Cuando me paro a pensar en ello, me doy cuenta de que soy incapaz de precisar en qué momento empecé a pensar en Julián González. No sabría decir si fue hace unos meses, o hace unos años; no hay ninguna efeméride, ningún acontecimiento especial, externo a mi pensamiento, que pueda relacionar con el momento en que su recuerdo empezó a presentarse en mi mente con una cierta insistencia. Tal vez porque en aquella fecha, ahora imprecisa, no podía llegar a imaginar la importancia que Julián González acabaría teniendo en mi vida, su influencia omnímoda y obsesiva, y por lo tanto no consigné el hecho ni lo apunté en ningún sitio.
Se podría pensar que el motivo de esa vaguedad es que el recuerdo apareció gradualmente, y fue ganando en frecuencia e intensidad a lo largo de meses; o que, sencillamente, ha estado siempre ahí, desde el día en que —hace ya veinte años— dejé de tratar con él en persona. Pero ninguna de las dos propuestas sería exacta. Hay un antes y un después que diferencia claramente las dos maneras de rememorar su figura.
A lo largo de todos estos años, yo me acordaba de vez en cuando de Julián González, y de todos los otros personajes, de Pancho, y de los chicos y las chicas que trabajaban en el estudio de arquitectura, e incluso pensaba —con difusa curiosidad, con un cierto desdén por toda aquella época— en lo que habría sido, al cabo de los años, de todos ellos. Pero ése era un recuerdo genérico, en abstracto, que desaparecía tan suave e insensiblemente como se había generado, sin dejar ninguna huella, desplazado por cualquier estímulo exterior que atrajese mi atención. Lo que empezó a ocurrir hace algún tiempo, en cambio, es algo muy diferente. Empezó a manifestarse como una necesidad…, pero no: la necesidad vino después; en principio no era más que una agradable expectativa, una suave esperanza: la esperanza de encontrarme casualmente con él, con Julián González.
El escéptico argumentará que ese deseo no tiene nada de particular, que lo comparten miles de personas a diario, con respecto a algún conocido del pasado. Pero en mi caso, el deseo de encontrarme con él sí que era algo excepcional. Me precio de ser una persona poco nostálgica, y a menudo hago borrón y cuenta nueva respecto a los ambientes y las relaciones del pasado cuando empiezo una nueva etapa, una nueva peripecia vital. Nada me parece más penoso e incomprensible que la figura del jubilado que vuelve al lugar de trabajo a visitar a sus compañeros, revoloteando ocioso entre personas atareadas que le atienden con forzada cordialidad, con indulgente indiferencia. Yo no tenía ningún interés en encontrarme con cualquiera de las otras personas que trabajaban en el estudio. No tenía ganas de verlos ni de hablar con ellos. A mi habitual actitud de alejamiento del pasado se unía el temor a tener que dar un montón de explicaciones, a que me preguntaran por mi aventura empresarial: la que me hizo precisamente abandonar a Pancho y a todos ellos para probar fortuna por mi cuenta.
De sobras sé lo relativo que son los conceptos de éxito y de fracaso, y estoy bien seguro de que los contratiempos que sufrió mi empresa no restan ni un ápice a mi capacidad profesional o mi valía como persona. Pero otra cosa muy diferente es lo que personas más superficiales, desde la atalaya de su mediocre prosperidad, puedan llegar a pensar.
Andando arriba y abajo por esta ciudad enorme, pero no infinita, me he encontrado dos o tres veces con alguno de los que trabajaban en el estudio. O más bien habría que decir que los he visto; los he localizado inmediatamente —tal vez porque estoy siempre alerta— entre otros ejemplares humanos indiferentes, igualmente vulgares pero mucho menos peligrosos. Tengo una excelente memoria para las fisonomías. Siempre los identifico, aunque hayan cambiado de peinado o de forma de vestir, aunque el paso del tiempo los haya alcanzado y maltratado. Pero no les digo nada, no me doy a conocer ni hablo con ellos. Mi aspecto ha cambiado y no me cuesta pasar desapercibido —basta con no mostrarme abiertamente ante su vista—, de modo que los observo de reojo, con la curiosidad un tanto morbosa de quien observa un animal salvaje del que nos separan unas rejas o un grueso cristal.
De esa forma vi a Fernando en un par de ocasiones, las dos veces casi en el mismo sitio, lo que me hizo pensar que tal vez frecuente algún itinerario que nos es común. Ha cambiado poco, acaso se ha ensanchado ligeramente, al tiempo que sus facciones —ya de por sí melancólicas— tienden ahora a caer hacia los lados, colgadas de una nariz recta y breve, insignificante. Ya entonces era un viejo, con poco más de treinta años; ya se adivinaba en él al cincuentón blando y pausado que es ahora.
