EL DUQUE DE MANTUA

Delante había una tela, una tela pesada y suntuosa, de terciopelo o algún otro tejido igualmente blando y suave al tacto. Había muy poca luz, y la tela se plegaba en ondas rectas y verticales que se perdían a una gran altura, en la total oscuridad que reinaba en el techo. De pronto, sin previo aviso, sin un temblor o un estremecimiento que lo anunciara, la tela empezó a subir suavemente, sin ningún ruido, a un ritmo rápido y resolutivo, extraordinariamente regular. Yo no sabía dónde estaba; es decir: no sabía concretamente qué lugar era aquél, ni qué pintaba yo allí, aunque lo cierto es que resultaba evidente —como le resultaría a cualquiera que haya participado en una simple función de fin de curso— que me encontraba en el interior de un teatro, y no entre el público de la platea, sino al otro lado, sobre las tablas del escenario. Me encontraba, además, en plena representación, como se hizo evidente cuando el telón subió por encima de mi cabeza y pude ver —una vez me habitué a la cegadora luz de focos y candilejas— una parte de la orquesta sumida en el foso, con sus discretas luces iluminando las partituras; y más allá, llenando todo el cuadrado de sombra, la invisible presencia del público: una expectación, un silencio denso, contenido, rizado por los últimos cambios de posición, por las últimas toses facultativas; una oscuridad aterciopelada por el halo de los arcos voltaicos, en la que espejeaba fugazmente, aquí y allá, el brillo de una joya, de unos gemelos que reflejaban por un instante la iluminación de la escena.

Yo no sabía qué hacía allí. Es más: por unos momentos ni siquiera tuve conciencia de lo absurdo de la situación; por unos instantes, tal vez unos pocos segundos, no fui más que percepción, impresión de los sentidos estimulados por sensaciones no especialmente intensas, pero sí envolventes, extrañamente reales: los olores entremezclados de perfumes, polvo y naftalina; el tacto rugoso —probablemente un bordado de algún hilo especialmente duro— de una prenda que me cubría las caderas; la cegadora potencia de los focos; el silencio latente y matizado, en el que ahora empezaba a crecer una melodía procedente del foso de los músicos, una melodía que me resultaba extraordinariamente familiar, pero que de momento no conseguía identificar.

Mientras esa música crecía y se hacía cada vez más audible —una tonada saltarina, juguetona, que yo conocía, que sin duda había oído mil veces antes—, noté una mano que se posaba en mi hombro, y al darme la vuelta vi algo que me sobresaltó, hasta el punto de hacerme dar un involuntario respingo. A mi lado había un hombre vestido con ropas de época, del siglo XVI o XVII, con una especie de sombrero adornado con una pluma, una capa corta que le caía desde los hombros y una espada colgada del cinto. Pero lo que más me impresionó fue su rostro, muy pálido, empolvado por algún tipo de afeite, con arrugas y sombras ficticias, y la mirada exageradamente resaltada por una gruesa línea que reseguía los párpados. Comprendí que todo aquello, el grosero maquillaje y los evidentes postizos de barba y cabellos, eran los propios de una representación teatral, y que no habían sido diseñados para ser vistos desde tan cerca, sino desde la lejanía de la sala en la que se encuentra el público.

Así pues, estaba en un teatro, yo mismo iba vestido con ropas antiguas, rígidas y aparatosas, con un absurdo cuello en el que podía ver —merced a su anchura y su horizontalidad— el brillo cálido y al mismo tiempo metálico del hilo de oro.

Cerré los ojos por un instante, intentando sustraerme al torrente de estímulos que me rodeaba. Mi estado era parecido al de una amnesia total. No es que hubiera olvidado quién era: tenía conciencia de mí mismo, de mi personalidad; pero la información que me llegaba del exterior era tan intensa, la percepción era tan real, que borró por unos momentos cualquier referencia a mi pasado reciente, y mi mente se libró de forma instintiva a un esfuerzo penoso, angustioso, por recordar qué circunstancia, qué motivo u obligación, que ahora se me escapaba, me había llevado a estar en el escenario de un teatro, un escenario en el que además iba a empezar una representación en la que yo tenía, según todos los indicios, un cometido preciso.

