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5 de septiembre de 1990, 22.49 h.

Yokohama.

Una hilera de edificios de apartamentos, cada uno de quince pisos de altura, recorría el extremo norte de la urbanización, junto a los jardines Sankeien. Aunque llevaban poco tiempo construidos, casi todos los apartamentos ya estaban ocupados. En cada edificio se agolpaban casi cien viviendas, pero la mayoría de los habitantes ni siquiera les habían visto la cara a sus vecinos. La única prueba de que allí vivía gente llegaba por la noche, cuando se iluminaban las ventanas.

Al sur, la superficie aceitosa del océano reflejaba las luces parpadeantes de una fábrica. Un laberinto de tuberías y conductos se abría paso por los muros de la fábrica como capilares sanguíneos por el tejido muscular. Sobre la fachada de la fábrica brillaban innumerables luces parecidas a insectos brillando en la oscuridad. Incluso aquella escena grotesca tenía cierta belleza. La fábrica proyectaba una sombra muda sobre el negro mar de fondo.

Unos doscientos metros más cerca, en la urbanización, una casa de dos pisos nueva se alzaba sola entre parcelas vacías separadas por la misma distancia. Su puerta principal daba directamente a la calle, que iba de norte a sur, y al lado tenía un garaje para un solo coche. La casa era corriente, como las que se ven en cualquier urbanización nueva, pero no había ninguna otra detrás de ella ni a los lados. Quizá debido a su mala ubicación, se habían vendido pocas parcelas y había carteles de SE VENDE alrededor de la casa y por toda la calle. Comparada con los apartamentos, construidos por las mismas fechas y sobre los que se habían abalanzado los compradores, la urbanización parecía muy solitaria.

De una ventana abierta en el segundo piso de la casa salía un haz de luz fluorescente que llegaba hasta el oscuro pavimento de la calle. La luz, la única de la casa, venía del cuarto de Tomoko Oishi. Tomoko estaba tirada en una silla leyendo un libro para el colegio, vestida con unos shorts y una camiseta blanca. Su cuerpo estaba en una postura imposible, con las piernas extendidas en dirección a un ventilador eléctrico puesto en el suelo. Abanicándose con el borde de la camiseta para que la brisa le refrescara directamente la piel, Tomoko hablaba en murmullos sobre el calor sin dirigirse a nadie en especial. Era estudiante de último curso en un colegio privado de secundaria y había dejado que se le amontonara el trabajo durante las vacaciones de verano. Había perdido demasiado tiempo, y le echaba la culpa al calor. Sin embargo, el verano, en realidad, no había sido tan caluroso. No había habido muchos días soleados y había pasado muchos menos días en la playa que otros veranos. Y, lo que era peor, tan pronto como acabaron las vacaciones hubo cinco días seguidos de tiempo maravilloso. Aquello irritó a Tomoko: odiaba aquel cielo soleado.

¿Cómo podía estudiar con aquel estúpido calor?

Estiró la mano con la que había estado jugando con su pelo para subir el volumen de la radio. Vio una polilla posarse sobre la mosquitera junto a ella y luego volar a otro sitio, empujada por la brisa del ventilador. La mosquitera tembló levemente un momento después de que la oscuridad se tragara al insecto.

Tenía un examen al día siguiente, pero no avanzaba. Tomoko Oishi no iba a estar preparada ni siquiera si se pasaba la noche en blanco, estudiando. Miró el reloj. Casi las once. Se le ocurrió ver el resumen de la jornada de béisbol en la tele.

Quizá saldrían fugazmente sus padres en los asientos más caros. Pero a Tomoko, que quería entrar en la universidad como fuera, le preocupaba mucho el examen. Lo único que tenía que hacer era entrar en la universidad. No le importaba en cuál, mientras fuera una universidad. Aun así, ¡qué verano tan poco satisfactorio había pasado! El mal tiempo había impedido que hiciera nada realmente divertido y la humedad insoportable no la había dejado trabajar.

«Tío, era mi último verano en el colegio. Quería despedirme a lo grande y he perdido la oportunidad. Se acabó».

Su mente se desvió a un objetivo más propicio que el clima para descargar su malestar.

