Entré en la escalera de madrugada, a una hora realmente intempestiva. La luz de la entrada era tristona y las paredes amarillentas, y la batería de buzones añadía al conjunto una pincelada angulosa y gris. Al fondo, el recodo en el que nacía la escalera aparecía sumido en una relativa penumbra, tal vez como resultado de la ausencia de alguna bombilla. Yo cerré la puerta de la calle cuidadosamente, y me propuse subir hasta el cuarto piso haciendo el menor ruido posible, para no despertar —para no alarmar— a los vecinos. En estas casas de pisos antiguas siempre viven mujeres mayores, viudas o solteronas, que se asustan terriblemente ante cualquier presencia, cualquier sonido que no se corresponda con los hábitos cotidianos —que ya conocen tan bien— de los vecinos de siempre. Por eso empecé a subir la escalera con tanta precaución, acariciando los escalones con los zapatos más que pisándolos. «¿Para qué inquietar innecesariamente a una persona, hacerle pasar un mal rato —pensaba yo— pudiendo evitarlo de forma tan sencilla, con la simple precaución de amortiguar un poco los pasos, de coger el pasamanos con suavidad, para que la barandilla no vibre ni transmita ningún ruido extraño a la estructura del edificio?».
Ya había subido dos o tres escalones, satisfecho por mi decisión y por la habilidad con que la estaba llevando a cabo, cuando oí algo que me sorprendió y me inquietó vagamente. Me quedé inmóvil. Alguien se había puesto a andar: alguien que estaba en la escalera, uno o dos pisos por encima de mí, había empezado a taconear por los escalones, en sentido ascendente, a un ritmo que —aunque ágil y decidido— no se podía decir que fuera apresurado. Retiré mi mano izquierda con repulsión, como si de pronto fuera consciente del tacto mugriento y frío del pasamano en el que estaba posada, y pensé que aquella persona por fuerza tenía que haber estado quieta, inmóvil y silente mientras yo entraba y avanzaba por el vestíbulo, pues yo también había sido muy silencioso, y sin embargo no oí ningún paso ni puerta alguna que se abriese en los pisos del edificio. Mi mente es muy lógica en situaciones como ésta, y trabaja a una gran velocidad. En una décima de segundo llegué a la conclusión de que aquella persona estaba subiendo por la escalera en el momento en que yo entré, y que el sonido de la puerta de la calle la hizo detenerse para aguzar el oído y averiguar de qué se trataba. Tranquilizado por esa certeza, reemprendí yo también la ascensión, pisando con naturalidad, con indiferencia, los escalones de mármol barato, desgastados en la zona central, redondeados como un labio grosero y sucio. Pero de pronto —coincidiendo con lo que me pareció una cierta vacilación en los pasos que se escuchaban—, pensé que tal vez aquella persona recelaba, o había llegado a abrigar algún temor con respecto a quien le seguía (porque al fin y al cabo mis pasos seguían, y por lo tanto seguían a los suyos) o más exactamente respecto a las intenciones que ese alguien pudiera albergar.
Tengo una gran facilidad para empatizar con los sentimientos, con la emociones de otras personas, aunque no las conozca. Tal vez esto se deba a la buena disposición que siempre tengo para ponerme en el lugar del otro, y ver las cosas desde su punto de vista, y razonar como aquél lo haría ante una determinada situación. En este caso, mientras me quedaba parado una vez más, cerca ya del rellano del primer piso, pensé que no era absurdo, que más bien era razonable albergar algún temor hacia alguien desconocido, a quien no hemos podido ver, de quien tan sólo hemos oído los pasos que nos van siguiendo, y que entra a mitad de la noche en un edificio y se pone a subir las escaleras. Sí, no era absurdo desconfiar, no era disparatado sentir un poco de miedo. Casi podía sentir, oprimiendo mi pecho, el temor que la persona —fuese quien fuese— estaba sintiendo en esos momentos. No puedo soportar ver sufrir a las personas, y menos cuando soy yo la causa —involuntaria, desde luego— de ese sufrimiento.
Razoné, una vez más, a gran velocidad. La idea de hablarle a la persona, de decirle unas palabras para tranquilizarla y despejar cualquier duda, me pareció ridícula. Las frases que se me ocurrían me sonaban estúpidas y sin sentido. Entonces se me ocurrió una idea, que en aquel momento me pareció de una lógica irrebatible: como yo iba al último rellano, lo que haría sería acelerar el paso y adelantar al desconocido cuanto antes, a un paso dinámico y despreocupado, saludándolo con un fugaz «Buenas noches». Así le demostraría que lo único que me preocupaba era llegar cuanto antes a mi destino, que no pretendía seguirlo siempre a la misma distancia, acechándolo, sin dejarme ver, pendiente de sus pasos, del mínimo movimiento que hiciera.
