Tan sólo cuatro de los once trabajadores del turno de tarde permanecen en la sala habilitada como comedor. Los fumadores se fueron hace diez minutos, presurosos, hermanados por su acuciante complicidad; y un rato después se retiraron los adictos a la última charleta en torno a la máquina de café, que está más cerca de sus puestos de trabajo y les permite apurar sin temor hasta el último minuto. En el comedor han quedado, por lo tanto, los más austeros, los más disciplinados. Uno de ellos es el encargado, un joven menudo y nervioso, de mirada inteligente y verbo socarrón; también está Juanito, maquinista, de los más veteranos de la fábrica. Juanito es un cincuentón bajo y fornido, con un bigote convencional y suficiente pelo como para peinarlo hacia atrás en una onda. Sus ojos, de párpados pesados ya por la edad, miran con ironía, con indulgencia, y al mismo tiempo con un asomo de timidez que todavía pervive en ellos. Los otros dos son Héctor, su ayudante en la máquina, jovencito y un tanto ingenuo, y un carretillero al que todos llaman Moja, un tipo callado y discreto, que escucha todas las conversaciones sin participar nunca en ellas.
El comedor es una sala blanca y aséptica, groseramente funcional, sin ningún elemento decorativo. Los trabajadores, en pago a su antipatía, dejan el suelo y la gran mesa de melamina blanca llenos de migajas de pan y trozos de papel de aluminio, y de ejemplares de prensa gratuita que languidecen durante meses sin que nadie se preocupe de renovarlos, sin que nadie les preste ya ninguna atención.
El encargado apelotona entre sus manos una bola de papel de aluminio que contiene los restos de su merienda, consulta su reloj y golpea la bola contra la mesa con ambas manos para acabar de comprimirla, o para liberar su propia carga de inquietud.
—La cosa está más que cantada —dice mirando a Juanito—. No pararán hasta que nos metan el turno único…
—Pero ¿ya te lo han dicho? ¿O… oficialmente?
Héctor, el ayudante de maquinista, ha preguntado con una expresión de asombro que es habitual en él, con la boca y los ojos muy abiertos. A menudo escucha a su interlocutor con esa cara, sea lo que sea lo que le estén explicando, y luego la cambia bruscamente —cuando toma la palabra— por una sonrisa bobalicona y juvenil, todavía no castigada.
—Oficialmente no —le replica el encargado, mirándole sesgadamente—, pero… ¿qué falta hace que lo digan? La cosa está muy clara, nos han ido avisando.
—¿Cómo que avisando?
—Claro, hombre, mira lo de Enrique…, y no es el primero: antes ya fue Graciano, y Troncoso…
—Troncoso no salió tan malparado —tercia Juanito, con el hablar pausado que le caracteriza—. Ya firmaba yo por salir como él…
—Lo de Enrique sí que fue una putada —dice el encargado mirándose las manos—, un tío que llevaba aquí tantos años…
—Hombre…, si sobra un mecánico… Era él o Andrade. Andrade es joven, y estaba mucho más preparado.
—La putada es que siempre haya uno que tenga que joderse para que otro conserve su puesto.
—Y bien jodido que se quedó, el pobre de Enrique.
Se produce una breve pausa. Héctor ha escuchado a los dos hombres con el silencio y la admiración de un discípulo. Moja, por su parte, ha hecho lo propio durante toda la conversación, pero en su caso con su perpetua expresión serena, de una extraordinaria neutralidad. De pronto el encargado mira el reloj y se levanta bruscamente, como impulsado por un resorte.
—¡Joder!, nos va a dar la sirena, aquí hablando —dice mientras recoge su bolsa y enfila hacia la puerta.
Los otros tres salen con más calma. Juanito es el que marca el ritmo, y los otros dos lo acatan tácitamente. Se levanta sin prisa, desentumeciendo las articulaciones, sacudiéndose las migas que le quedan por la ropa. Después se pone un palillo en la boca, devuelve la silla a su posición inicial, y echa a andar cargado con una bolsa de plástico y una lata vacía de coca-cola.