«¿Y qué les pasa a mamá y papá? Dejan a su hija sola, estudiando así, cubierta de sudor, y se van alegremente a un partido de béisbol. ¿Por qué no se paran a pensar en mis sentimientos por una vez?»

Un compañero de trabajo le había dado a su padre inesperadamente un par de entradas para un partido de béisbol, así que sus padres habían ido al Tokio Dome. Casi era la hora a la que deberían estar de vuelta, a menos que hubieran ido a algún sitio después del partido. De momento, Tomoko estaba sola en la casa nueva.

No era normal tanta humedad, ya que hacía días que no llovía. Además del sudor de su cuerpo, el ambiente estaba húmedo. Tomoko se dio un manotazo en la cadera sin pensar. Pero cuando retiró la mano, no había rastro del mosquito. Sintió un picor justo encima de la rodilla, pero quizá no era más que su imaginación. Escuchó un zumbido. Agitó las manos sobre su cabeza. Una mosca. La mosca voló rápidamente hacia arriba para escapar de la corriente del ventilador y desapareció de la vista. ¿Cómo había entrado una mosca en la habitación? La puerta estaba cerrada. Tomoko revisó las mosquiteras, pero no encontró ningún agujero lo bastante grande como para que pasara una mosca. De repente se dio cuenta de que tenía sed. Y tenía que orinar.

Notó que le faltaba el aire, no exactamente como si se ahogara, pero sí como si tuviera un peso sobre el pecho. Tomoko llevaba algún tiempo quejándose para sus adentros de lo injusta que era la vida, pero ahora, al adentrarse en el silencio, parecía que fuera otra persona. Al bajar las escaleras el corazón le empezó a latir con fuerza y sin motivo. Las luces de un coche que pasaba arañaron la pared al pie de las escaleras y se escabulleron. Cuando el motor del coche se alejó hasta dejar de oírse, la oscuridad de la casa pareció hacerse más intensa. Tomoko bajó las escaleras intentando hacer mucho ruido y encendió la luz del vestíbulo de la planta baja.

Se quedó sentada en el retrete, enfrascada en sus pensamientos, bastante rato después de terminar de orinar. El violento palpitar de su corazón aún no había parado. Nunca le había pasado nada parecido. ¿Qué le estaba sucediendo? Respiró hondo varias veces para calmarse, se puso de pie y se subió los shorts y las bragas al mismo tiempo.

«Mamá y papá, por favor llegad a casa pronto —se dijo a sí misma, hablando de repente como una niña pequeña—. Aj, qué asco. ¿Con quién estoy hablando?»

No era como si se dirigiera a sus padres y les pidiera que volvieran a casa. Se lo estaba pidiendo a otra persona…

«Eh, deja de asustarme. Por favor…»

Antes de darse cuenta, incluso lo estaba pidiendo con educación.

Se lavó las manos en la pila de la cocina. Sin secárselas, cogió unos cubitos de hielo del congelador, los puso en un vaso y lo llenó de Coca-Cola. Vació el vaso de un trago y lo dejó en la encimera. Los cubitos giraron en el vaso un instante y luego se detuvieron. Tomoko tuvo un escalofrío. Sintió frío. Su garganta seguía seca. Cogió la botella grande de Coca-Cola de la nevera y volvió a llenar el vaso. Le temblaban las manos. Tenía la sensación de que había algo detrás de ella. Algo, desde luego no una persona. Un hedor amargo a carne podrida se percibía en el aire alrededor de ella, rodeándola. No podía ser nada corpóreo.

—¡Basta! ¡Por favor! —suplicó, ya en voz alta.

El tubo fluorescente de quince vatios parpadeaba sobre la pila de la cocina como una respiración entrecortada. Era nuevo, por fuerza, pero en ese momento su luz parecía poco fiable.

De pronto Tomoko deseó haber pulsado el interruptor que encendía todas las luces de la cocina. Pero no podía ir hasta aquel interruptor. Ni siquiera podía darse la vuelta. Sabía lo que tenía detrás: una habitación tradicional japonesa de ocho tatamis, con el altar budista dedicado a la memoria de su abuelo en una hornacina. Por el pequeño hueco que dejaban las cortinas debería poder ver la hierba de las parcelas vacías y una estrecha franja de luz procedente de los apartamentos. No debería haber nada más.

