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La cinta estaba rebobinada. Era una cinta normal y corriente de ciento veinte minutos, de las que se podían comprar en cualquier parte, y, tal como había señalado el encargado, le habían quitado las lengüetas de antigrabado. Asakawa encendió el aparato de vídeo e introdujo la cinta. Se sentó con las piernas cruzadas y pulsó el botón de play. Oyó cómo empezaban a girar los cabezales. Tenía muchas esperanzas en que la clave que resolvería el enigma de las cuatro muertes estuviera en aquella cinta. Pulsó el botón de play con la intención de contentarse con una sola pista, la que fuera. No puede haber ningún peligro, pensaba. ¿Qué daño podía hacer el mero hecho de ver una cinta de vídeo?

En la pantalla parpadearon imágenes distorsionadas y sonidos aleatorios, pero en cuanto seleccionó el canal correcto, la imagen se estabilizó. Luego la pantalla se volvió negra como la tinta. Era la primera escena del vídeo. No había sonido. Se preguntó si la cinta estaría rota y acercó la cara a la pantalla. «Quedáis avisados: mejor que no la veáis. U os arrepentiréis». La palabras de Shuichi Iwata regresaron a su mente. ¿Por qué iba a arrepentirse? Asakawa estaba acostumbrado a aquellas cosas. Había cubierto las noticias locales. No importaba qué clase de imágenes horribles le enseñaran, estaba seguro de que no se arrepentiría de mirar.

En medio de la pantalla negra le pareció ver que empezaba a parpadear un puntito. Se expandió gradualmente, saltó a derecha e izquierda y por fin acabó posándose en el lado izquierdo. Luego se ramificó y se convirtió en un haz deshilachado de luces que reptaron como gusanos hasta convertirse en palabras. Pero no la clase de títulos que se veían en las películas. Aquellas palabras estaban mal escritas, como si las hubieran pintado con un pincel blanco sobre papel negro azabache. De alguna forma, sin embargo, consiguió entender lo que decían: «MIRAD HASTA EL FINAL». Una orden. Desaparecieron aquellas palabras y aparecieron flotando las siguientes. «SE OS COMERÁN LOS PERDIDOS…». La última palabra no tenía mucho sentido, pero que se te comieran no sonaba muy agradable. Parecía que aquellas palabras implicaban un «o bien». No apagues el vídeo a media cinta o te pasará algo terrible: era una amenaza.

«SE OS COMERÁN LOS PERDIDOS…» Las palabras crecieron y devoraron todo el negro de la pantalla. Fue un cambio sin gradaciones, de negro a blanco lechoso. Era un color irregular y antinatural, y empezó a asemejarse a una serie de conceptos pintados sobre un lienzo, uno encima de otro. El inconsciente, retorciéndose, luchando, buscando una salida, saliendo a chorros: o tal vez era el latido de la vida. El pensamiento tenía energía y se saciaba bestialmente con la oscuridad. Lo más extraño era que no sentía ningún deseo de pulsar la tecla de stop. No porque no tuviera miedo de lo que fuera que se lo quería comer, sino porque aquella intensa emanación de energía resultaba agradable.

Algo rojo reventó sobre la pantalla monocroma. Al mismo tiempo notó que recorría el suelo un temblor procedente de una dirección imprecisa. El ruido parecía venir de todas partes y Asakawa empezó a imaginar que el bungalow entero estaba temblando. No le parecía que el ruido saliera de aquellos pequeños altavoces. El fluido rojo y viscoso explotó y empezó a fluir, ocupando ocasionalmente la pantalla entera. De negro a blanco y ahora rojo… No era más que una sucesión violenta de colores, todavía no había visto ninguna escena natural. Nada más que conceptos abstractos, que los colores brillantemente cambiantes grababan nítidamente en su cerebro. En realidad, resultaba fatigoso. Y entonces, como si la cinta hubiera leído la mente de su espectador, el rojo desapareció de la pantalla y en su lugar apareció, ensanchándose, la vista de una montaña. Pudo ver a simple vista que era un volcán de laderas no muy escarpadas. El volcán emitía bocanadas de humo blanco contra el cielo azul claro. La cámara parecía estar situada en algún punto al pie de la montaña, donde el suelo estaba cubierto de una lava marrón-negruzca.

