11 de octubre, jueves
La lluvia había arreciado y Asakawa puso los limpiaparabrisas al máximo. El tiempo en Hakone cambiaba sin previo aviso. En Odawara el cielo había estado despejado, pero cuanto más ascendía, más húmedo era el aire, y a medida que se acercaba al puerto de montaña se fue encontrando con más bolsas de viento y lluvia. Si fuera de día, habría podido adivinar el tiempo que hacía en las montañas gracias al aspecto de las nubes que rodeaban el monte Hakone. Pero era de noche y estaba concentrado en lo que aparecía ante el haz de luz de sus faros. Hasta que detuvo el coche y miró al cielo no se dio cuenta de que las estrellas habían desaparecido. Cuando cogió el tren-bala de Kodama en la estación de Tokio, la ciudad todavía estaba envuelta en la luz crepuscular. Cuando alquiló el coche en la estación de Atami, la luna todavía asomaba de forma intermitente por los resquicios entre las nubes. Pero ahora las gotitas minúsculas de lluvia que antes flotaban frente a sus faros se estaban convirtiendo en todo un chaparrón que aporreaba el parabrisas.
El reloj digital que había sobre el indicador de velocidad decía que eran las 7.32 h. Asakawa calculó rápidamente cuánto había tardado en llegar hasta allí. Había cogido el tren en Tokio a las 5.16 h y había llegado a Atami a las 6.07 h. Para cuando salió por las puertas y terminó el papeleo de la agencia de alquiler de coches ya eran las 6.30 h. Se paró en un mercado y compró dos paquetes de fideos instantáneos y un botellín de whisky. Y se hicieron las siete mientras se orientaba por aquel laberinto de calles de dirección única y salía de la ciudad.
Delante de él apareció un túnel, con la entrada flanqueada de luces brillantes de color naranja. Al otro lado, justo después de entrar en la autopista Atami-Kannami, tendría que empezar a ver letreros de la Tierra Pacífica de Hakone Sur. El largo túnel lo llevaría a la cresta de Tanna. Al entrar en el túnel, el ruido del viento cambió. Al mismo tiempo, su carne, el asiento del pasajero y todo lo demás que había dentro del coche quedó bañado en luz naranja. Notó que su calma se desvanecía y que se le ponía el vello de punta. No había ningún coche viniendo en dirección contraria. Los limpiaparabrisas chirriaban al frotar el cristal ahora seco. Los apagó. Llegaría a su destino sobre las ocho. No le apetecía pisar a fondo el acelerador, aunque la carretera estaba vacía. El lugar al que se dirigía le producía un terror inconsciente.
A las 4.20 h de aquella tarde, Asakawa había visto salir un fax de la máquina de la oficina. Era una respuesta de la oficina del periódico de Atami, y él esperaba que contuviera una copia del registro de clientes la Ciudad de los Chalets entre el 27 y el 30 de agosto. Al verlo bailó de alegría. Su presentimiento era cierto. Había cuatro nombres que reconocía: Nonoyama, Tomoko Oishi, Haruko Tsuji y Takehiko Nomi. Los cuatro habían pasado la noche del 29 en el bungalow B-4. Era obvio que Shuichi Iwata había usado el nombre de Nonoyama. Así pudo saber dónde y cuándo habían estado juntos los cuatro: el miércoles 29 de agosto en la Tierra Pacífica de Hakone Sur, en el bungalow B-4 de la Ciudad de los Chalets. Exactamente una semana antes de sus misteriosas muertes.
Sin perder un minuto había cogido el auricular, había llamado a la Ciudad de los Chalets y había hecho una reserva para aquella misma noche en el bungalow B-4. Lo único que tenía que hacer al día siguiente era asistir a una reunión de plantilla a las once. Podía pasar la noche en Hakone y llegar a tiempo sin problemas.
«Bueno, ya está. Voy para allí. A la escena de los hechos».
Estaba ansioso. Ni en sus sueños más descabellados podría haber imaginado lo que le esperaba allí.
