TERCERA PARTE
—¿Cómo es que estás aquí? —preguntó Marcos—. Pensaba que te habías ido, que ya no trabajabas aquí.
—Ahora yo soy en esta sección.
—Pero yo te vi… aquel día… te enfadaste, vi cómo te marchabas.
—Me fui, pero después volví.
—Pues… visto lo visto… casi hubiera sido mejor que no volvieras. Para pillar el único accidente en no sé cuántos años.
—Oh, quién sabe. Accidente… hundimiento… a lo mejor suerte.
—No, claro; salir de aquí sanos y salvos, como parece que vamos a salir, no deja de ser una suerte, pero… escúchame: lo que me intriga es que te dejaran volver. Aquel día nos dejaste… bueno, les dejaste colgados; ni siquiera subiste al elevador.
—Pues mira, llamaron ellos a mí.
—¿En serio?
—Sí, después dos días. No tiene mérito: muchas bajas y… yo ya conozco trabajo… Ah, y además dije condiciones, yo.
—¡Venga ya!
—Es verdadero; les dije que no quiero trabajar con vuestro equipo.
—¿De verdad? ¡Qué bueno!
—No tiene mérito. Necesitaban para otra sección.
—Sabes, yo… últimamente… pensaba mucho en la posibilidad de un accidente. Intentaba imaginar cómo sería un derrumbamiento, cómo sería morir de esa manera. No es que me llegara a obsesionar; bastaba con un pequeño esfuerzo para olvidar el tema, pero… ahora, viendo lo que ha pasado, pienso si no sería una corazonada, una especie de presentimiento… Aunque la verdad es que me lo imaginaba de muchas maneras, pero no precisamente como ha sido al final.
—Tú piensas demasiado. Todos pueden morir; en trabajo, con el coche, con enfermedad. Si todos pensaran… Mira, es como las gacelas: las gacelas saben que en la llanura hay un león; pero es un solo león, y ellas son muchas veces ciento; entonces siguen comiendo la hierba buena. A veces león come una gacela; es como aquí; aquí no hay león, pero hay mina, y carretera, y enfermedad; pero la gente sigue viviendo igual. Si una gacela se va a donde no hay león, a lo mejor se muere, porque la hierba buena está en la sabana.
—Ya, pero nosotros somos seres humanos; es lo que nos diferencia de los animales. A veces… a veces pienso que los verdaderamente lúcidos, los que han tenido un vislumbre de la verdad, son los que tienen miedo, los que no se atreven a volar en avión, los que temen obsesivamente contraer un cáncer y acaban padeciéndolo, los que no pueden soportar este mundo y… y… ¡Da igual!
—Demasiadas palabras. Las palabras son más complicadas que pensamiento.
—Qué suerte tienes. Yo más bien creo que es al revés.
—No pienses más. Oye, dime, ¿cómo a mí has conocido? ¿Cómo supiste que era yo aquí, en oscuro?
—Pues… bueno…
—¿Tienes ojos de gato? Aunque incluso gatos no pueden ver nada aquí.
—Mira… la verdad, tío: te he conocido por el olor.
—Ah, ya… Olor…
—Pues sí. Ya ves. A nosotros nos resulta muy peculiar el olor corporal de los… de los que venís de allá abajo, se ve que es una cuestión… una diferencia en la función de las glándulas sudoríferas. Supongo que a vosotros también… cuando oléis a un europeo…
—Sabes: vosotros oléis a muerto.
—¡Coño!
—Sí, a animal muerto, en carnicería, cuando le han quitado piel y la sangre y tripas. Entonces que está colgado, entonces huele así.
—Es curioso. Nunca hubiera pensado…
—No importa. Al final te acostumbras, cuando todos huelen así menos tú.
—Es un curioso punto de vista… No nos vendría mal que nos recordaran… que nos hicieran ver las cosas desde otro punto de vista, de vez en cuando.
—Tú siempre piensas mucho. Muchas palabras, demasiadas palabras dentro de cabeza; no te dejan ver las cosas. Es muy sencillo, asunto de olor: los que son muchos pueden más que uno, dicen «Esto bueno, esto malo», pero no siempre tienen razón.
—Lo has… lo has expresado muy bien. Yo también sé lo que es estar en minoría.
—Sí, ya sé que tú eres diferente.
