CUARTA PARTE
La cueva estaba sumida en una oscuridad casi total, pero había una luz suave y amarilla, extraordinariamente cálida, que incidía lateralmente en los bultos y los salientes de la concavidad, dejando en sombra los rincones más escondidos. Marcos se sorprendió al pensar en lo natural que le había resultado volver a usar la vista, después de tantas horas de forzosa ceguera, y en lo poco que se habían quejado sus ojos, cuyas pupilas tenían que estar forzosamente dilatadas al máximo; pero llegó a la conclusión de que aquella luz debía de ser muy tenue; tanto que un ojo llegado directamente de la claridad del día, probablemente se habría encontrado completamente a oscuras durante unos minutos.
«¿Y Gabriel? —pensó de repente—. ¿Dónde está Gabriel?». Se puso en pie, y miró instintivamente hacia su izquierda, en la dirección de la que parecía proceder la luz. Un negro bulto de roca tapaba el origen de aquel resplandor cálido, que allí era mucho más intenso. Marcos avanzó unos pasos, cautamente, estirando el cuello en aquella dirección, descubriendo centímetro a centímetro lo que había tras el saliente.
«¡Ahí está! —dijo para sí—. Pero… ¿Qué es eso?… ¿Qué hace?». Gabriel estaba en una especie de oquedad que la gruta tenía en aquel extremo, a modo de otra cueva anexa y más pequeña. Estaba arrodillado; y lo primero que pensó Marcos es que había encendido un pequeño fuego, frente al que se calentaba las manos o rezaba, en una especie de ritual. Era una idea absurda, porque no había tenido tiempo material para hacer ningún fuego, pero ésa fue la impresión que le produjo a Marcos, a primera vista, el resplandor cálido y amarillento que iluminaba el rostro de Gabriel, y todo aquel rincón, sobreponiéndose a la penumbra que reinaba en la cueva. Pero al poco tiempo comprendió que el resplandor no lo producía ningún fuego, sino que de alguna manera emanaba de una serie de objetos que Gabriel tenía a su alrededor, y que acaparaban, al parecer, toda su atención; tanto, que parecía haberse olvidado por completo de la presencia de su acompañante.
—Gabriel… —dijo Marcos mientras avanzaba unos pasos en dirección a él; y su voz tenía más de interrogación que de llamada.
—Yo te lo dije… y tú no creías.
Marcos se paró en seco. Gabriel había hablado sin mirarle, sin poder apartar la vista del último objeto que había cogido, y que se escurría de entre sus manos como una arena dorada. Marcos lo contemplaba boquiabierto, incapaz de moverse, incapaz de sustraerse a la fascinación de lo que estaba viendo. Lo había comprendido todo. No era arena lo que a Gabriel se le escapaba de entre los dedos con aquel fluir serpentino; eran cadenas de oro, un amasijo de finísimas cadenitas del oro más brillante y luminoso que Marcos había visto en su vida. Y lo que había en el suelo, por todas partes, haciéndole de colchón a Gabriel, trepando por las paredes cóncavas, eran monedas y collares, ajorcas, brazaletes, tiaras, vasijas, platos, vajillas enteras; todo del mismo material, todo con el brillo inconfundible del oro, y con aquella luminosidad que —Marcos lo sabía perfectamente— no tenía ninguna lógica, pero ahí estaba, iluminando la cueva con su dorada combustión, bañando aquel rincón en una luz melosa y ambarina.
Marcos Montes retrocedió un paso, y otro, y después otro. Más allá de la instintiva rebelión que agitaba su mente, instándole a encontrar una explicación racional a lo que estaba viendo, le dominaba un temor visceral, una inefable repulsión por la actitud de Gabriel, su gesto de adoración tan ávida como embelesada. No podía soportarlo, y además Gabriel se había olvidado de él, no le prestaba ninguna atención.
Se dio la vuelta, mirando por unos momentos el resto de la oquedad. La cueva podría haber sido natural, pero también excavada por el hombre; las formas que revelaba el insólito claroscuro de oro y sombras, no permitían una sentencia categórica en ese sentido. «Puede ser —pensaba Marcos Montes—, puede ser que alguien dejara aquí este tesoro; supongamos… supongamos que la cueva es natural, y que tiene alguna entrada desde el exterior; no es disparatado suponer que… ¿Pero cómo es que el oro tiene luz propia? Eso sí que no tiene ninguna lógica; es como si… como si tuviera luz sólo para que podamos verlo. ¡A lo mejor es radioactivo! pero… no, no puede ser, la materia radioactiva no emite luz dorada, y además… la radiación sería brutal, habría matado a Gabriel hace días y la habrían… la habrían detectado los equipos de prospección… ¡Un momento! ¡¿Qué es eso?!».