Nada más salir del túnel se encontró un peaje, y mientras pagaba los trescientos yenes le preguntó al empleado:
—¿Se va por aquí a la Tierra Pacífica de Hakone Sur?
Sabía muy bien que sí. Había comprobado muchas veces el mapa. Tenía la impresión de que hacía mucho tiempo que no veía a otro ser humano, y algo en su interior quería hablar.
—Hay un letrero más adelante. Gire a la izquierda.
Cogió su recibo. Con tan poco tráfico, apenas parecía que valiera la pena tener a alguien metido allí. ¿Cuánto tiempo planeaba estar aquel tipo dentro de aquella garita de peaje? Asakawa no mostró ninguna intención de seguir su camino y el hombre empezó a mirarlo con recelo. Asakawa se obligó a sonreír y arrancó lentamente.
El placer que había sentido unas horas antes al establecer un momento y un lugar comunes a las cuatro víctimas se había marchitado y había muerto. Las caras de los cuatro parpadeaban dentro de su cabeza. Habían muerto exactamente una semana después de alojarse en la Ciudad de los Chalets. «Ahora es el momento de dar marcha atrás», parecían decirle con una sonrisa maliciosa. Pero no podía dar media vuelta. En primer lugar, su instinto de reportero se había despertado. Por otro lado, no era posible negar que le daba miedo ir allí solo. Si hubiera llamado a Yoshino, lo más probable era que hubiera venido a toda prisa, pero tener a un colega con él no le parecía muy buena idea. Asakawa ya había apuntado sus progresos hasta el momento y los había guardado en un disquete. Lo que quería era a alguien que no fuera por ahí entorpeciendo su investigación, sino que se limitara a ayudarle en sus objetivos… Y la verdad, tenía a alguien en mente. Conocía a un solo hombre que estaría dispuesto a acompañarle por pura curiosidad. Era profesor a tiempo parcial en una universidad, así que tenía mucho tiempo libre. Era el tipo adecuado. Pero era… especial. Asakawa no estaba seguro de cuánto tiempo podría aguantarlo a causa de su forma de ser.
Allí, en la ladera de la montaña, estaba el letrero de la Tierra Pacífica de Hakone Sur. No había luces de neón, solamente un panel blanco con letras negras. Si hubiera estado mirando a otra parte mientras sus faros lo iluminaban, lo habría pasado por alto. Asakawa salió de la autopista y empezó a subir una carretera rural que pasaba por entre campos en terraza. La carretera parecía tremendamente estrecha para ser la entrada de un complejo turístico, y en su soledad Asakawa tuvo visiones en las que el camino terminaba abruptamente en medio de la nada. Tuvo que aminorar la velocidad para tomar las curvas cerradas y oscuras de la carretera. Confiaba en no encontrar a nadie que viniera en dirección contraria: no había sitio para que pasaran dos coches.
En algún momento había amainado la lluvia, aunque Asakawa acababa de darse cuenta. La mecánica climática parecía distinta a uno y otro lado de la cresta de Tanna.
En cualquier caso, la carretera no terminaba de repente, sino que seguía subiendo y subiendo. Al cabo de un rato empezó a ver casas de veraneo dispersas a un lado y otro de la carretera. Y de pronto la carretera se ensanchó a dos carriles, la superficie mejoró drásticamente y aparecieron unas farolas elegantes en los recodos. El cambio asombró a Asakawa. En cuanto entró en los terrenos de Tierra Pacífica se encontró unas instalaciones de lujo. ¿Cómo se explicaba entonces el camino diminuto que llevaba hasta aquí? El maíz y las hierbas que invadían la carretera la estrechaban todavía más y aumentaban su nerviosismo ante lo que podía aparecer en la siguiente curva cerrada.
