SEGUNDA PARTE

LA PEREGRINACIÓN

Pero se debatió, luchó agónicamente, con un esfuerzo sobrehumano, hasta que consiguió mover, estirar un brazo, y comprobó que su mano emergía de entre los cascotes al aire frío y acariciante de la galería. Escarbó frenéticamente, partiendo de ese único brazo libre, hasta desembarazar su cabeza, el otro brazo y finalmente todo su cuerpo, del posesivo abrazo del mineral.

Marcos Montes tosía dolorosamente, entre convulsiones, y escupía fango y tal vez sangre en cada espasmo, y además estaba ciego. Pero empezaba a invadirle la alegría de haber salvado la vida, de comprobar poco a poco que no tenía nada roto, que el dolor de la pierna remitía convirtiéndose en un calor difuso, que su respiración se normalizaba por momentos y no había sabor de sangre en su boca; que probablemente no estaba ciego sino simplemente a oscuras, porque las luces ya se habían apagado antes del desplome. Entonces recordó que hacía días que pensaba en la posibilidad de un accidente, que hacía días que barajaba y remodelaba esa idea, dándole formas y circunstancias diversas, con una insistencia que iba más allá de la conciencia latente, soterrada, que acompaña la vida de cualquier minero. «Así que era esto —pensó Marcos Montes mientras se palpaba en busca de alguna lesión—, realmente tenía que pasar algo, era inevitable». Y de pronto se sintió alegre al pensar en lo bien parado que había salido, y en lo ventajosa que era su situación, por más incierta que fuera, comparada con las desgracias que había imaginado.

El túnel había quedado cegado, de eso no cabía duda, y la perforadora sepultada bajo lo que un minuto antes era su techo, sus paredes. Marcos recordó las normas básicas que conoce todo minero: alejarse lo antes posible de la zona del derrumbamiento, buscar a los compañeros de equipo o de sección, buscar el elevador más cercano. Empezó a retroceder cautelosamente por la galería, en busca de los raíles de transporte, que empezaban —él lo sabía mejor que nadie— diez metros más allá, en el punto en que habían detenido su trabajo los equipos de iluminación y encarrilado unos días atrás. Después de avanzar con pasos indecisos durante lo que le pareció una eternidad, palpando el aire con las manos, sus pies reconocieron con alivio la breve rampa del talud sobre el que se asentaban los raíles. Ahora ya podía andar con algo más de decisión, siguiendo la infalible referencia de la vía, manteniendo el contacto con el raíl a base de pequeños golpecitos con la puntera de sus botas.

La oscuridad era total, pero su instinto le decía que la falta de luz no venía de sus ojos. Se detuvo un momento y los apretó, se apretó los ojos con los dedos, a través de los párpados, y su cerebro le obsequió con la conocida tormenta de destellos multicolores. «Tiene que haber pasado algo gordo —pensó— para que no llegue el fluido exterior ni el de los generadores… A saber lo que se habrá derrumbado». Pero no quería pensar en eso. De momento estaba entero, y esa evidencia, la sensación de haberse salvado, era más poderosa que la incertidumbre del futuro inmediato, que cualquier reflexión acerca del peligro que había corrido. Nunca, en otros accidentes de diferente índole que había sufrido a lo largo de su vida, se había atormentado pensando en lo que le podía haber ocurrido de haber estado un minuto o un metro más allá de donde estuvo. Su carácter vitalista, la conciencia orgánica de su cuerpo no invulnerable, pero sí resistente, le impedían incurrir en ese tipo de pensamientos.

Siguió avanzando cuidadosamente por la galería, sorteando las vagonetas detenidas aquí y allá, a lo largo de la vía. No parecía que hubiese más derrumbamientos. Marcos caminaba sin separarse del raíl, con las manos extendidas hacia delante, a un ritmo que, imperceptiblemente, se hacía cada vez más rápido, calculando con seguridad la distancia a la que se encontraría la próxima traviesa, previendo la presencia de las vagonetas que recordaba de su caminata en sentido contrario aquella misma mañana.

Se acordó de su mujer, de lo que se estaba gestando en su interior. No había motivo para preocuparse por ella, al menos de momento. Su mujer se levantaba tarde, ya bien entrada la mañana; y por lo tanto a esa hora estaría durmiendo plácidamente. Marcos pensó que los administrativos de la mina sabían que su mujer esperaba un hijo, y que nadie iba a ser tan tonto como para asustarla con una llamada intempestiva. «Sólo la llamarán —pensaba— si la cosa va en serio y ya no queda otro remedio». Pero de momento lo cierto era que él, Marcos Montes, no conocía el verdadero alcance del accidente, ni de otros posibles derrumbamientos, y que por lo tanto no sabía si el problema se solventaría en una hora, o en un día, o acaso en un minuto. Pensó, en definitiva, que haría como siempre había hecho a lo largo de su vida, y que no se preocuparía hasta que no supiera positivamente que había verdaderos motivos para hacerlo.

De pronto, inesperadamente, sus pies tropezaron con algo; lo recorrieron, lo palparon, y acabaron reconociéndolo como el borde de la plataforma giratoria de la primera bifurcación. Se asombró de lo mucho que había tardado en llegar hasta allí, pues sabía que el lugar en el que estaba perforando no distaba más de treinta metros de esa primera plataforma, pero era evidente que caminar a ciegas multiplicaba las dificultades y las distancias. Así pues, estaba en la primera intersección. Allí nacía el túnel en el que trabajaban sus compañeros de equipo. Ni siquiera se molestó en avanzar por el túnel, en buscar sus paredes con el tacto; tan sólo dio un cuarto de vuelta, carraspeó dolorosamente, y lanzó en esa dirección un «¿Hay alguien ahí?» claro y enérgico.

Silencio. Silencio total; el silencio denso y opaco de las profundidades por toda respuesta. «O están todos sepultados —pensó Marcos Montes— o han ido a la sala del elevador a encontrarse con los otros». Ésa era la hipótesis más coherente. El manual de seguridad que les habían leído miles de veces decía que en caso de derrumbamiento o avería eléctrica había que alejarse de las zonas extremas de prospección y buscar el elevador más cercano en espera del retorno del fluido. Allí estarían sus compañeros, junto a los demás equipos que trabajaban en el nivel, esperando que volviera la luz, o que al menos llegara alguna información de arriba.

Nada se podía hacer en una situación como ésa, a dos mil metros de profundidad, excepto reagruparse y esperar. Cualquier esfuerzo, cualquier intento individual de buscar una salida sería inútil y contraproducente. Marcos Montes siguió avanzando por la galería, pensando que la situación en la que se encontraba le liberaba de toda responsabilidad, le privaba en parte de toda inquietud, al dejarle enteramente en manos de fuerzas superiores a su voluntad. Y eso, paradójicamente, le tranquilizaba y le animaba al mismo tiempo.

Había rebasado la segunda bifurcación, y calculaba que ya había recorrido más de la mitad del camino hacia el elevador, cuando empezó a oír las primeras voces; al principio como un murmullo confuso, alternado con silencios que hacían dudar de su realidad, de que no se tratara de una simple ilusión de los sentidos; después, a medida que se acercaba a su origen, ya como voces humanas claramente diferenciadas, algunas conocidas, otras más imprecisas. Marcos sabía que en esa zona no era inhabitual encontrar vagonetas o maquinaria sobre los raíles; por eso recorrió los últimos metros con redoblada cautela y lentitud, y eso hizo que su llegada fuera especialmente sigilosa.

No sabía cuántos hombres habría allí reunidos. Hablaban poco, y entre una frase y otra se producían silencios largos, meditativos. Marcos sabía cuál era el estado de ánimo de aquellos hombres; sabía que estaban expectantes, ansiosos, conteniendo la angustia, renunciando a la rebelión, sin querer mencionar las posibilidades más siniestras que estaban en la mente de todos. Él, en cambio, tenía un sentimiento muy curioso ahora que se había encontrado con sus compañeros: la alegría de haberse salvado se transformaba de pronto en un extraño pudor, como si el solitario accidente y su posterior escapada fuesen un episodio íntimo y en cierta manera sórdido, del que tuviera que avergonzarse. Una voz que le resultaba muy familiar, pero que no consiguió ubicar, sonó de pronto a escasos metros de él.

—Si hubiéramos nacido hace cien años llevaríamos todos una lamparita en la frente, y al menos podríamos ver la cara de gilipollas que se nos ha puesto.

—Habla por ti —respondió otra voz, despertando algunas sonrisas, apenas un breve resoplido.

—Si hubiéramos nacido hace cien años perforaríamos con un pico, trabajaríamos doce horas diarias y probablemente la mitad ya habríamos muerto en algún desplome.

Marcos identificó claramente la última voz que había hablado, su tono pontificador. Incluso en las circunstancias en que se hallaban, el peculiar timbre, las inflexiones, la personalidad que él sabía que se ocultaba detrás de esa voz, le despertaron sentimientos de antipatía y desagrado, como siempre le ocurría. Se produjo un nuevo silencio, más largo que los anteriores. Marcos Montes sintió de pronto el cosquilleo de una tentación: la de permanecer en silencio, sin avisar de su presencia. Era una idea absurda, irracional, pero en aquel momento le resultaba extrañamente atractiva. De pronto, dos voces nuevas, desconocidas para él a pesar de que una de ellas tenía un timbre muy peculiar, una especie de afonía, le distrajeron de sus reflexiones.

—¿Y el comunicador? ¿Sigue mudo?

—Nada. Cero.

—¿Estás seguro?

—¡Joder, tengo la oreja pegada todo el rato! No os preocupéis, que cuando me digan algo ya lo sabréis… ¡Será que yo no tengo ganas de que nos llamen!

—Vale, vale, tranquilo, yo sólo quería… ¡Tampoco hace falta que te pongas así!

—¡Vale ya! —se impuso una tercera voz—. No gastéis energías discutiendo…, las podemos necesitar más adelante.

