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La temprana luz de la mañana de otoño se reflejaba en la superficie verde del foso interior del Palacio Imperial. El agobiante calor de septiembre empezaba por fin a disiparse. Kazuyuki Asakawa estaba a medio camino del andén del metro, pero de pronto cambió de opinión: quería contemplar más de cerca el agua que había estado mirando desde el noveno piso. Parecía que el aire viciado de la redacción se había filtrado hasta los sótanos igual que los posos caen hasta el fondo de la botella: quería respirar aire fresco. Subió las escaleras hasta salir a la calle. Con el verde de los terrenos del palacio delante, los humos procedentes de la confluencia de la autopista número 5 y la ronda de circunvalación no parecían tan tóxicos. El cielo cada vez más claro brillaba en medio del frío de la mañana.

Asakawa estaba físicamente cansado por haber pasado la noche en blanco, pero no se sentía particularmente soñoliento. El hecho de haber terminado el artículo le estimulaba y mantenía sus neuronas activas. Hacía dos semanas que no se tomaba un día libre y pensaba pasarse el día de hoy y el de mañana en casa, descansando. Sencillamente, se lo pensaba tomar con toda la calma del mundo. Siguiendo órdenes del director.

Vio un taxi libre que venía desde Kudanshita y levantó automáticamente la mano. Hacía dos días que se le había caducado el abono de la línea de metro entre Takebashi y Shinbaba y aún no había comprado uno nuevo. Costaba cuatrocientos yenes llegar en metro a su apartamento de Kita Shinagawa, mientras que en taxi eran casi dos mil. Odiaba tirar más de mil quinientos yenes, pero cuando pensó en los tres transbordos que tendría que hacer en el metro, y en que acababa de cobrar, decidió que por una vez podía derrochar.

La decisión de Asakawa de coger un taxi aquel día y en aquel momento no fue más que un capricho, el resultado de una serie de impulsos inocuos. No había salido del metro para coger un taxi. Le había seducido el aire fresco justo cuando pasaba un taxi con la luz roja de libre encendida, y en aquel momento la idea de comprar un billete de metro y hacer tres transbordos le parecía más trabajosa de lo que podría soportar. De haber cogido el metro a casa, sin embargo, es casi seguro que no se habría establecido ninguna conexión entre ciertos dos incidentes. Por supuesto, las historias siempre empiezan con esta clase de coincidencias.

El taxi paró dubitativo frente al antiguo edificio auxiliar del palacio. El conductor era un hombre pequeño, de unos cuarenta años, y parecía que él también había pasado la noche en blanco, de tan enrojecidos que tenía los ojos. Había una foto de carnet en el cuadro de mandos con el nombre del taxista, Mikio Kimura, al lado.

—Kita Shinagawa, por favor.

Al oír el destino, Kimura estuvo tentado de hacer un pequeño baile. Kita Shinagawa estaba justo pasado el garaje de su compañía en Higashi Gotanda, y como era el final de su turno, pensaba ir en aquella dirección de todos modos. Momentos como aquel, en que acertaba un pronóstico y las cosas iban como él quería, le recordaban que le gustaba conducir su taxi. De repente le entraron ganas de hablar.

—¿Está cubriendo una historia?

Asakawa estaba mirando por la ventana y dejando que su mente divagara, con los ojos rojos de cansancio, cuando el conductor le hizo aquella pregunta.

—¿Eh? —contestó, repentinamente alerta, preguntándose cómo sabía el taxista su profesión.

—Es usted periodista, ¿verdad?, de un periódico.

—Sí. Del suplemento semanal, de hecho. Pero ¿cómo lo ha sabido?

Kimura llevaba casi veinte años conduciendo un taxi y podía adivinar la profesión de un cliente prácticamente por el lugar donde lo recogía, la ropa que llevaba y su forma de hablar. Si la persona tenía un trabajo atractivo y estaba orgulloso del mismo, siempre estaba dispuesto a hablar de ello.

—Debe de ser duro tener que ir a trabajar tan pronto por la mañana.

—No, justo al contrario, me voy a casa a dormir.

—Pues mire, estamos igual.

Por lo general Asakawa no estaba muy orgulloso de su trabajo. Pero aquella mañana sentía la misma satisfacción que la primera vez que vio impreso un artículo suyo. Finalmente había logrado terminar una serie de reportajes en los que había estado trabajando y que habían tenido un impacto considerable.