El edificio de tres pisos situado al otro lado del espacioso aparcamiento hacía las veces de centro de información y restaurante. Sin pensarlo dos veces, Asakawa aparcó delante del vestíbulo y fue al mostrador. Se miró el reloj: las ocho clavadas. Puntualidad perfecta. Oyó un ruido de pelotas botando procedente de alguna parte. Había cuatro pistas de tenis debajo del centro de información, con varias parejas esforzándose al máximo bajo las luces amarillentas. Era sorprendente que estuvieran ocupadas las cuatro pistas. Asakawa no podía imaginar qué llevaba a la gente a subir hasta allí a las ocho de la noche de un jueves en pleno octubre solamente para jugar a tenis. Bastante por debajo de las pistas de tenis vio las luces lejanas de las ciudades de Mishima y Numazu, brillando en la oscuridad. El vacío de más allá, negro como el carbón, era la bahía de Tago.
Entró en el centro de información y se encontró el restaurante directamente delante. La pared exterior era de cristal, así que pudo ver el interior. Y así es como Asakawa se llevó otra sorpresa. El restaurante cerraba a las ocho, pero todavía estaba lleno de familias y de grupos de mujeres jóvenes. Inclinó la cabeza con expresión de asombro. ¿De dónde había salido toda aquella gente? No se podía creer que todos hubieran venido por la misma carretera por la que él había llegado. Tal vez él no había tomado la ruta de acceso principal. En alguna otra parte debía de haber una carretera más amplia e iluminada. Pero él había seguido la ruta que le había indicado la chica con la que había hablado por teléfono.
«Llegue hasta la mitad de la carretera de Atami a Kannami y gire a la izquierda. Desde allí suba la montaña». Y eso mismo había hecho Asakawa. Era inconcebible que hubiera otra salida de aquel sitio.
Asintió cuando le dijeron que ya estaba cerrada la cocina y entró en el restaurante. Bajo sus amplios ventanales, un jardín meticulosamente cuidado descendía suavemente en medio de la oscuridad en dirección a las ciudades. La luz del interior era premeditadamente tenue, probablemente para que los clientes pudieran disfrutar la vista de las luces lejanas. Asakawa paró a un camarero que pasaba y le preguntó dónde podía encontrar la Ciudad de los Chalets. El camarero señaló en dirección al vestíbulo de entrada por el que acababa de pasar Asakawa.
—Siga el camino de la derecha unos doscientos metros y verá la oficina.
—¿Hay aparcamiento?
—Puede aparcar delante de la oficina.
No tenía más misterio. Si hubiera seguido adelante en lugar de pararse allí, lo habría encontrado por sí mismo. Asakawa podía analizar más o menos por qué se había sentido atraído hacia aquel edificio moderno hasta el punto de irrumpir en el restaurante. Le resultaba vagamente reconfortante. Durante todo el camino se había imaginado cabañas oscuras y primitivas —el escenario perfecto para una historia de la serie Viernes 13— y aquel edificio no se parecía en nada a esas visiones. Al afrontar aquella prueba de que el poder de la ciencia moderna también funcionaba allí, se sintió tranquilizado y fortalecido. Las únicas cosas que lo preocupaban eran el mal estado de la carretera que comunicaba aquel lugar con el mundo inferior y el hecho de que a pesar de ello hubiera tanta gente jugando a tenis y disfrutando de su cena. No estaba seguro de por qué le preocupaba exactamente aquello. Simplemente ocurría que por alguna razón ninguno de los presentes parecía muy… verosímil.
Como las pistas de tenis y el restaurante estaban abarrotados, debería poder oír también las voces joviales de la gente de los bungalows. Eso era lo que esperaba. Pero de pie en un extremo del aparcamiento, solamente pudo distinguir media docena de los diez bungalows construidos entre los árboles dispersos por la suave ladera. Debajo todo estaba inmerso en la oscuridad del bosque, más allá de la penumbra de las farolas, a la que no se sumaba ninguna luz procedente de los bungalows. El B-4, donde iba a pasar la noche Asakawa, parecía estar en la frontera entre la oscuridad y la zona iluminada: lo único que pudo ver era la parte superior de la puerta.