Un nuevo silencio. Ruido de ropas, alguien que cambia de posición, una inspiración profunda, alguna tos. Luego el silencio.

—¿Estamos todos, verdad? No faltará nadie… —dijo alguien de pronto. Marcos no reconoció la voz, como tampoco reconocía la que replicó a continuación.

—Eso. El que no esté que lo diga.

—No, en serio; no estaría de más que… yo qué sé… que nos numerásemos, o que cada uno dijera su nombre, o… Antes, cuando el temblor, cuando se apagó la luz…, no sé, me pareció oír un ruido. Podría haber habido algún… algo.

—A ver. Todo el mundo sabe con quién estaba trabajando —dijo una tercera voz. Marcos la reconoció, después de un esfuerzo, como perteneciente a alguien del equipo que solía trabajar más cerca del suyo—, hemos venido aquí en grupo, cada uno en su grupo, ¿no es así?… No se ha quedado nadie por el camino.

—Es que… como así, a oscuras…

—A mí me pone nervioso esta oscuridad —apuntó una nueva voz, alguien que no había hablado hasta entonces.

—Pues de momento te va a tocar aguantarte.

«Nadie piensa en mí. No se acuerdan de mí —pensó Marcos Montes—, es lógico; al fin y al cabo es lo que he perseguido durante todos estos meses. Si pones tanto empeño en pasar desapercibido, en que te dejen en paz… corres el peligro de conseguirlo, de que realmente la gente se olvide de que estás ahí».

—¿Y el nuevo? ¿Cómo se llama? Montes… ¿Está aquí Montes?… —dijo una nueva voz, echando por tierra los pensamientos de Marcos—. Estaba excavando, en prolongación, ¿no? ¿O en…?

—O en el culo de la mina, como siempre.

Los dos hombres que acababan de hablar eran de su equipo; Marcos los había reconocido perfectamente. Pero tenía una extraña sensación ahora que había llegado la hora de revelar su presencia. Se sentía cómodo en la posición de convidado invisible que le habían brindado las circunstancias: una posición con un regusto de impunidad, con un morboso cosquilleo de curiosidad ahora que sus compañeros empezaban a hablar de él con inusual libertad. Todavía dudó un momento antes de hablar. La idea de hacerse oír le resultaba, por algún motivo, desagradable, del mismo modo que se le antojaba arduo y fastidioso explicar su accidente.

—Estoy aquí —dijo finalmente después de algún carraspeo, procurando abreviar lo más posible su declaración—. La prolongación de la B 19 se ha derrumbado… Me he salvado por los pelos. Pero estoy bien.

Un silencio latente siguió a sus palabras. «Están sorprendidos —pensó Marcos—, sorprendidos y asustados. Hasta ahora no sabían que hubiese habido derrumbamientos». Iba a añadir que la perforadora había quedado sepultada, cuando una voz nerviosa acaparó la atención de todos los presentes.

—¡Un momento, un momento!… ¡El comunicador!… ¡Callad! —gritó la misma voz sobreponiéndose al murmullo que se había levantado—. ¡Callad, por favor, esto… no puedo oír nada!

En el silencio que gravitó a continuación sobre todo el grupo, un silencio de ansiedad y respiraciones contenidas, se oía tan sólo el ininteligible crepitar del comunicador, interrumpido de vez en cuando por alguna palabra suelta de su portador: un monosílabo, una interjección, retazos sin sentido que no aportaban información alguna.

—Bueno, ya está —dijo éste finalmente, al cabo de la eternidad que puede llegar a contener un minuto.

—¿Ya está? —preguntó alguien—. ¿Ya está qué?

El hombre del comunicador habló calmosamente, sabiéndose portador de una preciosa información. Su tono era bien distinto a la airada irritación que había demostrado hacía unos minutos.

—La avería es grave. Ha habido varios derrumbes y… han deformado la caja del elevador. Está inutilizado; y también ha afectado a los generadores…

—¿Los generadores? ¡Pero si están arriba!

—Lo que se ha roto son las conducciones, los cables que llevan la electricidad. A partir del octavo nivel, toda la mina está sin energía.

—¡Un momento! —añadió el del comunicador, acallando el murmullo que se produjo inmediatamente—. Ha habido derrumbes, pero de momento no se sabe que haya habido ninguna víctima. Lo importante es que tenemos que ir inmediatamente al punto de acopio. Nos van a evacuar a todos por el elevador de extracción, en pequeños grupos; ¡se ve que es el único ascensor que pueden reparar en un tiempo razonable!

El hombre ha terminado hablando a voz en grito, incapaz de contener la oleada de exclamaciones y comentarios.

—¡Por favor, silencio! —dice de pronto otra voz; su entonación serena pero enérgica transmite una extraña autoridad. Marcos no sabe quién es; no reconoce esa voz. Piensa que quien habla así debe de pertenecer a uno de los otros dos equipos allí reunidos, con los que sólo coincide cotidianamente en las duchas, y en el silencioso trayecto del elevador—. ¡A partir de ahora debemos organizarnos muy bien! La pregunta indicada es si pretenden evacuar a toda la mina por ese montacargas.

—Por lo visto sí, en pequeños grupos —confirmó el del comunicador—. La buena noticia es que nosotros seremos los primeros, por estar en el último nivel… De todas formas no saben cuándo podrá estar operativo el elevador. No sabemos cuánto tiempo tendremos que esperar.

—Bueno, vamos para allá de todas formas —habló de nuevo el de la voz serena—, al punto de acopio. Si es tal como ha dicho el compañero, allí también irán a parar los equipos de la otra sección. No somos los únicos en la planta…

—Ni en la mina. ¿Os dais cuenta? Pretenden subir a mil quinientos hombres con esa mierda de plataforma que ni siquiera tiene bloqueo de seguridad. Además… van a tardar un siglo.

Marcos reconoció inmediatamente la voz protestona. Su tono, entre indignado y despectivo, era por lo demás el habitual en su propietario, un tal Fernando Muñoz, el mismo tono que utilizaba para protestar por la dureza de una veta o la calidad de un desayuno.

—Mejor eso que nada —replicó la voz dotada de autoridad—. Nos conviene ponernos en marcha cuanto antes; la sala de acopio está… a unos cuatrocientos metros, y en estas condiciones, a oscuras, no va a ser precisamente un paseo.

—Oye, ¿y quién eres tú, que hablas tan bien? Ni que te hubiéramos votado entre todos para ser el jefe.

De nuevo había hablado el personaje que a Marcos le despertaba mayor antipatía. Su tono era punzante y desagradable, pero el interpelado le contestó con una entonación neutra y serena, que embotaba por sí sola la agresividad de la pregunta.

—Soy César Torrijos, del catorce dieciséis. Soy cargador.

Un breve silencio siguió a la sencilla respuesta. Los cargadores gozaban de gran respeto y consideración en la mina, por la dureza de su trabajo, que se podía considerar cualquier cosa menos privilegiado. Consciente de que eso era lo que estaban pensando en aquel momento todos los presentes, el hombre antipático rompió el silencio de mala gana.

—Mucho gusto —dijo con cierta sorna, claudicando implícitamente—, ya sé quién eres. Yo soy Álex Marín, del catorce once. Habrá que ponerse en marcha.

«Ya está, ya se han olvidado de mí —pensó Marcos Montes mientras empezaba a caminar, rozando otros cuerpos que también se ponían en movimiento—. Nadie me pregunta nada acerca del derrumbamiento. Mejor así. Estaré más tranquilo…, aunque la verdad es que no les falta motivo, a todos estos hombres, para olvidarse de cualquier cosa que no sea su propia vida».

Marcos sabía muy bien lo que estaba en la mente de todos, lo que nadie mencionaba por demasiado terrible o por demasiado obvio, lo que justificaba la distracción o el ensimismamiento, los nervios y las fricciones, las pequeñas peleas que podían saltar, como chispas, en cualquier momento. Más allá del evidente riesgo de nuevos derrumbamientos, de lo precario del sistema con el que iban a ser evacuados, estaba la evidencia de que en la profundidad a la que se encontraban el aire no se renovaba sin la ayuda de las turbinas eléctricas, y que por lo tanto su posibilidad de supervivencia tenía un límite no muy preciso, jamás comprobado hasta sus últimas consecuencias, pero que en ningún caso iría más allá de las cuarenta y ocho horas.

Mecido por el paso lento y monótono, por los roces continuos de los hombros en movimiento de sus compañeros, Marcos Montes olvidó en pocos minutos el asunto de la escasez de oxígeno y se sumió en sus propias meditaciones. Pensó en su mujer. Pensó que, a lo largo del día, se acabaría enterando de lo que pasaba en la mina aunque nadie la llamase, porque el asunto no tardaría en salir en las noticias, y que había un riesgo, que no se podía desdeñar, de que el susto que se llevaría pudiera afectar al embarazo. Pensó que sería un sufrimiento inútil, el que padecería ella, como lo eran todos los que los seres humanos se empecinaban en cultivar anticipando, temiendo desgracias que la mayoría de las veces no llegan a cumplirse. Él no podía sufrir, no se podía preocupar, porque estaba entero, indemne, porque había escapado a un derrumbamiento, y lo único que eso le provocaba era un calmoso optimismo. Era como si los dos kilómetros de roca que les separaban de la superficie amortiguaran las pasiones y los temores, las angustias del mundo exterior con su aire y su sol y sus medios de comunicación, y su ritmo frenético.