Pero no tardé en salir de mis cavilaciones. El hombre que estaba a mi lado me empujaba con su brazo apoyado en mi hombro, me invitaba con su presión a caminar a su lado en dirección a la zona central del escenario. Eché a andar como un autómata, cediendo al empuje, cada vez más tenso, más exigente, de aquel personaje. Ahora que caminábamos los dos, me fijé en mi acompañante: avanzaba a mi lado rodeándome los hombros con un brazo. Su actitud, su gesticulación, era teatral y estereotipada: la mímica convencional de una suerte de camaradería cortesana, un tanto picaresca. Pero por debajo de esa máscara, tan grosera, tan sumaria como el maquillaje, se percibía la inquietud, la ansiedad del hombre, su mirada, ajena a toda esa comedia, que se clavaba en la mía con extrañeza, como si hubiera algo en mi comportamiento que le desconcertara y al mismo tiempo representara algún peligro, alguna terrible dificultad. Miré a mi derecha, y después a mi izquierda. Entre las bambalinas había figuras que contemplaban la escena con atención, y por detrás de éstas rebullía la actividad de tramoyistas y actuantes —reconocibles por sus ropajes— que esperaban su momento para salir. Después miré hacia atrás. No había mirado hacia allá hasta ese momento. En el fondo del escenario había una infinidad de actores y figurantes, hombres y mujeres ataviados con lujosos ropajes, que se movían o hablaban entre sí, componiendo un cuadro abigarrado y suntuoso de lo que debía ser una fiesta, un baile en un gran salón de aspecto cortesano. El decorado, profuso en luminarias, dorados y terciopelos, completaba la ambientación, que remitía más bien a la época renacentista. El escenario era grande, y sobre todo profundo. Bastaba la perspectiva que me daba mi situación, en la parte delantera de la escena, para que el conjunto de la fiesta resultara convincente, y sus personajes —a buen seguro tan artificiosamente caracterizados como yo o mi acompañante— no desentonaran del realismo y el empaque que tenía todo el cuadro.

La música seguía sonando. Era una música alegre y danzarina, que invitaba a moverse. De hecho, algunos personajes bailaban ceremoniosamente en un espacio acotado a tal fin, en dos hileras de hombres y mujeres que giraban y se cogían de la mano con movimientos perfectamente pautados. Entonces, al comprender que era una música destinada a ser bailada, recordé de qué conocía yo aquellas notas. Eran de Rigoletto, una ópera que había oído infinidad de veces, tantas que llegué a aprenderme buena parte del libreto, en su italiano original. Y ahora estábamos al principio de la ópera, en el arranque del primer acto: acababa de sonar el preludio, si mi memoria no me engañaba; y era el momento en que el duque, el duque de Mantua, le habla a uno de sus cortesanos —porque el duque está en su palacio, en una de sus fiestas— del cerco que está poniendo a una muchacha a la que quiere conquistar.

Yo sabía todo eso, sabía incluso, una por una, las primeras palabras que dice el duque, y que dan principio a la ópera en sí. Pero nada de eso me explicaba por qué estaba yo allí. Evidentemente, y por muy real que todo aquello me pareciera, pasó por mi cabeza la idea de que a lo mejor estaba soñando. Pero no era capaz de recordar en qué circunstancias me había acostado, en qué habitación, en qué cama me había puesto a dormir. Una espesa cortina de sombra cubría mi memoria más reciente. Tan sólo recordaba generalidades: me llamo de tal manera, tengo tantos años, vivo allá, trabajo acullá. Todas esas vaguedades —datos sabidos pero en realidad teóricos, figuraciones, simples palabras— volaban inseguras, arrastradas por el vendaval de novedades, de sensaciones, por la atmósfera tensa y exaltada de la noche de estreno, con su miedo y su relumbrón y toda esa ansiedad de la gloria o el fracaso flotando en el aire.

Yo iba pensando, asimilando todas esas ideas mientras el hombre de la espada —después descubrí que yo también llevaba una— me conducía trabajosamente, luchando con mi distracción, hacia el centro de la escena. Por fin se detuvo. Nos habíamos acercado bastante al foso de la orquesta; estábamos, aproximadamente, a la mitad de la boca del escenario. La luz de los focos era allí más intensa, hasta el extremo de producir una agobiante sensación de calor. Miré hacia delante, pero mis ojos, entre pestañeos deslumbados, tan sólo eran capaces de distinguir algo en la parte más baja, casi a mis pies, en donde el director de la orquesta movía los brazos y la cabeza con un movimiento suavemente rítmico, optimista como la propia música. Más arriba ya no veía nada: el cuadrado de sombra en el que latía el público no era más que iridiscencia cegadora cuando intentaba dirigir la mirada en esa dirección. Pero el público estaba allí, agazapado en la oscuridad: bien patente quedó cuando yo hice un gesto instintivo —el de llevarme la mano a la frente, haciendo visera, mientras mis ojos escrutaban la oscuridad en actitud miope— y el monstruo múltiple se agitó, se estremeció con un murmullo que se hizo audible por encima de la música: un rumor que de momento era de desconcierto, de incredulidad, que cesó rápidamente sustituido por una vigilancia, por una tensa espera.

