Hacía un mes que Shizu no veía a sus padres. Desde la muerte de su nieta Tomoko, estos iban siempre que podían a Tokio desde su casa en Ashikaga, no solamente para consolar a su hija sino también para ser consolados. Shizu no se había dado cuenta hasta hoy. Se le partió el corazón al ver las caras pálidas y angustiadas de sus ancianos padres. Antes tenían tres nietos: Tomoko, la hija de su hija mayor; Kenichi, el hijo de su segunda hija, Kazuko; y Yoko, la hija de Shizu. Un nieto por cada una de sus tres hijas: no era muy habitual. Tomoko había sido su primera nieta y cada vez que la veían se les arrugaba la cara de alegría. Les gustaba mimarla. Ahora estaban tan deprimidos que era imposible decir quién estaba más compungido, los padres o los abuelos.
«Supongo que los nietos significan mucho».
Shizu acababa de cumplir los treinta. Lo único que podía hacer para entender cómo debía de sentirse su hermana era ponerse en su lugar e imaginar cómo se sentiría si perdiera a su hija. Pero la verdad era que no había forma de comparar a su hija Yoko, que solamente tenía un año y medio, con Tomoko, que había muerto a los diecisiete. No podía entender que el amor por su hija crecería con cada año que pasaba.
En algún momento pasadas las tres de la tarde, sus padres empezaron a prepararse para regresar a Ashikaga.
Shizu apenas podía contener la sorpresa. ¿Cómo era posible que su marido, que siempre protestaba y decía que estaba muy ocupado, hubiera sugerido aquella visita a casa de su hermana? El mismo marido que se había saltado el funeral de la pobre chica afirmando que tenía que entregar un artículo. Y ahora era casi hora de cenar y no manifestaba ninguna intención de marcharse. Solamente había visto unas pocas veces a Tomoko y probablemente no había tenido ninguna conversación larga con ella. Seguramente no era el recuerdo de la muerte lo que le impedía marcharse.
Shizu le dio un golpecito a Asakawa en la rodilla y le susurró al oído:
—Cariño, probablemente ya es hora…
—Mira a Yoko. Tiene sueño. Tal vez habría que ver si podemos conseguir que duerma un rato aquí.
Habían traído a su hija con ellos. Normalmente aquella era su hora de irse a dormir. Estaba claro, Yoko había empezado a parpadear como cuando tenía sueño. Pero si la dejaban dormir allí, tendrían que pasar por lo menos dos horas más en la casa. ¿De qué más podían hablar con su afligida hermana y con el marido de esta durante otras dos horas?
—Puede dormir en el tren, ¿no te parece? —dijo Shizu, bajando la voz.
—La última vez que lo intentamos se puso nerviosa y tuvimos un viaje a casa terrible. No, gracias.
Siempre que Yoko tenía sueño en medio de una multitud, se ponía increíblemente nerviosa. Agitaba los bracitos y las piernitas, berreaba con toda la fuerza de sus pulmones y en general les hacía la vida imposible a sus padres. Reñirla solamente empeoraba las cosas: no había más forma de calmarla que intentar ponerla a dormir. En aquellas ocasiones Asakawa era intensamente consciente de las miradas de la gente y también se ponía de mal humor, como si fuera la principal víctima de los berridos de su hija. Las miradas acusadoras del resto de pasajeros siempre le daban la sensación de estarse asfixiando.
Shizu prefería no ver a su marido en aquel estado, con las mejillas temblando de nerviosismo.
—Muy bien, si tú lo dices…
—Genial. A ver si la podemos poner a dormir arriba.
Yoko estaba tumbada en el regazo de su madre, con los ojos medio cerrados.
—Voy a acostarla —dijo Asakawa, acariciando la mejilla de su hija con el dorso de la mano. Las palabras sonaban raras en él, que casi nunca ayudaba con el bebé. Tal vez había cambiado de actitud, ahora que acababa de presenciar la pena de unos padres que habían perdido a una hija.
—¿Qué te ha entrado hoy? Das un poco de miedo.
—No te preocupes. Parece que se va a dormir enseguida. Déjamela a mí.