—Querría serlo, pero en realidad no lo soy; no como debiera. Yo… antes te lo quería decir: aquel día, cuando te marchaste enfadado, yo sabía por qué te ibas; había visto a aquéllos… cómo se metían contigo en el vestuario… Ya lo pensé: «Éste no va a aguantar más, se están pasando»; pero, como siempre, procuré alejarme de ellos; y después, cuando iba hacia el elevador, te vi salir camino del parking y… ahora te lo puedo decir; es una suerte que hayamos coincidido aquí, porque me quedé con una sensación muy desagradable, de culpabilidad, por no haberte dicho nada.
—Pero tú no has hecho a mí nada malo.
—¡Pero tampoco te he hecho ningún bien! Aquel día estaba yo solo, ya sabes que siempre salgo del vestuario antes que nadie; no había nadie alrededor, sólo tenía que darte un grito, desviarme unos metros y hablar contigo, decirte… no sé, decirte al menos que lo sentía, que aquellos dos, y el otro, son unos cabrones, y que te lo pensaras, que era injusto, todo, lo que hacían contigo, como te trataban; pero que hay gente, como yo, que eso no… no nos parece bien, que te apoyamos y…
—Pero tú ya me haces bien. Hablas siempre conmigo; hablas normal, como un hombre a otro. Tú eres diferente, yo lo he visto. Otros hablan mentiroso, como hombre a niño, o insultando, como hombre a perro.
—Sí, pero es siempre cuando estamos solos.
—También cuando hay otros. Yo recuerdo…
—Según qué otros. Mira, hace tiempo que… que tengo una preocupación. Yo… yo tengo claras mis ideas, mis convicciones, y en mi vida privada, con mi mujer, pensamos… tenemos muy claro que hay que acoger bien a los que vienen de fuera, tratarlos de igual a igual y ayudarles, porque algunos tienen muchas necesidades. Yo lo hago así en el trato personal, individual, pero a veces… hace tiempo que pienso que no basta con eso, que tengo que ir un poco más allá…
—Entonces qué, ¿me dejas tu casa, y tu mujer?
—Falta que ella quisiera, ¡no sabes cómo es!… No, en serio, a veces oyes a la gente decir unas barbaridades terribles, no sólo aquí, en la mina: por ahí, en la calle; unos comentarios completamente racistas, pero… son tus iguales, mis iguales, el vecino de al lado, un abuelete… los conoces de toda la vida y… no estás de acuerdo con lo que dicen, te das cuenta de que se equivocan, pero… sonríes… Sí, yo lo hago, me pongo la típica sonrisa, una sonrisita de suficiencia, como disculpándoles, como quien disculpa a un niño por su incorrección. Pero no les digo que están equivocados, no intento convencerles. No les explico cuáles son mis ideas al respecto. Y ahora, desde hace un tiempo… creo que no se puede ir así por la vida; creo que los que tenemos las cosas claras tendríamos que hacer campaña, tendríamos que hacer pedagogía. Por lo menos cuando te encuentras de cara con… con la intolerancia y… en realidad, con la ignorancia, porque…
—Momento, momento. Muchas palabras en poco tiempo… pero yo entiendo bien. Tú piensas demasiado. Si pensar mucho las cosas, las cosas vuelven más complicadas. No tienes que preocuparte; tú ya haces bien. Haces más bien con lo que haces, que con lo que no haces.
—Tu lógica es aplastante, pero… si además de lo que ya hago, hiciera lo que todavía no hago pero creo que se debería hacer, entonces aún sería mejor.
—Me estoy mareando. En mi pueblo hacemos un juego así, a los niños, para que se tropiece lengua.
—Mira… has conseguido que me ría. Tú sí que me has hecho un bien.
—Ah, entonces… ¿yo también puedo hacer bien a ti? ¿No tienes tú exclusiva?
—No dominas mucho nuestro idioma… pero te defiendes muy bien. Tengo la impresión de estar recibiendo una lección.
—Tú sí que podrías dar lección, en liceo. Palabras complicadas, pero se entiende todo. ¿Por qué tú trabajas aquí, en fondo de la mina?
—Soy un buen perforador; siempre me han gustado las máquinas…
—Yo pregunto una cosa, tú contestas otra.
—Para mí, este trabajo es casi perfecto. Me dejan en paz; si el túnel avanza al ritmo adecuado nadie se mete conmigo; tengo tiempo para pensar, y la jornada es corta, y además está bien pagado.