Marcos se dejaba llevar, le resultaba agradable avanzar con aquel ritmo pausado pero regular, adormecedor, mecido por el vaivén y el calor del rebaño. Sí, era agradable abandonar toda responsabilidad, toda iniciativa; sentirse guiado, conducido, como cuando era un niño y los llevaban en fila a alguna excursión o simplemente al patio de los juegos. Después de todo, tampoco había más opciones que la que habían elegido; el camino hasta el punto de acopio era obvio y conocido por todos, y aquel individuo, el tal César, parecía un tipo competente, un buen líder para apaciguar las pequeñas trifulcas que se pudieran producir durante el inevitable tiempo de espera, hasta que empezaran a subirlos a la superficie por el elevador de extracción. Marcos era optimista; una íntima convicción, más instintiva que razonada, le decía que todo iría bien, que la evacuación se produciría tal como les habían anunciado. Él sólo intervendría si viese que el rebaño se iba a despeñar, o a tomar un camino equivocado. Sólo entonces dejaría oír su voz, sólo entonces daría su consejo e incluso actuaría hasta donde se lo permitieran sus fuerzas, en defensa de lo que considerase más beneficioso para todos.

Ya no oía nada. Como siempre que conseguía abstraerse realmente en sus pensamientos, el mundo exterior desaparecía, o más bien quedaba oculto, postergado tras un velo espeso y gris, como una fiesta bulliciosa de la que sólo nos llega, en el silencio y el frío del jardín, bajo la luz de las estrellas, un rumor vago y confuso filtrado a través de gruesos muros, de ventanas cerradas con postigos y pesados cortinajes, aunque sabemos que allí dentro hay humo y luces, y el vértigo banal de la belleza y el alcohol. Así rozaban ahora sus sentidos las frases, los comentarios aislados, las bromas, el optimismo impostado, teñido de inquietud, de sus compañeros de marcha, los pequeños choques fortuitos, el olor único y diferenciado de sus cuerpos: como blandos contactos que certificaban su presencia ineludible pero no conseguían atravesar la corteza cerrada, claustral, de su percepción.

Así caminó Marcos Montes un tiempo indeterminado, uno o quince minutos, hasta que un tropiezo más brusco que los anteriores, un cambio en el tono de los comentarios —la evidencia de que por primera vez se había interrumpido la marcha— le obligó a abandonar la tibia seguridad de sus pensamientos y a concentrarse en lo que sucedía a su alrededor.

Algo ocurría allí delante, en la cabeza de la comitiva. Los que abrían la marcha se habían detenido, y detrás de ellos se amontonaban en poco tiempo los cuerpos y las preguntas, con la torpeza y la ansiedad y la exigencia de lo que eran entonces: ciegos sin experiencia.

—¿Qué pasa?… ¿Qué coño pasa ahora? ¿Por qué nos paramos?

—Sí. ¿Qué hay? ¿Quién va delante? ¡Decid algo, joder!

—¡Un momento, por favor! Estoy… estoy intentando… estoy buscando… esto tiene que ser…

No era César Torrijos, ni tampoco Álex, el que de esa forma dubitativa y poco tranquilizadora intentaba contener la curiosidad colectiva, tan próxima a convertirse en ira, en indignación. Tal vez, pensó Marcos, los dos personajes más carismáticos habían optado por diluirse en el interior del grupo durante una marcha que teóricamente no tenía que deparar ninguna sorpresa.

—Este… este tramo es recto, ¿verdad? —habló de nuevo el personaje dubitativo.

—¡Pues claro que es recto! ¿No lo sabes? —exclamó una nueva voz—. Va todo recto hasta la plataforma de distribución… ¿Hemos llegado hasta la plataforma? No puede ser, todavía…

—Está derrumbada, tíos —le interrumpe un nuevo individuo, revelando lo que el otro se obstinaba en ocultar—, lo que pasa es que se ha derrumbado, la galería.

—¡Pero si esta galería está reforzada!

—¡Sí: está sustentada; pusieron bulones, y pilotes!

—Pues se ha hundido. Estoy tocando un bulón, están amontonados… entre los cascotes. Todo esto es mierda: cascotes y arcilla.

—¿Estás seguro?

—¡Que sí, coño! ¡Está jodidamente hundido!

La evidencia produjo unos segundos de silencio atónito y reflexivo. «Si esta galería se ha hundido —pensó Marcos—, no podemos llegar hasta el elevador. No hay otro camino… ¿Qué hacemos entonces?».

—¿Y ahora qué hacemos? —dijo alguien, resumiendo el sentir general.

—Por lo pronto, apartarnos de aquí —habló la voz inconfundible de César Torrijos—, podemos hablarlo unos metros más allá.

—¡Sí, ya salió el listillo, el hombre de orden! Claro, las normas dicen… ¡¿De qué coño sirven ahora las normas…?! ¡Esto estaba reforzado! Lo mismo se derrumba ahora veinte metros más atrás… ¿Por qué te tenemos que hacer caso? ¡Mira adonde nos has traído!

«Se equivoca —pensó entonces Marcos, en sintonía con el murmullo de desaprobación que se alzaba a su alrededor—. ¿Y quién es? No es Álex. No sé quién es».

—Yo no te he traído, nos hemos traído todos, de mutuo acuerdo —replicó César—, y en cuanto a las normas, en mi opinión es ahora cuando más estrictos debemos ser… Quiero decir que debemos mantener la calma. Hace falta un poco de orden, o esto será el caos.

—¡Muy bien! Pues sácame de aquí, señor tranquilo —habló de nuevo el descontento—. ¿Vas a despejar el túnel con el manual de seguridad? ¡Esto es una jodida ratonera; una puta trampa es lo que es! Ya me lo temía desde el principio. Nos engañan, los cabrones de ahí arriba, nos distraen con falsas esperanzas.

Marcos Montes creyó necesario intervenir, en ese preciso momento, ahora que se empezaban a oír voces de aprobación, tímidos comentarios a favor del que había hablado. Iba a decir: «Por favor, escuchemos lo que tiene que decirnos César»; de hecho empezó a decirlo, pero no pasó del «por favor», porque le interrumpió una voz enérgica y decidida, que acabó imponiéndose a la suya:

—Los de arriba no tienen por qué saber que esto se ha derrumbado. No seamos malpensados. El compañero, ¿cómo se llamaba?, César, tiene razón. Tenemos que organizarnos. Y permanecer unidos.

«¡Es Álex!… No creí que lo apoyase —pensó Marcos—. Y lo ha hecho en el momento preciso. Un minuto más y empezarían a salir partidarios del tipo ese».

—A ver… —prosiguió Álex—, ¿alguien… a alguien se le ocurre otra forma de llegar hasta el punto de acopio?

—No hay ningún otro camino —sentenció otra voz.

«Es verdad; no hay ningún otro túnel que lleve hasta allí», pensó Marcos. El corte en el fluido les había dejado a él y a todos aquellos hombres sin el más útil de sus sentidos; se habían convertido en un grupo de ciegos, torpes y vacilantes, que avanzaba a un kilómetro por hora por galerías trazadas a tiralíneas. Pero si algo tenían era precisamente el conocimiento del terreno, pues no hay nada más monótono y previsible, más carente de sorpresas —razonaba Marcos— que el escenario en que uno desempeña su trabajo diario.

—¡Llamemos a los de arriba! —dijo alguien repentinamente—. Que sepan que no podemos llegar al montacargas. Tal vez se decidan a…

—Ya estoy intentando hablar con ellos, desde que nos hemos parado —dijo el que portaba el comunicador, con una serenidad un tanto sombría—, pero aquí no se oye nada…, no… no funciona.

—Ey, ey, un momento —dijo una nueva voz—, pero… ese comunicador… tendrá batería…, está cargado…

—Bueno…

—¡¿Cómo que bueno?! ¡Cabrón! ¡No tiene carga! ¡No lo pusiste a cargar!

—¡Sí que lo puse! Pero… la batería… está agotada, hace días que no aguanta nada.

—¡¿Y no la hiciste cambiar?! ¡Tu obligación es que el comunicador esté siempre…!

—¡Sí que la pedí, la batería! Lo que pasa es que…

—¡Y una mierda la pediste! ¡Nos has jodido a todos, cabrón!

—¡Basta ya! —interrumpió enérgicamente una voz, reconocida después como la de Álex—. ¡No vamos a ganar nada peleándonos! El mal ya está hecho…, es una putada, pero ya no lo podemos cambiar. Reservemos las fuerzas para cuando nos hagan falta.

—Cabrón… —murmuró todavía el hombre enfadado, mientras un silencio pesado y agorero empezó a cristalizar entre sus compañeros. Era un silencio que los separaba e inmovilizaba, que dejaba a cada uno de ellos a solas con su miedo, con la angustiosa certidumbre de que estaban atrapados en una limitada ramificación de túneles, mientras el oxígeno necesario para respirar se iba agotando segundo a segundo. Fue César Torrijos, una vez más, quien rompió ese silencio.

—Bien. Tenemos que organizarnos —dijo, y el solo hecho de oír de nuevo su entonación habitual ya era un alivio—. No podemos hablar con los de arriba; tampoco sabemos si el poder hablar nos habría solucionado algo; pero lo cierto es que estamos solos. Intentemos solucionar el problema nosotros; usemos un poco la cabeza, estrujemos la memoria, o la imaginación. Tiene que haber alguna forma de llegar hasta el punto de acopio.

—Sí, podemos perforar un túnel nuevo. Con picos y palas, como decía aquél, o con las manos, ¡no te fastidia!

—El sentido del humor… mejor para dar ánimos —dijo una voz hasta entonces no oída; una más que venía a sumarse a la facción de los que preferían mantener una actitud positiva.

De nuevo el silencio. A Marcos no se le ocurría ninguna idea. Le parecía —como a buen seguro le ocurría a cada uno de los que estaban allí— que el problema que planteaba César no tenía solución. En cambio, la situación, los últimos acontecimientos, le sugerían otro tipo de reflexiones. «Es curioso… Álex… nunca habría imaginado que reaccionase así. Un tipo tan turbio, tan negativo, alguien que cultiva, que se preocupa de mantener una jerarquía…, un fascista, en realidad, que le hace la vida imposible a cualquiera que…».

—Yo sé cómo… cómo podríamos hacerlo —dijo de pronto una voz que a Marcos le resultó completamente nueva. La voz volvió a enmudecer ante la expectación de todos, como si se hubiera arrepentido de haber hablado, o quisiera que alguien le sacase la información a base de preguntas.