Shizu le dio la niña.
—Gracias. Solamente es que me gustaría que fueras así todo el tiempo.
Mientras la trasladaban del regazo de su madre al de su padre, Yoko empezó a arrugar la cara, pero antes de tener tiempo para seguir, se quedó dormida. Asakawa subió las escaleras, acunando a su hija. El segundo piso consistía en dos habitaciones estilo japonés y la habitación de estilo occidental donde había vivido Tomoko. Dejó a Yoko en el futón de la habitación de estilo japonés que daba al sur. Ni siquiera tuvo que quedarse con ella mientras se dormía. Ya estaba amodorrada y su respiración era regular.
Asakawa salió sigilosamente de la habitación, escuchó lo que pasaba en el piso de abajo y por fin entró en el dormitorio de Tomoko. Se sintió un poco culpable por invadir la intimidad de una chica muerta. ¿No era aquella la clase de cosa que aborrecía? Pero era por una buena causa: derrotar al mal. No había opción. Pero mientras lo pensaba, odiaba la forma en que siempre estaba dispuesto a hacerse con cualquier razón, por muy engañosa que fuera, para justificar sus acciones. Pero no es que fuera a escribir un artículo sobre el caso, protestó. Solamente estaba intentando averiguar dónde y cuándo habían estado juntos los cuatro. Lo sentía.
Abrió los cajones de la mesa de la chica. Solamente había el surtido habitual de artículos de escritorio, bastante bien ordenados. Tres fotos, una caja de quincalla, cartas, un cuaderno y un kit de costura. ¿Habrían registrado aquello sus padres después de que muriera? No lo parecía. Lo más probable era que la chica hubiera sido ordenada por naturaleza. Confiaba en encontrar un diario: eso le ahorraría mucho tiempo. «Hoy me he juntado con Haruko Tsuji, Takehiko Nomi y Shuichi Iwata y hemos…» Ojalá pudiera encontrar una entrada de diario así. Sacó un cuaderno de su estantería y lo hojeó. Encontró un diario muy de chica al fondo de un cajón, pero solamente había unas pocas anotaciones desganadas, todas ellas de hacía mucho tiempo.
En la estantería situada junto al escritorio no había libros, solamente una caja de cosméticos roja floreada. Abrió el cajón. Un puñado de accesorios baratos. Un montón de pendientes desparejados: parecía que solía perder uno de cada pareja de pendientes que tenía. Un peine de bolsillo con varios cabellos negros todavía enredados.
Al abrir el armario empotrado, se le llenó la nariz del olor a chica adolescente. Estaba abarrotado de vestidos de colores y faldas en perchas. Era obvio que ni su cuñada ni el marido de esta habían decidido qué hacer con aquella ropa, que todavía tenía el olor de su hija. Asakawa no estaba seguro de qué pensarían si lo encontraran allí. El silencio era total. Su mujer y su cuñada todavía debían de estar hablando de algo. Asakawa registró uno por uno los bolsillos de toda la ropa del armario. Pañuelos, resguardos de entradas de cine, envoltorios de chicle, servilletas de papel, la funda del pase del tren. Lo examinó: había un pase para el tramo entre Yamate y Tsurumi, un carnet de estudiante y otro carnet. Había un nombre escrito en el otro carnet: no sé cuántos Nonoyama. No estaba seguro de cómo pronunciar los caracteres: ¿tal vez «Yuki»? Solamente por los caracteres no podía saber si se trataba de un hombre o de una mujer. ¿Por qué llevaba el carnet de otra persona en la funda de su pase? Oyó pasos que subían las escaleras. Se metió el carnet en el bolsillo, volvió a dejar la funda donde la había encontrado y cerró el armario. Salió al pasillo justo cuando su cuñada llegaba a lo alto de las escaleras.
—Lo siento, ¿hay un baño aquí arriba? —Fingió que estaba inquieto.
—Está al final del pasillo —no pareció sospechar nada—. ¿Está durmiendo Yoko como una niña buena?
—Sí, gracias. Siento molestarte.
—Oh, no, no es molestia.