De todas formas, otra cosa atrajo inmediatamente mi atención, «algo» que ocurría a mi alrededor, que flotaba impreciso en el ambiente pero que era cada vez más palpable, más apremiante. No sólo era la presión de la mano de mi acompañante —convertida en una garra desesperada— en mi brazo; no sólo era su mirada en la que ahora brillaba, lisa y llanamente, el miedo: había algo más, algo que tardé en identificar porque estaba en el aire, en un nivel de la percepción que parecía subjetivo, pero que en realidad era unánime, sentido al mismo tiempo por el teatro entero. De pronto me di cuenta de lo que ocurría: era la música; la música se estaba repitiendo, reproduciendo una y otra vez el mismo período, la misma frase, en un ritornello que concluía una y otra vez en una pausa marcada, enfática, tras la que tenía que ocurrir algo, algo que finalmente no ocurría.

Entonces lo comprendí todo; lo comprendí, mientras el director se agitaba con movimientos espasmódicos, descuidados, que revelaban su nerviosismo, y se volvía una y otra vez lanzando agónicas miradas hacia nosotros, hacia mí; y entre las bambalinas se producía una agitación similar, que ya no quise mirar, aunque en un extremo de mi campo de visión presentía más que veía a un personaje que se movía histérico, iracundo, agitando una carpeta o una hoja de papel. Me di cuenta de lo que ocurría, mientras el público se hacía de nuevo audible en un rumor de impaciencia que iba creciendo, puntuado ya por los primeros silbidos aislados, por los primeros conatos de protesta.

Yo era el duque de Mantua; lo intuí desde el primer momento, desde que reconocí la música de Rigoletto, pero no lo había querido admitir, lo había apartado de mi mente, posponiendo la responsabilidad, a pesar de que era evidente que en el inicio de esta ópera sólo hay dos personajes que se apartan del gentío que puebla la sala, y estos personajes son el duque y uno de sus cortesanos, Marullo, o Borsa —ni siquiera recordaba con certeza cuál de ellos era—, cómplice de sus atropellos de libertino.

Pero yo no era el cortesano —un tenor secundario que apenas tiene papel, que no brilla, que no debe brillar demasiado para no empañar la actuación del protagonista—, yo era el otro, el duque, el tenor principal, así lo intuí, lo temí desde el principio con una suerte de fatalidad, con esa lógica siniestra que tienen las pesadillas. Por unos momentos pensé en abandonar, en marcharme tranquilamente o decir la primera tontería que se me ocurriese, para que todos, público, artistas, directores, comprendieran cuanto antes que nada podían esperar de mí. Pero no fui capaz de hacerlo. En vano me intenté convencer a mí mismo de que todo aquello era una bagatela, una broma, un fenomenal absurdo, y que nada importaba, por lo tanto, lo que pudiera ocurrir; que incluso sería divertido ver por dónde salía, qué camino tomaba aquel sinsentido cuando yo me negase a seguir el juego.

Lo cierto es que me intimidaba la atmósfera que se vivía en el teatro; un teatro lujoso e imponente, atestado de público y probablemente en la noche de un estreno, según se intuía por la abundancia de fracs y joyas en las plateas. En mi mente empezó a asomar un sentimiento nuevo, oneroso: el sentido de la responsabilidad. Por absurdo que fuera, empecé a barajar la posibilidad de cantar mi papel. Ya he dicho que conocía bien el texto y en más de una reunión, ante un público íntimo de buenos amigos caldeados por una generosa cena, acababa cantando precisamente este principio, representando los dos papeles alternativamente —el del duque y el de su compinche—, cambiando de sitio frenéticamente para cada personaje; y que mi actuación era siempre jaleada con una mezcla de risa y de asombro por lo conseguido de la imitación.