Me guardé mucho de hacerme notar o de hablar con él, aunque llegamos a estar físicamente muy cerca. A veces pienso que también él me reconoció, y su reacción fue calcada a la mía. Aunque siempre correcto, tal vez era el menos expresivo en el trato conmigo, como si yo no le despertara la misma simpatía que, invariablemente, me dedicaban todos los demás. Probablemente su meditada cordialidad, un tanto británica, era administrada en las dosis indispensables, con el único fin de conseguir de mí una fluida colaboración en los trabajos que le asignaban.
Pero no en todos los encuentros he gozado de la privacidad y el secreto que me son tan gratos. Un día, en un cine, me encontré con Cristina, bajo la luz tristona y gris que ilumina la sala antes de que empiecen los pases de publicidad. La luz era mezquina, pero suficiente para que ella me reconociese: al fin y al cabo, por aquel entonces habían pasado pocos años desde que dejé el estudio, y mi aspecto todavía no había cambiado sustancialmente. Me paró ella, cuando yo bajaba por el pasillo cargado de bebidas y palomitas, ocupado en buscar la butaca en que me aguardaba mi acompañante. Me pilló por sorpresa, y le mentí cuando me preguntó por mis asuntos, lo cual me hizo sentirme mal, avergonzado de mí mismo, durante días.
Aparte de las inevitables preguntas, me habló de algunos de los personajes del estudio a los que «había seguido la pista»: de Santi y de Rosa, y de Edith, pero nada me dijo de Julián González. Yo quería acabar cuanto antes la conversación, y rezaba porque la luz se apagara de una vez y nos obligara a despedirnos; pero tan intensa como esa necesidad era el deseo de ocultarla, de modo que supongo que estuve simpático, incluso encantador. Y ella se quedó con eso, como siempre, con lo externo, convencida de que yo seguía siendo el jovencito inquieto e ilusionado de hacía una década, tan ingenua y superficial, tan previsible como su futuro pequeñoburgués y hogareño.
Otro día me topé cara a cara con Pancho, a la vuelta de una esquina. Los dos nos miramos durante un breve instante en el que nuestros cuerpos casi llegaron a pararse, como si cada uno esperara que fuera el otro el que hiciera el primer gesto. Pero bajamos la mirada y seguimos adelante, en un acto de instintiva y cobarde negación. Fue tan rápido, que se podría decir que hice lo me dictó mi cuerpo, sin mediación alguna de la voluntad; pero aun así lamenté no haber sido capaz de torcer el curso de las cosas. Seguramente él sintió la misma timidez e incomodidad que yo. Aunque al final nuestra relación se agrió inevitablemente, fue un buen jefe en muchos aspectos, y no creo pecar de hipócrita si digo que me dolió decepcionar sus expectativas, por muy unidireccionales y estrictas que éstas fuesen.
Pero con Julián González nunca me he encontrado. Precisamente a él, a quien tanto me gustaría encontrar en cualquier lado, en cualquier momento, no lo he vuelto a ver desde que dejé el estudio. Con él sí que hablaría largo y tendido. No me importaría contarle mis aventuras —más bien desventuras— como empresario, no me importaría decirle que llegué, en el peor momento, a apuntarme en una ETT y aceptar un trabajo de turno de noche en una fábrica. Me imagino cómo lo comentaríamos: con esa mezcla de ironía y autocrítica que hace que hasta las pifias, los fracasos más sonados, resulten interesantes, entrañables por lo profundamente humano.
Es curioso: él nunca llegó a ser propiamente un amigo, un amigo íntimo con el que compartir ocios y noches de francachela. Tuve algunos —pocos— en aquella época, que cumplieron esa función. Pero con Julián González sólo me relacioné en el ámbito laboral. Y, no obstante, ¡cuánto bien me hizo su suave influencia en aquel medio que para mí, por mi juventud y mi inseguridad y mi nula experiencia, me resultaba a veces tan hostil!