—¿Quién? ¿Quién eres?… ¿Quién ha hablado? —preguntó Álex.

—Soy… Hilario —contestó la voz, con una misteriosa pausa entre las dos palabras.

—Hilario Rodero, del catorce doce; es de mi equipo. Yo soy José Cortés, trazador, del catorce trece.

—A ver, ¿qué idea es ésa? —dijo Álex—. Pero que hable el propio interesado. Mal iremos si el que nos tiene que salvar… En fin, que hable.

Álex dejó la frase en el aire. Pero el aire se quedó mudo.

—Vamos, Hilario —dijo César—, no te cortes, di lo que piensas. No estamos en condiciones de rechazar ninguna propuesta.

—Podemos llegar al elevador de extracción… por… la A 24 —dijo finalmente Hilario con alguna vacilación.

—¿La A 24? ¡Eso está en la otra sección! ¿Cómo quieres llegar a la otra sección? —dijo alguien en tono más divertido que irritado.

—Hay un túnel, un túnel de ventilación…

—¿Un túnel? ¡Un agujero! Y con… no sé cuántas turbinas en el medio.

—No. No hay turbinas.

—¿Cómo no va a haber turbinas entre dos galerías activas? ¡Y la A 24 nada menos!

El individuo que respondía al nombre de Hilario, como tantas veces ocurre con los tímidos, iba ganando seguridad y firmeza, a medida que encontraba una oposición.

—No. No he dicho que el túnel vaya a la A 24 —respondió con una obstinación vagamente ofendida—, he dicho que… que la A 24 lleva hasta el elevador de extracción. El túnel que yo digo comunica… comunica con una adyacente de la A 24.

—Pero igualmente estará ventilada, por muy adyacente que sea —insistió el otro—. Habrá turbinas. Y no las vas a sacar empujando, como quien quita el corcho de una botella. Yo soy mecánico; cada una de las turbinas pesa… más de doscientos kilos, y están clavadas…

—No hay turbinas. La galería… la desestimaron, al poco de empezar.

—¿Y eso?

—La veta era muy pobre, los ingenieros se… se equivocaron.

—Y entonces…

—No llegaron a instalar las turbinas.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—De todas formas… es un agujero. ¿Qué… qué diámetro tiene? Oye, y… ¿y tú cómo sabes todo eso?

—Porque… yo he entrado. Ahí. Muchas veces. Y se llega al otro lado.

—¡¿Que tú… te has…?! ¡No me jodas!

Un terco silencio siguió a la exclamación.

—¿Quieres decir que… que te has arrastrado como un gusano por…? ¡No puede ser! ¡Si casi no se cabe ahí! ¿Y para qué? ¿Cuándo?

Todos esperaban la respuesta de Hilario. Pero ésta no se produjo. Auditivamente, Hilario había desaparecido.

—No contesta porque todo es mentira —dijo con desprecio una nueva voz, alguien que no era el mecánico de antes pero que sin duda pertenecía al mismo equipo—, ¡este tío es un taradito!

—¡Tú te callas, ¿vale?! No tienes derecho a hablarle así.

«Este es el que ha hablado antes, Cortés —pensó Marcos—. Ya había oído hablar de él, un buen trazador… Es curioso, siempre sale en defensa del otro, el tipo raro, Hilario».

—¡Vaya, hombre…, ya saltó el otro! —replicó el despectivo—. ¿Qué pasa? ¿Que tú también entrabas con él? ¡A ver si ahora va a resultar que además sois maricones!

«¿Por qué habrá dicho “además”? —dijo para sí Marcos Montes—. ¿Qué rencores, qué rencillas han ido tejiendo estos hombres, qué largo contencioso han podido alimentar en estos túneles, mientras trabajaban, en las pocas horas que la vida les obliga a coincidir cada día? O acaso no ha habido nunca ningún problema, y ahora, en este momento de tensión, de miedo, afloran sentimientos, antipatías latentes que sólo habían sido fugazmente esbozadas. Tal vez, después de todo, lo mismo podría pensar alguien de mi odio hacia Álex. Es verdad; pensándolo bien no es tan diferente. Al fin y al cabo, yo no he dejado entrever nunca la naturaleza de mis sentimientos, de mis ideas; nunca le he dicho a Álex: “Tío, tú eres un cabrón”, más bien he guardado silencio, me he mantenido alejado, discreto, esforzándome en hacerme invisible, y tal vez eso no se diferencie mucho de darle la razón, de dar por buenos todos sus actos». Marcos se ensimismaba de nuevo en estas reflexiones, pero una voz enérgica y tajante, precisamente la de Álex, le obligó a salir de sus pensamientos.

—¡A ver! ¡Silencio! Ya os partiréis la cara cuando salgamos de aquí, si es que salimos. Ahora hay que currar; currar para intentar salvarse. Aquí el colega ha propuesto una cosa… un poco rara, la verdad, pero de momento es lo único que tenemos. Ya le haremos la vaca si nos ha engañado. Pero de momento… ¿O es que alguien tiene alguna idea mejor?

No hubo respuesta, pero sí un resoplido de desprecio, un bufido corto e irónico. Entonces sonó la voz de César.

—Álex tiene razón.

—Como siempre —rezongó alguien, probablemente el del bufido.

—¡Sí, como siempre! —prosiguió César taxativamente—. Estamos en una situación excepcional, que en nada se parece a los problemas con los que nos enfrentamos cada día. Olvidaos, por lo tanto, de vuestra escala de valores. Ahora mismo, y mientras no se demuestre lo contrario, nuestro hombre más valioso es Hilario. Así que vamos a respetarlo, y a dejarnos guiar por él.

—Yo no lo habría dicho mejor —apuntó Álex—. O sea… que yo seguramente lo habría dicho de pena. A partir de ahora el de los discursos será César.

—¿Cuántos kilos pesas, Hilario? —dijo César—. ¿Me oyes?… Hilario, ¿estás ahí?

—Setenta y cinco —respondió Hilario recelosamente, al cabo de unos segundos.

—¿Y cuánto mides?

—Uno… uno setenta… más o menos.

—Escuchad —dijo entonces César—. Ya habéis oído que este hombre no es muy delgado, y aquí no hay gordos, que yo sepa; arriba, en las oficinas, hay más de uno, pero aquí… nada. Quiero decir que si él pasó por ese agujero, nosotros también podremos pasar. Vamos a dar media vuelta y a seguir a Hilario a la…, ¿dónde está ese agujero?

—En la C 12, al final de todo.

—Pregúntale por qué se metía ahí —se oyó en algún punto indeterminado, en la periferia del grupo, con una mezcla de burla y rebeldía.

La pregunta provocó una oleada de rumores y comentarios en voz baja.

—Sí, es verdad —le secundó una nueva voz—, si tenemos que confiar en ese tío, queremos saber…

—¡Silencio! —le interrumpió tajantemente César—, eso ahora es lo que menos nos importa. Lo que no podemos hacer es estar aquí perdiendo el tiempo. Tenemos que ponernos en marcha inmediatamente. Nos queda un buen trozo. Todos sabemos cómo se llega allí. Y no os preocupéis. Tengo el pálpito de que no nos equivocamos con Hilario.

—Y si no… ¡le hacemos la vaca! —remachó Álex. Pero su broma apenas produjo alguna risa desganada.

«Sí, yo también —dijo para sí Marcos Montes mientras él, y todos los demás, se ponían en marcha—. Yo también creo que Hilario dice la verdad: su historia, él mismo, son lo suficientemente absurdos como para ser ciertos. Y César ha hecho bien en atajar la curiosidad de esos tipos. No es nada tonto… Hilario podría llegar a fallarnos si le acosamos con ese tema. ¿Por qué se metería en ese túnel…? Ya lo han dicho por aquí: hay que reptar como un gusano para avanzar por un agujero de ésos. No sé… es fácil pensar que buscaba algo, algo concreto, alguna turbia satisfacción que justificara semejante esfuerzo. Pero yo creo que no. Creo que yo entiendo el impulso, lo que empujaba a ese hombre a esconderse en un conducto de medio metro de diámetro: era la necesidad de estar solo, la sensación de ser único y singular. Necesitaba, en medio de la rutina unificadora de la jornada laboral, unos minutos que fueran solamente suyos, verdaderamente íntimos, intransferibles; y eso no era capaz de encontrarlo en el interior de su pensamiento; necesitaba una geografía, un espacio real y privado que sólo le perteneciera a él, que sólo él conociera».

Marcos lo entendía muy bien, porque a él le ocurría lo mismo. Pero él sí, él era capaz de refugiarse en su pensamiento. Tenían que darse unas determinadas condiciones, la perforadora tenía que adquirir un ritmo constante y sostenido, una peculiar vibración… entonces sí, el mundo exterior, la fealdad del túnel desaparecían, y ya sólo quedaba su pensamiento moviéndose libremente, como cuando uno está a punto de dormirse y la mente se mueve con levedad, pasando sin esfuerzo, sin control, de un tema a otro. Mientras tanto, una porción de su cerebro, encargada de las funciones «menores», dirigía de forma automática el cabezal de la perforadora, sopesaba la dureza y la inclinación de las vetas del mineral, y orientaba la corona dentada con la inclinación idónea en cada momento para que la perforación tuviera la dirección y la profundidad más adecuadas. Muchas veces había comentado ese hecho a algún amigo, a su mujer, a otros trabajadores. Los más no le creían. Otros le avisaban de los peligros que ese hábito podía entrañar, o dudaban de la productividad que pudiera conseguir en semejantes condiciones. A él le parecía todo lo contrario: su experiencia, la innegable estadística de las cifras, le decía que era precisamente en esos momentos de suave combustión imaginativa —que a veces se prolongaban durante horas seguidas— cuando más eficaz y preciso era en su trabajo.

