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Oguri, su jefe, frunció el ceño mientras escuchaba las noticias de Asakawa. De repente recordó cómo había sido Asakawa dos años antes. Absorto ante su ordenador noche y día, como si estuviera poseído, había estado trabajando en una biografía del gurú Shoko Kageyama, usando toda su investigación y aún más. En aquella época a Asakawa le había pasado algo raro. Tan obsesionado estaba que Oguri incluso intentó que fuera a ver a un psiquiatra.

Parte del problema era que había ocurrido justo en aquel momento. Dos años antes toda la industria editorial había sido presa de un boom del ocultismo sin precedentes. Las oficinas de los periódicos se habían visto inundadas de fotos de «fantasmas». No hubo editor que no padeciera un diluvio de relatos y fotos de experiencias sobrenaturales, todas y cada una de ellas falsas. Oguri se había preguntado dónde iría a parar todo. Hasta entonces creía conocer bastante bien cómo funcionaba el mundo, pero era sencillamente incapaz de encontrar una explicación convincente para aquella clase de cosas. Era totalmente absurdo, la cantidad de «colaboradores» que habían salido de debajo de las piedras. No era ninguna exageración decir que la oficina quedaba colapsada a diario por la cantidad de correo. Y todos los paquetes hablaban de algún modo sobre lo oculto. Y el objetivo de aquel diluvio no era solamente la compañía de El Heraldo: toda editorial digna de ese nombre había sido víctima del mismo fenómeno incomprensible. Mientras suspiraban por el tiempo que perdían, hicieron un repaso somero de las historias. La mayor parte de envíos eran, como era de esperar, anónimos, pero se pudo establecer que no había nadie que mandara múltiples manuscritos bajo distintos nombres. Un cálculo aproximado implicaba que cerca de diez millones de individuos había enviado cartas a una editora u otra. ¡Diez millones de personas! La cifra era asombrosa. Las historias en sí no eran tan preocupantes como el hecho de que hubiera tantas. De hecho, uno de cada diez habitantes del país había mandado algo. Sin embargo, ninguna persona del sector, ni sus amigos ni familiares, se contaba entre ellos. ¿Qué estaba pasando? ¿De dónde venían las montañas de correo? En las redacciones de todo el país la gente se devanaba los sesos. Y entonces, antes de que alguien encontrara la respuesta, la tempestad empezó a remitir. El extraño fenómeno duró unos seis meses y luego, como si hubiera sido un sueño, las redacciones volvieron a la normalidad y dejaron de recibir envíos de aquel tipo.

Oguri había tenido que decidir cómo reaccionaba ante aquello el suplemento semanal de uno de los principales periódicos. La conclusión a la que llegó fue que debía ignorarlo escrupulosamente. Oguri tenía fuertes sospechas de que la chispa que había comenzado todo provenía de un tipo de revistas a las que habitualmente se refería como «amarillas». Al publicar las narraciones y las fotos que mandaban los lectores, habían avivado el interés del público por aquel tipo de fenómenos y habían creado una situación espantosa. Oguri sabía, por supuesto, que aquello no lo podía explicar todo. Pero tenía que tratar el tema con alguna lógica.

Finalmente el personal de la redacción, de Oguri hacia abajo, se dedicaron a arrojar directamente todo aquel correo, sin abrir, al incinerador. Y se enfrentaron al mundo igual que antes, como si nada anormal hubiera ocurrido. Mantuvieron una política estricta de no publicar nada sobre ocultismo y de ignorar todas las fuentes anónimas. Fuera aquello la solución o no, el aluvión de envíos sin precedentes empezó a decaer. Y en aquel preciso momento, Asakawa empezó estúpida e inconscientemente a echar gasolina sobre las moribundas llamas.

Oguri miró a Asakawa con expresión adusta. ¿Iba a cometer el mismo error dos veces?

—A ver, escúcheme —cuando Oguri no sabía qué decir siempre empezaba así: «A ver, escúcheme».

—Sé lo que está usted pensando.

—A ver, no digo que no sea interesante. No sabemos qué podemos encontrar. Pero, mire, si lo que encontramos se parece mínimamente a lo de la otra vez, no me va a gustar demasiado.

«La otra vez». Oguri seguía convencido de que el boom del ocultismo de hacía dos años había sido prefabricado. Odiaba el ocultismo por todo lo que le había hecho pasar, y su prejuicio seguía vivo y coleando dos años después.

