El garaje es vetusto y sombrío. Al levantar la puerta, un aliento fétido, de lejía y animales enjaulados, recibe a las cuatro o cinco personas que, a diferentes horas del día, cruzan el umbral en busca de su vehículo. En el interior, un coche en desuso, con las ruedas deshinchadas y lleno a rebosar de todo tipo de desperdicios, saluda a la derecha de la rampa de acceso con un guiño de su único faro intacto. Más adelante, hacia la mitad de la planta, el techo se abre brevemente a cielo abierto, dejando entrar algo de aire y de luz, para volver a cerrarse enseguida, entre plásticos y uralitas de reminiscencias chabolistas. El garaje se ensancha en la zona central, donde el hedor de los excrementos de un enorme perro atado a una cadena se mezcla por momentos con vagos efluvios de perfumería, procedentes del suavizante y los detergentes de una lavadora doméstica que a pocos metros del animal, en un recodo, hace diariamente la colada.
El garaje está en los bajos de un edificio. El dueño vivía antes en la primera planta, también de su propiedad; pero una aventura empresarial de desastrosos resultados le llevó a la quiebra, y a la obligación de abandonar su vivienda. Afortunadamente, le quedó el garaje; y aparte de ganar algún dinero alquilando las plazas, como ya venía haciendo, se fue a vivir allí con toda su familia, a un cuartucho inconcebiblemente pequeño, que hacía las veces de trastero. El cuartucho, de dudosa habitabilidad, tiene un único ventanuco que da a la calle.
El dueño y sus hijos son muy mañosos, muy emprendedores, y han ampliado el tugurio, dotándolo cada año de nuevas comodidades que ellos mismos apañan e instalan. Por otra parte, el garaje ha sido remozado y pintado varias veces, y también se le han añadido algunas mejoras. Pero el coche que dejó de funcionar se fue llenando de trastos, se convirtió de hecho en el trastero que la vivienda no tiene, y si unimos a esto la limpieza negligente y los vapores acres y amoniacales de los excrementos de los perros, sólo de tarde en tarde recogidos por una pala descuidada, comprenderemos que el conjunto tiene un aspecto triste, de corral urbano, de chamizo o hangar con sólidas paredes de obra.
El dueño y su familia —como a menudo ocurre entre la gente muy humilde o la exageradamente rica— conviven con un montón de perros de diversos tamaños y cataduras. A menudo, al entrar en el garaje, una jauría de perros pequeños y paticortos, de color crema y ojos saltones, recibe al recién llegado con estridentes ladridos, con la irritada antipatía que se dedica a un intruso apenas tolerado. La mujer del dueño, que trajina todo el día en aquellos sótanos, los hace entrar rápidamente en la vivienda —en realidad no son más que cinco o seis— y los animales obedecen a regañadientes, mirando con odio al recién llegado, lanzándole unos últimos ladridos rencorosos. Estos perros conviven con la familia entre sus cuatro paredes, y reciben todo tipo de mimos, y probablemente han asimilado de sus amos un difuso sentimiento de propiedad sobre las instalaciones del parking, que les lleva a mirar con desconfianza a cualquier persona que entre por la puerta.
Peor suerte corren los otros perros, los grandes, destinados teóricamente a la vigilancia del garaje. En principio eran dos, dos fenomenales huskies siberianos de sedoso pelaje blanco y gris, vagamente lobunos, con todas las características y el pedigrí propio de los de su raza. Eran macho y hembra, adquiridos entre otras cosas para generar un lucrativo negocio con la venta de los cachorros de pura raza que procrearan. Al perro le pusieron Rambo, y a la hembra —estrujando un poco más su imaginación— decidieron llamarla Alaska.
Pero Rambo encajó mal el encierro y la oscuridad del garaje: se volvió agresivo, intentaba escapar en el simbólico paseo que le daban cada día en torno a la manzana, y un día acabó mordiendo a la mujer del dueño, encargada de darle la comida. Encerrado a partir de entonces en un cuartucho minúsculo, sin luz ni ventanas, el animal aullaba furioso o lastimero durante todo el día, hasta que enloqueció, y un buen día desapareció misteriosamente.
La hembra, de carácter algo más resignado, cargó en parte con las culpas de su pareja: perdió la prerrogativa de su paseo diario, y quedó encadenada de por vida en el centro del garaje, junto a la pared de la vivienda y el ronroneo cambiante, cíclico, de la lavadora. Al principio intentaba escapar, y tiraba inútilmente de la cadena que la sujetaba, o aullaba durante horas pidiendo algo más que los mendrugos de pan seco y el agua clara que le dan por todo alimento. El instinto de cazador todavía cosquilleaba en su cerebro, y el animal se ponía en guardia e intentaba desasirse cuando la sombra de un gato ondulaba sobre la uralita transparente, o una rata cruzaba apresurada, pegada a la pared opuesta.