—¿Tú crees que es verdad lo que dice José, que van a poner el turno único? —dice Héctor ya fuera del comedor, mientras tira la cotidiana bola de papel de aluminio en la papelera que hay junto a la puerta—. Él habla mucho, pero… a él no le va a pasar nada…, que para eso es encargado.
Juanito, que se masajeaba perezosamente la abultada barriga, detiene sus manos y mira de reojo a su ayudante, da un resoplido de fastidio, y después contesta sin ensañarse, sin demasiadas ganas.
—Pero mira que eres… —dice, cambiando de lado el palillo que lleva en la boca—. ¿No te das cuenta de que si ponen un solo turno sobra un encargado?… Él es bien poca cosa. ¿Qué posibilidades tiene contra Mariano?
Héctor se queda unos segundos mirando al vacío, haciendo trabajar su mente. Moja también se ha parado, y le está mirando, desde unos pasos más adelante. Al final echan a andar los dos y atrapan a Juanito, que se acerca ya a la escalera para acceder a la planta de producción. Al pie de la escalera hay un tablón de anuncios, en el que se abarquillan algunas hojas mal clavadas: el calendario laboral del año en curso, avisos diversos, y entre ellos unas listas con los trabajadores que componen cada uno de los dos turnos.
—Felipe Sa… Sáez Co… llados —lee Héctor trabajosamente, deteniéndose un momento cuando pasan junto al tablón de anuncios—. ¿Quién es este Felipe? Es de nuestro turno, y está el primero…
Juanito se para un instante, con el pie en el primer escalón, y sonríe meneando la cabeza, en actitud indulgente.
—Coño, soy yo —dice finalmente.
—Pero… ¿tú no te llamas Juanito… o Juan?
El rostro de Héctor al hacer la pregunta refleja una exagerada sorpresa, algo parecido a la estupefacción. Juanito se quita el palillo de la boca, y responde mientras empieza a subir sin prisa por la escalera:
—Aquí siempre me han llamado Juanito, desde el principio… Bueno, no desde el principio, pero casi. Es por Juanito, el jugador: me lo pusieron porque entonces, sin el bigote, me parecía mucho a él… Bueno, al menos eso decían.
—¿Qué Juanito?
—¡Coño, el jugador de fútbol, el del Madrid!
Los tres hombres se han detenido, cada uno en un escalón diferente. Nada se puede traslucir de la expresión impasible con que Moja asiste a este diálogo; pero el rostro de Héctor es mucho más transparente: es evidente que hace desesperados intentos por recordar un dato que su memoria, incomprensible, transitoriamente, ha olvidado. Hasta que de pronto sus facciones se animan, con un ceño vagamente irritado.
—Pero…, pero ¿eso de qué época es?
—Coño, de qué época —protesta Juanito—. Pues… no sé…, eso debía de ser… A ver, yo entré aquí en el 77…, no, en el 78…
—¡Pero si yo aún no había nacido! —le interrumpe Héctor.
La mirada de Moja ha adquirido un ligero matiz que bien pudiera ser risueño. Juanito, en cambio, reemprende la marcha escaleras arriba meneando la cabeza con una sonrisa resignada, melancólica.
—¡Qué jóvenes sois, la hostia! ¿Cómo se puede ser tan joven?… A mí me parece que hace cuatro días de eso. Pero no, claro…, ya debe de hacer como veinte años o más.
—Pero… entonces… ¿cuánto…, cuánto tiempo llevas tú trabajando aquí?
Juanito se para un momento y mira a su ayudante, recuperando su suave ironía, su habitual optimismo resabiado.
—Yo llevo aquí más tiempo que el maestro armero, chaval —dice, levantando mucho las cejas para remarcar la frase—, más que el baúl de la Piquer.
—Entonces no tienes por qué preocuparte —dice el chico, recuperando su ingenua sonrisa—, a ti nadie te va a quitar el sitio.