Marcos había visto algo en el otro extremo de la gruta, algo que emergía tenuemente de la oscuridad, apenas tocado por la luz, algo con un atisbo de brillo frío y una arista precisa, geométrica, que lo diferenciaba de las formas rocosas más cercanas. Olvidándose de Gabriel, caminó en aquella dirección; y al empezar a andar, su mente —que de alguna manera había seguido trabajando por debajo del nuevo descubrimiento— le mandó una señal de alarma en forma de irrebatible razonamiento. «No puede ser, todo esto es absurdo, me esfuerzo en darle una explicación lógica, cuando en realidad no la tiene. Los equipos de prospección, los ingenieros… exploran los estratos con ultrasonidos para analizar las vetas; habrían detectado la cueva hace meses, desde el primer momento. Esto no tiene sentido». Lo que vio entonces, lo que emergió lentamente de las sombras —a medida que Marcos se acercaba— hasta adquirir una forma concreta e inconfundible, no hizo sino reafirmar su última conclusión.
En el rincón más apartado de la cueva, apenas tocada por el resplandor que fulguraba en el otro extremo, una vistosa motocicleta reposaba sobre su caballete lateral, con una inclinación, unas proporciones en su longitud y su asiento bajo, que a Marcos le resultaban inconfundiblemente familiares. Marcos sabía qué moto era aquélla, podía reconstruir en su memoria, con fiel precisión, las partes que la severa penumbra ocultaba a la vista: el generoso grosor de los neumáticos, las alforjas de piel, el indicador de temperatura debajo del asiento, en el vértice del depósito de aceite, la piña del contacto con su peculiar situación cercana a la batería. La anchura maternal del depósito de combustible, dividido por la mitad. No necesitaba acercarse más, ni palpar con los dedos en las letras en relieve de la tapa lateral, para saber el modelo exacto, e incluso el año aproximado de fabricación de la motocicleta.
No podía ser de otra manera; ahora todo tenía sentido, todo adquiría una lógica coherente, aunque fuera a costa de ingresar en un terreno mucho más inquietante y movedizo que el que hasta ese momento creía estar pisando. Marcos Montes no había tenido nunca esa moto, ni siquiera la había llegado a conducir… pero la había deseado durante años, desde que todavía era un adolescente hasta la edad adulta, hasta hacía bien poco. Nunca llegó a comprarla, al principio porque no podía, porque el precio la convertía en algo inalcanzable, y después, cuando ya se lo podría haber permitido, porque ya estaba casado, y había otras prioridades y… le parecía un capricho demasiado caro. Pero conocía perfectamente esa preciosa máquina, porque había ojeado cientos de veces catálogos y revistas acerca de ella, y la había manoseado, al natural, en concesionarios y exposiciones.
Marcos llegó al lado de la moto. «No sé por qué ocurre esto —pensó mientras acariciaba la superficie lacada y fría del depósito—, no entiendo quién lo hace, quién hace posible esta locura, ni con qué finalidad. Pero está claro que todo lo que estoy viendo: la cueva, el oro, la moto… no es más que una ilusión, no puede ser más que una ilusión, por muy real que parezca. Este sitio… este… debe de ser como un espacio mental, un lugar en el que se le ofrece a uno aquello que más deseaba. Gabriel quería oro; le gusta el oro, las cosas de oro, y ahí lo tiene, en cantidades industriales. Yo siempre quise comprarme esta moto, aunque nunca me decidí. Tal vez… ¡claro! Este lugar, o lo que sea, sólo puede conseguir objetos, cosas materiales, algo que se pueda recrear con los sentidos. Tal vez en este momento algo, alguien, está estimulando mis sentidos, mi cerebro, para crear esta realidad, pero… entonces… ¿dónde está mi cuerpo? ¡Joder, yo lo noto! Noto mi cuerpo, me siento vivo, y despierto, más despierto que esta mañana, cuando me he levantado muerto de sueño».