Su cuñada hizo una pequeña reverencia y entró en la habitación de estilo japonés, con la mano en el cinturón del quimono.
En el baño, Asakawa sacó la tarjeta. «Centro Turístico Pacífico. Tarjeta de Socio», decía. Debajo ponía el nombre de Nonoyama, el número de socio y la fecha de expiración. Le dio la vuelta. Cinco condiciones, en letra pequeña, además del nombre de la empresa y la dirección. Centro Turístico Pacífico S.A., Kojimachi 3-5, distrito de Chiyoda, Tokio. Tel. (03) 261-4922. A menos que Tomoko hubiera encontrado aquella tarjeta o la hubiera robado, debía de haberla tomado prestada de aquel tal Nonoyama. ¿Por qué? Para usar los servicios del Centro Pacífico, por supuesto. Pero ¿qué servicios y cuándo?
No podía llamar desde la casa. Dijo que salía a comprar cigarrillos y corrió a una cabina. Marcó el número.
—Centro Turístico Pacífico, ¿en qué puedo ayudarle? —Era la voz de una mujer joven.
—Me gustaría saber qué servicios puedo usar con un carnet de socio.
La voz no respondió de inmediato. Tal vez tenían tantos servicios disponibles al público que no podía hacer una lista de todos.
—O sea… Quiero decir… Por ejemplo, si fuera desde Tokio y pasara una noche —añadió.
Si hubieran ido todos juntos dos o tres noches aquello habría llamado la atención. El hecho de que no hubiera aparecido nada hasta el momento indicaba que probablemente sólo habían ido una noche. Probablemente a Tomoko le resultara fácil mentir a sus padres y pasar una noche fuera de casa diciendo que estaba en casa de una amiga.
—Tenemos una amplia gama de servicios en nuestra Tierra Pacífica de Hakone Sur —dijo, en tono eficiente.
—Concretamente, ¿qué clase de actividades recreativas ofrecen allí?
—Tenemos instalaciones de golf, tenis y terrenos de caza y pesca, señor. Además de piscina.
—¿Y también tienen alojamientos?
—Sí, señor. Además de un hotel, Tierra Pacífica tiene la comunidad de bungalows de alquiler Ciudad de los Chalets. ¿Quiere que le envíe nuestro folleto?
—Sí, por favor —fingió ser un cliente potencial, confiando que así podría sacar más información de ella—. ¿El hotel y los bungalows están abiertos al público en general?
—Sí, señor, a precios de no socios.
—Ya veo. ¿Puede darme el número de teléfono? Tal vez me acerque a echar un vistazo.
—Puedo hacerle una reserva ahora mismo, si lo desea…
—No, yo, eh, tal vez me acerque por allí en coche y me dé por echar un vistazo… ¿Puede darme el número de teléfono?
—Un momento, por favor.
Mientras esperaba, Asakawa sacó una libreta y un bolígrafo.
—¿Está listo?
La mujer regresó y dictó dos números de teléfono de once dígitos. Los códigos de zona eran largos, como pasa en las áreas rurales. Asakawa los apuntó.
—Tenemos instalaciones similares en el lago Hamana y en Hamajima, en la prefectura de Mié.
Demasiado lejos. A unos estudiantes no les llegaría el dinero.
Luego la mujer empezó a recitar todas las fabulosas ventajas de hacerse socio del Club Turístico Pacífico. Asakawa escuchó un momento por cortesía antes de cortarla.
—Muy bien. Estoy seguro de que el resto lo veré en el folleto. Le doy mi dirección para que me lo envíe.
Le dio su dirección y colgó. Escuchar su discurso corporativo ya estaba empezando a disuadirle de hacerse socio, aun en el caso de que se lo hubiera podido permitir.
Hacía más de una hora que Yoko se había ido a dormir y los padres de Shizu ya habían regresado a Ashikaga. Shizu estaba en la cocina fregando los platos para su hermana, que todavía era propensa a derrumbarse por cualquier cosa.
Asakawa la ayudó con brío a llevar los platos a la sala de estar.