Asakawa dio la vuelta hasta la entrada, abrió la puerta de la oficina y entró. Oía un televisor, pero no había rastro de nadie. El encargado estaba en una sala de estilo japonés en la parte de atrás, a la izquierda, y no había visto a Asakawa. El mostrador estaba en medio del campo visual de Asakawa y no le dejaba ver la sala. El encargado parecía estar viendo una película americana o un vídeo, no un programa de televisión. Asakawa oyó diálogos en inglés mientras veía el parpadeo de la pantalla reflejado en el cristal de un armario de la recepción. El armario empotrado estaba lleno de cintas de vídeo, cada una en su estuche. Asakawa colocó las manos en el mostrador y habló en voz alta. Un hombre menudo de sesenta y tantos años asomó de inmediato la cabeza e hizo una reverencia:
—Ah, bienvenido.
Debía de ser el mismo hombre que le había mostrado tan alegremente el registro de clientes al tipo de la oficina de Atami y al abogado, pensó Asakawa mientras le devolvía una sonrisa cordial.
—Tengo una reserva a nombre de Asakawa.
El hombre abrió su cuaderno y confirmó la reserva.
—Está usted en el B-4. ¿Puede escribir aquí su nombre y dirección?
Asakawa escribió su nombre verdadero. Acababa de devolverle el carnet a Nonoyama así que no podía usarlo.
—¿Está usted solo?
El encargado levantó la vista hacia Asakawa, con expresión de recelo. Nunca había tenido a ningún cliente que viniera solo.
Teniendo en cuenta las tarifas para no socios, a una persona sola le salía más barato quedarse en el hotel. El encargado le dio un juego de sábanas y se volvió hacia el armario.
—Si quiere, puede coger prestada una película. Tenemos la mayor parte de los títulos populares.
—Ah, ¿alquilan vídeos?
Asakawa examinó despreocupadamente los títulos de los vídeos que cubrían toda la pared. En busca del arca perdida, La guerra de las galaxias, Regreso al futuro, Viernes 13. Todas las películas populares americanas, sobre todo de ciencia ficción. También había muchas novedades. Probablemente las cabinas las usaban mayoritariamente grupos de jóvenes. No hubo nada que le llamara la atención. Además, estaba claro que había venido a trabajar.
—Me temo que me he traído trabajo.
Asakawa recogió el ordenador portátil que había dejado en el suelo y se lo enseñó al encargado. Al verlo, el encargado pareció entender por qué había subido solo.
—¿Y hay vajilla y de todo? —dijo Asakawa, solamente para asegurarse.
—Sí. Use lo que quiera.
Lo único que necesitaba usar Asakawa, sin embargo, era una tetera para hervirse agua y echarla en sus fideos instantáneos. Cogió las sábanas y la llave de su bungalow que le dio el encargado. Este le dio instrucciones para encontrar el B-4 y luego le dijo, con una formalidad extraña:
—Está usted en su casa.
Antes de tocar el pomo de la puerta, Asakawa se puso unos guantes de goma. Los había traído para estar más tranquilo, como amuleto para protegerse del virus desconocido.
Abrió la puerta y pulsó el interruptor de la luz del recibidor. Paredes empapeladas, alfombra, sofá para cuatro personas, televisor y juego de comedor: todo era nuevo y todo estaba dispuesto de forma funcional. Asakawa se quitó los zapatos y entró. A un extremo de la sala de estar había un balcón y en el primer y segundo piso había pequeñas habitaciones de estilo japonés. La verdad es que era un poco excesivo para un cliente solo. Descorrió la cortina de encaje y abrió la puerta corredera de cristal para que entrara el aire nocturno. La habitación estaba perfectamente limpia, como para frustrar sus expectativas. De pronto se le ocurrió que podía volverse a casa sin averiguar nada.
