía mucha fuerza—. Date prisa y enséñame ese vídeo. Piensa en lo solo que me voy a quedar si tú la palmas porque nos entretuvimos.
Apretando rítmicamente el brazo de Asakawa con una mano, Ryuji pinchó con el tenedor su tarta de queso intacta, se la metió en la boca y se puso a masticar ruidosamente. Ryuji tenía la costumbre de masticar con la boca abierta. Asakawa empezó a estar harto de ver cómo la comida se mezclaba con saliva y se disolvía ante sus ojos. Los rasgos angulosos de Ryuji, su complexión fornida y su mala educación. Mientras seguía masticando la tarta de queso, sacó más cubitos del vaso con la mano y empezó a masticarlos, haciendo más ruido todavía.
Fue entonces cuando Asakawa se dio cuenta de que no podía confiar en nadie más que en aquel tipo.
«Estoy tratando con un espíritu diabólico, con una cantidad desconocida de espíritus. Ninguna persona normal podría soportarlo. Probablemente nadie más que Ryuji podría ver ese vídeo sin pestañear. Pon a un ladrón a atrapar a otro ladrón. Es la única forma. ¿Qué me importa si Ryuji acaba muerto? Alguien que dice que quiere presenciar la extinción de la humanidad no merece una vida larga».
Así es como Asakawa racionalizó el hecho de involucrar a alguien más en aquello.