—¿Qué te pasa hoy? Haces cosas raras —dijo Shizu, sin dejar de fregar los platos—. Has puesto a dormir a Yoko y estás ayudando en la cocina. ¿Estás cambiando de actitud? Espero que sea en firme.
Asakawa estaba enfrascado en sus pensamientos y no quería que lo molestaran. Deseaba que su mujer hiciera honor a su nombre, que quería decir «silenciosa». La mejor manera de cerrarle la boca a una mujer era no responderle.
—Ah, por cierto, ¿le has puesto un pañal antes de meterla en la cama? No queremos que ensucie las sábanas de una casa ajena.
Asakawa no mostró ningún interés. Se limitó a mirar las paredes de la cocina. Allí era donde había muerto Tomoko. Cuando la encontraron tenía cristales rotos y un charco de Coca-Cola alrededor. El virus debía de haberla atacado mientras se estaba bebiendo un vaso de Coca-Cola de la nevera. Asakawa abrió la nevera, imitando los movimientos de Tomoko. Se imaginó que tenía un vaso en la mano y fingió que bebía.
—¿Qué demonios estás haciendo? —Shizu lo estaba mirando, boquiabierta. Asakawa continuó a lo suyo: siguió fingiendo que bebía y miró detrás de su espalda. Cuando se giró, se encontró delante una puerta de cristal que separaba la cocina de la sala de estar. La puerta reflejaba la luz fluorescente de encima del fregadero. Tal vez porque todavía era de día y la sala de estar estaba bañada de luz, solamente reflejaba la luz fluorescente y no las expresiones de la gente que había en la cocina. Si el otro lado del cristal estuviera a oscuras, y dentro de la cocina hubiera luz, tal como debió de pasar aquella noche mientras Tomoko estaba aquí… Aquella puerta de cristal sería un espejo y reflejaría lo que estaba pasando en la cocina. Reflejaría la cara de Tomoko, crispada en una mueca de terror. Asakawa casi pensaba ya en el cristal como en un testigo presencial de todo lo sucedido. El cristal podía ser transparente o reflectante, dependiendo del juego de luz y oscuridad. Asakawa estaba acercando la cara al cristal, como si este lo atrajera, cuando su mujer le dio un golpecito en la espalda. En aquel preciso momento oyeron llorar a Yoko en el piso de arriba. Se había despertado.
—Yoko se ha despertado.
Shizu se secó las manos con un trapo. Su hija no solía llorar tan fuerte cuando se despertaba. Shizu subió a toda prisa al piso de arriba.
Mientras estaba saliendo de la cocina, entró Yoshimi. Asakawa le dio el carnet que había encontrado.
—Esto estaba debajo del piano —dijo en tono despreocupado, y esperó la reacción de ella.
Yoshimi cogió el carnet y le dio la vuelta.
—Qué raro. ¿Qué hacía esto aquí? —Inclinó la cabeza, perpleja.
—¿No te parece que alguna amiga se lo podría haber prestado a Tomoko?
—Nunca he oído hablar de esta persona. No creo que tuviera ninguna amiga que se llamara así —Yoshimi miró a Asakawa con preocupación exagerada—. Mierda. Esto parece importante. Te lo juro, esa chica…
Se le quebró la voz. Hasta el detalle más insignificante podía poner en marcha las ruedas de la pena. Asakawa vaciló, pero finalmente le preguntó:
—¿Fue alguna vez Tomoko… con sus amigos a pasar las vacaciones de verano en este lugar?
Yoshimi negó con la cabeza. Confiaba en su hija. Tomoko no era de esas chicas que mentían cuando decían que se quedaban a pasar la noche en casa de una amiga. Además, había estado estudiando para los exámenes. Asakawa entendía cómo se sentía Yoshimi. Decidió no hacer más preguntas sobre Tomoko. Ninguna alumna de instituto con exámenes en ciernes les contaría a sus padres que iba a alquilar un bungalow con su novio. Mentiría y diría que iba a estudiar a casa de una amiga. Sus padres no se enterarían nunca.
—Encontraré al propietario y se lo devolveré.