—Pero tú has nacido aquí, tus padres nacieron aquí. Los que son como tú están arriba, en las oficinas, cobrando lo mismo por estar sentados, con la calefacción. No bajan en fondo de la mina con peligro de derrumbe.
—Bueno, ahora me toca a mí. ¿Y tú? ¿Por qué estás trabajando aquí? ¿Qué hace un africano trabajando en una explotación aurífera? No me digas que no es complicarse la vida. Aquí la minería está copada por los americanos…
—¿Por qué llaman así, americanos?
—Nunca lo he sabido; desde luego, no por venir de América. Será por lo de la fiebre del oro, o yo qué sé. Pero no nos desviemos del asunto. Ellos dominan el mercado de trabajo en este sector; si dejan algún puesto libre es porque no les queda ninguno de los suyos por colocar.
—Pero ellos también inmigrantes; del mismo país, pero inmigrantes.
—Algunos ya nacieron aquí. Son la segunda generación; sus padres sí que vinieron todos de por allá. Allá estaba la población, la necesidad, y aquí la industria y la riqueza. Fue la primera oleada; pero venían tan necesitados como podéis venir ahora vosotros. Por eso me parece tan inconcebible que… que tengan tan poca memoria. Han conseguido un cierto estatus y ya… ya desprecian al que viene de fuera. No son todos, desde luego, pero… en fin, aquí en la mina tenemos algunos ejemplares bastante significativos.
—Tú quieres decir Álex y sus amigos.
—Sí, la verdad. No entiendo…, me parece demencial lo que hacían contigo, cómo te trataban.
—Oh, no te preocupes. Ellos no están bien. Ellos no contentos, en su vida, y por eso hacen así.
—No sé qué decirte; a veces la crueldad es tan fría, tan gratuita… Eso es lo que da miedo, que no haya una causa clara e identificable. Y al mismo tiempo, en otros aspectos de su vida son capaces de… Hoy mismo, cuando andábamos perdidos buscando la salida, Álex me ha sorprendido. Se ha portado muy bien, ha sido… ha sido muy útil. En realidad… no sé si habríamos salido con bien de no haber sido por él y algún otro tipo, sobre todo uno que se llama César, yo no lo conocía. Pero él y Álex… se han mantenido firmes, han llevado el timón en los momentos delicados. En cambio yo, por ejemplo, he sido más pasivo… no sé… a lo mejor es porque veía que todo iba bien, que ellos lo estaban haciendo bien…
—Hay que dar golpe muy fuerte a una espada, para saber si es buena espada. A veces, al ponerla en el yunque, espada bonita y brillante se rompe. En cambio espada negra y oxidada aguanta los golpes del martillo, y sale mejor que antes. No puedes castigar para siempre por una sola falta.
—De verdad que estoy aprendiendo un montón contigo. Pensaba que me iba a aburrir esperando… y mira… Pero no te creas que me despistas con tus filosofías. No has respondido a mi pregunta, ¿te acuerdas? ¿Por qué te has metido a trabajar en una mina? Y no me digas que es sólo por el sueldo.
—No, el sueldo también, el sueldo es además; pero sobre todo es por el oro.
—¿Por el…? ¿Qué quieres decir?
—Sí, me gusta el oro, me gustan las cosas de oro.
—Pero… ¿y por eso te has metido en una mina de oro?
—Eso es normal. Me gusta el oro, vengo donde hay oro.
—Pero… no es así. Tú… tú llevas algún tiempo trabajando aquí; sabes… sabes cómo funciona esto; esto no es como en el Oeste, en las películas. Aquí no sacamos pepitas de oro; aquí, en realidad, matamos moscas a cañonazos. ¿Que quieres un gramo de oro? Pues saca una tonelada de mineral, y procésala arriba. La cosa funciona así, yo… yo no entiendo mucho, pero… no sé, me parece que…
—Aquí hay oro.
—Sí, en eso tienes toda la razón; es tu lógica aplastante. Pero no puedo evitar… Es como… yo qué sé, como si a ti te gustase mucho la comida, comer los platos más exquisitos, y te conformases con entrar en las cocinas para aspirar el olor. No, menos aún, que el olor a veces alimenta de lo bueno que es.
—A ti preocupan mucho los olores.
—No desvíes la conversación. A ti te gustará el oro; pero lo que es aquí, te aseguro que, no ya tocarlo… es que ni siquiera lo vas a ver.