No me llevaba más de diez años; pero él ya estaba en otra etapa, ya había pasado por la época de las dudas y la confusión, acaso peores que las mías. Él, que había perdido a su padre en plena adolescencia, se mostraba conmigo extrañamente paternal, discretamente protector. Cierto es que todo eso venía envuelto en la cordialidad un tanto banal, un tanto frívola, propia de la época y el origen social que compartía con los otros elementos del estudio —que estaba en un barrio alto, entre parques y chalets ajardinados—, pero en él la simpatía era siempre animosa y entusiasta, y se contagiaba fácilmente, porque respondía a cualidades innatas, más profundas que el esnobismo circunstancial que movía a algunos a comportarse de esa manera.
Sea como fuere, lo cierto es que se convirtió para mí, en algunos momentos, en una especie de ángel protector, y que fue el único que se preocupó por aliviar lo que de penoso tenía mi situación en determinados aspectos. Cuando, enviado por Pancho a supervisar alguna obra, Julián me tomaba a su cargo como ayudante, descubría yo con asombro cuán fácil era saltarse a la torera, en beneficio mío, algunas de las normas, de las obligaciones en verdad abusivas, draconianas, que Pancho me había impuesto, o que al menos yo —por mi carácter obediente y apocado— había interpretado como inamovibles.
Me acuerdo especialmente de un viaje a Toulouse, en el que Julián me convirtió en una especie de ayuda de cámara, de secretario personal cuya única función era en muchos casos acompañarlo, mientras que cargó a los dos operarios que nos acompañaban —que desde entonces me miraron con inquina— con la mayoría de las tareas que habitualmente me correspondían.
Pero todo eso forma parte del pasado. No es que llegara a olvidarlo nunca, pero durante unos cuantos años intenté negarlo, lo relegué al rincón de los trastos viejos e inservibles, y ha sido tan sólo recientemente cuando me empezó a acuciar el deseo de encontrarme con Julián González, cuando empecé a recuperar esos detalles y a reconstruir un paisaje en el que mi figura representaba un papel no siempre halagüeño.
Así fue al principio: un pensamiento caprichoso, inocente. «Me gustaría encontrarme con Julián González —pensaba yo—, hace siglos que no lo veo». Lo pensé un día, así, de golpe, inopinadamente. Pero al día siguiente volví a pensar en ello; y al otro también, y no en una sola ocasión, sino unas cuantas veces a lo largo del día. Me acordaba de él cuando pasaba por algún lugar en el que —por motivos cuya lógica no siempre se sostenía— me parecía probable llegar a encontrarlo: algún bar que antes frecuentaba, o en el que alguna vez habíamos parado a tomar una cerveza; alguno de los locales en cuya construcción habíamos trabajado, o en el cine, o en el cruce en el que había visto dos veces a Fernando.
Cuando la idea empezó a convertirse en obsesiva, pensé si no sería un aviso de que algo iba a ocurrir, si es que no estaba ya ocurriendo. Tal vez Julián González, por su parte, estaba pasando por el mismo trance que yo, y también había empezado a acordarse de mí.
Pero los días iban pasando, y el anhelado encuentro no se producía, y con cada nuevo día perdido, con cada nueva expectativa frustrada, aumentaba en mí la necesidad absurda, insana, de conseguirlo. Fue entonces cuando empecé a desviar mis habituales rutas por la ciudad, con la esperanza de aumentar así las probabilidades de toparme con él. Ahora ya no me acordaba de Julián González cuando pasaba por algún escenario en el que había estado con él en el pasado: ahora me dirigía expresamente a esos lugares, buscando —como un alcohólico busca un bar abierto— lo único que podría calmar mi ansiosa comezón. Un día perdí una hora rondando, absurdamente, por las inmediaciones de la calle y la manzana en la que sabía que su madre tenía la gestoría: un comportamiento doblemente absurdo si pensamos que ni siquiera sabía con certeza si la vivienda estaba en el mismo inmueble, o si su madre todavía vivía, y de todas formas Julián —aunque solía comer con ella— se estaba independizando ya cuando yo le conocí, y se arreglaba sin prisas un piso que empezaba entonces a pagar, en algún lugar de la ciudad que desgraciadamente nunca llegué a conocer.
Doy todos estos detalles para que se entienda lo irracional que era, por poco que se analice, mi comportamiento; y creo que no hará falta relatar otras andanzas similares e igualmente ilógicas en las que incurrí durante esa etapa, todavía reciente. Se me argumentará que mis padecimientos eran innecesarios, que bastaba con buscar su nombre en la guía telefónica. Pero ahí está, precisamente, una de las características más peculiares de mi obsesión: el encuentro tenía que ser casual, yo no podía forzarlo; y la sola idea de marcar un número telefónico encabezado por su nombre me daba pánico, y me imaginaba agarrado al teléfono, aterrorizado, deseando en ese último instante que al otro lado de la línea no sonara su voz, sino la de alguien en quien casualmente coincidieran nombre y apellidos.