Yoshimi inclinó la cabeza en silencio, luego su marido la llamó desde la sala de estar y ella salió apresuradamente de la cocina. El padre compungido estaba sentado delante del altar budista recién instalado, hablando con la fotografía de su hija. Su voz era asombrosamente jovial y Asakawa se deprimió. Era obvio que estaba negando la realidad. Asakawa solamente podía rezar porque el hombre saliera adelante.
Asakawa había descubierto una sola cosa. Si aquel o aquella Nonoyama había prestado realmente su carnet de socio a Tomoko, al enterarse de su muerte se habría puesto en contacto con los padres de ella. Pero la madre de Tomoko no sabía nada del carnet. Aunque el carnet correspondiera al miembro de una familia de socios, la tarifa era lo bastante cara como para que Nonoyama no se conformara con dar su carnet por perdido. Así pues, ¿qué significaba aquello? Esto es lo que se imaginó Asakawa: que Nonoyama le había prestado la tarjeta a alguno de los otros tres: a Iwata, a Tsuji o a Nomi. Por alguna razón había llegado a manos de Tomoko y así habían acabado las cosas. Nonoyama se habría puesto en contactó con los padres de la persona a quien se lo hubiera prestado. Los padres habrían registrado las pertenencias de su hijo o su hija. No habrían encontrado el carnet. Porque el carnet estaba aquí. Si Asakawa se ponía en contacto con las familias de las otras tres víctimas, podría averiguar la dirección de Nonoyama. Tenía que llamar de inmediato, aquella misma noche. Si no podía encontrar una pista por ese camino, no era probable que el carnet le proporcionara un medio para descubrir cuándo y dónde habían estado los cuatro juntos. En todo caso, quería verse con Nonoyama y escuchar lo que él o ella tuviera que decir. Si no le quedaba otro remedio, siempre podía encontrar alguna forma de averiguar la dirección de Nonoyama gracias a su carnet de socio. Lo más probable era que preguntar directamente al Club Pacífico no le sirviera de nada, pero estaba seguro de que a sus contactos del periódico se les ocurriría alguna solución.
Alguien lo llamaba. Una voz lejana.
—Cariño… Cariño…
Era la voz nerviosa de su mujer mezclada con el llanto del bebé.
—Cariño, ¿puedes venir un momento?
Asakawa regresó a la realidad. De pronto no estaba seguro de qué había estado pensando todo ese tiempo. Su hija estaba llorando de una forma extraña. La impresión se acentuó mientras subía por las escaleras.
Asakawa salió de sus reflexiones olvidando todo lo que había estado pensando. De pronto se dio cuenta de que el ruido del llanto de su hija no era usual. Subió a toda prisa las escaleras temiendo que hubiera algún problema.
—¿Qué pasa? —le preguntó a su mujer en tono acusador.
—Algo le pasa a Yoko. Creo que le ha pasado algo. La forma en que está llorando no suena igual que siempre. ¿Crees que está enferma?
Asakawa le puso la mano en la frente a Yoko. No tenía fiebre. Pero le temblaban las manitas. El temblor se le extendió a todo el cuerpo y empezó a tener convulsiones ocasionales en la espalda. La cara completamente roja y los ojos fuertemente cerrados.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Es porque se ha despertado y no había nadie con ella.
A menudo la niña lloraba cuando se despertaba y no estaba su madre. Pero siempre se tranquilizaba cuando su madre acudía con ella y la cogía. Cuando los niños lloraban era porque intentaban pedir algo, pero ¿qué…? La niña intentaba decirles algo. No era que se estuviera portando mal. Tenía las manitas fuertemente cerradas delante de la cara… en gesto de pavor. Eso era todo. La niña estaba llorando de miedo. Yoko miró a otra parte y luego abrió un poco los puños: parecía que intentaba señalar algo. Asakawa miró en aquella dirección. Había una columna. Levantó la vista. A unos treinta centímetros del techo colgaba una máscara del tamaño de un puño, la máscara de una hannya: un demonio femenino. ¿Tenía la niña miedo de la máscara?
—Eh, mira —dijo Asakawa, señalando con la barbilla.
Miraron simultáneamente la máscara y volvieron la cabeza lentamente para mirarse entre ellos.