—Quién sabe.
—¿Cómo que «quién sabe»? ¿Qué insinúas?
—Es como accidente, derrumbamiento. A lo mejor al final es bueno.
—Ahora sí que me he perdido. No entiendo qué relación puede tener una cosa con la otra.
—¿Cómo dices? Habla más alto; no oigo nada.
—Tienes razón. Vamos a estirar un poco las piernas. Ya… ya se me estaba quedando la espalda con la forma de la roca.
—¿A dónde me llevas? Nos hemos alejado mucho; aquí ya no puede haber nadie, créeme; están todos allá, en torno al elevador, esperando noticias.
—No quiero que nadie oiga.
—Tendríamos que hablar a gritos para que nos oyeran.
—Así es bueno. Sólo tú puedes saber.
—Pero ¿qué… narices tengo que saber?
—Yo hice descubierta.
—Descubriste algo.
—Eso. Un día, buscando hueco; buscaba un sitio para esconder herramienta.
—¿Qué quieres decir? ¿Que escondes por ahí la herramienta?
—Pequeña herramienta, mosquetones y eso; sino desaparece, gente del otro turno roba.
—¡Joder, pues vaya gentuza! Me parece que en esta sección no te va mucho mejor que en la nuestra, nunca había oído que…
—Es igual, eso no importante ahora. Lo importante es descubierta. Encontré hueco, pero era agujero; cabía brazo, y dentro estaba…
—¡Espera! ¡Un momento!… ¿Qué es eso?, ¿qué pasa ahí?… Algo pasa, hablan mucho, y todos a la vez…
—Desde aquí yo no entiendo. Tú entiendes mejor.
—Será que llaman a otro grupo, para subir, o… No, espera… hablan del accidente, del derrumbe… Un momento… ¡joder! Se ve que al final hubo alguna víctima… ¡qué putada! Lo deben de haber descubierto ahora. Se lo habrán dicho los de arriba. Bueno… si es eso, ya no se puede hacer nada. Lo siento, pero… no se puede hacer nada… Es igual. Va, rápido, explícame eso del agujero y luego volvemos; que me tienes bien intrigado.
—Metí brazo, y dentro estaba hueco, parecía agujero grande, a lo mejor cueva. Entonces cavé un poco, cuando no pasaba nadie, y después tapé con piedras. Hice así cuatro días, cavando poco, y el cinco ya podía entrar cuerpo, pero muy tarde, ya no podía. Día siguiente entré. ¿Y sabes qué hay dentro?
—No me digas que era un conducto de la ventilación…
—No. Era cueva. Y dentro hay oro. Mucho oro.
—¿Que hay…? ¡Eso no puede ser!
—Yo no soy mentiroso. ¿Por qué quería yo mentir a ti?
—No sé… es que se me hace muy difícil… Y ¿qué… qué quieres decir con eso de que «hay oro»? ¿Está… forma parte de la roca o…?
—Yo quiero que tú veas. No hace falta cavar para coger el oro.
—Un momento, un momento. Dame tiempo para… ¿Quieres llevarme a ese sitio?… ¿Y qué es eso de «coger el oro»?
—Tú lo verás. Entonces convencido. ¿Por qué no tener suerte yo una vez en mi vida? Yo he encontrado oro. Sólo falta sacarlo de mina. Tú me ayudas, y doy a ti también. ¿O prefieres que regale a Álex?
—A ver, un momento, aquí hay varias cosas que… ¿Dónde está eso? Y además…
—Está cerca. Yo he marcado bien. Encontraré.
—Bueno, lo has marcado bien, y ahora lo encuentras en la oscuridad. De acuerdo. Pero yo no podré ver el oro ese que tú dices. ¿O es que tienes una linterna por ahí escondida?
—No hace falta. El oro se ve, hay luz en el oro.
—¡Pero si no hay luz en toda la mina!
—No, no luz eléctrica: el oro da luz, como cuando sale de fragua, pero está frío.
—¡Tío, me lo estás poniendo difícil! Cada vez es más inverosímil todo eso. Aunque… bueno, podría ser; el oro… podría estar impregnado de fósforo, o… o alguna otra sustancia. No es imposible, oí una vez que, no sé dónde… Pero… ¿y cómo estás tan seguro de que es oro eso que viste ahí? Y con una luz que…
—Tienes que verlo. Entonces creer. Entonces Gabriel verdadero.