Entró en la habitación de estilo japonés contigua a la sala de estar e inspeccionó el armario. Nada. Se quitó la camisa y los pantalones de sport, colgó la ropa de calle en el armario y se puso una sudadera y unos pantalones de chándal. Luego fue al piso de arriba y encendió la luz de la habitación de estilo japonés. Estoy actuando como un niño, se dijo irónicamente. Antes de darse cuenta había encendido todas las luces del lugar.
Ahora que todo estaba lo bastante iluminado, abrió la puerta del baño, suavemente. Primero comprobó el interior y mientras estaba dentro dejó la puerta entreabierta. Aquello le recordó a sus rituales para ahuyentar el miedo cuando era niño. En las noches de verano le daba tanto miedo ir al baño solo que dejaba la puerta entreabierta y hacía montar guardia a su padre al otro lado. Detrás de una mampara de cristal esmerilado había una ducha bien cuidada. No había ni pizca de vapor y tanto la bañera como la zona de enfrente de la misma estaban completamente secas. Debía de hacer tiempo que allí no se alojaba nadie. Fue a quitarse los guantes de goma: se le pegaron a las manos sudorosas. La fría brisa de las tierras altas entró en la sala y movió las cortinas.
Asakawa llenó un vaso de hielo del congelador y lo llenó hasta la mitad del whisky que había comprado. Estaba a punto de rellenarlo con agua pero vaciló. Cerró el grifo y se convenció de que en realidad prefería tomarlo solo con hielo. No tenía valor para meterse en la boca nada de aquella habitación. Ya había sido lo bastante descuidado como para usar cubitos del congelador, pero le daba la impresión de que a los microorganismos no les gustaban ni el frío ni el calor extremos.
Se apoltronó en el sofá y encendió el televisor. La habitación se llenó de música: era algún nuevo ídolo del pop. Una cadena de Tokio estaba mostrando el mismo programa en aquel momento. Cambió de canal. Sin embargo, la verdad era que no quería ver nada, así que bajó el volumen y abrió su bolsa. Sacó una cámara de vídeo y la dejó en la mesa. Si pasaba algo extraño, quería tenerlo grabado. Dio un sorbo de whisky. No fue más que un poco, pero le infundió valor. Asakawa volvió a repasar mentalmente todo lo que sabía. Si no encontraba ninguna pista allí aquella noche, el artículo que estaba intentando escribir quedaría muerto y enterrado. Pero por otro lado, tal vez sería mejor así. Si no encontrar una pista comportaba no contagiarse del virus, bueno… Al fin y al cabo, tenía una mujer y una hija en las que pensar. No quería morir, y menos de forma extraña. Colocó los pies sobre la mesa.
«¿A qué esperas, entonces? —se preguntó a sí mismo—. ¿Es que no tienes miedo? Eh, ¿no deberías tener miedo? Puede que el ángel de la muerte esté viniendo a por ti».
Escrutó nerviosamente la sala. No podía fijar la mirada en un punto concreto de la pared. Le daba la sensación de que si lo hacía, sus miedos empezarían a asumir forma física mientras estaba mirando.
Entró un viento helado de fuera, más fuerte que antes. Cerró la ventana y cuando fue a correr las cortinas echó un vistazo casual a la oscuridad. El tejado del bungalow B-5 estaba directamente delante de él, y a su sombra la oscuridad era todavía más profunda. En el restaurante y en las pistas de tenis había mucha gente. Pero allí Asakawa estaba solo. Corrió las cortinas y se miró el reloj: las 8.56 h. No llevaba ni media hora en aquella habitación. Tenía la sensación de que había sido más de una hora. Pero el mero hecho de estar allí no era peligroso en sí mismo ni por sí mismo. Se esforzó por convencerse de eso y por tranquilizarse. Al fin y al cabo, ¿cuánta gente debía de haber pasado por el B-4 en los seis meses que llevaban construidos aquellos bungalows? Y tampoco habían muerto todos en circunstancias misteriosas. Solamente aquellos cuatro, según su investigación. Tal vez si escarbaba más, encontraría más víctimas, pero de momento parecía que solamente habían sido aquellas. Así pues, el mero hecho de estar allí no era el problema. El problema era lo que habían hecho allí.
