EL GLOBO EN
FORMA DE CABALLITO

Ya se acababan las fiestas cuando mi hermana y su marido le compraron al niño el globo en forma de caballito. Era el último día que estaban todas aquellas casetas y atracciones en el descampado. Si lo hubieran dejado para otro momento, si no se hubieran parado en el puesto de aquel feriante, el globo nunca habría entrado en nuestra casa, y yo no me vería sumido en la agonía y el sobresalto constante en que se ha convertido mi vida desde hace algún tiempo. Pero al final se decidieron, después de una breve deliberación a espaldas del niño, y le concedieron el capricho que durante todas las fiestas les había estado pidiendo. Bajo la turbia mirada del feriante, el niño dudó y vaciló durante un buen rato, cogió y volvió a soltar un cordel, y luego otro, y al final escogió un globo, uno de los más feos, con la forma de un caballo de color marrón, atado al cordel por una de sus patas.

Yo me ofrecí a pagar el globo, aunque mi cuñado se negó y acabó pagando él, y después, de vuelta a casa, jugué con el niño y con su nuevo regalo, y el pequeño se reía sin parar, encantado de que le repitiera una y otra vez la misma broma, una pantomima en la que simulaba que el globo se me escapaba, cuando en realidad lo había atado discretamente, por el extremo del cordel, a un ojal de mi camisa. «¿Qué te dije yo? Desde la última vez está mucho mejor», dijo mi hermana en voz baja, pensando que yo, por estar riéndome con el niño, no lo iba a oír. Pero yo lo oí, como también vi la mueca de escepticismo de mi cuñado.

Es muy fácil hacer reír a un niño, ganarte su simpatía; basta con jugar con él, de verdad, a plena dedicación, aunque sólo sea durante un cuarto de hora. Yo jugué con el niño porque sabía que a ellos les iba a gustar. Aunque lo cierto es que desde el primer momento tuve que disimular la antipatía que me inspiraba el globo en forma de caballito. Había algo en su obesa hinchazón, en la tosquedad con que estaba resuelta la forma de las patas, de las pezuñas, que me causaba una inefable repulsión. Estos globos no son como los de toda la vida, como los clásicos globos de forma ovoide de mi infancia: ahora los hacen con las formas más caprichosas, y de un material que no es elástico, una fina película brillante como de papel de plata. Debe de ser esta característica del material lo que obliga a confeccionarlos en dos mitades simétricas, unidas por una tosca junta que sobresale en forma de rebaba por todo el perímetro del globo, que tiene ya, antes de estar hinchado, su contorno y sus dimensiones definitivas. Al final el niño se cansó y lo sentaron en el cochecito, y después, ya cerca de casa, se quedó dormido.

Atado al cochecito, como un animal doméstico bien alimentado, con su flamante color avellana, el caballito se balanceaba serenamente, mostrándome a ratos su ojo inmóvil, tensado en superficie curva, un ojo grande y negro y lleno de brillos, pintado con ingenua minuciosidad. Cuando, al llegar a casa, ayudé a mi cuñado a subir el cochecito por las escaleras, para que el niño no se despertara, el globo se paseaba en torno a mi cara con un roce suave y electrizado, como el de un gato.

Pero en cuanto entramos en el piso, yo volví a salir para pasear un rato en solitario, desoyendo las voces de mi hermana, que me hablaba de la cena y de llaves y de dinero. Paseé durante horas. Pensé que el globo estaría encerrado en la habitación del niño, con el resto de sus juguetes, y volví a casa cuando sabía que ya todos estaban durmiendo.

Por supuesto que llevaba las llaves. Abrí cuidadosamente la puerta del recibidor. Todo estaba en silencio, como yo había supuesto. Pero al encender la luz di un respingo al ver algo que se movía allí dentro, a mi izquierda. Era el globo, era el globo en forma de caballito, con el brillo de sus bridas de oropel y sus crines rubias, sin relieve, pintadas groseramente en el cuello; era el globo que se movía con extraña levedad, impulsado por el aire que había agitado al abrir la puerta, con sus patitas de pezuñas afiladas que recordaban a las de un insecto. Se había quedado allí, atado al cochecito, nadie se había molestado en quitarlo. Pegado a la pared opuesta, crucé el recibidor y me encerré directamente en mi habitación. No había cenado nada, pero afortunadamente estaba muy cansado y me dormí enseguida.

Al día siguiente, el niño jugó un rato con el globo y después lo olvidó en una esquina de la sala de estar. No lo miré directamente, pero por lo que pude ver por el rabillo del ojo era evidente que se había quedado pegado al techo. Allí, plano, horizontal, con todo un costado en contacto con las placas del falso techo, era una desagradable mancha marrón de la que colgaba un hilo blanco que el niño no alcanzaría a coger, pero que bien podía rozar en la cara a una persona adulta. Esperé que mi hermana, obsesionada siempre por la limpieza, lo apartara de allí para encerrarlo en algún lugar seguro, como hace con otros juguetes que esconde durante meses para ofrecérselos de nuevo al niño, cuando éste ya ni se acuerda de ellos. Pero cada vez que volvía de alguno de mis paseos el globo estaba ahí, cada día en un sitio diferente de la casa, asustándome con su desagradable presencia inmóvil, inquietante, como una araña gigantesca que correteara por el techo mientras no había nadie en la casa.

Transcurrieron así varios días. Nadie parecía percatarse de aquella presencia invasora, a nadie parecía molestarle que aquel cuerpo hinchado y marrón flotase sobre nuestras cabezas: ¡era como si sólo yo pudiera verlo, como si solamente yo comprendiese su naturaleza maléfica y amenazante! Pero él sí que nos veía, con el brillo húmedo y burlón de su ojo repleto y satinado, dirigido a la incauta familia que hormigueaba allá abajo.