—Venga. Vamos allá. Te sigo. Malo será que nos llamen ahora para subir. Aunque la verdad es que me da igual, si por mí fuera subiría en el último grupo. No tengo ninguna prisa; lo digo porque si no nos encuentran nos buscarán.
—Entonces mejor deprisa.
—Pero que conste que no te sigo por la codicia. Tengo curiosidad, porque no me lo acabo de creer; soy escéptico por naturaleza; pero aún suponiendo que fuera tal como tú dices, yo no querría sacar ningún beneficio, no querría ni un gramo de ese supuesto oro.
—No quieres meter en líos.
—No, no es eso. O sí que es, pero no exactamente. Digamos que no hay millones que me compensen de la inquietud y las preocupaciones que me generarían, y el hecho de que el oro pertenezca a una gran compañía no es la menor de esas preocupaciones. Y que conste que metería un lingote en cada bolsillo, para ayudarte, eso sí. Pero no me atrae el dinero fácil. Y cuanto mayor sea la cantidad, peor aún.
—Todos quieren tener más dinero.
—Del mismo modo se podría decir que todos se sienten superiores a los que vienen de fuera buscando trabajo.
—Ya sé. Tú eres diferente. Pero yo no pensaba que tan diferente.
—Pues vete acostumbrando. Oye, y ahora que lo pienso, ¿cómo sacarías el oro…? Cualquier cosa que salga de aquí abajo es propiedad de la compañía, y ahora que lo pienso, los vestuarios…
—Ahora lo piensas, ¿verdad? Gabriel tenía razón. Tú dices que nunca veré oro aquí, pero en duchas entramos desnudos, y salimos por otra puerta. Imposible volver; mecanismo de puertas no deja.
—La verdad es que nunca… Yo pensaba que era por las herramientas, para que nadie se llevara nada de la mina.
—Eso. Nada. Ni herramientas… ni oro.
—¿Y entonces, cómo piensas…? ¡Un momento, ahora me doy cuenta! He necesitado media hora de… pero ahora me doy cuenta. El derrumbe, el accidente… Es el día más indicado.
—Tú has comprendido. Nadie nos ve cargar oro, y nadie…
—Nadie registrará a unos héroes que han sobrevivido a una catástrofe, que saldrán del elevador a los brazos de sus mujeres y sus hijos, a las cámaras y los micros de los periodistas, a las ambulancias y los servicios médicos…
—Todo menos duchas. Cuando alguien feliz, no importa sucio.
—Que conste que todavía no me lo creo. Te sigo para sacarte del error, porque pienso que a lo mejor has visto algo que…, vamos, que te has confundido. Y además, ¿dónde está eso? Ya hemos andado un buen trecho.
—Un minuto y tú creerás.
—¿Sabes? Estaba pensando que si esto fuera una película no habría ni cueva, ni oro, ni nada de eso; sino una muerte cruel para mí. Sería una venganza que habías planeado tú para castigarme por mi cobardía, por mi caridad hipócrita de fariseo.
—¡Alto! Es aquí.
Marcos Montes notó que Gabriel se agachaba, y a continuación oyó un entrechocar de piedras, y un ruido como de objetos arrastrados por el suelo.
—Es por aquí —dijo Gabriel cuando cesó su actividad—, yo entro primero, y tú después.
Marcos se agachó con cierta cautela, y cuando llegó al suelo tan sólo alcanzó a tocar los pies de Gabriel, que desaparecían a toda prisa, como si se los tragara la pared de roca. Pero la boca que se los había tragado continuaba abierta. La pared, efectivamente, tenía un agujero. Marcos recorrió con los dedos sus contornos irregulares, mientras tropezaba y se lastimaba en las rodillas con las piedras que Gabriel había apartado para dejar abierta la entrada.
El paso era muy estrecho. Gabriel era un hombre delgado y enjuto, y a Marcos apenas le pasaban los hombros por el hueco. Finalmente lo consiguió con cierta aprensión, cerrando los ojos por el esfuerzo, y por el dolor, y por el polvo molesto e irritante que se desprendía de las paredes. Hasta que de pronto, con las piernas todavía fuera, notó que sus brazos giraban libremente en el interior, sin encontrar obstáculos. Abrió los ojos, y se maravilló al contemplar con toda nitidez el interior rocoso y abovedado de una cueva.