Cuando terminó el segundo vaso de Coca-Cola, Tomoko ya no se podía mover en absoluto. La sensación era demasiado intensa, la presencia no podía estar solamente en su imaginación. Estaba segura de que algo se le estaba acercando en ese mismo instante para tocarle el cuello.

«¿Y si fuera…?» No quería pensar en el resto. Si lo hiciera, si siguiera por aquel camino, se acordaría de aquello, y no creía poder soportar el terror. Había ocurrido una semana antes, hacía tanto que ya lo había olvidado. Era todo culpa de Shuichi; no debería haber dicho aquello… Después, ninguno de los dos pudo parar. Pero luego volvieron a la ciudad y aquellas escenas, aquellas imágenes tan nítidas, dejaron de parecer creíbles. Todo el asunto había sido una especie de broma. Tomoko intentó pensar en algo más alegre. Cualquier cosa menos aquello. Pero ¿y si fuera…? Si aquello hubiera sido real… Al fin y al cabo, el teléfono había sonado, ¿verdad?

«Oh, mamá y papá, ¿qué estáis haciendo?»

—¡Venid a casa! —gritó Tomoko.

Pero ni siquiera después de que hablara la sombra inquietante mostró ningún síntoma de desaparecer. Seguía detrás de ella, quieta, observando y esperando. Esperando a que llegara el momento.

A los diecisiete años Tomoko no sabía lo que era el auténtico terror. Pero sí sabía que hay miedos que crecen solos en la imaginación. «Eso debe de ser. Sí, de eso se trata. Cuando me dé la vuelta no habrá nada detrás de mí. Nada en absoluto».

A Tomoko le dominó el deseo de darse la vuelta. Quería confirmar que allí no había nada y salir de aquella situación. Pero ¿realmente no estaba pasando nada más? Un frío maligno pareció salirle de los hombros, extenderse a su espalda y deslizarse hacia abajo por su columna, cada vez más abajo. Tenía la camiseta empapada de sudor frío. Sus reacciones físicas eran demasiado fuertes para que fuera solamente su imaginación.

«¿No dijo alguien que el cuerpo es más sincero que la mente?»

Sin embargo, otra voz habló también: «Date la vuelta, ahí no puede haber nada. Si no te terminas la Coca-Cola y te pones a estudiar otra vez, a ver cómo haces el examen mañana».

Un cubito crujió dentro del vaso. Como espoleada por el ruido, sin pararse a pensar, Tomoko se giró.

5 de septiembre, 22.54 h.

Tokio, cruce frente a la estación de Shinagawa.

El semáforo se puso en ámbar justo cuando él iba a pasar. Podía haber acelerado, pero Kimura prefirió parar el taxi cerca de la acera. Esperaba conseguir una carrera que fuera hacia el cruce de Roppongi. Muchos clientes que cogía por allí se dirigían a Akasaka o Roppongi, y no era raro que alguien se subiera al taxi mientras esperaba en un semáforo como ese.

Una moto se metió entre el taxi y la acera y se paró justo en el borde del paso de cebra. El motorista era un hombre joven con vaqueros. A Kimura le irritaban las motos, el modo en que giraban y avanzaban a toda velocidad por atascos como aquel. Sobre todo odiaba estar esperando en un semáforo y que una moto parara junto a su puerta y la bloqueara. Además llevaba todo el día peleándose con clientes y estaba de pésimo humor. Kimura le echó una mirada de desprecio al motorista. El visor del casco le ocultaba la cara. Una pierna se apoyaba en el borde de la acera, tenía las rodillas estiradas por completo y movía el cuerpo hacia delante y hacia atrás de manera totalmente descuidada.

Pasó por la acera una joven de piernas bonitas. El motorista giró la cabeza para verla pasar, pero su mirada no la siguió todo el camino. Su cabeza se había desplazado unos noventa grados cuando pareció fijar su mirada en el escaparate de detrás de la chica. Ella siguió su camino y salió de su campo de visión. El motorista se quedó mirando algo fijamente. El peatón verde empezó a parpadear y se apagó. Los peatones sorprendidos en medio del paso de cebra se apresuraron a cruzar y pasaron justo por delante del taxi. Ninguno levantó la mano ni se dirigió al taxi. Kimura puso el pie en el acelerador y esperó a que el semáforo se pusiera verde.