Sabía que ese primer cruce de palabras es prácticamente un recitativo, que se mueve en una tesitura de unos pocos tonos medios, y no entraña, por lo tanto, ninguna dificultad. Pero precisamente por eso, porque era aficionado a la ópera y sabía algo del asunto —incluso había llegado a tomar algunas clases por propia iniciativa, en mi juventud—, conocía la dificultad que entraña el simple hecho de impostar la voz, y dirigirla para que llene la sala de un gran teatro; y que cualquier público mínimamente avezado notaría inmediatamente la presencia de una voz no educada, no profesional, y más aún para interpretar un papel principal, como el del duque de Mantua, el hombre que después canta algunas arias muy conocidas, y muy difíciles. Y tampoco ignoraba que el diálogo introductorio es en realidad muy breve, y que en poco tiempo, apenas dos o tres minutos, el tenor que encarna al duque ya se tiene que enfrentar con el «Questa o quella», la primera aria importante que incluye la ópera, no de las más exigentes, pero aun así complicada, con fama de difícil en parte porque está situada precisamente en un momento tan temprano, cuando la voz apenas ha tenido tiempo para colocarse.

Pero ahora se trataba de empezar, de probar suerte, y yo también sabía que a veces el oído, la capacidad de imitación, podía suplir a la verdadera técnica, y que un diálogo de esas características hay que afrontarlo con decisión, con naturalidad, porque en tales lances es más importante la parte dramática, interpretativa, que la estrictamente vocal.

Todo este razonamiento se comprimió en un lapso de tiempo extraordinariamente breve, suficiente, aun así, para que la paciencia del público, de los músicos, del mortificado Borsa —ahora ya tenía claro que ése era su nombre— se tensara hasta la exasperación, hasta el extremo de que, probablemente, habría bastado una nueva repetición de la música, sólo una más, para que se produjese el escándalo. Pero yo no di lugar a ello. Esperé que el final de la frase musical me diera pie, y me dispuse a cantar las palabras que tantas veces había tarareado. No temía errar en el tono: me precio de tener muy buen oído, y además la música me daba una referencia adicional, con la que yo no solía contar. Sólo la calidad de la voz me preocupaba.

Pero solté la primera frase —el «Della mia bella incognita borghese…»— con mucha energía, al ritmo vivo, casi de trabalenguas, que me imponía la música; y después, en el mismo tono vigoroso pero coloquial, casi despreocupado, di las otras tres o cuatro réplicas a las palabras de Borsa. A mi alrededor se produjo una evidente relajación. Mi acompañante dejó de mirarme de aquella forma tan intensa y se centró exclusivamente en su interpretación, que ahora resultaba más natural, y el director pasó a ocuparse tan sólo de su partitura y sus músicos. Pero no era necesario mirar a nadie en concreto para darse cuenta de que nadie había notado nada raro en mi forma de cantar. Mi indecisión, mi demora, habían sido interpretados, probablemente, como uno de aquellos bloqueos que a veces sufren los intérpretes, precisamente en los pasajes más fáciles y más repetidos.

Yo mismo estaba satisfecho de cómo había sonado mi voz. No podía saber cómo se había escuchado desde fuera, pero a veces tiene uno la certeza de lo que ha conseguido.

Otra cosa era el público. Resultaba evidente que había una inquietud en la platea y los palcos, una desmedida expectación. Casi se podía palpar en el ambiente la desconfianza, la malsana impaciencia por ver cómo se desenvolvía en la primera aria el individuo que había tenido semejante traspiés. Y la primera aria estaba ahí, a la vuelta de la esquina; yo iba preparando mentalmente la voz —mientras cantaba automáticamente las últimas frases del diálogo previo— y era perfectamente consciente de las notas, de los segundos que faltaban para entonar el «Questa o quella».

Había llegado la hora de la verdad. No se me escapaba que en esa aria se repite dos veces una nota muy difícil. No es un do alto —para eso ya están el segundo y el tercer acto— pero es lo bastante aguda como para que una voz no educada sea incapaz de darla, al menos con la suficiente nitidez. Y a pesar de todo, tuve un momento de audacia, o acaso de temeridad. ¿Por qué no he de cantar yo esta aria? —dije para mis adentros—. ¿Por qué no he de demostrarle a toda esta gente de lo que soy capaz?

Mientras Borsa cantaba aquello de «Dirlo ad altra ei potria» yo oxigenaba disimuladamente mis pulmones, y recordaba a toda prisa las cuatro nociones acerca del canto lírico, los conceptos que me repetía una y otra vez aquel profesor que tuve durante unas pocas semanas: «No cantes con la garganta. Dirige el aire hacia la cavidad nasal, hacia el bostezo, que la nota te vibre aquí, en la máscara. El aire tiene que salir frío: sí sale caliente, es que no estás en el punto».