—¿Es interesante su trabajo?

—Sí, imagino que sí —dijo Asakawa, no muy convencido.

Algunas veces era interesante y otras no, pero en aquel momento no se sentía con ánimos de explicarlo en detalle. Todavía no había olvidado su terrible fracaso de hacía dos años. Aún recordaba claramente el título del artículo en el que había estado trabajando: «Los nuevos dioses de la modernidad».

Todavía se acordaba de la triste estampa que había ofrecido cuando fue temblando a ver al director para decirle que no podía seguir como reportero.

El taxi quedó en silencio un rato. Tomaron la curva justo a la izquierda de la Torre de Tokio a bastante velocidad.

—Perdone —dijo Kimura—. ¿Cojo la carretera del canal o voy por la uno de Keihin?

Era mejor tomar una ruta u otra dependiendo de a qué parte de Kita Shinagawa estuvieran yendo.

—Coja la autopista. Déjeme antes de llegar a Shinbaba.

Un taxista se puede relajar una vez sabe exactamente a dónde va el pasajero. Kimura giró a la derecha en Fuda-no-tsuji.

Ahora estaban llegando a aquel lugar, el que Kimura no se había podido sacar de la cabeza en el último mes. A diferencia de Asakawa, a quien le obsesionaba su fracaso, Kimura podía recordar el accidente con bastante objetividad. Al fin y al cabo, no había sido culpa suya, así que no había tenido que hacer ningún examen de conciencia. Había sido por completo culpa del tipo, y nada que hubiera podido hacer Kimura lo habría podido evitar. Había superado totalmente el terror que sintió al principio. Un mes… ¿era un mes mucho tiempo? Asakawa aún vivía marcado por el terror que había sentido hacía dos años.

Aun así, Kimura era incapaz de explicar por qué cada vez que pasaba por aquel lugar sentía la necesidad de contarle a la gente lo ocurrido. Si Kimura miraba el retrovisor y veía que el cliente estaba durmiendo, lo dejaba, pero si no, le contaba a todo pasajero, sin excepción, lo sucedido. Cada vez que pasaba por allí le dominaban las ganas de hablar del tema.

—Hace un mes que me pasó justo aquí una cosa extrañísima…

Como si hubiera estado esperando que Kimura comenzara su relato, el semáforo pasó de ámbar a rojo.

—Ya sabe, en este mundo pasan muchas cosas raras.

Kimura intentó captar el interés de su pasajero lanzando aquella clase de insinuaciones sobre el tipo de historia que quería contar. Asakawa casi se había quedado dormido, pero de pronto levantó la cabeza y miró a su alrededor, inquieto. La voz de Kimura lo había despertado bruscamente y ahora intentaba averiguar dónde estaban.

—¿Han aumentado los casos de muerte súbita últimamente? Entre los jóvenes, quiero decir.

—¿Qué?

La frase resonaba en los oídos de Asakawa. Muerte súbita… Kimura continuó.

—Bueno, es solo que… creo que fue hace un mes, aproximadamente. Yo estaba justo ahí, en mi taxi, esperando el semáforo, y de repente una moto va y se cae sobre el coche. No era que estuviera en movimiento y derrapara. Estaba parada, de pie, y de repente, ¡zas! ¿Y qué cree que pasó después? Ah, el conductor era un estudiante de colegio privado, diecinueve años. Se murió, el imbécil. Me dio un susto de muerte. Así que llegó una ambulancia, y la policía, y además se dio contra mi taxi, ¿sabe? Todo un espectáculo, ya le digo.

Asakawa escuchaba en silencio, pero como periodista con diez años de experiencia había desarrollado un instinto para aquella clase de cosas. Con una rapidez de reflejos intuitiva, tomó nota del nombre del taxista y de la compañía.

—El modo en que murió también fue bastante extraño. Intentó desesperadamente sacarse el casco. Quiero decir que se lo intentó arrancar. Estaba tirado en el suelo y retorciéndose.

Fui a llamar a una ambulancia y cuando volví ya estaba tieso.

—¿Dónde dice que ocurrió eso? —Asakawa se había despertado del todo.

—Justo ahí, ¿lo ve?