«¿Y qué habían hecho allí?»
Asakawa reformuló sutilmente la pregunta: «¿Qué podían haber hecho allí?».
No encontró nada parecido a una pista: ni en el baño ni en la bañera ni en el armario ni en la nevera. Incluso poniendo por caso que hubiera habido algo, el encargado lo habría tirado al limpiar el lugar. Lo cual quería decir que, en lugar de quedarse allí sentado bebiendo whisky, tendría que estar hablando con el encargado. Eso le ahorraría tiempo.
Vació el primer vaso y se sirvió otro un poco más corto. No podía permitirse emborracharse. Puso mucho hielo y aquella vez lo rellenó con agua del grifo. Su sentido del peligro debía de haberse relajado un poco. De pronto se sintió tonto, robando tiempo al trabajo y subiendo hasta allí arriba. Se quitó las gafas, se lavó la cara y miró su imagen en el espejo. Tenía cara de estar enfermo. Tal vez ya había cogido el virus. Se bebió de un trago el whisky con agua que acababa de prepararse y se sirvió otro.
Al regresar del comedor, Asakawa vio un cuaderno en la estantería de debajo de la mesilla del teléfono. La portada decía: «Recuerdos». Lo hojeó por encima.
Sábado, 7 de abril.
Nonko no olvidará nunca el día de hoy. ¿Por qué? Es un s-e-c-r-e-t-o. Yuichi es maravilloso. ¡Je, je!
NONKO
Los hostales, las pensiones y esa clase de lugares solían tener cuadernos como aquel en las habitaciones, con el objeto de que los clientes pudieran escribir sus recuerdos e impresiones. En la página siguiente había un dibujo tosco de papá y mamá. Debía de haber sido un viaje familiar. Tenía fecha del 14 de abril: también sábado, claro:
Papá es gordo,
mamá es gorda,
así que yo soy gorda.
14 de abril.
Asakawa siguió pasando páginas. Notaba una fuerza que lo urgía a abrir el cuaderno por las últimas páginas, pero las siguió pasando en orden. Tenía miedo de que pudiera perderse algo si no seguía el orden cronológico.
No podía decirlo a ciencia cierta, ya que probablemente muchos clientes no habían escrito nada, pero le parecía que hasta principios de verano allí solamente se alojaba gente los sábados. Después el tiempo entre visitas se acortaba. A finales de agosto había un flujo continuo de entradas que se lamentaban del final del verano.
Lunes, 20 de agosto
Otras vacaciones de verano que se han ido volando. Y han sido una mierda. ¡Que alguien me ayude! ¡Que alguien me rescate, pobre de mí! Tengo una moto de 400 cc. Y soy bastante guapo. ¡Una ganga!
A.Y.
Parecía que aquel tipo había decidido que el libro de invitados servía para anunciarse, tal vez para encontrar amigos por correspondencia. Parecía que mucha gente compartía sus ideas sobre el lugar. Cuando se quedaban parejas, sus entradas lo mostraban a las claras, mientras que cuando se quedaba gente sola, escribían sobre las ganas que tenían de encontrar un compañero.
Con todo, era una lectura interesante. Su reloj marcaba las nueve en punto.
Entonces pasó la página:
Jueves, 30 de agosto
¡Glups! Quedáis avisados: mejor que no la veáis a menos que tengáis agallas. U os arrepentiréis. (Risa maléfica.)
S.I.