La idea obsesiva de encontrar a Julián González me acompañaba ahora durante todo el día, desde la mañana —en que me saludaba nada más despertarme, recordándome que todavía no había sido satisfecha— hasta el momento en que me acostaba y el sueño me concedía por fin unas horas de tregua. Mientras tanto, yo seguía llevando mi vida normal: trabajaba intensamente en mis negocios —había conseguido la concesión, para todo el país, de una marca nueva de copiadoras— y le dedicaba a mi familia el poco tiempo libre que me quedaba, limitado casi exclusivamente al fin de semana.
Un día mi mujer me convenció de que fuéramos a una exposición, a ver los gigantescos lienzos que pintó Joaquín Sorolla para la Spanish Society de Nueva York, que ya habían sido expuestos en otras ciudades de España. Me dijo que quedaban pocos días, y que era una oportunidad única, que tal vez no volvería a repetirse. Fuimos un domingo por la mañana. Durante casi una hora deambulamos entre un público muy nutrido —la entrada era gratuita— por espaciosas salas sumidas en una discreta penumbra, pues tan sólo las enormes pinturas estaban iluminadas. Ya al final de nuestra visita, cuando salíamos de una sala adyacente —una especie de sótano— en la que se exponían fotos y bocetos preparatorios de la obra, me paré de pronto a mirar a una pareja que, unos metros por delante de mí, abandonaba la sala por la escalera que daba al exterior.
El corazón me dio un vuelco. Aquel hombre podía ser él, podía perfectamente ser Julián González. Quizá estaba un poco más delgado, pero la estatura, la forma de andar, era la suya; tan sólo un poco más lenta, más trabajosa por las dos décadas de más que llevaba encima. Incluso reconocí una leve cojera, que bien se podía corresponder con la fractura que tuvo aquella vez esquiando, y que tantas molestias le había causado. Lo que vi del rostro —apenas un pómulo y la mejilla— no contradecía la corazonada, sino que la confirmaba, pues se correspondía con aquel rostro más bien largo pero de mejillas llenas, ligeramente flácidas. El pelo era su pelo: la misma melena recia y cuidada, de un largo moderado; tan sólo el tono había cambiado, y ahora predominaba el gris en su agradable color entreverado de castaño y de dorado, en el que ya entonces sorprendía el brillo metálico de algunas canas. Iba con una mujer delgada y elegante, que también coincidía por la edad, pues aparentaba tener más de cincuenta. No llegué a conocer a su novia formal, la de toda la vida —con la que él siempre decía que acabaría casándose y teniendo un montón de niños—, de modo que no pude saber si era ella la mujer que le acompañaba.
Me quedé parado a unos metros de la escalera por la que los dos continuaban subiendo pausadamente, entretenidos en alguna conversación. Mi mujer se había retrasado un poco, entretenida en mirar unas fotos, de modo que yo disponía de entera libertad para llamar a aquel hombre, para correr unos pasos y plantarme en la escalera y decirle «Perdone…» al tiempo que le tocaba suavemente en un brazo. Pero no lo hice. No era capaz de moverme. Pensé en decir: «Julián González», y comprobar si el hombre se daba la vuelta. Todavía estaban tan cerca que ni siquiera hacía falta gritar. Era una estrategia perfecta: en aquel ambiente silencioso se oiría su nombre en un tono normal, que no alarmaría a nadie y en cambio haría darse la vuelta infaliblemente a quien así se llamase, seguro de haber sido reconocido por algún amigo.
Pero tampoco llegué a pronunciar ninguna palabra. En aquel momento, mientras la pareja se iba alejando de mí, escalón tras escalón, mi mente me jugó una última treta, y tuve una extraña sensación de beatitud, y pensé que sí, que era Julián González, y que ahora ya nada importaba porque lo había visto, y de la misma manera podría encontrarlo otro día sin ninguna dificultad. También pensé que, al fin y al cabo, aquél no era el momento oportuno para hablar con él, porque estaban a punto de concederme la exclusiva de las copiadoras para una importante franquicia de imprentas rápidas, y sería mejor presentarme ante él cuando le pudiera dar esa buena noticia.
Los pies del hombre y la mujer desaparecieron, tragados por el dintel que se abría a la escalera. Yo me volví y esperé a mi mujer, renunciando definitivamente a actuar.