—No puede ser… ¿la ha asustado el demonio?
Asakawa se puso de pie. Bajó la máscara del demonio de la viga donde estaba colgada y la dejó boca abajo en el tocador. Donde Yoko no podía verla. De pronto la niña dejó de llorar.
—¿Qué te pasa, Yoko? ¿Te ha asustado ese demonio malo?
Ahora que lo entendía, Shizu parecía aliviada, y frotó felizmente su mejilla contra la de la niña. Asakawa no se quedó satisfecho tan fácilmente. Por alguna razón ya no quería estar en aquella habitación.
—Eh. Vamos a casa —apremió a su mujer.
Aquella tarde, tan pronto como llegaron a casa de regreso de casa de los Oishi, Asakawa llamó a los Tsuji, a los Nomi y a los Iwata, en ese orden. A todas las familias les preguntó si alguno de los conocidos de sus hijos se había puesto en contacto con ellos acerca del carnet de socio de un club turístico. La última persona con la que habló, la madre de Iwata, le dio una respuesta larga e intrincada:
—Llamó alguien que dijo que iba al colegio de mi hijo, un chico mayor que él, diciendo que le había prestado a mi hijo el carnet de socio de su club turístico y que si se lo podíamos devolver… Pero registré la habitación de mi hijo hasta el último rincón y no lo pude encontrar por ninguna parte. Desde entonces es una cosa que me tiene preocupada.
Asakawa pidió de inmediato el número de Nonoyama y lo llamó sin demora.
Nonoyama se había encontrado con Iwata en Shibuya el último domingo de agosto y le había prestado su carnet, tal como Asakawa había sospechado. Iwata le había dicho que quería ir con una chica de un instituto a la que estaba intentando ligarse. «Ya casi se han terminado las vacaciones de verano, ya sabes. Quiero disfrutarlas de verdad mientras duren porque si no no podré ponerme a estudiar en serio para los exámenes».
Nonoyama se rio al oír aquello. «Idiota, se supone que los alumnos de colegio secundario no tienen que hacer vacaciones de verano».
El último domingo de agosto había sido el 26: si se hubieran ido a pasar la noche a algún sitio, tendría que haber sido el 27, el 28, el 29 o el 30. Asakawa no sabía cómo funcionaban los colegios privados de secundaria, pero por lo menos en los institutos femeninos, el semestre de otoño empezaba el primero de septiembre.
Tal vez porque estaba cansada de pasar tanto tiempo en un lugar desconocido, Yoko se quedó dormida enseguida al lado de su madre. Cuando Asakawa acercó el oído a la puerta del dormitorio, las oyó a las dos profundamente dormidas y respirando con regularidad. Las nueve de la noche… Era la hora en que Asakawa se relajaba. Hasta que no se dormían su mujer y su hija, en aquel apartamento diminuto no había sitio para que se sentara a trabajar.
Asakawa sacó una cerveza de la nevera y se la sirvió en un vaso. Aquella noche tenía un sabor especial. Encontrar aquel carnet había sido un avance importante. Había bastantes probabilidades de que entre el 27 y el 30 de agosto, Shuichi Iwata y los otros tres hubieran pasado una noche en algún alojamiento perteneciente al Club Pacífico. El sitio más probable era la Ciudad de los Chalets de la Tierra Pacífica de Hakone Sur. Hakone Sur era la única propiedad del Club Pacífico que estaba lo bastante cerca como para ser un destino viable, y no se podía imaginar que un grupo de estudiantes pobres saliera y se quedara en un hotel. Probablemente habían usado el carnet de socio para alquilar uno de los bungalows a bajo precio. A los socios les costaba solamente cinco mil yenes la noche, lo cual significaba un poco más de mil por cabeza.