—No te creas, Héctor, no te creas. Tal como está ahora la cosa, nadie tiene su puesto asegurado. Aquí hay que ganarse el puesto cada día, con el sudor de la frente.
Ya han dejado atrás la escalera. La planta de producción les recibe con su techo alto sostenido por jácenas, con su aire frío y sus máquinas aletargadas, en una quietud amenazante, poblada por el rumor de los motores que permanecen siempre en funcionamiento, y los pitidos extemporáneos de los circuitos de aire comprimido. Han desembocado en el carril de desplazamiento del transportador, ahora detenido. A su izquierda, al final del carril, un compañero vuelve de su visita a los lavabos. En el otro extremo, por detrás del transportador, se ve aparecer al grupo que regresa de la reunión en la cafetera, charlando animadamente, algunos de ellos con el vasito de plástico del café en la mano. El encargado, por su parte, ha desaparecido ya por la zona central de la nave, igual que hace cada día. En ese momento el aire parece más frío, y el tiempo se detiene y se comprime a la espera del fatal aullido de la sirena.
Héctor es el primero en darse cuenta de que hay algo que no cuadra en ese paisaje cotidiano.
—Qué hace ahí ese toro —dice con su característica cara de asombro—. ¿Lo has dejado tú?
Resulta que Moja habla. Debe de hablar habitualmente, siempre que se le pregunte algo, porque nadie se extraña cuando dice:
—No. Ése no es el mío.
—Joder, pues está en el carril del transfer…
Juanito todavía no ha dicho nada; se limita a mirar en aquella dirección entrecerrando los ojos. Su expresión se ha vuelto seria y concentrada. Tampoco dice nada cuando el toro empieza a avanzar con suavidad, hasta que los tres hombres distinguen al personaje que lo está conduciendo.
—¿Qué hace Muñoz Manrique llevando un toro? Él es maquinista, ni siquiera hizo el cursillo.
Héctor tiene razón: Muñoz Manrique —un cuarentón corpulento y bastante guasón— es maquinista en la case-maker de tres tintas, y resulta insólito que esté llevando una carretilla, sabiendo lo estricta que es la empresa en esas cuestiones. A Muñoz Manrique le llaman todos así, prescindiendo de su nombre, con la sonoridad vagamente nobiliaria de sus dos apellidos.
—No suena la sirena —constata Héctor, levantando la vista al aire inhóspito y desguarnecido de la nave.
Héctor tarda un poco en darse cuenta de lo que está ocurriendo. Primero se fija en que el grupo que venía de la cafetera se ha detenido, y permanece extrañamente inmóvil, detrás de la carretilla que conduce Muñoz Manrique y del propio transportador. Después, cuando le va a preguntar a Juanito, ve con sorpresa que éste se ha ido separando de él, desplazándose de lado, cautamente, sin dejar de mirar fijamente a la carretilla, que ahora ya está en la zona central del carril y además apunta directamente hacia ellos con sus dos palas rígidas, muy largas, como en todas las carretillas que, en el gremio, hacen labores de almacenamiento. Sólo cuando se fija en el rostro de Muñoz Manrique, en su seriedad taciturna y concentrada —tan diferente a su habitual sonrisa marrullera— comprende lo que está a punto de ocurrir, y retrocede prudente, temeroso, arrastrando consigo al Moja hacia la seguridad de la barandilla que rodea el hueco de la escalera. El que venía de los lavabos se ha parapetado tras la mampara de seguridad de una de las máquinas, mientras que el grupo procedente de la cafetera se ha extendido en hilera tras el transportador, considerando que su estructura es lo suficientemente segura.