De modo que aceleré el paso, sonriendo ante mi propia amabilidad, hasta convertirlo en el trotecillo enérgico de alguien que sube con prisas por una escalera. Pero entonces ocurrió algo que en principio me apenó, luego me consternó, y al poco rato empezó a irritarme vagamente. La persona se había puesto a correr, tan rápido como yo, o incluso más: se oía perfectamente —por encima de mis propios pasos, que eran más silenciosos, más elásticos— el taconear nervioso y acobardado de aquel personaje. Me parecía lamentable que hubiera interpretado mal mi gesto, que no supiera apreciar mis desvelos, la delicadeza con la que había intentado evitarle cualquier sobresalto. Me pareció tan injusto, me dio tanta rabia su cobardía mezquina, que apreté a correr con todas mis fuerzas, dispuesto a alcanzarle y demostrarle así que no quería hacerle nada, que su desconfianza había sido miserable e injustificada.
Para entonces ya estaba yo en el segundo piso. Pero aquel tipo corría como un gorrino que sabe que lo van a degollar: corría con todas sus fuerzas, agarrándose con desesperación al pasamano, que todavía vibraba alocadamente cuando yo lo sujetaba. El pobre era una persona torpe y pesada, a quien sólo el pánico y la desesperación hacían correr a aquel ritmo, porque jadeaba ruidosa, agónicamente, y tenía algunos lapsus en que su paso se entorpecía o trompicaba; mientras que yo volaba por la escalera sin demasiado esfuerzo, con la agilidad de un gamo.
Ni siquiera se me pasó por la cabeza abandonar la persecución, dejar que esa personilla se fuera con su cobardía y su estupidez. Ahora ya era una cuestión personal no dejarlo escapar sin dejar clara mi inocencia, sin reprenderle incluso por su mezquindad y demostrarle todo mi desprecio. Y lo peor es que me hacía sentir su miedo, el miedo agónico y desesperado que le hacía correr como alma que lleva el diablo. Ya he dicho que empatizo con suma facilidad con las emociones ajenas; y en este caso era muy molesto, muy desagradable, sentir miedo de mí mismo, sentirme como un siniestro perseguidor sin rostro que sube por las escaleras, que te persigue implacable dispuesto a hacer daño, a golpear, tal vez a matar.
Nos acercábamos al descansillo del tercer piso, y yo había acortado distancias con respecto a mi presa; ya pronto podría ver su cuerpo repulsivo, su figura fofa y regordeta. Y de pronto se oyó una vacilación en los pasos, un tintineo como de quincalla agitada, y después el ruido nítido, inconfundible, de un manojo de llaves al caer al suelo. El sonido de las llaves fue como un gong que hizo que nos detuviéramos, los dos, durante una fracción de segundo de absoluta quietud y silencio, en el que contuvimos incluso la respiración. No sé por qué en ese momento, mientras corría de nuevo con todas mis fuerzas, mientras el otro también corría, comprendí que era una mujer, y que había buscado las llaves en su bolso, torpemente, mientras subía, y que luego se le habían caído como resultado de su agitación histérica, y las había recuperado, es cierto, aunque al hacerlo había perdido un tiempo precioso.
«¡Cuidado! —pensé yo—, lo de las llaves quiere decir que tal vez esté llegando a su puerta». Doblé la última esquina y la vi en el rellano, corriendo hacia la puerta que quedaba enfrente, adelantando la mano, apuntando con las llaves hacia la cerradura. Efectivamente era una mujer, no joven, caderas anchas y pelo teñido, castigado por peinados a quince euros: una de esas separadas que se creen que recuperan algo por salir hasta las tantas con alguna amiga y volver solas a casa.
La pobre ya no podía más, estaba a punto de sucumbir por agotamiento, pero aun así seguía corriendo. Tuve que emplearme al máximo, e incluso dar un salto en el último momento para atraparla por las piernas y hacerla caer, justo antes de que la llave tocara la cerradura.
Y mientras me ponía con todo mi peso encima de ella, para inmovilizarla, mientras aspiraba los olores mezclados de perfume y sudor, y del tabaco rancio que impregnaba sus ropas, empecé a buscar en mis bolsillos algo que pudiera acallar de una vez los estertores y los jadeos, y los gritos aterrorizados que salían de aquella boca.