Nuevamente la oscuridad inundó la pantalla. El cielo azul claro quedó instantáneamente teñido de negro, y luego, segundos más tarde, un líquido escarlata estalló en el centro de la pantalla y manó hacia abajo. Un segundo estallido. La espuma resultante ardió en tonos rojos y así pudo empezar a distinguir, vagamente, el contorno de la montaña. Las imágenes que antes habían sido abstractas ahora eran concretas. Estaba claro que aquello era una erupción volcánica, un fenómeno natural, una escena que podía explicarse. La lava fundida que fluía de la boca del volcán bajó avanzando por las quebradas y se dirigió hacia la pantalla. ¿Dónde estaba situada la cámara? A menos que fuera una toma aérea, parecía que la cámara estuviera a punto de ser devorada. El estruendo de la tierra aumentó hasta que la pantalla entera pareció quedar rodeada de roca fundida, luego la escena cambió bruscamente. Entre una escena y la siguiente no había continuidad, solamente saltos bruscos.

Aparecieron flotando unas letras negras y gruesas sobre un fondo blanco. Tenían los bordes difusos, pero de alguna forma consiguió distinguir el ideograma de «montaña». Estaba rodeado de borrones negros, como si lo hubieran escrito descuidadamente con un pincel embadurnado de tinta. Los caracteres eran inmóviles, la pantalla estaba tranquila.

Otro salto brusco. Un par de dados, rodando en el fondo redondeado de un cuenco de plomo. El fondo era blanco, el fondo del cuenco era negro y el número de uno de los dados era rojo. Los mismos tres colores que llevaba viendo todo el tiempo. Los dados rodaron en silencio y por fin se quedaron quietos: un uno y un cinco. El punto solitario y los cinco del otro dado estaban desplegados en las caras blancas de los dados. ¿Qué quería decir?

En la escena siguiente aparecía gente por primera vez. Una vieja con la cara llena de arrugas sentada en el borde de un par de esterillas de tatami colocadas sobre un suelo de madera. Tenía las manos apoyadas en las rodillas y el hombro izquierdo un poco inclinado hacia delante. Estaba hablado despacio y mirando de frente. Tenía los ojos de tamaños distintos y cuando parpadeaba parecía que estuviera guiñando un ojo.

Hablaba en un dialecto poco familiar del que Asakawa solamente podía entender alguna palabra de vez en cuando: «… de salud… entonces… te pasas todo el tiempo… te cogerán… ¿Lo entiendes…? Ten cuidado con… Tendrás… Haz caso a tu abuela, que… No hace falta…».

La vieja dijo lo que tenía que decir con cara inexpresiva y se desvaneció. Hubo muchas palabras que Asakawa no entendió. Pero le daba la impresión de que le acababan de soltar un sermón. La vieja le estaba diciendo que tuviera cuidado con algo, le estaba advirtiendo. ¿Con quién estaba hablando aquella anciana, y sobre qué?

La cara de un recién nacido llenó la pantalla. Oyó el primer llanto de una criatura procedente de alguna parte. Aquella vez también estaba seguro de que no salía de los altavoces del televisor. Venía de muy cerca, de debajo mismo de su cara. Se parecía mucho a una voz real. En la pantalla vio que unas manos sostenían al bebé. La mano izquierda estaba debajo de su cabeza y la derecha debajo de su espalda, sosteniéndolo con cuidado. Eran unas manos preciosas. Totalmente absorbido por la imagen, Asakawa se sorprendió a sí mismo cogiéndose las manos en la misma posición. Oyó llorar a la criatura justo debajo de su barbilla. Sobresaltado, apartó las manos. Había sentido algo. Algo caliente y húmedo —como líquido amniótico o sangre— y el peso de carne. Asakawa sacudió las manos, como si estuviera apartando algo, y se acercó las palmas de las manos a la cara. Había quedado un olor. Un olor débil a sangre: ¿había salido del útero o…? Notaba las manos mojadas. Pero, en realidad, ni siquiera estaban húmedas. Volvió a mirar la pantalla. Todavía mostraba la cara del bebé. A pesar del llanto, tenía una expresión tranquila en la cara y el temblor de su cuerpo se había extendido a su entrepierna e incluso le agitaba la colita.