Eso era lo único que decía el mensaje. El 30 de agosto era la mañana después de que se quedaran los cuatro allí. Las iniciales «S. I.» correspondían a «Shuichi Iwata». Su anotación en el cuaderno era distinta a todas las demás. ¿Qué quería decir? «Mejor que no la veáis». ¿A qué demonios se refería? Asakawa cerró el cuaderno de visitas y lo miró de lado. El lomo presentaba un ligero hueco por donde no cerraba del todo. Metió el dedo en el hueco y lo abrió por aquella página. «¡Glups! Quedáis avisados: mejor que no la veáis a menos que tengáis agallas. U os arrepentiréis. (Risa maléfica.) S. I.» Las palabras se abalanzaron sobre él. ¿Por qué quería abrirse el cuaderno justo en aquella página? Lo pensó un momento. Tal vez los cuatro jóvenes habían abierto el cuaderno por aquella página y le habían puesto encima algo pesado. Y el peso había creado una fuerza que aún sobrevivía al intentar uno abrir el cuaderno por aquella página. Y tal vez lo que habían colocado encima de la página era aquella cosa que «era mejor no ver». Eso debía de ser.
Asakawa miró nervioso a su alrededor, registrando cada esquina de la estantería de debajo de la mesilla del teléfono. Nada. Ni un lápiz.
Se volvió a sentar en el sofá y siguió leyendo. La siguiente anotación tenía fecha del sábado, 1 de septiembre. Pero solamente hacía los comentarios habituales. No decía si el grupo de estudiantes que se habían alojado allí habían visto «aquello». Y ninguna de las páginas restantes lo mencionaba tampoco.
Asakawa cerró el cuaderno de visitas y encendió un cigarrillo. «Mejor que no la veáis a menos que tengáis agallas». Se imaginó que aquella cosa debía ser algo terrorífico. Abrió el cuaderno por una página al azar y apretó un poco sobre las páginas. Fuera lo que fuera debía de haber sido lo bastante pesado como para vencer la tendencia de las páginas a cerrarse. Un par de fotos de fantasmas, por ejemplo, no habrían bastado. Tal vez una revista semanal, un libro de tapa dura… En todo caso, algo que uno mirara. Tal vez le preguntaría al encargado si recordaba haber encontrado algo extraño en la cabina después de que se marcharan los clientes del 30 de agosto. No estaba seguro de que el encargado se acordara, pero imaginó que se acordaría si la cosa fuera lo bastante extraña. Asakawa empezó a ponerse de pie cuando le llamó la atención el aparato de vídeo que tenía delante. La tele seguía encendida. En la pantalla había una actriz famosa persiguiendo a su marido con una aspiradora. Un anuncio de electrodomésticos.
«Sí, una cinta de VHS habría sido lo bastante pesada como para mantener abierto el cuaderno, y es probable que hubieran tenido una a mano».
Todavía agachado, Asakawa apagó el cigarrillo. Recordó la colección de vídeos que había visto en la oficina del encargado. Tal vez simplemente hubieran visto una película de terror especialmente interesante y se les hubiera ocurrido recomendársela a los siguientes invitados: «Eh, esta es buena, miradla». Si eso era todo… Pero un momento. Si eso era todo, ¿por qué no había usado Shuichi Iwata el título de la película? Si quería decir a alguien que, por ejemplo, Viernes 13 era una película genial, ¿no habría sido más fácil decir que Viernes 13 era una película genial? No necesitaba molestarse en dejarla encima del cuaderno. Así que tal vez aquella cosa no tenía nombre, tal vez solamente la podían denominar con el pronombre «la».
«¿Y bien…? Vale la pena comprobarlo».
Ciertamente no tenía nada que perder, al menos mientras no apareciera ninguna otra pista. Además, sentarse allí y darle vueltas a la cabeza no lo estaba llevando a ninguna parte. Asakawa salió del bungalow, subió los peldaños de piedra y abrió la puerta de la oficina.
Igual que antes, el encargado no estaba en el mostrador, solamente se oía el ruido del televisor en la habitación de atrás. El tipo se había jubilado de su trabajo en la ciudad y había decidido vivir sus últimos años rodeado por la Madre Naturaleza, de forma que se había puesto a trabajar como encargado en un complejo turístico, pero el trabajo había resultado ser mortalmente aburrido y ahora lo único que hacía todo el día era mirar vídeos. Así era como Asakawa interpretaba la situación del encargado. Antes de tener ocasión de llamarlo, sin embargo, el tipo arrastró los pies hasta la puerta y asomó la cabeza. Asakawa le dedicó una sonrisa de disculpa.