En aquel momento un fuerte espasmo pareció sacudir al motorista, que alzó los dos brazos y se desplomó sobre el taxi de Kimura. Cayó sobre la puerta del taxi con estrépito y desapareció de la vista.

«Gilipollas».

«El chaval ha debido de perder el equilibrio y se ha caído», pensó Kimura mientras encendía los intermitentes y salía del coche. Si la puerta estaba dañada, iba a obligarle a que pagara la reparación. El semáforo se puso en verde y los coches detrás del de Kimura empezaron a adelantarlo y salir al cruce. El motorista yacía boca arriba sobre la calle, agitando las piernas y luchando con las dos manos por librarse del casco. Antes de comprobar que el chico estuviera bien, Kimura miró su herramienta de trabajo. Como esperaba, había un largo arañazo sesgado sobre la puerta.

—¡Mierda!

Kimura chasqueó la lengua enfadado mientras se acercaba al joven.

Pese a que seguía teniendo la hebilla abrochada bajo la barbilla, el tipo intentaba desesperadamente quitarse el casco. Parecía dispuesto a arrancarse la cabeza en el intento.

«¿Tanto le duele?»

Ahora Kimura se dio cuenta de que al motorista le pasaba algo realmente malo. Finalmente, se agachó junto a él y le preguntó:

—¿Estás bien? Debido al visor tintado, no podía ver la expresión del hombre.

El motorista agarró la mano de Kimura y pareció rogarle algo.

Prácticamente se colgó de Kimura. No decía nada. No intentaba levantar el visor. Kimura decidió hacer algo.

—Espera, llamaré a una ambulancia.

Mientras corría hacia una cabina, Kimura se preguntó cómo una simple caída al suelo estando de pie había podido causar aquello. Se debía de haber dado un buen golpe en la cabeza.

«Pero no seas tonto. El imbécil lleva casco, ¿verdad? No parece que se haya roto un brazo ni una pierna. Espero que esto no se convierta en un quebradero de cabeza… No me vendría nada bien que se hubiera hecho daño al chocar contra mi taxi».

Kimura tuvo un mal presentimiento sobre aquello.

«Si realmente se ha hecho daño, ¿recae sobre mi seguro? Eso implica un parte de accidente, la policía…»

Al colgar el teléfono y regresar al lugar de los hechos, se encontró al hombre yaciendo inmóvil, agarrándose la garganta con las manos. Varios peatones se habían parado y le miraban con expresión preocupada. Kimura se abrió camino a empujones, asegurándose de que todo el mundo se enterara de que había sido él quien había llamado a la ambulancia.

—¡Eh! ¡Eh! Aguanta un poco, la ambulancia está en camino.

Kimura desabrochó la hebilla del casco, que salió fácilmente. No podía entender por qué a aquel tipo se le había resistido. Tenía la cara increíblemente crispada. La única palabra para describir su expresión era «asombro». Los ojos estaban abiertos como platos y la lengua, de un rojo brillante, estaba atrapada al fondo de la garganta, bloqueándola, mientras la saliva le caía por la comisura de la boca. La ambulancia iba a llegar demasiado tarde. Al tocar con las manos la garganta del chico para quitarle el casco no había sentido ningún pulso. Kimura se estremeció. La escena empezaba a ser irreal. Una rueda de la moto todavía giraba lentamente y también caía aceite del motor, formando un charco en la calle que se escurría hacia la alcantarilla. No había brisa. El cielo nocturno era luminoso, y justo por encima de ellos el semáforo se había vuelto a poner rojo. La cabeza del hombre, apoyada en el casco, estaba doblada casi en ángulo recto. Una postura antinatural, se mirara como se mirara.

«¿Lo he puesto yo así? ¿Le he puesto la cabeza sobre el casco de esa manera? ¿Como si fuera una almohada? ¿Para qué?»

No recordaba los últimos segundos. Aquellos ojos tan abiertos le miraban. Sintió un escalofrío siniestro. Un aire templado parecía pasarle sobre los hombros. Era una noche tropical, pero Kimura temblaba incontroladamente.