La siguiente escena: un centenar de caras humanas. Todas mostraban actitudes de odio y animosidad. No podía distinguir más emociones que aquellas. La miríada de caras, con aspecto de haber sido pintadas sobre una superficie plana, se fueron retirando gradualmente a las profundidades de la pantalla. Y a medida que las caras se volvían más pequeñas, el número total aumentaba, hasta formar una enorme multitud. Eran una extraña multitud, sin embargo —solamente existían de cuello para arriba—, pero el ruido que emanaba de ellas correspondía al de una multitud. Sus bocas estaban gritando algo, al mismo tiempo que se encogían y se multiplicaban. Asakawa no pudo entender muy bien lo que decían. Sonaba como el tumulto de una reunión multitudinaria, pero las voces estaban llenas de críticas y de insultos. Estaba claro que no eran unas voces amigables ni joviales. Por fin distinguió una palabra: «¡Mentiroso!». Y otra: «¡Fraude!». Para entonces tal vez había ya un millar de caras: se habían convertido en simples partículas negras que llenaban la pantalla hasta el punto de que parecía que el televisor estuviera apagado, pero las voces no callaban. Era más de lo que Asakawa podía soportar. Sentía que todas aquellas críticas iban dirigidas hacia él.

Cambió la escena y la pantalla pasó a mostrar un televisor sobre una mesilla de madera. Era un televisor viejo de diecinueve pulgadas con un selector de canales redondo y una antena interior apoyada en el mueble de madera. No era una obra dentro de una obra, sino una tele dentro de una tele. El televisor de dentro todavía no tenía nada en la pantalla. Pero parecía encendido: la luz roja de al lado del selector de canales estaba encendida. Luego la pantalla dentro de la pantalla tembló. Se estabilizó y volvió a luego volvió a temblar, una y otra vez, cada vez más a menudo. Luego apareció un solo ideograma, borroso: sada. La palabra se volvió nítida, luego borrosa de nuevo, distorsionada, y empezó a parecer otra antes de desaparecer del todo, como tiza sobre una pizarra borrada con un trapo húmedo.

Mientras miraba, Asakawa empezó a tener problemas para respirar. Oía los latidos de su propio corazón, sentía la presión de la sangre que le fluía en las venas. Un olor, un contacto, un sabor agridulce en la lengua. Era extraño: algo estaba estimulando sus cinco sentidos, algún medio distinto de los sonidos y las visiones que aparecían como si las estuviera recordando de repente.