Kimura señaló el paso de cebra frente a la estación. La estación Shinagawa estaba en la zona de Takanawa, en el distrito de Minato. Asakawa grabó a fuego aquel dato en su memoria. Los accidentes sucedidos en aquella zona entraban en la jurisdicción de la comisaría de Takanawa. Identificó mentalmente los contactos que le podían abrir las puertas de aquella comisaría. Aquellos momentos eran los que hacían agradable trabajar para un periódico importante: tenía contactos en todas partes y a veces su capacidad de reunir información era mayor que la de la propia policía.

—¿Así que lo llamaron muerte súbita?

No estaba seguro de que fuera un término médico. Ahora preguntaba con urgencia, sin saber por qué aquel accidente le llamaba tanto la atención.

—Es absurdo, ¿verdad? Mi taxi estaba totalmente parado. El tipo cogió y se cayó sobre el coche. Lo hizo todo él. Pero yo tuve que rellenar un parte de accidente y estuvo a punto de que apareciera en mi historial con la aseguradora. Ya le digo, fue un desastre total, y pasó de repente.

—¿Se acuerda exactamente del día y la hora en que ocurrió todo eso?

—Je, je, ¿huele una historia? Déjeme ver, septiembre, debió de ser el cuatro o el cinco. Y la hora rondaba las once de la noche, creo.

Tan pronto como dijo aquello, Kimura tuvo un fogonazo. La pesadez del aire, el aceite negro como la noche cerrada que derramaba la moto caída. El aceite parecía un ser vivo mientras reptaba hacia la alcantarilla. Las luces de los coches se reflejaban en su superficie, que iba formando gotas viscosas y se escurría sin hacer ruido en la alcantarilla. En aquel momento sintió que le fallaba el aparato sensorial. Y luego el rostro atónito del hombre muerto, la cabeza apoyada sobre el casco. ¿Qué había sido tan sorprendente?

El semáforo se puso verde. Kimura aceleró. Del asiento trasero venía el sonido de un bolígrafo escribiendo. Asakawa estaba tomando notas. A Kimura le entraron náuseas. ¿Por qué lo recordaba tan vivamente? Tragó la amarga bilis que se le había acumulado y trató de luchar contra la náusea.

—¿Y cuál ha dicho que fue la causa de la muerte? —preguntó Asakawa.

—Un ataque al corazón.

¿Un ataque al corazón? ¿Fue ese realmente el dictamen del forense? Creía que ya no usaban ese término.

—Tendré que confirmar eso, y también la fecha y la hora —murmuró Asakawa mientras seguía tomando notas—. Es decir, ¿no había ninguna herida externa en ningún sitio?

—Eso es, ninguna en absoluto. Fue solamente el shock. Pero… bueno, creo que debería haber sido yo el que tuvo un shock, ¿no?

—¿Qué?

—Bueno, quiero decir… El muerto tenía una cara de susto terrible.

Asakawa sintió que su mente cerraba una conexión. Al mismo tiempo, una voz interior rechazaba que hubiera ninguna relación entre los dos incidentes. Una simple coincidencia, eso era todo.

Apareció delante de él la estación de Shinbaba, de la línea de ferrocarril ligero Keihin-Kyuko.

—En el siguiente semáforo tuerza a la izquierda y déjeme allí, por favor.

El taxi paró y se abrió la puerta. Asakawa le tendió dos billetes de mil yenes y una de sus tarjetas de visita.

—Me llamo Asakawa. Trabajo para la compañía de El Heraldo. Si no le importa, me gustaría hablar de esto en detalle más adelante.

—Por mí vale —dijo Kimura, con voz agradecida. Por algún motivo, sentía que aquella era su misión.

—Le llamaré mañana o pasado.

—¿Quiere mi número?

—No se preocupe, ya he anotado el nombre de su compañía. Veo que no está lejos.

Asakawa salió del taxi y estaba a punto de cerrar la puerta cuando dudó un instante. Sintió un miedo innombrable ante la posibilidad de que se confirmara lo que acababa de oír. «Quizá no debería meterme en nada raro. Podría volver a ocurrir lo de la otra vez». Pero una vez despierto su interés, no podía dejarlo sin más. Lo sabía demasiado bien. Le preguntó a Kimura por última vez:

—El chico… se retorcía de dolor e intentaba quitarse el casco, ¿no?