Empecé algo nervioso, subrayando cada nota tal vez con demasiado énfasis, pero a medida que avanzaba en el texto iba ganando en seguridad, porque mi voz se encontraba cómoda en la tesitura, y sonaba llena y bien timbrada, con esa calidad vibrante y aguda, ese «color» que yo conocía tan bien de escuchar a los grandes tenores, y que tan sólo en alguna ocasión, fugazmente, había creído notar en mi propia voz, cuando, entre el estruendo que reina en la fábrica en la que trabajo, había «sacado» la voz sin ningún tapujo, cantando a pleno pulmón fragmentos como éste de Rigoletto, seguro de que nadie podía oírme. Pero ahora estaba en el escenario de un teatro, y todo, la atmósfera, la música, el vestuario, la presencia del público, no hacían más que estimular mi momento de inspiración, acrecentar mi euforia, de modo que —seguro de la parte vocal, que en cierto modo «funcionaba por sí sola»— empecé a interpretar, a ponerle intención a mis gestos y mis palabras para transmitir la personalidad del de Mantua, esa frivolidad cínica e irresponsable que tan patente queda en el texto de la ballata. Empecé a disfrutar de cada nota que emitía, y me reí con naturalidad, con la grosería jactanciosa que exige el momento del «…derido».

Para entonces ya había superado sin problemas el primer la, y sólo me faltaba el segundo, el del final. Lo encaré con audacia, casi con chulería. La nota salió limpia, transparente, y al mismo tiempo llena, coloreada; y yo sentí dentro de mi cabeza, en el centro de mi cráneo, el cosquilleo de esa vibración extraordinariamente aguda, nítida, que sólo se puede describir como cristalina, y que te avisa de que estás ahí, exactamente en el punto. Todavía quedaba fuelle, porque el aire fluía abundante pero bien dosificado, de modo que me permití acabar con una floritura, un dibujo no excesivo, aunque sin duda virtuosista, en el «se mi punge» del último verso.

Cuando la música cesó —de esa forma abrupta en que lo hace— para marcar el final del aria, se produjo un momento de silencio, como si todo se hubiera detenido por unos instantes en el enorme teatro atestado de gente. Entonces, rompiendo el silencio, se oyó algún «¡Bravo!», algún aislado conato de aplauso, que sólo la prudencia de un público poco dado a manifestar su entusiasmo en un momento tan primerizo, consiguió refrenar. Pero el murmullo de admiración que se desató fue más elocuente que esas explosiones localizadas, y el director de la orquesta me dirigió un guiño de aprobación, mientras el hombre de los papeles, entre las bambalinas, me hacía un significativo gesto con la mano, y mi compañero en el escenario sonreía discretamente, y la música se reanudaba por fin, de mala gana, imponiendo orden en la sala.

Mientras tanto, una dama lujosamente ataviada, procedente del bullicio del fondo del escenario, se había ido acercando hacia el lugar que yo ocupaba, seguida, a modo de séquito, de otros personajes. «Es la esposa del conde de Ceprano» dije para mí, y pensé que tenía que lucirme en el breve dueto que a continuación tenía con ella. Pensé que tenía que esforzarme por transmitir en ese minuetto, por lo demás bastante fácil desde el punto de vista técnico, la ternura optimista y seductora de que es capaz el duque —una faceta más de su personalidad—, porque Rigoletto, en el primer acto, le da todo el protagonismo al barítono, y el tenor tiene que machacar sin piedad en las dos únicas ocasiones de lucimiento que le da la partitura —al principio y al final del acto— para que el público no se olvide de quién es el que manda de verdad en la ópera, y no se deje seducir por los pastosos medios, por los aterciopelados graves del jorobado.

Mientras daba unos pasos en dirección a la dama, me fijé en una enorme ventana que se abría en la ficticia pared, a mi izquierda, rodeada por un marco recargado y aparatoso. Al otro lado caminaba un personaje más bien obeso, con una barbita recortada y unas vestiduras pomposas, en las que abundaban los dorados. Me di cuenta de que aquel hombre hacía los mismos gestos que yo, repetía mis movimientos con extraordinaria fidelidad. Y sólo al final comprendí, con un estremecimiento de terror, que aquello no era una ventana, sino un espejo, y que la imagen allí reflejada —totalmente extraña y desconocida para mí— era mi propia imagen.