Tenía a mano el número de teléfono de la Ciudad de los Chalets. Dejó sus notas en la mesa. Lo más rápido sería llamar a recepción y preguntar si se había alojado allí un grupo de cuatro personas bajo el nombre de Nonoyama. Pero nunca se lo dirían por teléfono. Como es natural, cualquiera que hubiera ascendido dentro de la empresa hasta el puesto de encargado de los bungalows de alquiler estaría lo bastante entrenado como para saber que tenía el deber de proteger la privacidad de los clientes. Aunque revelara su cargo como reportero de uno de los principales periódicos y declarara con claridad sus razones para la investigación, el encargado nunca se lo diría por teléfono. Asakawa consideró la posibilidad de ponerse en contacto con la oficina local del periódico y conseguir que usaran un abogado con el que tuvieran contactos para ver el registro de clientes. La única gente a la que el encargado estaba obligado a enseñar el registro eran la policía y los abogados. Asakawa podía intentar hacerse pasar por uno u otro, pero probablemente lo descubrirían de inmediato, y aquello comportaría problemas para el periódico. Era más seguro y eficaz usar los canales disponibles.
Pero eso requeriría por lo menos tres o cuatro días, y odiaba esperar tanto tiempo. Quería saberlo ahora. Estaba tan fascinado por el caso que no podía soportar esperar tres días. ¿En qué demonios iba a acabar todo aquello? Si era cierto que los cuatro jóvenes habían pasado una noche de finales de agosto en la Ciudad de los Chalets de la Tierra Pacífica de Hakone Sur, y si era cierto que aquella pista le permitiría resolver el enigma de sus muertes… ¿de qué podía tratarse al fin y al cabo? «Virus, virus». Se daba perfecta cuenta de que la única razón por la que lo consideraba un virus era para evitar que lo abrumara la idea de que detrás de todo se escondía alguna cosa misteriosa. Tenía sentido —hasta cierto punto— armarse con el poder de la ciencia para afrontar el poder de lo sobrenatural. No iba a conseguir nada si combatía algo que no entendía con palabras que no entendía. Tenía que traducir aquello que no entendía a palabras que sí entendiera.
Asakawa recordó el llanto de Yoko. ¿Por qué se había asustado tanto la niña al ver la máscara del demonio aquella tarde? De camino a casa en el tren, le había preguntado a su mujer:
—Oye, ¿le has estado enseñando a Yoko lo que son los demonios?
—¿Qué?
—Ya sabes, con libros ilustrados o algo así. ¿Le has estado enseñando a tener miedo de los demonios?
—Ni hablar. ¿Por qué iba a hacerlo?
La conversación terminó ahí. Shizu no volvió a pensar en ello, pero a Asakawa le preocupaba. Aquella clase de miedo solamente existía a un nivel profundo y espiritual. No era lo mismo que tener miedo de algo porque te habían enseñado a tenerlo. Desde que había descendido de los árboles, el hombre había vivido con miedo a alguna cosa. El trueno, los tifones, las bestias salvajes, las erupciones volcánicas, la oscuridad… La primera vez que un niño experimenta el trueno y las centellas, siente un miedo instintivo. Eso era comprensible. Para empezar, el trueno es real. Existe de verdad. Pero ¿y los demonios? El diccionario decía que los demonios eran monstruos imaginarios o bien espíritus de gente muerta. Si Yoko había tenido miedo del demonio porque su aspecto daba miedo, entonces también debería tener miedo de las maquetas de Godzilla: después de todo, también las fabricaban para que dieran miedo. Yoko había visto una en el escaparate de unos grandes almacenes: una réplica muy bien hecha de Godzilla. En lugar de asustarse, la había mirado fijamente, con los ojos brillantes de curiosidad. ¿Cómo se explicaba aquello? Lo único que sabía a ciencia cierta era que Godzilla, no importaba cómo lo mirara uno, era un monstruo imaginario. «¿Qué pasaba entonces con los demonios…? ¿Es que solamente existen en Japón? No, hay otras culturas que también los tienen. Diablos…» La segunda cerveza no sabía tan buena como la primera. «¿Hay algo más que asusta a Yoko? Sí, eso tiene que ser. La oscuridad. La oscuridad le da un miedo terrible. Nunca jamás entra sola en una habitación a oscuras. Yoko, hija del sol». Pero la oscuridad también existía, era el polo opuesto de la luz. En aquel mismo instante, Yoko estaba dormida en brazos de su madre, en una habitación a oscuras.