La gente empezó a desfilar pasillo abajo en cuanto vio el «FIN» en la pantalla, pero nosotros nos quedamos escuchando la música y mirando los dibujos que acompañaban a los títulos de crédito, que eran muy buenos, más artísticos y elaborados que los del resto de la película. Bien es verdad que el niño se había dormido, en los últimos minutos, y el temor a despertarlo al tomarlo en brazos nos hizo posponer lo más posible el momento de recoger todos los trastos y abandonar el cine.
El niño no se despertó, pero al final salimos cuando ya no quedaba nadie en la sala. Cargados, yo con el niño y Marga con las bolsas, bajamos por la rampa enmoquetada y salimos al pasillo en el que desembocaban las otras salas: una amplia galería con mucha luz y el suelo encerado, flanqueada por espectaculares carteles de los últimos estrenos. Todo el mundo había salido ya; tan sólo vimos a un empleado del cine que desaparecía por la rampa de acceso a una de las salas, empujando un carrito con algunos útiles de limpieza.
Fuera del cine, en el enorme vestíbulo del centro comercial, los bares y restaurantes, los escaparates, estaban profusamente iluminados; pero se veía muy poco movimiento: algunos de los locales estaban completamente desiertos, en una extraña quietud; y en otros, los últimos clientes pagaban apresuradamente, o corrían hacia las escaleras mecánicas, en dirección a la planta baja.
También nosotros bajamos, pasando junto a una tienda de chucherías completamente acristalada, que exhibía para nadie su colorido brillante y chillón. «Qué desierto está esto», dijo Marga; y yo pensé en lo inútil que parecía todo aquel gasto de luz y de escaparates, aquel derroche de espacio y arquitectura, para las tres o cuatro personas que quedaban allí, y que además parecían decididas a abandonar el lugar cuanto antes, pues los últimos clientes se encaminaban ya a la gran puerta que daba a la calle. Pensé que el domingo por la noche la gente está acobardada, con la mente puesta en el trabajo, en el madrugón de mañana, y que por eso se recoge tan temprano, más incluso que cualquier otro día.
Después me di cuenta de que —por mucho que fuera domingo— todavía quedaba la última sesión de los cines, y que era muy raro que no hubiéramos visto a nadie en las taquillas, ni esperando para entrar en las salas. Consulté mi reloj, y vi que eran poco más de las nueve, y aceleré el paso involuntariamente, sin reparar en que el niño podía despertarse con aquel traqueteo, y que Marga iba cargada con las bolsas y apenas podía seguirme.
Por fin llegamos a la puerta de la calle, que era de las que se abren y se cierran automáticamente, en medio de una gran superficie acristalada. El cristal era oscuro, y a causa del contraste con la fuerte iluminación del interior, no se veía en su negra superficie, llena de reflejos, nada de lo había al otro lado.
La puerta se mantuvo unos segundos cerrada, a un palmo de mi nariz, y después se abrió. Esbocé una sonrisa. No sólo pude ver —libre ya del velo que representaba el cristal ahumado— que en el exterior todavía quedaba algo de luz diurna, sino que además descubrí que en la calle había una gran animación, y que toda la gente que faltaba en el centro comercial parecía haberse reunido allí fuera, charlando animadamente en infinidad de corrillos. Después me di cuenta de que todas las conversaciones tenían un denominador común: el tono inquieto, agitado, entre conspirador y atemorizado. Vi que la gente hablaba nerviosamente, con vehemencia, o se sumía en reflexivos silencios; vi que en todos los rostros había desconcierto e incertidumbre. Miré algunas caras, intencionadamente, buscando la expresión de los ojos, y me encontré con miradas interrogantes, angustiadas, ansiosas a su vez por encontrar en la mía una respuesta. Entonces me acordé de que en el cine se habían producido algunas deserciones durante la proyección de la película: gente que abandonaba la sala repentinamente, tal vez de forma algo precipitada. En aquel momento me resultó un tanto extraño, porque la cosa se repitió tres o cuatro veces, pero lo interpreté como una simple falta de respeto, y volví a sumirme en la trama de la película.
Pero ahora, viendo la actitud de las personas que estaban en la calle, aquellos avisos adquirían una significación especial. Yo avanzaba instintivamente en dirección al coche; pero había disminuido el paso sin darme cuenta, refrenado por la visión de los corrillos, como avanzaría el superviviente —todavía bajo el peligro de un nuevo bombardeo— entre los restos de las víctimas recientes. Marga tropezaba con mi espalda; me di cuenta entonces de su presencia, de que caminaba como yo mirando a derecha e izquierda, sin atreverse a echar a correr, sin atreverse a preguntar nada. Apreté al niño contra mi cuerpo. Algunas miradas femeninas se posaban unos instantes en el pequeño, con angustiada conmiseración. «Luis…», dijo Marga, con un tono apocado, suplicante. Pero no dijo nada más. Se había parado, mirando hacia la parte baja de la calle, que ascendía en pendiente en dirección al cine. Allí, en le cruce con otra calle más ancha, se amontonaban los coches que salían del parking del centro, y se empezaban a oír ya los primeros pitidos nerviosos, insistentes.
El centro comercial está en un polígono de las afueras, con grandes descampados. Yo miré inmediatamente en la otra dirección, hacia la zona en que había dejado el coche, y vi que allí no había ningún atasco. Aceleré el paso, y Marga volvió a decir mi nombre, en el mismo tono suplicante, casi lloriqueante, de la primera ocasión. Pero no añadía nada después de la súplica. Era como si no se atreviera a decir nada, como si temiera despertar el horror por el solo hecho de nombrarlo. Un coche arrancó de pronto, cambió de dirección en la calle con una maniobra apresurada y bamboleante, y se alejó con un creciente bramido del motor, remontando brutalmente la acera para sortear a los transeúntes.
Yo avancé a partir de ese momento con una terca determinación. Casi ni oía las súplicas de Marga, cada vez más llorosas, más apagadas. O tal vez es que no las oía, que Marga no decía nada, y lo que percibía yo era su actitud, su derrota, sus dificultades para seguirme. Me pareció ver, en los últimos grupos que dejábamos atrás, una coincidencia en la dirección de las miradas, dirigidas hacia el poniente. Sin dejar de caminar a toda prisa, miré en esa dirección buscando la respuesta, el origen de lo que había ocurrido, fuese lo que fuese. Sobre el horizonte cercano de unos cerros se extendían nubes horizontales, confusas, de un naranja apagado, que a mí me pareció sucio y sulfuroso. Pero las nubes estaban quietas, unas nubes crepusculares, caliginosas, de principios de verano.
Llegamos al coche. Era el único que quedaba en la acera. Con movimientos rápidos, resolutivos, abrí las puertas y empecé a acomodar al niño en la sillita. «Luis… ¿No deberíamos…?», insinuó Marga. «¡Sube, rápido, nos vamos —dije yo sin mirarla, sin dejar de actuar—, nos vamos a casa!».
Cerré con un portazo, y metí la llave en el contacto mientras Marga decía: «Luis, por favor…, ¡enciende la radio!».
El cierre centralizado del coche había abierto las puertas hacía apenas un minuto, pero ahora el coche no arrancaba: la llave de contacto giraba una y otra vez sin producir ninguna reacción, en medio de un opresivo silencio. Tampoco funcionaba la radio. No funcionaba nada. Poco después me di cuenta de que las luces de las farolas se habían apagado, y las del centro comercial, y las de todos los coches; y nos hallábamos enfrentados a la luz moribunda y engañosa del anochecer, sin un faro, sin una luz sobre la tierra, como en las noches terribles de la prehistoria.