Juanito ha seguido desplazándose con disimulo, primero de forma lateral, hacia el centro del carril, y después ha empezado a retroceder, intentando mantener la distancia con la carretilla que Muñoz Manrique —con la cabeza inclinada hacia delante, con la mirada fija y severa bajo el ceño aborrascado— hace avanzar con amenazante lentitud. Juanito mira un instante para atrás, apenas un segundo, y después continúa retrocediendo, sin quitarle ojo al del toro. Todos saben lo que Juanito buscaba con la mirada, lo que buscaba y ha localizado fugazmente: la carretilla de descarga de camiones, que su portador —en su viaje diario hasta el comedor— suele dejar aparcada entre dos máquinas, junto al carril del transportador. De pronto Juanito se da la vuelta, suelta la bolsa de plástico que todavía llevaba en una mano, y echa a correr hacia la carretilla con una agilidad inesperada para su cuerpo rechoncho y perezoso, para sus cincuentaitantos años. En cuanto ve su movimiento, Muñoz Manrique pisa a fondo el pedal, y el toro acelera con toda la presteza que le permite su tecnología, que precisamente regula de forma automática las arrancadas, para evitar que las ruedas patinen. Juanito llega a la otra carretilla y de un salto se pone al volante. Aparentemente tiene desventaja, porque el otro ya ha recorrido casi la mitad del carril, y además ha adquirido velocidad. Pero el toro de Juanito es más potente y además equipa motor de gasoil —frente al motor eléctrico del otro— lo cual le permite una aceleración más fulgurante. Todo depende de que Juanito sea hábil, o de que tenga suerte, y el motor se encienda a la primera.
Juanito no falla: cuando su cuerpo hunde el asiento —condición indispensable para encender la máquina— su mano ya está haciendo girar la llave, y el motor ruge instantáneamente, y el pesado vehículo arranca haciendo chirriar las ruedas, dejando unas marcas negras en la pintura que recubre la lisa superficie del suelo. El desenlace de este primer trance desata un murmullo de alivio entre los compañeros de turno, que por lo demás asisten al espectáculo con total pasividad, con los rostros serios, y manteniendo un respetuoso silencio.
Pero las dos carretillas ya corren la una hacia la otra, a toda velocidad, en una trayectoria que las lleva irremisiblemente al choque. Viéndolas en esa actitud, con las dos palas rígidas apuntando hacia su oponente, se entiende más que las llamen toros. Eso es lo que parecen ahora: dos enormes toros a punto de embestir, de una corpulencia maciza, implacable anteponiendo el mortífero acero de sus astas bajas, preparadas para clavarse en el rival, para levantarlo del suelo en un derroche de potencia de su cuello musculoso. Para colmo, los dos maquinistas, al unísono, aprovechan el recorrido que les queda para levantar las palas hasta una posición muy concreta, en torno al pecho o la cabeza del conductor. Las palas suben con lentitud, y alcanzan esa altura asesina en el momento en que las dos máquinas chocan con un fenomenal topetazo, agrio, chirriante, con el estruendoso crujir del acero partido y torturado. Las cuatro palas han chocado primero de punta, con increíble, con milimétrica precisión. El choque del acero contra el acero ha hecho saltar unas chispas terribles, pero las puntas de las palas son redondeadas, y éstas se han desviado instantáneamente, deslizándose entre ellas hasta acabar impactando en los mástiles de elevación, en el parabrisas que se ha roto inmediatamente dejando entrar la pala hasta el interior de la cabina. Las dos carretillas han quedado simétricamente enzarzadas, acopladas, con las puntas de las palas sobresaliendo por el hueco trasero, que carece de cristal. Los conductores se han agachado a tiempo, han salvado sus vidas pero están aturdidos, conmocionados por el choque brutal de las toneladas de inercia frenadas en seco, sordamente.
Juanito es el primero en reaccionar. Tosiendo, sacudiéndose trozos del cristal hecho añicos, se da cuenta de que el motor de su carretilla sigue funcionando. Se levanta trabajosamente, contorsionándose entre las astas que atraviesan su cabina, y acelera a tope en marcha atrás, con la esperanza de desasirse de su enemigo. Pero las ruedas patinan en el suelo, incapaces de separar las dos máquinas, y para colmo, al intentar hacer bajar y subir las palas, Juanito recibe en la cara un fino chorro de aceite hidráulico, caliente y viscoso. Comprende entonces que en el choque ha sido agujereado uno de los manguitos del circuito de elevación, y que eso —mientras no pueda separarse del otro toro— le deja completamente fuera de juego, a merced de su rival.