La teoría que a toda prisa estaba apuntalando Marcos presentaba algunos aspectos sombríos, que apenas se podían insinuar sin un estremecimiento. De pronto sintió un vértigo mareante, existencial, y se obligó a cortar en seco sus reflexiones. La moto, en cambio, estaba ahí, tangible y corpórea, grávida. «295 kilos, ochenta pulgadas cúbicas, par motor industrial y potencia suficiente», dijo Marcos para sí, repitiendo algún lema publicitario. Y empezó a tocar, con un placer que tenía mucho de sensual, el mullido del asiento, los puños forrados de piel, el tacto elástico y preciso del puño de gas, el levísimo clic del microcontacto de la luz de freno, al apretar suavemente la leva. Marcos sujetó el manillar con ambas manos y puso la moto en posición vertical, empujando también contra el asiento con la parte baja del muslo. La moto se volvió más manejable en cuanto alcanzó la vertical, como si hubiera perdido kilos de peso. Todo ello era previsible, y respondía exactamente a lo que Marcos esperaba encontrar.
Levantó una pierna sin esfuerzo y se sentó en la moto. «¡Qué bajita es!», dijo en voz alta, sorprendiéndose, como se había sorprendido en las contadas ocasiones en que había hecho ese mismo gesto a lo largo de su vida. Pero nunca había llegado ni a encender el motor.
«Bueno, alguna vez tiene que ser la primera —pensó Marcos Montes—. Disfrutemos de la ilusión, ya que está tan bien construida». No le sorprendió encontrar la llave puesta en el contacto, con el peculiar llavero balanceándose por debajo de ésta; ni le sorprendió que al girar la llave un potente haz de luz surgiera del faro, como si la batería de la moto estuviera recién cargada, mientras que un resplandor suave y rojizo iluminaba las rocas a su espalda, intensificándose cuando apretaba la leva del freno. Lo que le sorprendió, por lo agradable, fue la vibración que animó toda la moto en cuanto apretó el botón de arranque, poniendo en marcha el motor a la primera solicitud, sin ronroneos ni vacilaciones, sin ruidos mecánicos disonantes. Era una vibración grave y amortiguada, pero intensa, que transmitía una noble sensación de potencia; y la acompañaba un característico detonar de los tubos de escape, un petardeo acompasado que a él, como buen aficionado a las motos, le sonaba a música celestial.
Cuando Marcos miró de nuevo hacia delante, se dio cuenta de que el faro de la moto iluminaba, o más bien mostraba, algo en lo que no había reparado antes, por permanecer sumido en la oscuridad. La cueva no se acababa ahí, a unos metros de la rueda delantera, sino que se abría a un túnel más ancho y de formas más regulares, y al parecer recto, pues el haz del faro se perdía en la lejanía, sin revelar ningún obstáculo.
«Está claro lo que se espera de mí en este momento —pensó Marcos Montes—, sólo falta un letrero con una mano señalando hacia allí. Y además, al fin y al cabo, es lo que yo deseo, ¿no?, investigar, descubrir los límites de este juego. Pues vamos allá». Pero lo que en realidad le impulsaba a emprender aquel viaje, la motivación última, que intentaba justificar con sus sesudos razonamientos, era el deseo adolescente, pueril, irresponsable, de conducir aquella motocicleta.
Apretó el embrague y engranó la primera velocidad, con un sonoro «clonc» surgido de las profundidades del motor, acompañado incluso de un pequeño impulso de la moto hacia delante. «No se han olvidado ni un detalle», pensó Marcos, que conocía la causa mecánica concreta de ese comportamiento.
Gritando hacia las paredes un irónico «¡Muy bien, tíos, lo habéis hecho muy bien!», Marcos Montes soltó el embrague lentamente, abandonó la reducida gruta agachando la cabeza e ingresó en el túnel, ya más espacioso, mientras el acelerado latido del motor, transmitido ahora a toda la carrocería, le empujaba hacia delante con una placentera aceleración que le obligaba a sujetarse firmemente al manillar.
