Vi por primera vez la casa en la ladera a principios del verano, una tarde, cuando volvía del trabajo. Al salir de una curva que había trazado antes miles de veces, una curva por la que paso cada día en mi rutinario recorrido de ida y vuelta, mi mirada se desvió hacia el declive boscoso y la vi durante unos instantes con todo detalle, con extraordinaria nitidez, hasta que el trazado de la carretera y la necesidad de atender a la conducción me la ocultaron de nuevo.
Era la primera tarde soleada después de dos o tres días de lluvia yo había abierto las ventanillas del coche, y el viento del norte —el mismo que se había llevado las nubes— daba al aire una luminosidad y una transparencia fuera de lo común, y una fresca tibieza que resultaba muy agradable bajo aquel sol caliente, ya de pleno verano. Consigno todas estas circunstancias para que se entienda que la visión de la casa quedó grabada en mi memoria con una gran luminosidad y colorido, como si se tratase de una postal.
Nunca había visto en la vegetación que cubre esa montaña —en realidad tan sólo un cerro— más que el monótono pinar, tan habitual en nuestros montes, y que además ralea progresivamente a medida que descendemos, de modo que a la altura de la carretera ya se transforma en viñedos y amplias zonas de matorral, con olivos y algunos otros frutales resecos, desperdigados. Pero aquel día, la peculiar perspectiva que ofrece aquella curva me mostró la casa que hasta entonces no había visto, como una edificación rústica, apenas una cabaña de pastores construida con la misma piedra ocre que se encuentra en la montaña, formada por dos cuerpos de los que sólo se veía una pared, la arista de una esquina, el naranja mohoso de las tejas de un tejado a dos aguas, coronado por una ingenua chimenea medio torcida; y todo ello rodeado por el elástico flamear de los ramajes superpuesto, por los diferentes tonos de verde brillante y recién lavado, agitado por el viento que removía el negro severo y tupido de los robles, que arrancaba a los austeros olivos una sonrisa de plata del reverso de las hojas.
Había pasado por allí miles de veces y nunca había reparado en la presencia del edificio. Pero no me extrañó la intensidad inesperada del jamais vu. Comprendí que la luz peculiar de aquel momento preciso, la intensidad del viento, la casual dirección de mi mirada, me habían mostrado aquello que habitualmente permanecía mudo y apagado, mimetizado con el entorno, incapaz de desviar mi atención atenta a la carretera.
Ya aquella primera vez tuve el impulso de parar el coche a un lado y bajarme para contemplar la casa sin la premura de la conducción. Pero aquel tramo de la carretera es muy estrecho y revirado, sin cunetas, de modo que seguí adelante sin poder hacer otra cosa, aunque mi marcha se había ralentizado y conducía distraído, con las retinas impresionadas todavía por la luminosidad de la visión que tan fugazmente se me había ofrecido. Más adelante vi un sitio donde parar, en una breve recta que dista poco más de un centenar de metros, pero me dio pereza dejar el coche y desandar toda aquella distancia, y además pensé que perdería bastante tiempo con ese absurdo capricho, tal vez un cuarto de hora que trastornaría —razoné en aquel momento— el programa que minuciosamente había planeado para aquella tarde.
De modo que seguí adelante, disfrutando de la tibieza del aire que se colaba por las ventanillas, aceptando la renuncia —una más que sumar a la vida de adulto— reflexionando acerca de lo inamovible de nuestras rutinas, de lo cómodos que nos sentimos en ellas, de lo rigurosamente marcados que están nuestros circuitos diarios de desplazamiento, como el laberinto de un ratón de laboratorio, del trabajo que nos cuesta salimos de la pauta y aparcar el coche a un lado de la carretera, y hacer algo diferente de lo que repetimos invariablemente cada día.
Las ocupaciones que me había impuesto para ocupar mi tiempo libre no eran tan importantes: en realidad —aparte de la obligación de ir a buscar al niño a casa de mis suegros—, todas ellas eran perfectamente prorrogables, si no prescindibles, pero lo cierto es que me mantuvieron entretenido y atareado hasta el momento mismo de ir a dormir. La proximidad de las vacaciones empezaba a teñir aquellos días de una vaga y prometedora inquietud, y yo me había puesto a recopilar información acerca de rutas y alojamientos para empezar a dar forma a lo que sería nuestra escapada veraniega.