Mientras tanto, Muñoz Manrique ha empezado a reaccionar. Se le aprecia un golpe en una ceja, pero está plenamente consciente. Los acelerones que ha dado Juanito para intentar retroceder le han despertado de su aturdimiento, y en poco tiempo ha comprendido cuál era la situación, y lo que ésta tenía de ventaja para él. Él también pretende separar las dos carretillas, pero le ocurre lo mismo que a su contrincante. Entonces acelera hacia delante con la esperanza de desplazar al otro, empujándolo; pero las cuatro ruedas de goma, convenientemente frenadas —y su enorme peso—, clavan al suelo la carretilla de motor diésel, como si formara parte del hormigón. Por último, Muñoz Manrique intenta sacar partido del movimiento de elevación de las palas, que en su máquina permanece intacto. Hace subir las palas, o así lo intenta, apretando tercamente la palanca con la esperanza de levantar en peso a su rival y dejarlo así fuera de combate. El espectáculo que ven entonces los que asisten a la escena es impresionante. La fuerza que desarrolla la máquina es brutal, de decenas de newtons, pero el suyo es un esfuerzo mudo, silencioso, sólo se oye el ronroneo del motor eléctrico que acciona la bomba hidráulica, y el zumbido del ventilador de refrigeración. Y en cambio se ve cómo las palas se curvan, se flexionan hasta la exasperación hasta el límite de la resistencia del acero templado, extraordinariamente elástico, conservando intacta su mortífera capacidad de retroceso.
—¡Va a partir las palas! —dice alguien, sin poder contenerse.
—No podrá levantarlo. El de gasoil es más pesado.
La bomba hidráulica empieza a ratear. La carretilla de Juanito se ha inclinado ligeramente hacia atrás, pero las ruedas delanteras no llegan a despegarse del suelo. En cambio la de Muñoz Manrique se levanta de los cuartos traseros, en donde están las ruedas directrices, de modo que el aparato pierde así toda capacidad de ser gobernado. Pero Manrique, con un gesto cerril, contumaz, sigue forzando la máquina, hasta que la bomba lanza una tos, después un chirrido agudo y destemplado, y a continuación la carretilla, las dos carretillas —pues la de Juanito ya estaba casi en vilo— recuperan de golpe su posición y aterrizan con sus ocho ruedas sobre el cemento, con un estruendo que resuena en toda la nave y hace temblar el forjado del suelo, asentado sobre ciclópeas vigas de hormigón.
Juanito salta del toro limpiándose con una manga el aceite que todavía le escuece en los ojos, pugnando por no perder de vista a su oponente. Muñoz Manrique, en cambio, baja de su carretilla tambaleándose, como si estuviera mareado, sacudiendo la cabeza y ocultando los ojos tras la mano que masajea su ceja, en la que ha aparecido ya un feo hematoma. Se desplaza hacia un lado, trompicándose; parece que se vaya a caer, pero al final resulta que esa especie de deriva ciega y desequilibrada era una treta para abalanzarse sobre una parpalina que el mecánico había dejado junto al carril, apoyada en una mampara. Manrique coge la parpalina —una sólida palanca de acero, de metro y medio de largo— y empieza a blandiría haciéndola girar como si fuera una enorme maza, mientras se va desplazando en dirección a Juanito, que se ha perdido parte de la escena por estar batallando con el aceite y ahora ve con sorpresa el rumbo que ha tomado la disputa.