—No estoy diciendo que haya nada místico en esta historia. Lo único que digo es que no puede haber sido una coincidencia.

—Una coincidencia. Mmm… —Oguri se llevó una mano a la oreja para oír mejor e intentó volver a recomponer la historia.

La sobrina política de Asakawa, Tomoko Oishi, había muerto en su casa en Honmoku alrededor de las once de la noche del 5 de septiembre. La causa de la muerte había sido «fallo cardíaco repentino». Era una estudiante de último curso de secundaria, solo tenía diecisiete años. El mismo día, a la misma hora, un estudiante de colegio privado de diecinueve años que iba en moto había muerto, también de un infarto, mientras esperaba en un semáforo delante de la estación de Shinagawa.

—A mí me parece sobre todo una coincidencia. Escuchó usted lo del accidente de boca del taxista y se acordó de su sobrina. No es más que eso, ¿no?

—Al contrario —dijo Asakawa, e hizo una pausa efectista. Luego siguió—. El chico de la moto, cuando murió, estaba luchando por quitarse el casco.

—¿Y bien?

—Tomoko también. Cuando encontraron su cuerpo, parecía haberse estado tirando de la cabeza. Tenía los dedos firmemente enredados en el pelo.

Asakawa había visto varias veces a Tomoko. Como toda adolescente, prestaba mucha atención a su pelo, se lo lavaba a diario y esas cosas. ¿Por qué se iba a arrancar el pelo una chica así? Desconocía la naturaleza de lo que fuera que la había hecho actuar de aquel modo, pero cada vez que Asakawa la imaginaba tirándose desesperadamente del pelo, pensaba en algún tipo de cosa invisible digna del horror indescriptible que la chica debió de haber sentido.

—No sé… Vamos a ver. ¿Está seguro de que no aborda el tema con ideas preconcebidas? Si uno coge dos incidentes cualesquiera y se fija lo suficiente, siempre encontrará cosas en común. Dices que los dos murieron de un ataque al corazón. Debían de estar sufriendo mucho. Ella se tira del pelo, él lucha por quitarse el casco… De hecho, a mí me parece bastante normal.

Si bien debía reconocer que era posible lo que Oguri decía, Asakawa negó con la cabeza. No se iba a dejar vencer tan fácilmente.

—Pero en ese caso les habría dolido el pecho. ¿Por qué iban a agarrarse la cabeza?

—Vamos a ver. ¿Ha tenido usted algún ataque al corazón?

—Pues… no.

—¿Y le ha preguntado a algún médico sobre eso?

—¿Sobre qué?

—Sobre si una persona que sufre un ataque al corazón se agarra la cabeza o no.

Asakawa se calló. Se lo había preguntado, en efecto, a un médico. El médico había contestado: «No puedo descartarlo». Era una respuesta endeble. «Al fin y al cabo, a veces ocurre lo contrario. A veces, cuando una persona tiene una hemorragia cerebral o sangra su membrana cerebral, sienten un malestar estomacal al tiempo que un dolor de cabeza».

—Así que depende del individuo. Ante un problema difícil de matemáticas algunas personas se rascan la cabeza, otras fuman. Otras incluso se rascan la barriga —Oguri se revolvió en su silla mientras decía esto—. El caso es que no podemos decir nada a estas alturas, ¿no? No tenemos sitio para este tema. Ya sabe, por lo que pasó hace dos años. No queremos ni tocar ese tipo de asuntos, al menos no a la ligera. Si nos sintiéramos cómodos especulando en nuestras páginas sí que podríamos hacerlo, por supuesto.

Quizá. Quizá era como decía su jefe, nada más que una extraña coincidencia. Pero aun así… al final el médico había sacudido la cabeza. Él había insistido: ¿las víctimas de ataques al corazón se arrancan realmente el pelo? Y el médico había torcido el gesto y dejado escapar un «Mmm…» Su cara lo decía todo: ninguno de los pacientes que él había visto lo había hecho.

—Claro, le entiendo, señor.

De momento no había nada que hacer más que retirarse humildemente. Si no descubría una relación más objetiva entre los dos incidentes iba a ser muy difícil persuadir a su jefe. Asakawa se prometió a sí mismo que si no podía obtener ninguna otra información, se callaría y lo dejaría estar.