El día siguiente fue relativamente tranquilo en la oficina; la fábrica funcionaba a medio gas y los pedidos habían bajado en las últimas semanas, así que aproveché el tiempo muerto para entrar a hurtadillas en las páginas de unos alojamientos rurales a los que les había echado el ojo. Luego entraron pedidos, todos de golpe, y al final, a regañadientes, me dejé absorber por el vértigo inexorable y cotidiano del trabajo; y a las cinco y cuarto salía de la oficina blando y aturdido, como siempre, recibiendo de golpe la oleada de calor y de luz cegadora del aparcamiento con su suelo de cemento, como la bofetada de una mano que te dice: «Venga, espabila, empieza a vivir, ya ha llegado el tiempo que tanto esperabas, el tiempo que es sólo para ti». Luego, en el coche, me acordé de las fotos que había visto en la pantalla, con prometedores interiores, rústicos y a la vez confortables, con altas camas de hierro y paredes de piedra y modernas ventanas de doble acristalado por las que entra una luz acogedora y sedante; y palpé en mi bolsillo, con clandestina satisfacción, la hojita de papel en la que había apuntado unos cuantos teléfonos.
No me acordé de la casa de la ladera hasta que entré en la primera curva, donde empieza el tramo revirado de la carretera. Entonces me vino a la cabeza, de repente, toda la magia y el encanto inefable de aquella visión bucólica, y reduje la velocidad para entrar despacio en la curva. El viento soplaba menos que el día anterior, y el ambiente, más caliginoso, le restaba algo de nitidez, de su originario brillo al contorno de las cosas. Pero la casa estaba allí; algo menos visible —los árboles que casi la ocultaban estaban quietos—, algo más reseca y vulgar, más genuinamente mediterránea, pero por lo mismo más real, más tangible y evidente, eliminando por completo cualquier posibilidad de espejismo, de que la visión del día anterior hubiera sido una ilusión de los sentidos, engañados por el brillo de la vegetación o por el bulto de alguna roca.
Conducía con lentitud y la vi durante un buen rato, hasta que la llegada de la siguiente curva me hizo imposible contemplarla por más tiempo sin arriesgarme a sufrir un accidente, pues al final miraba volviendo la cabeza, por el hueco que me dejaba el vértice superior de la ventanilla. Después aceleré y cambié de marcha, y seguí conduciendo a la velocidad habitual. Había dado por buena la decisión del día anterior, la de no detenerme a mirar la casa, a pesar de que ésta había conseguido atraer de nuevo mi atención, y —tal vez por la repetición del impulso de curiosidad— amenazaba con convertirse en una de esas espinas que se te quedan clavadas y te inquietan cuando te acuerdas de ellas, con una obsesión tan molesta como banal. Así que seguí adelante, dejé atrás la carretera secundaria y entré en la provincial, más transitada, reflexionando sobre todas esas cuestiones con la indulgencia y el escepticismo del perro viejo, pensando en todas las veces que esas llamadas, esos espejismos, se revelan como mediocres realidades cuando uno las ve desde cerca, sin el acicate del misterio y la lejanía.
Y a pesar de todo seguí echando un vistazo a la casa cada vez que pasaba por allí, a la vuelta del trabajo; y cada vez sentía el mismo cosquilleo, el mismo deseo punzante y fugaz de echar el freno y pararme a mirarla, de trepar por la montaña y acercarme a sus paredes medio ocultas por la vegetación.
Iban transcurriendo los días. Llegó el mes de julio y por fin empezamos a trabajar en jornada intensiva. Los días se iban desgranando en una sucesión de mañanas tediosas y climatizadas, tras los vidrios tintados de la oficina, y tardes largas y calurosas que se acortaban por la ansiedad de hacer un sinfín de insignificantes trabajos largamente aplazados, de ir a la playa o a la piscina para aprovechar el regalo de unas pocas semanas sin la odiosa jornada partida. En el trabajo, la novedad del bocadillo a media mañana suscitaba momentos de charla y cotilleo, preguntas cruzadas sobre el turno y destino de las vacaciones que había escogido cada uno. «Este mes se va a hacer eterno», sentenciaba alguien, levantando entre los que estábamos a su alrededor un murmullo de tácito asentimiento.