Marcos fue engranando las sucesivas velocidades, y la moto iba cada vez más rápida, al tiempo que la vibración se hacía más suave y amortiguada. El terreno ayudaba, porque el túnel iba cambiando progresivamente su aspecto, a medida que los hectómetros saltaban perezosamente en el redondo cuentakilómetros, con su iluminación azulada. El suelo se hacía cada vez más liso y horizontal, y las paredes más regulares, más geométricas, de modo que Marcos no tardó en encontrarse circulando por un túnel claramente excavado, más espacioso que las típicas galerías de la mina, y con un techo abovedado que recordaba más a los clásicos túneles de carretera. El parecido se acentuó más cuando el suelo de piedra pasó a ser de tierra lisa y aplanada; y poco después apareció una capa de asfalto, precaria primero, grisácea, para convertirse finalmente en una carretera de doble dirección, con un asfalto oscuro y liso que la moto agradeció de inmediato, e incluso con la línea divisoria y la de los arcenes pintadas con una luminosa pintura blanca. El túnel era ahora muy espacioso, forrado de hormigón, y la moto se deslizaba por el impecable asfalto con extraordinaria suavidad, el motor ronroneando sin esfuerzo en quinta velocidad.
Pero, de momento, el faro de la moto no alumbraba otra cosa que túnel y más túnel. Con innecesaria corrección, Marcos conducía por la derecha, por costumbre, por su carácter estricto y disciplinado. De pronto se dio cuenta del absurdo que eso significaba, y cuando había empezado a pasar libremente de un carril a otro, trazando perezosas eses, vio algo al final del túnel que llamó su atención. Aquello era luz. Sí, tenía que ser luz, una potente iluminación, lo que se acercaba cada vez más definiendo la forma del túnel, compitiendo con el amarillento haz del faro, para superarlo y ahogarlo en una radiante claridad.
Antes de que Marcos pudiera darse cuenta, rodaba en el central de tres carriles, asaeteado por la luz blanca de interminables hileras de pantallas fluorescentes que recorrían la bóveda del techo y las paredes, que se reflejaban huidizas, como un flujo, en los abundantes cromados de la moto, en su brillante pintura.
Marcos retorció el puño de gas, y la moto aceleró perezosamente, tomándose su tiempo, con el tacto de una goma que primero se tensó, y al final acabó catapultando máquina y piloto hacia delante, a 150 por hora, en el límite de su señorial velocidad punta.
Ahora Marcos tenía prisa. Ya sabía dónde estaba; había reconocido esta última parte del túnel, como no podía ser menos, pues lo había recorrido infinidad de veces años atrás, no con aquella moto, sino con otra más modesta, o en vehículos de cuatro ruedas. Pero el tramo era inconfundible, y además Marcos sabía algo mucho más importante: sabía a dónde iba, a dónde llevaba aquella carretera. Sabía a dónde «tenía» que ir, y en qué lugar exacto tenía que parar, cerrar el contacto y aparcar la moto. Le daba miedo, pero sabía que no tenía escapatoria, y lo mejor era acabar cuanto antes con aquello. Por eso aceleró, esperando con impaciencia el final del túnel, que ya sabía cercano. «Al menos —pensó— podré ver de una maldita vez la luz del día». Y en el mismo momento, los tres carriles se poblaron de coches circulando a diferentes velocidades, devorando los kilómetros con avidez, rodando, como él, hacia la salida del túnel.
El cielo estaba radiante y azul, sin una nube, pero no le deslumbró la luz del día cuando salió al aire libre. El sol caía ya hacia el horizonte, y la autopista discurría entre montañas que ocultaban sus rayos y mantenían en sombra la calzada. Marcos redujo la velocidad. Algo le decía que nada ocurriría si se estampaba contra uno de los muchos coches que circulaban a su alrededor, o contra un guardarraíl; que la moto seguiría como si tal cosa, con su conductor indemne, ignorando un incidente que no entraba en los planes, que no podía alterar el destino último de su viaje. Pero, por lo que pudiera pasar, decidió no probar suerte, y rodó a velocidad moderada por el carril más lento, dispuesto a saborear los pocos minutos, los veinte o treinta kilómetros que le quedaban para contemplar un paisaje no por conocido menos agradable.
El mar apareció fielmente, allí donde Marcos lo esperaba, al fondo de una verde planicie, entre cerros domesticados, con el azul intenso de las tardes de primavera. Después las montañas, de vegetación rala, mostrando las cicatrices de sucesivos incendios; viaductos altísimos, vertiginosos; y más túneles, y de pronto otro atisbo del mar, el último, antes de derivar hacia el interior. Y después, en la prolongada subida, ese sabor en la boca, ese olor; la sequedad de la llanura barrida por el sol, en comparación con la umbría y la brisa marina de la costa.