Pero la paz me duró muy poco tiempo. Poco después, mientras subía por las escaleras, mientras salía del museo, me asaltó una inquietud que no tardó en convertirse en angustia. Salimos a la calle, y yo estaba ensimismado y distraído, hasta el punto de que mi mujer me preguntó si me pasaba algo. Yo le dije que no, pero le propuse que nos quedáramos a tomar algo en la terraza de un bar que había al abrigo del pórtico y que pertenecía al mismo museo. Allí, sentado a una de las mesas, empecé a mirar ávidamente a todas las personas que salían de la exposición, a los que se amontonaban en la barra, a los que salían del museo por las grandes escalinatas. De repente me levanté, pretextando que tenía que ir al lavabo. «Pero si ya fuiste ahí dentro», dijo mi mujer. Y tenía razón; pero yo me alejé mascullando no sé qué excusa y volví a toda prisa a la escalera en la que había visto a Julián González, e incluso recorrí la exposición entera caminando a toda velocidad, llamando la atención de toda la gente que andaba por allí. Pero ya no volví a verlo. Se había ido, y ahora ya nunca podría verlo. Ya nunca podría ver a Julián González.
Desde entonces no he conocido la paz. Vivo en una gran ciudad, atestada de gente, un tumultuoso hormiguero densamente poblado de personas diversas, cada una diferente a las otras. El simple gesto cotidiano de recorrer a pie una manzana del centro de la ciudad se ha convertido en un ejercicio obsesivo y extenuante. Mis ojos se entregan, sin que yo pueda evitarlo, a un agotador ejercicio de reconocimiento, saltando de un lado a otro, recorriendo a un ritmo frenético todos los rostros fugaces que se cruzan conmigo en mi acera, en la acera opuesta; en todas las nucas y espaldas que adelanto incansablemente hasta que se convierten en rostros y más rostros, en caras y más caras, pálidas, morenas, oscuras, albinas, cetrinas; caras y más caras, todas las caras del mundo, todos los rostros, menos el de Julián González, que es el único que se me oculta, que se me niega una y otra vez. Vuelvo una y mil veces, obsesivamente, al momento en que lo reconocí, o creí reconocerlo en aquel museo. Me atormento pensando en la oportunidad que perdí de la forma más estúpida. A veces veo tan claro que era realmente él quien subía aquellas escaleras, que hasta me parece vislumbrar su rostro de perfil, ya inconfundible, como un falso recuerdo. Otras veces, llevado por los vaivenes de mi pensamiento, llego a pensar que tal vez todo fue una ilusión de mi mente desquiciada, y que yo buscaba a alguien con el mismo aspecto que tenía Julián González en la época en que le conocí, cuando a lo mejor en la actualidad se peina o se viste de forma completamente distinta, o ha engordado terriblemente y le ha cambiado el tipo, del mismo modo que alguien que me hubiera conocido a mí hace veinte años no me encontraría jamás buscando a un hombre delgado y atlético y con el pelo largo, sino más bien a un cuarentón bajito y calvo, y más bien rechoncho.
He descuidado a mi familia, mis negocios. Después de todo, tampoco me concedieron la exclusiva para la cadena de fotocopias. Ahora paso muchas horas andando por la ciudad. A veces vuelvo a casa de madrugada, sucio y sudoroso de andar por las calles, tan cansado que me dejo caer en la cama sin haberme duchado, sin quitarme la ropa. Al menos he dejado de atormentar a mi mujer. Se marchó de casa hace unos días, con los niños. Tal vez sea lo mejor para ellos.
Hace un tiempo cogí la costumbre de ir al archivo, a la hemeroteca de la biblioteca central. Me pasaba horas y horas repasando de cabo a rabo las reseñas de los diarios. Empecé por los más recientes y fui tirando para atrás. Un buen día me di cuenta de que lo que más me interesaba eran las necrológicas, que repasaba exhaustivamente de principio a fin. Día a día, mes a mes, iba retrocediendo en el tiempo; pero de pronto me di cuenta de que me acercaba a los años ochenta, a la época en que yo trabajé en el estudio de arquitectura con Pancho y con todos los demás. Me dio miedo. Y además están digitalizando todos los archivos y empezaron a ponerme dificultades para consultar los periódicos. Así que abandoné la biblioteca para siempre, y me lancé de nuevo al monstruoso flujo humano de la ciudad, a su circulación constante y acompasada, como la de la sangre, ya sin esperanza, pero todavía buscando tercamente, en cada rostro, el rostro perdido para siempre de Julián González.