—He pensado que al final sí que cogeré un vídeo.
El encargado sonrió con alegría.
—Adelante, elija el que quiera. Vale trescientos yenes alquilar uno.
Asakawa ojeó los lomos en busca de películas de miedo. La leyenda de la casa infernal, El exorcista, La profecía. Las había visto todas en su época de estudiante. «¿Nada más?» Tenía que haber algo que no hubiera visto. Examinó la estantería de un lado a otro, pero no vio nada parecido a lo que buscaba. Volvió a empezar y leyó los títulos de cada uno del centenar aproximado de vídeos. Y entonces, en el estante de abajo, en la esquina más alejada, vio un vídeo sin estuche, caído de lado. El resto de cintas estaban metidas en carátulas con fotos y logos espectaculares, pero aquella no tenía ni etiqueta.
—¿Qué es eso de ahí?
Después de hacer la pregunta, Asakawa se dio cuenta de que había usado un pronombre, «eso», al señalar la cinta. Si no tenía título, ¿de qué otro modo iba a referirse a ella?
El encargado frunció el ceño con expresión preocupada y respondió, sin demasiada sagacidad.
—¿Eh? —Cogió la cinta—. ¿Esto? No es nada.
«Mmm… Me pregunto si este tipo tiene idea de qué hay en la cinta».
—¿La ha visto? ¿Ha visto esa? —preguntó Asakawa.
—Déjeme ver.
El encargado inclinó la cabeza varias veces, como si no pudiera imaginar qué hacía algo así en aquel lugar.
—Si no le importa, ¿puedo alquilar esa cinta?
En lugar de responder, el encargado se dio una palmada en la rodilla.
—Ah, ya me acuerdo. Estaba en uno de los bungalows. Supuse que sería una de las nuestras y la traje aquí, pero…
—¿No la encontraría por casualidad en el B-4, verdad? —preguntó Asakawa lentamente, llevando la conversación a su terreno.
El encargado se rio y negó con la cabeza.
—No tengo ni idea. Hace un par de meses.
Asakawa volvió a preguntar.
—¿Ha… visto usted este vídeo?
El encargado negó con la cabeza. La sonrisa desapareció de su cara.
—No.
—Bueno, déjeme alquilarla.
—¿Va a grabar usted algo de la tele?
—Sí, bueno, yo…
El encargado miró la cinta.
—Le han quitado la lengüeta, ¿ve? No se puede grabar.
Tal vez fuera el alcohol, pero Asakawa se estaba irritando.
«Le digo que me la alquile, idiota. Démela de una vez», se quejó para sí mismo. Pero no importaba lo borracho que estuviera, Asakawa nunca conseguía tratar con dureza a la gente.
—Por favor, se la traigo enseguida.
Hizo una reverencia. El encargado no entendía por qué aquel cliente estaba tan interesado en aquella cinta vieja. Tal vez tenía algo interesante, algo que alguien se había olvidado de borrar… Ahora deseaba haberla visto cuando la encontró. Tuvo la tentación repentina de verla ahora, pero no podía negársela a un cliente que la acababa de pedir. El encargado le dio la cinta. Asakawa se llevó la mano a la cartera, pero el encargado levantó una mano para detenerlo.
—Tranquilo, no la tiene que pagar. No le puedo cobrar por algo así, ¿no?
—Muchas gracias. La devuelvo enseguida.
—Si resulta que es interesante, tráigala, sí, por favor.
Al encargado le había picado la curiosidad. Había visto todos los vídeos de la oficina una vez por lo menos, y la mayoría habían dejado de interesarle. ¿Cómo era que no había visto aquel? «Habría matado el rato. Bueno, pero lo más probable es que solamente tenga grabado un estúpido programa de televisión».
El encargado estaba seguro de que el vídeo regresaría enseguida a la estantería.