Todo eso lo había sentido Marcos antiguamente, y ahora lo reconocía sin ninguna dificultad. Lo que no dejaba de sorprenderle era la vertiginosa velocidad a la que circulaban los coches, las imprudencias que cometían, las airadas protestas que le dirigían los conductores, porque se había despistado contemplando el paisaje, y la moto se había ido durmiendo en la subida, hasta llegar a una velocidad demasiado parsimoniosa.
Marcos exprimió de nuevo el puño de gas, y la moto reaccionó de mala gana, con un ronquido de protesta. «¡Caramba! —pensaba Marcos—, ya no me acordaba de lo rápido que se iba hace veinte años… ¡Y las burradas que hacía la gente! Ya hicieron bien, ya, en endurecer las normas».
«¿Cómo puedo pensar en esas cosas yendo a donde voy? —pensó de pronto—. No deben de faltar ni cinco minutos, y yo aquí…». Pero lo que vio en ese momento le distrajo de sus reflexiones. La subida se había terminado. Allí estaba, dormida en el medio del paisaje: la ciudad dorada. Era un nombre íntimo, romántico, que le daba él en su juventud, y que de algún modo había preservado en su interior. Bien sabía él, lo sabía hacía veinte años, que en la proximidad, la mítica ciudad dorada degeneraba en un paisaje suburbial de cuadrados bloques de pisos, los hangares de las bodegas, y un núcleo urbano con plátanos y avenidas provincianas. Pero era cierto que en la tarde, desde la autopista, bañada por la opulenta luz del sol poniente, adquiría un engañoso aspecto de ciudad oriental que espera al viajero en mitad del desierto, bañada en polvo de oro, erizada de agujas y cúpulas resplandecientes.
Marcos pensó en una época de su vida, la más triste y solitaria, en que jugueteó con la idea de escribir una novela que por fuerza tendría que conmover al mundo entero, en la que narraría su desdichada historia de amor con Marina, para así rescatarla del olvido. Nunca llegó a escribir más allá de un borrador de la primera página, en un frustrante ejercicio que acababa sumiéndole en la depresión. Pero siempre había pensado que su novela empezaría así, con un Marcos romántico y apasionado cabalgando a lomos de su moto —o en aquella furgoneta que siempre se estropeaba—, aproximándose a la ciudad dorada mientras su corazón latía cada vez con más fuerza, a medida que se fundía con el oro de la tarde.
Marcos apartó de su mente esos recuerdos tristes, empalagosos, y enfiló el carril de salida reduciendo una a una las velocidades. En la carretera que ahora recorría faltaban algunos elementos —rotondas, naves industriales, alguna que otra vía— que él había integrado ya en el paisaje; pero aparte de esas pequeñas omisiones, las direcciones eran las mismas, y Marcos encontró el camino sin dificultad.
La antigua carretera se convertía en la avenida principal. Marcos rodó por ella apenas unos segundos, acelerando para salvar los semáforos, y al llegar a un cruce insignificante giró hacia la derecha, metiéndose por una calle estrecha y llena de tiendas, con mucho tránsito de peatones. Ahora sí que estaba nervioso. El corazón le latía con desmesurada violencia. «No más —pensó de pronto para animarse— que cuando hacías este mismo recorrido con diecinueve años…, también entonces el corazón se quería salir del pecho como un pajarillo asustado. Y entonces no estabas metido de lleno en un… fenómeno paranormal o lo que sea esta historia». Iba tan distraído que no reparaba en las miradas de odio y las actitudes escandalizadas de algunos peatones, que no veían con buenos ojos la irrupción de aquella moto en un espacio teóricamente vedado al tráfico.
Finalmente llegó a una placita cuadrada, con una cenefa de árboles y unos cuantos bancos. Aparcó la moto de cualquier manera, sin retirar siquiera la llave del contacto. Ahí estaba Marina, en el banco de siempre; la había visto desde el primer momento; desde que, todavía sobre la moto, dobló el recodo de la plaza con el ansia y la agonía impresa en la mirada.