Luego apareció la cara de un hombre. A diferencia de las imágenes previas, aquel hombre estaba obviamente vivo. Mostraba un latido de vitalidad. Al verlo, Asakawa empezó a odiarlo. No era particularmente feo. Tenía la frente un poco hundida pero aparte de eso la verdad es que era bastante bien parecido. Pero su mirada tenía algo peligroso. Era la mirada de una bestia al cernirse sobre su presa. El hombre tenía la cara sudorosa. Su respiración era entrecortada, su mirada se dirigía hacia arriba y su cuerpo se movía de forma rítmica. Detrás del hombre se erguían árboles dispersos, la luz vespertina brillaba detrás de sus ramas. El hombre bajó la vista y miró hacia delante de nuevo, hasta que su mirada se encontró con la del espectador. Asakawa y el hombre se miraron un momento. La sensación de asfixia aumentó y le vino el deseo de apartar la vista de allí. El hombre estaba babeando. Tenía los ojos inyectados en sangre. Los músculos de su cuello empezaron a llenar la pantalla en primer plano, luego desaparecieron por el margen izquierdo. Durante un momento solamente pudieron verse las sombras de los árboles. Empezó a elevarse un grito desde el fondo. Al mismo tiempo, el hombro del tipo volvió a aparecer en escena, luego su cuello y por fin otra vez su cara. Tenía los hombros desnudos y el derecho mostraba un corte profundo y sanguinolento de varios centímetros de longitud. La cámara parecía absorber las gotas de sangre, cada vez más grandes, hasta que llegaron a la lente y empañaron la imagen. La imagen volvió a negro, una vez, dos veces, casi como si parpadeara, y al regresar la luz todo era rojo. El hombre tenía una mirada asesina. Su cara se acercó más, junto con su hombro, con el hueso asomando blanco allí donde le habían arrancado la carne. Asakawa sintió una violenta presión en el pecho. Volvió a ver árboles. El cielo daba vueltas. El cielo adquirió el color del crepúsculo y se oyó el susurro de la hierba seca. Vio tierra, luego hierbas y por fin otra vez el cielo. En alguna parte oyó el llanto de un bebé. No estaba seguro de si se trataba de la misma criatura de antes. Por fin, el borde de la pantalla se volvió negro y gradualmente la oscuridad rodeó un círculo en el centro. Ahora la luz y la oscuridad estaban claramente definidas. En el centro de la pantalla, una luna pequeña y redonda flotaba en medio de la oscuridad. En la luna había la cara de un hombre. Un puñado de algo cayó de la luna con un ruido sordo. Luego otro y luego otro. Con cada golpe, la imagen saltaba y se bamboleaba. Un ruido de carne aplastada y luego una oscuridad total. Incluso entonces, persistía un latido. La sangre seguía circulando y latiendo. La escena continuó más y más. Parecía que aquella oscuridad no iba a terminar nunca. Luego, igual que al principio, aparecieron unas palabras borrosas. La caligrafía de la primera escena era tosca, como la de un niño que acabara de aprender a escribir, pero ahora la escritura mejoró. Las letras blancas, que aparecieron flotando imprecisas y luego desaparecieron, decían: «Aquellos que hayan visto estas imágenes están condenados a morir a esta misma hora exactamente dentro de una semana. Si no desea usted morir, tiene que seguir estas instrucciones al pie de la letra…».

Asakawa tragó saliva y se quedó mirando el televisor con los ojos muy abiertos. Pero entonces la escena volvió a cambiar. Fue un cambio radical. Apareció un anuncio, un anuncio de televisión normal y corriente. Un vecindario viejo y romántico en un anochecer de verano, una actriz con un vestido ligero de algodón sentada en la galería de su casa y fuegos artificiales iluminando el cielo oscuro. Un anuncio de espirales repelentes de mosquitos. El anuncio terminó medio minuto después, y justo cuando iba a empezar otra escena, la pantalla regresó a su estado previo. Oscuridad y un último resplandor de palabras que se desvanecían. Luego un ruido de estática al acabarse la grabación.

Con los ojos saliéndosele de las órbitas, Asakawa rebobinó la cinta y volvió a pasar la última escena. Se repitió la misma secuencia: un anuncio interrumpió la parte más importante.

Asakawa paró el vídeo y apagó el televisor. Pero no dejó de mirar la pantalla. Tenía la garganta seca.

—¿Qué demonios?

No había nada más que decir. Una escena ininteligible detrás de otra, y lo único que había entendido era que cualquiera que viera la cinta moriría exactamente en una semana. Y habían borrado con un anuncio la parte que explicaba cómo evitar aquel destino.

«¿Quién la ha borrado? ¿Los cuatro jóvenes?»

A Asakawa le tembló la mandíbula. De no haber sabido que los cuatro jóvenes habían muerto simultáneamente, habría considerado aquello una bobada total y se habría reído. Pero lo sabía. Habían muerto misteriosamente de acuerdo con aquella predicción.

En aquel momento sonó el teléfono. A Asakawa casi se le paró el corazón del susto. Levantó el auricular. Tenía la sensación de que había algo que se escondía, que lo miraba desde la oscuridad.

—Dígame —consiguió gruñir por fin.