Mientras la mente de Marcos se perdía en estas reflexiones, él y sus compañeros continuaban avanzando en apretado grupo por las galerías, sumidas en la más completa oscuridad. En realidad ya no avanzaban, sino que ahora, al contrario, retrocedían; se alejaban de la zona de los elevadores que conducían a la superficie, para adentrarse de nuevo en las últimas ramificaciones de la mina, en busca de un estrecho conducto que les permitiera acceder a la otra sección del nivel, a una galería que, después de todo, podría estar tan derrumbada como la que les había cortado el camino hacía unos minutos.

«¿Cuánto tiempo aguantarán estos hombres con una esperanza tan pequeña? —pensaba Marcos—. ¿Cuándo empezarán a desesperarse? De hecho… ya se habría desesperado más de uno si no tuviéramos un liderazgo claro y positivo como el que afortunadamente tenemos, y además doble, lo cual lo hace todavía más sólido. De todas formas… si nos falla ese agujero, esto se ha acabado. ¿Qué esperanza nos podría quedar entonces?… O tal vez sí, tal vez César y Álex serían capaces de hacernos andar otra vez con cualquier pretexto, cualquier otro clavo ardiendo al que nos pudiéramos agarrar los veinte o treinta hombres que debe de haber aquí, para seguir recorriendo las galerías como hormigas ciegas, en vez de quedarnos en un rincón a esperar la muerte, a descansar, a rezar o a maldecir al destino o a los propios compañeros.

»Qué raro… y yo sigo sin angustiarme. No puedo sentir angustia… Será que el golpe me ha afectado a la cabeza —pensó Marcos Montes sonriendo interiormente—. O tal vez es un mecanismo de defensa de mi mente… Puede ser. Si es así, bienvenido sea». Lo cierto es que seguía teniendo la sensación de que su vida no corría peligro, de que todo acabaría bien. Era una sensación muy extraña, como si estuviera viviendo los acontecimientos y al mismo tiempo asistiera a ellos desde fuera; como un mero espectador que disfruta con la intriga, con las sorpresas y los engaños que depara la trama, desde la confortable calidez de una butaca, sabiendo que en cualquier momento se puede levantar y salir a la calle, o ir al frigorífico en busca de una bebida.

«Tal vez es la oscuridad… Y el silencio —pensaba Marcos—; tenemos tan pocas ocasiones en nuestra vida cotidiana, tan pocos momentos de verdadera quietud, sin prisas, sin música, sin ninguna pantalla delante, sin estímulos, sin obligaciones, que cuando lo conseguimos, cuando nos remansamos en uno de esos momentos de paz, la mente lo reconoce, reconoce sensaciones de hace muchos años… Ese sol de la infancia, y los sonidos en la lejanía del paisaje, en otoños y primaveras ya remotos, cuando el mundo era nuevo cada día».

Marcos se siente de nuevo como un colegial, ahora que camina en medio del apretado grupo, entre otros cuerpos, entre hombres que presumen de conocer el camino, que murmuran bravatas de desprecio y rebeldía pero prefieren agruparse en torno a la inconfundible autoridad de los líderes.

Álex había hablado de «hacerle la vaca» a Hilario: una expresión que en el contexto en que se encontraban no era más que una nota de humor destinada a anestesiar la angustia. Pero a Marcos, y más viniendo de un personaje como Álex, la frase le retrotrajo instantánea, fugazmente, a un episodio de la infancia, no olvidado, pero sí arrinconado en la memoria. Y ahora, mientras avanza en la oscuridad de la galería, mecido por la regularidad de sus pasos, por el vaivén de sus pensamientos, el recuerdo vuelve a invadirlo con toda la intensidad de sus sensaciones…

La sensación opresiva de un cielo blanco e invernal, el frío y la quietud del aire, y un rincón en el patio de la escuela, o no, no era en el mismo patio, era en un solar cercano, un lugar prohibido, el escenario delictivo y excluyente de los primeros cigarrillos, de absurdos ritos de iniciación. Y allí, aquel acto triste y sin gracia, con su degradante aspecto de dominación, con su obvio componente sexual, entre las nubecillas de vapor que salían de las bocas, el llanto de la víctima y la rápida refriega, la brutalidad expeditiva de los verdugos y la curiosidad pasiva, tan morbosa como insolidaria, de los invitados al espectáculo. La fugaz visión, entre hombros apretados, superpuestos, del cuerpo desnudo, sorprendentemente blanco y suave, en contraste con la tosquedad cetrina de las manos, el conocido rostro feo y moreno; y la humillación, la ambigua violencia que acaba en suciedad de tierra y saliva, y yerbas arrancadas, y el llanto de la víctima formando surcos en el polvo de las mejillas, mientras las manos —esas manos ásperas de niño pobre— tiran de los pantalones intentando subirlos, trompicando, entre moqueos y maldiciones, entre imprecaciones llorosas lanzadas a unas espaldas que se alejan despectivas, con brutal indiferencia, humillando con el último desprecio: el de considerar a la víctima tan despreciable, tan insignificante, que ni siquiera merece una mirada de reojo, un volver la cabeza por precaución.

En ese momento, mientras caminaba en un extremo del grupo en dirección a la puerta del solar, ocultando su zozobra, reprimiendo las ganas de mirar hacia atrás; en ese momento Marcos oyó un lejano barullo de voces, y se dio cuenta de que algo pasaba a su alrededor.

—¡Os lo dije! ¡Ése tío es un tarado!

Marcos regresó de su ensoñación como el buzo que ha descendido demasiado y tiene que hacer un gran esfuerzo, con brazos y piernas, para salir a la superficie. Se dio cuenta entonces de que llevaban un rato parados y de que se había originado una discusión o algo por el estilo. Por lo poco que pudo oír aquí y allá, a toda prisa, comprendió que habían llegado al lugar en que tenía que estar el famoso túnel, y que éste no aparecía por ningún lado.

—¡Queréis callaros todos de una vez! —se impuso una voz, tan deformada por la ira que Marcos no llegó a distinguirla—. ¡Está aquí! ¡Ha encontrado el agujero!… ¡Joder! ¡No atinaba porque le habéis puesto nervioso con tanta… prisa y tanta mierda!

Las palabras sonaron como un aldabonazo que hizo callar en seco a todos los presentes. Marcos comprendió que había sido Cortés, el trazador, quien había gritado; del mismo modo que ahora era César quien hablaba aprovechando el desconcierto, con un persuasivo énfasis en cada palabra.

—Ahora, por favor, mucha calma. Vamos a organizarnos bien. Lo más lógico es que Hilario, que es quien conoce el terreno, entre el primero y nos diga si los demás podemos pasar. ¿Entendido?… ¿Hay alguien que no esté de acuerdo con la propuesta? Bien —prosiguió César después de un tiempo prudencial—. Hilario entrará primero, y recorrerá todo el túnel…

—¿Y si el tío llega al otro lado, y se larga a toda prisa?

—¿Y si le pasa algo? ¿Y si no puede seguir? ¿Cómo sabremos…?

Las preguntas se atropellaban en la boca de muchos, y cada una provocaba otra nueva; pero Álex hizo oír su voz, y consiguió una vez más captar la atención de aquellos hombres.

—¡Un momento, un momento! No nos pongamos nerviosos —dijo con su característico acento campechano—. A ver, Hilario: ¿cuánto puede medir ese agujero?

—No… no hay problema, se cabe bien.

—No, hombre, no; de largo, ¿cuánto mide de largo?

—¿De largo? No sé… veinte metros, o…

—¡Veinte metros!

—¡Silencio!

—Veinte metros, pero no… no hay problema, puedo ir y volver…

—No nos conviene perder tiempo —atajó entonces César—. Haremos otra cosa; nos mantendremos en contacto. A cada poco dices algo, nos vas informando de cómo está el terreno, para que te oigamos. Lo importante es que no te pares en ningún momento. Para no perder tiempo.

Por unos instantes todos callan, y se produce un silencio latente, una extraña quietud.

—Hilario, ¿aún estás ahí?… ¿Hilario?…

—Ya… ya estoy dentro —contestó Hilario, con una voz que efectivamente sonaba opaca y disminuida.

—¡Joder, qué afición le tiene el tío al agujero ese! —exclamó Álex espontáneamente, desatando las primeras risas verdaderas que se oían en mucho tiempo—. ¿Qué? ¿Ya has avanzado…?

—Unos cuantos metros… De momento está todo bien… Esto está estupendo —iba diciendo Hilario con breves pausas, con la dicción jadeante de quien está realizando un esfuerzo físico.

—No se oye —comentó alguien—, ya casi no se le oye, y no ha hecho más que empezar.

—No, no te creas —dijo entonces César— desde aquí se oye estupendamente, en la boca del agujero. Esto es un tubo, funciona como un auricular.

«Por fin se han callado todos —pensó entonces Marcos Montes—; es lógico, quieren oír de primera mano lo que va diciendo Hilario. Es curioso, ahí están, más unidos que nunca, apiñados en torno a César, pendientes del otro, Hilario, el único que hasta el momento se ha separado del grupo… No sé por qué se aprietan tanto alrededor: yo lo oigo bien, y estoy en la última fila… Sigue avanzando, el tío, y parece que el túnel está intacto».

Marcos tenía razón. Nunca, desde que se agruparon tras el derrumbe, habían estado tan juntos aquellos hombres como en aquel momento. Los cuerpos se apretaban al calor de un interés común, de una esperanza, en una densa atmósfera de olores diferenciados, de tibia humanidad. Y mientras tanto Hilario, sin dejar de reptar por el agujero, hacía oír su voz a cada poco, con una entrega y una vivacidad que nunca había mostrado en una situación normal, en su cotidiana actividad en la mina.

—Bien… Está bien… ¡esto está estupendo! —iba diciendo.

Al final su voz llegaba remota y adelgazada, pero con una extraña nitidez.