Pero el goteo inmisericorde y monótono de los días, sin ninguna variación, la fue desengañando de cualquier esperanza, y empezó a pasar la mayor parte del tiempo tumbada, olisqueando sus propios excrementos, mirando con aburrimiento el corretear de las cucarachas por el suelo, el puntual entrar y salir de los clientes del parking, cuando se iban o volvían de trabajar. A veces la hija del dueño, en uno de sus viajes hacia la lavadora, se detenía junto a la perra y le hacía unos mimos efusivos, impetuosos, convencida —más por ignorancia que por mala fe— de que sí, de que la quieren mucho a Alaska, con lo guapa que es ella, y que al fin y al cabo conviven casi, casi, bajo el mismo techo. Pero la niña creció, se echó novio, y la presencia de la perra se hizo tan melancólica y cotidiana que se convirtió, para los habitantes del garaje y su vivienda liliputiense, en un elemento molesto, vagamente perturbador, un mueble más que se rodea maquinalmente para acceder hasta el coche.
Así empezaron a transcurrir los meses. Las únicas novedades para el animal, las únicas fiestas, eran la aparición de algún cliente nuevo del parking, cuyo olor al principio desconocía y saludaba con momentánea agitación; o el día en que la mujer del dueño se ablandaba —y eso ocurría muy de tarde en tarde— y le tiraba desde el ventanuco de la cocina, sin molestarse en salir, un hueso de cerdo o de ternera que resonaba como una piedra al chocar contra el cemento del suelo, un hueso reseco ya después de pasar por la olla y por el plato, sin carne ni jugo.
Y así fueron pasando los años. En el verano, en las calurosas noches del mes de julio, Alaska jadeaba horas seguidas con la boca abierta, sacudido su cuerpo por el constante vaivén de la respiración, en la sofocante atmósfera del interior del garaje, cuando las paredes, caldeadas durante todo el día por el sol, transmitían al aire cerrado su aliento de horno.
Después contrajo una enfermedad; tal vez la sarna. Se rascaba constantemente con las patas sucias de pisar sus propios excrementos; se revolcaba; daba vueltas enloquecida, en el escaso diámetro que le permitía su cadena, incapaz de calmar su tormento, y al final, casi sin pelo, mostraba el cuerpo enflaquecido y horriblemente irritado, como una pura llaga. Pero también de ésta se recuperó, milagrosamente, y a los pocos meses volvió a lucir su pelaje sedoso y esponjado.
Llegó un invierno especialmente riguroso, desusadamente frío para aquellas latitudes. «Es el cambio climático», decía la gente. Lo cierto es que se sucedieron unas cuantas noches de helada, en que las estrellas brillaban con crueldad en un cielo duro como el diamante. Al día siguiente, los coches aparcados en la calle amanecían cubiertos por una capa de escarcha congelada, y más de un vecino tuvo que reparar las cañerías, reventadas por la presión del agua convertida en hielo. El dueño del garaje y su familia se refugiaban aquellas noches en su vivienda, uniendo su calor —y el de los numerosos falderos— al de la pequeña estufa, de modo que no pisaban el parking más que para lo imprescindible. Mientras tanto, Alaska soportaba el frío silenciosamente, ovillándose como una rueda para economizar al máximo el calor y las energías. Pero al sexto día el viento cambió de dirección, la temperatura subió unos pocos grados, y el cielo ya anocheció cubierto por las nubes.
Aquella noche Alaska se levantó súbitamente, animada por un presentimiento, impulsada por un instinto milenario. Dejó su actitud enroscada, acobardada por el frío, y se alzó en su fenomenal estatura, levantando la cabeza mientras su hocico olisqueaba como si reconociera algo en el aire, algo invisible para el ojo humano. Su suntuoso pelaje, recio y al mismo tiempo sedoso, se esponjaba en todo su esplendor; sus patas fuertes la sostenían con firmeza, tensas, expectantes. Con su larga y gruesa cola, con las orejas alzadas y el hocico agudo, acabado en un espeso antifaz que rodea los ojos, se veía más que nunca su estrecho parecido con un lobo. Nadie habría dicho entonces, viendo la imponente planta del animal, la mirada serena y altiva de sus ojos de diferente color, que era la misma perra que a diario languidecía tirada en el suelo, derrotada, entre serrín y porquería; la que hacía pocos meses mostraba la piel escoriada por el arador de la sarna.
Pero era la misma, y ahora se alzaba todavía más, hasta quedar erguida sobre las patas traseras, mientras una corriente de aire helado se colaba por el agujero del techo trayendo los primeros copos de nieve, la primera ráfaga de la ventisca que se arremolinaba y giraba delante del animal, trazando inquietas espirales.
Alaska recibió ávidamente el contacto de los primeros copos en su hocico, en su pelo que los retenía sin fundirlos. Era una sed oculta, largamente reprimida, que ahora se veía saciada con irrevocable plenitud. Alaska saltaba sobre sus patas traseras, y agitaba las delanteras en un peculiar saludo a los elementos, como si en cualquier momento fuese a tirar del trineo entre las nieves del ártico.
Pero Alaska no estaba atada a un trineo: estaba atada a una cadena clavada al suelo con una argolla. La cadena no cedía, y Alaska tiró con fuerza, con todas sus fuerzas, como sus antepasados habían tirado durante siglos en las regiones polares, bajo la refrescante caricia de la nieve, bajo el soplo cortante de la ventisca…
Me gustaría poder decir que consiguió escapar; o que se produjo un pavoroso incendio en la vivienda del dueño —culpa de la estufa— y los bomberos, al cortar su cadena de un hachazo, vieron cómo se escapaba por la puerta, escurriéndose como una anguila; o incluso que al día siguiente la encontraron muerta, y así se liberó, de alguna manera, de su cautiverio. Sí, me gustaría poder decirlo.