Ella estaba de espaldas, como siempre; Marcos sólo veía sus hombros y su cabellera rizada. Nunca, en ninguna ocasión, había vuelto la cabeza antes de que él llegara al banco. No lo hizo esta vez. Mientras se acercaba a ella con la respiración acelerada, Marcos reparó por primera vez en su traje de minero, no sólo sucio sino por definición feo y desaliñado. «No creo que el traje sea lo importante», pensó para sus adentros, y a continuación dijo en voz alta: «Marina», al tiempo que tocaba el respaldo del banco con una mano.
Marina se volvió.
—¡Marcos! Pensaba que ya no venías… Pero… ¿qué te pasa?
Marcos no acertaba a pronunciar palabra. Le había impresionado muchísimo ver de nuevo a Marina, después de tantos años. «¡Dios mío! Es… no es más que una niña… Yo la recordaba…, la veía diferente. Pero claro, son catorce años, y ni siquiera es una chica voluptuosa, como otras de su edad… ¡Pero yo la veía diferente! El amor… el amor me hacía verla… Pero no, no es sólo eso…, hacemos crecer a los muertos, los hacemos madurar a nuestra imagen, sin darnos cuenta; los equiparamos a los otros, a las personas que se movían a su alrededor y han permanecido, y la vida los ha ido gastando y endureciendo, como a nosotros».
—¿Qué te pasa, Marcos?
—Nada…, nada…, tú… tú sabes quién soy…
—Pues, claro, tonto, te conocería con los ojos cerrados.
—Pero yo… yo estoy diferente… ¿Qué recuerdas? ¿Qué recuerdas de antes?
—Sí, estás diferente. Pero eres tú. Eso es lo que importa, ¿no? Ven, siéntate a mi lado, es nuestro banco, todo está igual que antes.
—Marina, ¿qué recuerdas? ¿Qué recuerdas de antes? ¡Por favor!
—No pienses en eso. Yo… lo recuerdo, claro que lo recuerdo; recuerdo lo que tú hiciste, lo que hice yo después. Eramos muy tontos, nos hicimos daño por inexperiencia, no por maldad.
—Yo tenía diecinueve años.
—¡Pero si eras más crío que yo!
—Sí, era un crío; un crío capaz de hacer mucho daño; un idiota que consiguió que la chica que le quería se quitase la vida.
—No te atormentes. Fue un accidente, en verdad no quería…
—¡Si ni siquiera saqué ningún provecho de aquella relación!, ningún placer de ese… ese absurdo rollo con… Y lo más triste es que todavía te quería, a ti, con toda mi alma.
—Los dos cometimos errores. Yo también era muy exagerada. Demasiado romanticismo… Pero ahora podemos remediarlo, ahora tenemos una segunda oportunidad… Mira, no sé quién nos ha puesto aquí, no sé si es Dios o… yo qué sé, me da igual quién sea. Pero ¿por qué no aprovechar la oportunidad? Ahora tenemos la experiencia, tú me querrás de otra manera, y yo… yo no seré tan tonta.
—Pero esto no es real, no… no es más que una ilusión.
—¿No te parezco real?
Marina adelantó una mano y tocó suavemente la mejilla de Marcos. Fue un contacto muy leve, apenas un roce de las yemas de los dedos, pero él se estremeció como si una corriente eléctrica le llegara hasta las entrañas.
—Eres demasiado real, pero… ¡estás muerta, por Dios! Esto no tiene sentido.
—¿Y la vida? La vida absurda y de verdad que tuvimos ¿tiene algún sentido? ¿Tiene algún sentido que dos personas que se quieren…?
—Así es la vida. Todos estamos incompletos, todos hemos dejado cadáveres por el camino, aunque sólo sean nuestras propias ilusiones.
—Pero «aquí» no funcionan esas leyes. Aquí podemos mejorar lo que hicimos mal. Podemos querernos mejor…, de forma más completa. Eramos demasiado románticos, no pensábamos en nuestros cuerpos…
Marina se había inclinado hacia Marcos buscándole la mirada, mientras sus rodillas caían muellemente hacia un lado. No había nada realmente insinuante en ese gesto, pero Marcos miró furtivamente la curva de la cadera tensándose bajo el pantalón, y sintió un vertiginoso latigazo de carnalidad.
—Esto no tiene sentido. Tú eres una niña, y yo… yo soy un hombre.
—¿Crees que no eres joven?… Mírate.