Un día no pude más y lo dije. Aquel día el monstruo estaba especialmente cercano a la mesa en donde estábamos comiendo. «¡Es que nadie se va a llevar esa cosa de una maldita vez!», grité de pronto. Supongo que fui un poco brusco, que ninguno de ellos esperaba una intervención así en aquel momento. Después, por la tarde, mi hermana me llamó aparte y me habló con aquella cara angustiada y suplicante que tan molesta me resultaba. Me preguntó si había dejado de tomar las pastillas. ¡Se preocupaban por mí! ¡Para ellos el problema era yo y no el globo en forma de caballito! Ni siquiera se preocuparon de apartarlo. No se daban cuenta de que el globo había perdido parte de su plenitud, que estaba ligeramente deshinchado, arrugado, y amenazaba con caerse, y se fijaba al techo de forma cada vez más insegura, de modo que la más leve corriente de aire hacía ondear su superficie, como si una respiración pausada y profunda lo animase.

Pero aquella situación de relativa calma se iba a acabar muy pronto. Pocos días después, al volver de uno de mis paseos, no vi el globo por ningún lado. No había nadie en casa, todo estaba quieto y silencioso; probablemente mi hermana estaba en la terraza ocupada con la lavadora. Era una agradable mañana de otoño, tibia y soleada. Por las ventanas abiertas de par en par entraba la luz, a raudales, y una brisa leve y templada que resultaba muy agradable. Estaba pensando que a lo mejor el globo se había escapado por la ventana, cuando de pronto oí una risita estremecedora, chirriante y sofocada como la de un anciano. Me estremecí hasta la raíz de cada uno de mis cabellos, recorrido por una oleada de terror que me hizo saltar el corazón dentro del pecho. Era la risita del caballo; el caballo se reía de mí a sabiendas de mi miedo y mi impotencia. Ahora estaba de pie, en posición rampante, tocando el techo solamente con la coronilla, en donde se insinuaba la forma de sus toscas orejas. Es verdad que pudo quedar en esa posición al escasear el gas que lo elevaba, al acumularse en la zona de la cabeza, contrapesando por el hilo que le colgaba de la pata, en el extremo opuesto. Es verdad que la risa pudo ser el resultado del roce de la rebaba perimetral —la grosera costura que lo rodeaba— contra el yeso del techo, empujado el globo por la brisa suave que circulaba por la casa. Pero yo sabía que aquella risita era intencionada y que iba dirigida solamente a mí, en tono de burla y de reto, como era afectado e insolente el suave caracoleo de su desplazamiento lateral. Volví a salir de casa precipitadamente. Fue en aquel momento cuando decidí acabar con él.

Estuve paseando durante horas, preparando minuciosamente mi plan para que no quedara ningún cabo suelto, para que no pudiera detenerme en el último momento alguna reacción, alguna treta de aquella bestia abominable. La gente que se cruzaba conmigo por la calle me miraba con esa mirada que conozco tan bien. Tuve que hacer un esfuerzo para disimular, para parecer tan necio y despreocupado como ellos cuando entré en la tienda para comprar el cuchillo. Mi plan era perfecto. En casa los cuchillos estaban bajo llave, aunque yo sabía, de todas formas, cómo acceder a ellos. Pero las manipulaciones que para alcanzarlos serían necesarias podrían poner sobre aviso a la bestia, o tal vez a mi hermana. En cambio, de esta manera iría directo hacia mi objetivo, sin levantar sospechas, y sólo en el último momento me sacaría el arma de la manga —ensayé unas cuantas veces la forma de hacerlo— y la usaría de manera rápida y contundente, sin la menor vacilación.

Entré en la casa. Sólo se oía ruido en la cocina, donde mi hermana debía de estar trabajando, pero como la puerta estaba cerrada me fui derecho a la sala de estar, precipitadamente, seguro de no ser visto, empuñando el cuchillo que había sacado casi sin darme cuenta, mientras el corazón me latía en el pecho desaforadamente, como si me fuera a estallar. Con una última zancada atravesé la puerta, y entonces me paré en seco. Lo que vi al fondo de la sala, en la esquina de la librería, me heló la sangre de las venas. El niño estaba jugando con el globo. ¡Después de todas aquellas semanas sin hacerle caso, ahora se ponía a jugar con él, lo abrazaba, lo estrujaba como si quisiera devolverle su plenitud, en una incauta promiscuidad! Corrí hacia ellos y, venciendo el miedo y la repulsión, intenté separarlo del monstruo, pero el niño se aferraba a él y empezó a gritar, y entonces oí un batir de puertas, unos pasos precipitados a mi espalda, y era mi hermana, y su marido, que corrían hacia nosotros con gesto horrorizado, y yo pensé que sí, que por fin habían comprendido y venían a ayudarme, a librar al niño de aquel monstruo. Pero de pronto noté un terrible golpe en la cabeza, y el peso de un cuerpo que intentaba inmovilizarme, que me seguía golpeando, y yo gritaba que me soltaran, que era al caballo, al caballo, al que había que matar, pero nadie me hacía caso, y de pronto apareció más gente, vecinos de la escalera, un montón de gente, y todos se abalanzaban sobre mí y me aplastaban con un peso cada vez mayor, y me apretaban la cabeza contra el suelo y me retorcían el brazo, y todavía pude ver, antes de perder el conocimiento, cómo mi hermana abrazaba al niño, todavía lloroso, y al hacerlo apretaban el globo en forma de caballito, que había quedado entre los dos, y el poco gas que le quedaba se acumulaba en la cabeza que ahora se hinchaba plena, saludable y satisfecha, mirándome con su ojo resabiado y burlón.