Juanito ha cometido un error: se ha alejado demasiado de la carretilla, que le podría haber protegido del ataque, y ahora se debate, acorralado contra la pared, tal vez dudando entre huir hacia el transportador, o en dirección contraria. Pero, para sorpresa de todos, lo que hace es acercarse a su rival, acercarse cada vez más, hasta que tiene que dar un salto en cada pasada de la parpalina para evitar que ésta le golpee. Manrique empieza entonces a elevar la palanca, pero el hierro es pesado y va subiendo lentamente, a razón de unos pocos centímetros en cada vuelta. El penúltimo salto que da Juanito ya es muy alto, encoge al máximo las piernas y sube hasta una increíble altura, en la que, no obstante, la palanca le pasa rozando los zapatos. Pero éste era el penúltimo salto; el último lo hace hacia delante, con terrible presteza y agresividad, golpeando con la pierna extendida en la espalda de Manrique, que se tambalea conmocionado y deja escapar la palanca, que impacta con estruendo en un tramo de rodillos motorizados, de los que aportan al transfer pilas de cajas ya confeccionadas. Muñoz trastabilla, llega a tocar con las manos en el suelo, pero se levanta a toda prisa aparentemente para huir. Juanito le persigue, adelanta una pierna y le hace una brutal zancadilla que da en el suelo con los noventa kilos de humanidad de su oponente.
Juanito se acerca a él lentamente, con la intención de asestarle el golpe definitivo, pero Muñoz se levanta una vez más. Están cerca del tramo de rodillos de salida de la troqueladora, ocupado por una pila de cajas bastante grande, recién salida de la máquina. Manrique corre cobardemente hacia la pila, como si quisiera esconderse detrás, pero lo que hace una vez allí es empujarla repentinamente, de modo que la pila se abalanza hacia delante y cae entera sobre Juanito, que desaparece sepultado por los paquetes de cajas. Son cajas de cartón ondulado, y tienen una escasa densidad, pero están plegadas y amontonadas en número suficiente para sumar entre todas unos centenares de kilos. Y aun así Juanito consigue emerger de entre los paquetes. Está un tanto aturdido, y las cajas le entorpecen las piernas, circunstancia que aprovecha su oponente para propinarle un terrible empujón, que si bien le libera del impedimento de las cajas, también le lanza perdiendo el equilibrio hacia la pared, en la que acaba golpeando con la cabeza. Se levanta con un gesto de dolor, y antes de que pueda reaccionar le golpea en la cara un paquete de cajas que Manrique le ha lanzado con todas sus fuerzas. Lejos de dejarle fuera de combate, la agresión parece haber exacerbado su combatividad, porque sale disparado hacia su rival, que está de pie, rodeado de cajas. A Muñoz la reacción le coge por sorpresa, ocupado en buscar con la mirada el próximo objeto susceptible de ser lanzado a su rival. Juanito llega como un rayo y en el último momento se agacha, y golpea con su cabeza en el estómago del grandullón. El golpe habría sido terrible de no ser porque el atacante ha tropezado en el último momento en uno de los paquetes, perdiendo impulso en los últimos pasos. Aun así, los dos han caído al suelo, Manrique magullado y dolorido, cosa que no le impide estirar un brazo y tapar una célula fotoeléctrica de detección: un gesto que no ha captado Juanito, y que hace que el transportador empiece a desplazarse en dirección a ellos, con la suavidad y el silencio que le caracteriza.
Pero Juanito está de espaldas, y no ve que el transportador se le va acercando. Además está cegado por la pelea, y empieza a pegarle patadas a Manrique, con la intención de acabar con él de una vez. Manrique se protege como puede de los golpes que menudean sobre su cuerpo, pero no se mueve, no intenta huir ni levantarse. A Juanito le extraña esta actitud, pero la aprovecha, con la intención de acabar así con el combate, de modo que continúa golpeando. Sólo en el último momento su instinto le avisa, o tal vez ha percibido el murmullo que se ha elevado entre los espectadores, o ha sorprendido en su oponente una mirada ansiosa y fugaz, a ras de suelo. El caso es que mira a su espalda, y ve el transfer en el preciso instante en que iba a segarle los tobillos; y entonces, ante el asombro de todos los presentes, se agacha y se impulsa hacia arriba, en un increíble salto mortal hacia atrás que le hace aterrizar sobre los rodillos del transportador, indemne y protegido, de cara al cuerpo caído de Muñoz Manrique, que ahora rueda por el suelo ágil, desesperadamente, hasta que consigue separarse lo suficiente del transfer —que ha estado a punto de atropellarle— para ponerse de pie y plantarle cara de nuevo a su contrincante.