Marcos tuvo una extraña sensación, en todo su cuerpo, que le hizo ponerse en pie bruscamente. No quería mirarse las manos; no quería tocarse la cabeza, le daba miedo. No se atrevía ni a moverse; pero el mono de minero le colgaba flojo en torno al cuerpo; y el dolor de la rodilla, tan habitual que ya estaba integrado en su percepción, había desaparecido dejando un hueco de total anestesia. Le parecía que oía todo, los ruidos de la calle, con mucha más nitidez; y sus tobillos, sin ninguna duda, estaban soportando menos peso.
—¡No, mierda, no! ¡No quiero! —gritó de pronto—. ¡Quiero volver al presente! Estoy casado, voy a ser padre, ¡quiero volver al mundo real!
Se dio la vuelta instintivamente, dispuesto a caminar hacia la moto; pero no había dado dos pasos cuando la luz decreció bruscamente, como si la noche hubiera caído de golpe, y a continuación todo lo que le rodeaba, la plaza, los árboles y los bancos, desaparecieron tragados por las sombras. Marcos se quedó inmóvil; no veía nada en aquella total oscuridad; el suelo parecía irregular bajo sus pies; y sus tobillos volvían a estar cargados con ochenta kilos de peso. Estuvo así un tiempo indeterminado, oyendo el zumbido con el que sus oídos le obsequiaban en situaciones de silencio —otra prueba de que volvía a tener cuarenta años—, y de pronto le pareció que sus ojos detectaban un fulgor fantasmal, apenas perceptible, pero cálido. El fulgor se fue definiendo y aumentando de intensidad, insinuando los perfiles de los objetos que tocaba, y finalmente Marcos comprendió que estaba de nuevo en la cueva, y que sus ojos se iban habituando lentamente a la penumbra; y el oro seguía allí, en la otra punta, alumbrando la gruta, mientras que la moto de sus deseos había desaparecido, como una certificación de que su viaje de vuelta a la realidad ya no tenía retorno.
Casi a tientas primero, pues el suelo permanecía completamente en sombra, y con más decisión después, Marcos caminó hacia la zona central de la cueva, en donde sabía que estaba el agujero por el que había entrado. «Le explicaré a Gabriel lo que he descubierto —iba pensando—. Tenemos que salir de aquí cuanto antes».
Pero cuando pudo ver a Gabriel se llevó un sobresalto, por lo demás fugaz, apenas el tiempo de entender lo que estaba viendo. «Vaya —pensó Marcos—, parece que no sólo le gusta el oro a nuestro amigo africano…». Dos mujeres rubias, de piel blanca, agasajaban a Gabriel rodeando su cuerpo, ofreciéndole bebidas y alimentos que desbordaban de bandejas y cálices ahora llenos, untando su torso desnudo —el mono de minero se amontonaba en su cintura— con pomadas y aceites sacados de otros tantos tarros. Al parecer, las mujeres habían encontrado su indumentaria entre las piezas del propio tesoro, pues tan sólo algunas joyas cubrían parcialmente sus cuerpos. Marcos pensó que el gusto de su amigo por las formas rotundas era un tanto excesivo, y que no había pensado precisamente en las mujeres de su raza a la hora de buscarse concubinas. Pero tenía algo más importante que decirle.
—Salgamos de aquí, Gabriel —dijo alzando la voz—. Todo esto no es más que una ilusión; no es real; se desvanecerá si tú lo pides. Aquí… aquí nos dan aquello que más hemos deseado, pero…
—¿Qué dices? Tú loco —respondió Gabriel apartando por unos instantes los solícitos brazos de sus compañeras—. Ya no hace falta volver arriba. Ahora más sencillo. Aquí lo tenemos todo… ¿Por qué volver arriba?
—¡Porque esto no es real! Tenemos que explicar lo que pasa aquí y… y que alguien lo estudie. Tal vez hemos hecho un descubrimiento que…
—Tú siempre pensar. Demasiado pensar. Quédate aquí y compartimos mujeres.
—Bueno, pues si no quieres venir, ahí te quedas —dijo Marcos un tanto exasperado, pensando que no tardarían en volver a rescatarle. Y a continuación se agachó en busca del agujero de salida; lo encontró; reptó durante unos segundos por las estrecheces ya conocidas; y por fin abrió los ojos a la oscuridad total de la galería.