No hubo respuesta. Algo giraba en un lugar negro y diminuto. Se oyó un rumor sordo, como si la tierra misma resonara, y le llegó un olor a tierra mojada. Notó frío en la oreja y se le erizaron los pelos de la nuca. Aumentó la opresión en su pecho y por los tobillos y por el espinazo le empezaron a subir bichos procedentes de las entrañas de la tierra que se aferraban a él. Desde el auricular le llegaron pensamientos incalificables y un odio largo tiempo incubado. Asakawa colgó el auricular de un golpe. Se tapó la boca y corrió al baño. Tenía escalofríos por toda la espalda y lo acometían oleadas de náusea: la cosa del otro lado de la línea no había dicho nada pero Asakawa sabía lo que quería. Era una llamada de confirmación.

«Ya lo has visto, ya sabes lo que quiere decir. Sigue las instrucciones o si no…»

Asakawa vomitó en el retrete. No tenía gran cosa que vomitar. Expulsó el whisky que había bebido hacía un rato, mezclado con bilis. El sabor amargo le llegó a los ojos e hizo que le saltaran las lágrimas. Le dolía la nariz. Pero sentía que si lo vomitaba todo en aquel momento, tal vez expulsaría también las imágenes que acababa de ver.

—¿Si no hago qué? ¡No lo sé! ¿Qué queréis que haga, eh? ¿Qué se supone que tengo que hacer?

Se sentó en el suelo del baño y gritó, intentando no dejarse vencer por su miedo.

—¡Esos cuatro chavales lo borraron, borraron la parte importante…! ¡No lo entiendo! ¡Necesito ayuda!

Lo único que podía hacer era inventar excusas. Asakawa se apartó del retrete, sin darse cuenta de lo terrible que era su aspecto, y examinó cada rincón de la sala, inclinando la cabeza en gesto de súplica hacia quienquiera que pudiera haber allí. No se dio cuenta de que estaba intentando dar lástima y despertar compasión. Se puso de pie, se enjuagó la boca en el lavabo y tragó un poco de agua. Notaba una brisa. Miró la ventana de la sala de estar. Las cortinas temblaban.

«Eh, creía que la había cerrado».

Estaba seguro de que antes de correr las cortinas había cerrado del todo la puerta corredera de cristal. Recordaba haberlo hecho. No podía parar de temblar. Sin ninguna razón, se le pasó por la cabeza la imagen de los rascacielos de noche, la forma en que sus ventanas iluminadas y no iluminadas formaban un dibujo parecido a un tablero de ajedrez, a veces incluso dibujaban caracteres. Si uno veía los edificios como lápidas enormes y alargadas, las luces eran los epitafios. La imagen desapareció, pero el aire seguía moviendo las cortinas blancas de encaje.

Frenético, Asakawa cogió la bolsa del armario y tiró dentro sus cosas. No podía quedarse allí ni un segundo más.

«No me importa lo que diga nadie, si me quedo aquí no pasaré de esta noche, no hablemos ya de una semana».

Sin dejar de sudar, caminó hasta el recibidor. Intentó pensar de forma racional antes de salir. «¡No huyas corriendo de miedo, intenta pensar en alguna forma de salvarte!» Un instinto de supervivencia instantáneo: regresó a la sala de estar y pulsó el botón para sacar la cinta del aparato. La cinta era su única pista, no podía dejarla atrás. Tal vez si descifraba el enigma de cómo estaban relacionadas las escenas podría salvarse. En cualquier caso, solamente le quedaba una semana. Miró su reloj: eran las 10.18 h. Estaba seguro de que había terminado de ver la cinta a las 10.04 h. De pronto el tiempo le parecía muy importante. Asakawa dejó la llave sobre la mesa y salió, dejando todas las luces encendidas. Corrió a su coche, sin pasar siquiera por la oficina, y metió la llave en el contacto.

«Esto no lo puedo hacer solo. Voy a tener que pedirle que me ayude». Mientras hablaba consigo mismo, Asakawa puso el coche en marcha, pero no pudo evitar mirar el retrovisor. No importaba lo mucho que pisara el pedal, parecía que no conseguía acelerar. Era como cuando te persiguen en un sueño y corres a cámara lenta. No paraba de mirar el retrovisor. Pero no podía ver por ninguna parte la sombra negra que lo perseguía.