Paralelamente, yo iba ultimando por las tardes, y en el fin de semana, los preparativos para las vacaciones. Al final hice la reserva en uno de los alojamientos rurales que había estado tanteando —no sin cierta inquietud por la incertidumbre de haber escogido bien— y fui comprando sin prisas algunos accesorios para el coche y otras cosas que necesitábamos para el viaje. De vez en cuando les echaba un vistazo a las fotos de la casa rural que había sacado de la web, y soñaba con el norte húmedo y templado al que viajaríamos, con sus bosques llenos de helechos y de musgo, con su exuberante verdor y sus noches fresquitas, para dormir por fin con algo más que una sábana.
Llegó la última semana de trabajo. Llegó el último día, con esa desconcertante levedad que produce el saberse en un futuro largamente deseado. La jornada, rutinaria y poco ajetreada, amenazaba con hacerse interminable; pero a última hora ocurrió una desgracia, un accidente en la planta de producción, y hubo que apresurarse a redactar el parte de baja y contactar con la mutua. El suceso no nos dio mucha faena, pero produjo un revuelo que alteró la rutina de la fábrica entera durante un buen rato. Hubo incluso quien bajó a la planta a interesarse por el asunto, con una curiosidad tal vez un tanto morbosa. El curioso contó que el chico, el accidentado, estaba consciente, y bastante tranquilo, pero que desde luego iba a tener unas vacaciones muy largas, porque la mano, aunque él «no había querido mirar mucho», parecía totalmente deformada. «El último día siempre ocurre alguna desgracia —dijo Fermín, uno de los comerciales, que también había subido atraído por la noticia—. ¿Os acordáis de aquella vez que se pelearon aquellos dos, Sánchez, el maquinista, y aquel mecánico que había, que le quería arrear con una barra de hierro? Faltaba una hora para cogieran todos las vacaciones». «La gente está nerviosa —apuntó alguien— y salta a la primera, precisamente por ser el último día». «El último día… —pensé yo—, ¡como si no tuviéramos que volver todos en septiembre, queramos o no! Como si las tres miserables semanas que nos dan de vacaciones no fueran más que una libertad condicional, y vigilada».
Al final llegaron las tres, y en el aparcamiento se oyeron todavía las últimas despedidas de coche a coche, aún de pie pero con la puerta ya abierta, acariciando la llave de contacto. Era un día caluroso y plenamente veraniego, sin apenas un soplo de brisa. La cosa sucedió inesperadamente, sin haberlo pensado de antemano. Vi la casa en la ladera, como cada día; pero al salir de la última curva me paré en un ensanchamiento cubierto de grava que hacía la cuneta, en el que el coche quedaba totalmente fuera del asfalto. «Hoy no tengo que ir a buscar al niño —pensé, y era verdad, porque mi mujer se lo había llevado a la playa y no volverían hasta media tarde—, hoy es el último día, nadie me impide llegar a casa un cuarto de hora más tarde, o media hora, o incluso no comer si me da la gana. La verdad es que nadie me lo impide».
Paré el motor, abrí la puerta y salí a la luz cegadora, al aire caldeado del mediodía canicular, tórrido en comparación con el ambiente que creaba el aire acondicionado en el interior del coche. No pasaba nadie por la carretera en aquel momento. El canto de las cigarras lo llenaba todo con su vibración sostenida. Crucé el asfalto y empecé a subir por el camino pedregoso y polvoriento, bordeado de hierbas resecas, que conducía hasta la casa. Cuando llevaba un buen rato subiendo me paré un momento y miré hacia atrás. Ya no se veía mi coche desde aquel lugar. En cambio vi otro coche un poco más abajo, o más bien tan sólo vi las ruedas y los bajos, porque estaba patas arriba, acostado en la maleza, en el fondo del barranco que queda debajo de la primera curva, aquella desde la que se veía tan bien la casa de la ladera.