—¡Ya está! ¡Estoy al otro lado! —dijo de pronto, y su voz sonaba ahora un poco más fuerte, probablemente porque por primera vez llegaba hasta ellos directamente, sin el obstáculo de su propio cuerpo.

—¡De puta madre! —dijo Álex, coreado instantáneamente por otras exclamaciones similares, espontáneas, incontenibles. Pero César llamó a la calma con su habitual serenidad.

—Muy bien, Hilario. Ahora escucha: investiga un poco por ahí, da unas voces y…

—¿Cómo dices?… No te oigo bien.

—¡Por favor, callad ahora! —protestó César, y luego prosiguió vocalizando exageradamente hacia el interior del agujero—. Te decía que mires si la galería está en buenas condiciones. Investiga un poco y luego nos dices.

—Bien. Voy a mirar —contestó Hilario.

—Ése no vuelve —dijo alguien, más en broma que en serio.

—Lo que es mirar, no va a mirar mucho —apuntó otro.

—Mejor es perder ahora un minuto, y así nos aseguramos… Que recorra al menos unos metros —dijo César con su habitual seriedad—, no sea que salgamos de lo malo… para meternos en algo peor.

Mientras todos esperaban en silencio la reaparición de la voz de Hilario, Marcos Montes se sumió de nuevo en sus reflexiones. «Este César… es un personaje curioso. No tiene sentido del humor, no parece tenerlo. En cambio, esa serenidad, esa… esa lucidez; es como si fuera el perfecto complemento de Álex… Álex me está sorprendiendo».

—He andado un buen trozo…

De nuevo era la voz de Hilario, llegando a través de capas y capas de algodón.

—¿Cómo?…

Varias voces chistaron a un tiempo imponiendo silencio.

—La galería está bien… Parece que está bien. No hay nadie aquí. Deben de haber ido todos hacia el elevador de… de extracción.

—Muy bien, espéranos ahí —dijo César—. Vamos a ir pasando uno a uno.

—¿Uno a uno? —dijo alguien, y la breve pregunta desató una oleada de protestas y comentarios que se superponían unos a otros caóticamente, en un guirigay incomprensible.

—No podemos ir uno pegado al otro. Hay que dar un intervalo.

—¡No, pegados no!

—¿Y quién va primero?

—Di mejor quién se queda último…

—¡A ver, por favor, un poco de silencio! —gritó César, generando una frágil tregua—. Tenéis razón…, hay que organizarse… A ver, ¿cómo lo haremos…?

—Por equipos —propuso Álex.

—¿Y qué equipo va primero?

—A mí me da igual. No me importa quedarme último.

—Yo lo que no quiero es ir en el medio. Mejor de uno en uno; cuando llegue al final, que…

—¿Y quién dice el que va primero y el que va después? ¿César?

—Pues quién si no. O el otro, Álex. ¿Por qué siempre tienen que ser ellos? ¡Joder! ¡Joder! ¡Estoy harto! ¡Harto de que no se vea una mierda!

De nuevo se había producido el caos de las dudas y las protestas.

«Están nerviosos —pensó Marcos Montes—, todo el mundo está nervioso. Es comprensible. La idea de meterse ahí dentro no le hace gracia a nadie. Ya es mucho tiempo el que llevamos metidos en esta oscuridad; y en cuanto a César… César parece que por primera vez está perdiendo un poco los papeles, a lo mejor es que él también está nervioso, que le da miedo meterse ahí…, y Álex…».

—¡Se acabó esta comedia! —atajó Álex en tono autoritario—. Tú, ¿quién eres?

—¡Ay! ¡No hace falta que me aprietes tanto… el codo, me ha pillado en todo el calambre…! Soy Fede Gormaz. Soy del catorce doce.

—¿Me conocías tú? Quiero decir ¿antes de hoy?

—No, no te conocía. A lo mejor de vista, pero aquí…

—Bien. Pues tú vas a escoger a la gente —dijo Álex—. Uno a uno; los coges por el brazo y los metes en el agujero. Al ritmo que te dé la gana… Eso sí, tú irás el último…

—¿El último?

—¿Pero cómo nos va a…? —empezó a preguntar alguien.

—¡Todo el mundo en silencio! ¡Ni una palabra más! Así no sabrá a quién escoge. ¡Y quietecitos! Yo me camuflo por ahí en medio, y César también. A partir de ahora nadie puede hablar hasta que no esté dentro del agujero. Allí sí, ya irá bien que habléis para dar ánimos.

Todo el mundo esperó que Álex dijera algo más. Pero lo que siguió a sus palabras fue el silencio, como si hubiera desaparecido de golpe, dejándolos a todos huérfanos, cada uno responsable de sus actos, cada uno mudo, temiendo romper el mágico equilibrio que se había creado.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa ahí? —se oyó decir a Hilario en la lejanía.

En medio de aquel imponente silencio, Fede tardó un poco en contestar, tal vez el tiempo que le llevó comprender y asumir su nueva responsabilidad, el papel que el destino, inesperadamente, le había deparado.

—Ya… Ya vamos. Enseguida llegará el primero —dijo finalmente, ganando seguridad a cada palabra.

No se oyó nada a continuación, tan sólo un leve ruido de pasos, luego una especie de roce, algún sonido de esfuerzo escapado de una garganta, y poco después las primeras palabras, con la conocida sonoridad opaca, amortiguada, del interior del túnel.

—No está tan mal… Se avanza…, se avanza bien por aquí. ¡Animo chavales!

Marcos Montes conocía al hombre que hablaba desde el túnel. Se llamaba Francisco Pino, y era de su mismo equipo, una de las pocas personas con las que Marcos cruzaba alguna palabra de vez en cuando.

Hace un rato que Marcos Montes está reptando por el agujero de la ventilación, entre un hombre que dice a cada poco «¡Qué asco de túnel!, ¡qué asco!» —un hombre que ha optado por combatir su propio miedo afectando ese hastiado desprecio— y otro que sólo pronuncia de vez en cuando algún monosílabo aislado, voluntarioso, gutural, como el niño que escribe sus primeras letras con esfuerzo mientras atenaza un lápiz demasiado corto y sujeta la lengua entre los dientes.

Marcos tampoco dice nada. Quiso hacer alguna gracia al empezar, para dar ánimos, pero su buen humor era falso e impostado, y no tardó en sentirse ridículo, de modo que al final optó por el silencio. La suya no era, de todas formas, la actitud mayoritaria: una especie de acuerdo tácito y sobreentendido, obligaba a aquellos hombres a romper el silencio y decir algo, preferiblemente positivo, en el momento de entrar en el túnel. Se oyeron comentarios de todo tipo, desde el que aseguraba que se estaba muy bien tumbado ahí dentro, y que se quedaría dormido si no le metieran tanta prisa, hasta el que juraba cambiar de vida si salía con bien de aquello, y no volver a entrar ni en el metro, con tal de no pisar un túnel.

Marcos estaba tan distraído escuchando esos comentarios, que no se enteró muy bien del momento en que le llamaron para entrar en el agujero, o tal vez entró cuando no le tocaba, interpretando como llamada lo que había sido un contacto fortuito de su brazo, con el de alguno de sus compañeros. Poco importaba ya. El caso es que se encontró de pronto arrastrándose por la humedad de la roca, con los hombros comprimidos por su propio peso y los músculos de la nuca trabajando para sostener su cabeza apuntando hacia delante, hacia la salida. La piedra estaba extraña, inusualmente húmeda. Incluso le pareció oír, en aquel primer momento, un rumor de aguas ocultas que fluían por encima de su cabeza, como si el agujero atravesara por debajo de un inconcebible río subterráneo. Estuvo tentado de comentar esa sensación con el hombre que le precedía, con el que se arrastraba detrás de él. Pero al final no lo hizo. Marcos había pensado —mientras esperaba que le llamaran— que podría ser contraproducente hablar dentro de aquel túnel, porque a lo mejor eso aumentaba la sensación de ahogo y apretura; pero luego, cuando ya era tarde para empezar a hablar, comprendió que su idea era equivocada, que habría sido cierto si dispusieran del sentido de la vista, mientras que, en la terrible oscuridad en la que estaban sumidos, la sensación de soledad y desamparo aumentaba con el silencio, y se amortiguaba, en cambio, con el calor de una presencia cercana.

Como le había ido ocurriendo cíclicamente desde el momento del accidente, Marcos empezó a relajarse ahora que su suerte y la de sus compañeros parecía otra vez encarrilada hacia un buen fin. De nuevo le invadía la certeza de que caminaban hacia la salvación; de nuevo encontraba ese extraño placer en dejarse llevar y renunciar a toda lucha, fundiéndose en el grupo como una proteína se disuelve en la tibieza del flujo sanguíneo, empujada a lo largo de venas y arterias por la fuerza de un bombear remoto. Su mente se relajaba de la tensión, y empezaba a desentenderse de los acontecimientos más inmediatos, volando libremente, sumergiéndose en aguas cada vez más profundas.

Paradójicamente, el entorno y las circunstancias le ayudaban a ensimismarse. El estrecho agujero de piedra, lejos de angustiarle, le acogía con su estrechez maternal, vagamente uterina. «Mucho más estrecho es el camino que recorre el feto en el parto —pensaba Marcos—, y en cambio conduce a una nueva vida, a un mundo abierto y lleno de aire; tan abierto, que el niño recién nacido siente nostalgia de la estrechez y el calor del vientre materno». Marcos Montes pensó, por inevitable asociación de ideas, en su hijo todavía no nacido; y recordó que aquella noche había soñado con él, con su hijo, aunque fuera transmutado —por uno de aquellos absurdos mecanismos del sueño— en un mocetón ya bien criado e independiente. Entonces se acordó de que su hijo, en el sueño, le decía que no pasarían seis horas en el interior de la mina, sino muchas más; y ese recuerdo le trajo, como un fogonazo, la certeza de que esas palabras que a la postre habían resultado proféticas tenían alguna relación con algo que había visto en la televisión aquella misma mañana, distraídamente, mientras se preparaba o tomaba el desayuno. Pero, por más que se esforzaba, no conseguía recordar qué imágenes eran aquellas que había visto en el televisor.