A estas alturas los dos están jadeantes, sudorosos, llenos de hematomas y magulladuras. Pero ninguno está dispuesto a rendirse. Juanito es el que lleva la iniciativa, es la agilidad y la inteligencia, pero Muñoz Manrique demuestra una terquedad obtusa y taimada, desesperada, que lo convierte en un rival molesto y difícil de eliminar.
El transfer se va a parar frente a la célula que lo ha llamado, pero Juanito aprieta el botón de avance manual, y la plataforma sigue adelante, transportando al jadeante Juanito, impidiendo descansar a Manrique, obligándole a retroceder por el carril, constreñido en este tramo entre las mamparas de la encoladora y la pared. De pronto, Manrique tiene un gesto instintivo, que a la postre le resultará fatal: al pasar frente a la plataforma del plastificador, decide saltar encima de ésta, para apartarse así del pasillo que barre el transfer, y poder dejar de huir.
La mente de Juanito analiza la situación durante unas décimas de segundo, y actúa de forma fulminante. Se lanza sobre Manrique antes incluso de que el transportador llegue a su altura, y Manrique le recibe con un fenomenal puñetazo que iba dirigido a la cara pero sólo consigue golpear en el cráneo, demasiado duro para que un puñetazo sesgado y cansino pueda producirle un daño importante.
Juanito recibe el golpe, pero pasa de largo y se lanza sobre la botonera del plastificador. Manrique no ve qué es lo que toquetea, pero cuando empieza a sospechar algo los rodillos de fijación ya le aprisionan los pies, y Juanito se lanza de nuevo hacia él esquivando sus golpes y le ata en una pierna, con suma presteza, el extremo de la bobina de plástico, y se aparta en el momento en que la plataforma empieza a girar y a rodear al aprisionado maquinista con vueltas y vueltas de plástico retráctil, extraordinariamente adherente.
En las primeras vueltas Manrique aún intenta liberarse, y de hecho está a punto de conseguirlo. Bastaría con que hubiera tenido a mano un objeto cortante que rasgara la película de plástico, muy resistente a la tracción pero no a la incisión. El soporte de la bobina va subiendo por la columna, y en el momento en que la primera mano le queda inmovilizada por el plástico, el propio Manrique comprende que está perdido. Medio minuto más tarde la plataforma deja de girar, y el carro de la bobina también se para, al detectar que ha superado la altura de la cabeza del maquinista derrotado.
Muñoz Manrique ha quedado completamente envuelto en plástico, como una momia. Juanito tiene un gesto tal vez instintivo, rutinario, o tal vez chulesco: acciona la cuchilla de corte de la cinta, y abre los rodillos con soltura, con indiferencia, como lo hace a diario cientos de veces el operario que lleva la máquina, cuando la pila de cajas ya está plastificada. Desaparecido el apoyo y sin poder usar los brazos, convertido en un fardo, Manrique cae de costado sobre la plataforma.
Mientras Juanito se aleja del plastificador resoplando todavía por el esfuerzo, secándose la cara con un trapo, el encargado y el jefe de producción —llegado de no se sabe dónde— liberan el plástico en torno a la cabeza del perdedor, que toma aire con avidez y empieza a dolerse de sus múltiples lesiones, mientras en la lejanía, fuera de la fábrica, se oye ya la sirena de una ambulancia.
Todos los demás, incluido Juanito, vuelven en silencio al trabajo. Todos saben que a partir de ahora la case-maker de tres tintas pasará a hacer un solo turno, y que, de hecho, la implantación total del turno único es algo inminente, anunciado ya desde hace tiempo.
Suena la sirena.