El esfuerzo por recordar le resultó molesto, inútilmente desazonador, y Marcos lo apartó de su mente concentrándose por unos momentos en el sencillo ejercicio de reptar por el constreñido lecho de roca, apoyando bajo su pecho los codos y los puños cerrados. De esa forma, los hombros se mantenían a la altura del diámetro horizontal del agujero —el de mayor anchura— y sólo tenía que observar la precaución de no levantar demasiado la cabeza, para no golpeársela con algún saliente de los muchos que había en el conducto, rectilíneo en su dirección pero irregularmente excavado. También, de vez en cuando, hacía una pausa y dejaba caer la cabeza hasta que ésta reposaba sobre la piedra, humedeciéndola y aventando el polvo con su respiración, para así dar un descanso a los entumecidos músculos de la nuca.

Pero incluso de su cuerpo se llegaba a olvidar en algún momento, a pesar de lo incómoda y fatigosa que era su posición. Mientras su mente empezaba a divagar, tenía la inefable sensación de que la roca lo acogía y lo transportaba en su seno, de que eran las irregularidades del túnel las que empujaban sus codos, sus puños, sus rodillas, como si el agujero estuviera en movimiento y le expulsase hacia delante, siempre hacia delante, rodeando su cuerpo, abrazándolo, adaptándose a él.

Se acordó de Marina. Era extraño pensar en ella en ese momento, porque el recuerdo de Marina estaba siempre dormido, olvidado, como si la chica nunca hubiera existido; y sólo renacía en alguna noche insomne, en las vueltas y revueltas que daba su mente cuando se quería dormir y no podía, y la memoria empezaba a pasar revista a toda su vida, rescatando con malvada precisión los episodios más punzantes y conmovedores. Pero ahora, mientras el hueco de la piedra le empujaba hacia delante con su ritmo acompasado, la historia de Marina se aparecía con perfiles suaves y sensaciones agradables, sin la enfermiza nostalgia de otras veces, tan cercana al dolor y al arrepentimiento. Se veía de nuevo caminando por las calles, acompañando a Marina, su figura desgarbada, en el temprano anochecer invernal. La luz de las farolas, de los escaparates de las tiendas, de los faros movedizos de los coches, y Marina a su lado apretando la carpeta y un par de libros contra el pecho, hablando con él de cualquier cosa, de cualquier nadería, daba igual, porque todas las conversaciones eran sabrosas, y cada palabra era sugerente como un poema, como los besos que no se daban. Marina hablándole de las clases de gimnasia, de la ridícula bibliotecaria y su manera de chistar, y mirándole de vez en cuando, fugazmente, a través de sus rizos castaños. Y el pabellón que se acercaba, que estaba cada vez más cerca, inexorable, dispuesto a separarlos un día más; el pabellón, un polideportivo con una luz tristona, el suelo con aquel material sintético que se despegaba, y unos vestuarios con el acre olor de los hombres solos. Frente a su puerta se separaban. Nunca se dieron un beso. Pero no hacía falta; era mejor así. No hacía falta mirarse a los ojos, ni decirse que se querían; no hacía falta mencionar —daba miedo incluso— lo que había entre los dos, lo que les unía y les aislaba de todo lo demás, y les llevaba en vilo hasta las puertas del polideportivo. Lo agradable era hablar, mirarse fugazmente, despedirse, sabiendo que eso, enorme, poderoso, estaba entre los dos ocupándolo todo, iluminando su vida, iluminando las calles que recorrían y después, todavía después, el olor a sudor y lejía del vestuario, la repetida rutina, la cena, los padres, el ojo avizor del hermano, la foto de Marina escondida entre sus papeles, sonriente, fijada para siempre en la emulsión fotosensible. Toda la ternura de que es capaz el fotomatón, una vulgar foto de carné.

—¡Ya está! ¡Ya no queda nadie!

Los hombres están alegres, contentos como niños. Una vez más han rescatado a Marcos de su ensoñación, le han hecho volver a la realidad con sus gritos de júbilo, con sus expresiones de entusiasmo a duras penas contenido: una alegría explosiva, que lleva en sí la rabia y el desquite por todo el miedo que han pasado.

—Y ahora… ¡Que se hunda el agujero ese si quiere!

—¡Joder, Hilario…, qué aficiones más raras tienes! ¡Por nada del mundo volvería yo a meterme ahí!

—Ha habido suerte. Nadie se ha arrugado.

Marcos comprende que la explosión de alegría se debe a que ya han pasado todos al otro lado. Él también ha pasado, y ahora piensa que debían de quedar muy pocos compañeros detrás de él, pues le parece que hace tan sólo un instante aún estaba arrastrándose por el túnel. «De todas formas —reflexiona a continuación—, puede que haya pasado más tiempo del que me parece. Estaba demasiado distraído, con todos esos recuerdos que se me han venido a la cabeza… La verdad es que ni siquiera recuerdo el momento en que salí del agujero y me puse en pie».

—Y todo gracias a Hilario. ¡Quién lo iba a decir!

—No cantéis victoria tan pronto. Todavía hay que llegar a ese elevador.

Marcos ha reconocido la última voz que ha hablado, la que ha dado un toque de atención. Esa voz le resulta extraordinariamente familiar, de modo que llega a la conclusión de que tiene que ser alguien de su equipo, aunque al final no consigue identificarlo con precisión. La voz que suena a continuación sí que es inconfundible. Es la voz de César, y a Marcos le parece que articula las palabras con un cansancio y una lentitud que antes no tenía.

—Vamos a ver, Hilario, ¿conoces… conoces tú esta sección? ¿Dónde… por dónde se va a la unidad de procesado?

—No, la sección no la conozco —responde Hilario—, yo nunca he pasado de aquí, yo… yo sólo sé que el fondo del túnel está para allá, a pocos me…

—Hilario…, no podemos verte, ¿te acuerdas?

—Perdón…, perdón, es verdad. El túnel se acaba a la… sí, eso, a la derecha según se sale del agujero.

—Vale. Entonces hay que ir hacia la izquierda, pero… ¿y después qué?

—Yo… no lo sé —concluye Hilario.

—Yo estuve trabajando aquí, hace unos meses —dice entonces una voz que a Marcos no le resulta conocida.

—¡Sí! Tú eres Toni, ¿verdad? —dice otra voz.

—Sí. Juan Antonio Sánchez.

—Yo soy Raúl.

—Ya lo sé.

—Es verdad, Toni estuvo trabajando en esta sección —dice el tal Raúl con un entusiasmo que resulta un tanto ingenuo—, él sabrá cómo llegar al punto de acopio.

—Estuve por aquí —aclara Toni con un acento algo más escéptico—, unas cuantas semanas. Luego me cambiaron a la B, en la última reestructuración.

—¿Cuánto hace de eso? —pregunta una tercera voz.

—No sé…, ¿cuatro meses? No me acuerdo exactamente —responde Toni en actitud dubitativa.

—Bueno. Cuatro meses —dice entonces César—. No es tanto tiempo. No puede haber cambiado tanto esta sección…, tampoco excavamos tan deprisa.

—Te ha tocado, Toni —interviene entonces Álex—. Señores: hemos cambiado de guía; Hilario pasa a la reserva; ahora es Toni el que lleva el cartelito, no lo pierdan de vista.

—Sí. Sobre todo de vista.

«Como siempre, Álex ha salido al quite en el momento oportuno —piensa Marcos Montes—, ya están todos riendo otra vez. Es curioso… César parece cansado, como si el asunto ya no fuera con él, como si siguiera cumpliendo por obligación con su papel de líder. A lo mejor es que ha pasado mucho miedo en ese agujero… O tal vez no, tal vez lo que pasa es que él, César, no es un líder de forma natural; nunca lo sería en la vida normal, nunca sería un caudillo, y sólo en esta circunstancia tan especial, en la oscuridad, en la desesperación, se ha echado ese terrible peso sobre las espaldas. Y ahora que parece que nos acercamos al final…, ahora, precisamente, empieza a desfallecer».

—¿Qué, Toni? ¿Arrancamos? —dice Álex.

—Sí, claro, vamos, vamos. Supongo… supongo que me orientaré…

Los hombres se ponen de nuevo en marcha. Como ha ocurrido cada vez que han iniciado una de sus peregrinaciones, los mineros se agrupan más estrechamente en este momento, semejando más que nunca un rebaño en su esfuerzo individual y colectivo de no perder el contacto con el grupo. El minero que responde al nombre de Toni arrastra a sus compañeros desde la punta de la aglomeración, como la cabeza de un cometa. Es un hombre cauto, poco dado a los triunfalismos; o tal vez es de los que temen a la decepción, y no quiere entusiasmarse antes de tiempo. Lo cierto es que no han dado ni cuatro pasos cuando hace oír de nuevo su voz para lanzar una advertencia.

—Todavía falta —dice en tono quisquilloso— que no haya por ahí más derrumbes ni más sorpresas.

Marcos Montes se diluye gustosamente en el grupo, que avanza por la oscuridad de la galería. Dos ideas, dos sensaciones dominantes gravitan en su mente y condicionan todos sus actos: una es la impresión de que todo marcha a las mil maravillas, como una maquinaria bien engrasada, sin ninguna necesidad de su esfuerzo o su participación; la otra es la certeza serena y absoluta de que él y sus compañeros se acabarán salvando, y que saldrán a la superficie por medio del elevador de extracción, tal como estaba previsto.

«Ese tipo, Toni, hace bien en mostrarse cauto —dice Marcos para sí, cuando ya llevan un buen rato caminando—, pero tengo la impresión de que esto se acabará antes de lo que ellos se creen, porque ya hemos dejado atrás varias bifurcaciones y aquí no parece que haya ningún derrumbe. Seguramente esta sección está mejor que la nuestra… y ya no debe de faltar mucho para el punto de acopio».

Marcos se da cuenta de que hace un rato que el grupo camina en completo silencio, al tiempo que el ritmo de la caminata parece haberse acelerado progresivamente, imperceptiblemente, de modo que en este momento es mucho más rápido que cuando emprendieron la marcha.

«Sí, ellos también empiezan a ver que el final está cercano —piensa Marcos Montes—. Ellos, todos estos hombres que han contenido durante horas su miedo y su angustia, su ira, su autocompasión, que han acallado con mano férrea su esperanza, empiezan a pensar que tal vez hayan tenido suerte después de todo; que en esta sección no se ve ningún síntoma de derrumbamiento, y ya han recorrido decenas, cientos de metros sin encontrar más obstáculo que las previsibles vagonetas y perforadoras, y que por qué no van a creer, por una vez en su vida, que la fortuna les ha sonreído, y esta noche cenarán en su casa, con sus mujeres y sus hijos».

El convencimiento de que se acercan a su liberación despierta en Marcos un sentimiento ambiguo y agridulce, una sensación de inefable melancolía. Casi le da pena abandonar las profundidades, la acogedora oscuridad que le permitió sumergirse en los recuerdos de su infancia, de su tardía adolescencia; que le ha permitido dejarse llevar y confiar en los hombres, en sus compañeros de cada día, y descubrir entre ellos personas excepcionales, como César Torrijos, o congraciarse con Álex, el tipo al que más odiaba —o al menos eso creía— de entre todos ellos. En semejante estado de ánimo, la idea de emerger por el elevador de extracción hacia la luz agria y cegadora del día casi le resulta desagradable.

Aquí, acogido en el seno de la piedra, pudo recordar a Marina sin el tormento de otras veces, sin pensar en la segunda parte de la historia; evocándola de nuevo desde dentro, como si la estuviera viendo, su piel pálida y pecosa, sus ojos ligeramente oblicuos, su mirada inquieta que se posaba de vez en cuando en la de Marcos, como una mariposa se detiene de repente, ofreciendo durante un segundo el dorado prodigio de su perfección. Y un día Marina le dijo: «Trae, ya te la llevo yo» porque él llevaba siempre una carpeta que se pasaba constantemente de una mano a la otra, que se iba escurriendo bajo su brazo, entorpecido por el peso de la enorme bolsa de deportes que le colgaba en bandolera. Y Marina cogió la carpeta con sus manos blancas y la colocó delante de sus propios papeles, para apretarla directamente contra su pecho, y al hacerlo le miró unos segundos, con desafiante timidez, y la mariposa abrió las alas más que nunca, como si se entregara, y cuando se despidieron y ella le devolvió la carpeta, ésta conservaba una delicada tibieza, y olía a melocotón, el olor de algún suavizante barato que usaría su madre. Pero Marcos besó y acarició la carpeta durante horas, y aspiró ese aroma, y luego el fantasma de ese aroma en cuanto se quedó solo, de regreso a casa, y más tarde aún, en su habitación, cuando estuvo seguro de que su hermano ya dormía.

Por nada del mundo querría que su hermano conociese sus sentimientos, porque un día ya les había visto, a él y a Marina, caminando hacia el pabellón, y durante días se burló de él, y le incordió con toda clase de pullas dando por sentado, aunque Marcos lo negaba acaloradamente —o precisamente por eso—, que Marina era su novia, o algo por el estilo. Y sobre todo le había odiado, al hermano, cuando le dijo con un guiño picaresco: «Ya te lo montas bien, ya: ¡estas delgaditas, después, cuando se destapan, son las más guarronas!».

La voz del hermano todavía resuena en sus oídos, burlona, exagerando, para zaherirle, la vulgaridad de la dicción y las expresiones. Pero de pronto se le superponen otras voces excitadas, acaloradas; unas voces que al principio le parecieron airadas y ahora comprende que son voces de júbilo, y que están celebrando algo. Y solamente cuando descifra el significado completo de algunas frases se da cuenta de que continúa en el fondo de la mina, y son sus compañeros de peregrinación los que están gritando, comunicándose con otros hombres que les hablan y les llaman desde la oscuridad, a unas decenas de metros de distancia.

—¿Está ahí el punto de acopio?

—Sí, claro que sí. ¿Quiénes sois vosotros?

—Venimos de la otra sección, de la B…

—¡¿De la B?!

—Sí, de la B. B de Barcelona.

—Pero… ¡Eso no puede ser! La B ha quedado incomunicada, por un desplome.

—¿Ya lo sabíais?

—Enviamos a unos cuantos a inspeccionar, al ver que no venía nadie. Nos dijeron que la galería se había desplomado, completamente.

—¡Es verdad, estaba derrumbada! —protesta una nueva voz desde la lejanía—. ¿Y por dónde venís?, ¿de verdad sois de la B?

—¡Coño, que sí!

—Os dábamos a todos por muertos. ¿Por dónde habéis venido?

—Es una historia larga de contar… ¿Qué hay del elevador?

—Hace un momento que ha empezado a funcionar. Ya ha salido el primer grupo.

Una explosión de gritos de alegría impide por unos momentos que continúe la conversación.

—¡Un momento, tranquilos! ¿Estáis… estáis bien? ¿Habéis venido todos? ¿No falta ninguno?

—Creo que no. Todavía no hemos tenido tiempo de hacer un recuento como Dios manda, pero…

—¡Joder, tíos, pensábamos que habíais muerto! Nos han dicho desde arriba que habían perdido la comunicación con vosotros. Y al ver el derrumbe…

—El derrumbe no nos pilló. Hemos tenido un problema, digamos que… de baterías, en el comunicador.

—El nuestro tampoco va muy fino. Sólo pueden llamarnos desde arriba. Cuando vuelvan a llamar les diremos que estáis bien. Están organizando ellos los grupos de salida, con las listas que tienen arriba, habrá que decirles que os vayan intercalando. Y ahora en serio, ¿cómo habéis llegado hasta aquí? No se me ocurre…

—Uno de nuestros hombres es aficionado a inspeccionar los conductos de la ventilación. Hay uno que no tiene turbinas.

—¿De verdad? Yo pensaba que todos…

—En realidad nos ha salvado la vida, nuestro hombre. Se llama Hilario Rodero.

—Ya le podréis hacer un buen regalo, ya… Bueno… ahora… parece que por fin podremos estrecharnos la mano… A ver… ¡ahora! ¿Con quién tengo el gusto de hablar? Yo soy Ramón Codinas.

—Soy Álex Marín, y no me metas mano.

—Parece que no habéis perdido el buen humor.

—A la fuerza ahorcan, y además ahora estoy de buen humor, de verdad. Y con ganas de descansar, me perdonarás si no te presento a mis treinta acompañantes.

—¿Sois treinta?

—Más o menos. La gente de tres equipos.

—Aquí somos bastantes más, incluso ahora que ya ha subido el primer grupo.

—Pues no hacéis mucho ruido.

—Nos hemos organizado; cada equipo tiene un portavoz, que es el que habla. Antes… todo el mundo hablaba a un tiempo, y era un follón. Pero sentaos por aquí, y descansad un poco; ahora sólo nos queda esperar.

—Oye, ¿y cuántos suben en cada viaje?

—Quince personas.

—¿Sólo quince?

—Se ve que el motor sólo trabaja con dos fases, y si se recalienta puede ser peor. De todas formas, en unas horas estaremos todos arriba… Si tus hombres no nos vuelven locos a base de gritos.

—Los chicos están contentos.

«Sí —piensa Marcos Montes—, los hombres… los chicos… Los hombres se comportan como niños cuando van en grupo… En la escuela, luego en el servicio militar, más tarde en la fábrica, o en la mina; en realidad es siempre lo mismo. Solamente cuando está solo, en la singularidad, se comporta el hombre como un ser adulto. Por eso los líderes surgen siempre de forma tan natural, como si fueran aclamados por unanimidad, porque son los que demuestran un comportamiento más individual. Son los que crean las normas en vez de seguirlas».

Marcos piensa en César, en cómo se ha eclipsado discretamente en la última parte de la peregrinación, dejándole a Álex la responsabilidad de llevar la voz cantante. «Seguro que está sentado, descansando —piensa Marcos—, disfrutando de la discreción y el anonimato que le proporciona la oscuridad». Marcos hace lo mismo; busca a tientas una pared; al final da con ella, y se deja resbalar hasta quedar sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la roca. Cuando ya se ha sentado se da cuenta de que a un lado y otro hay más hombres, probablemente sentados en la misma actitud que él. No hablan, han optado como él, o como César, por el silencio, pero Marcos intuye su presencia, la percibe en el sonido de sus respiraciones, del arrastrar de un pie o una mano, de sus olores penetrantes y diferenciados.

Un poco más lejos, en cambio, se produce una animada conversación. Son los hombres de su grupo, alguno incluso de su mismo equipo. Marcos oye distraídamente, le parece que alguien insiste, con cierta vehemencia, en que hagan un recuento, mientras que otro le contradice y menciona las listas, habla de los de arriba… Pero Marcos ya no presta atención. Se da cuenta en ese momento de que ha pensado muy pocas veces en su mujer, o en su futuro hijo, en todo el tiempo que ha durado su ciego deambular por las galerías. Está pensando en eso, intentando razonar ese extraño olvido, cuando una ligera ráfaga de aire le trae un olor muy peculiar que procede de su izquierda, el lado en el que sus anónimos acompañantes se mostraban más silenciosos. Marcos gira la cabeza en esa dirección y ensancha las fosas nasales, procurando silenciar su esfuerzo olfativo.

—¿Gabriel?… ¿Está aquí Gabriel? —dice al cabo de un rato.

—Sí, soy Gabriel —responde una voz con un acento muy característico, que Marcos reconoce al instante—, y tú eres Marcos, ¿verdad?