Ayer estuve hasta muy tarde trabajando con los homúnculos; hasta que los ojos, fatigados, empezaban a engañarme en la lectura de las medidas, y mi pulso vacilaba al empuñar los matraces. Pero aun así habría continuado todavía un buen rato más, quitándole horas al sueño, al descanso que tanto necesito para afrontar, al día siguiente, mi rutinaria jornada de servicio a la comunidad. Lo que ocurrió fue que se me volcó una ampolla, y manchó unos papeles en los que estaba tomando anotaciones, y decidí que el incidente —nada irreparable, por otra parte— era un buen aviso para dejar los instrumentos, colgar la bata, y abandonar mis trabajos hasta el día siguiente.
Y aun así el fantasma del experimento, de las últimas reacciones que había observado en los homúnculos, me persiguió mientras me desvestía maquinalmente y me metía en la cama, y después, en la oscuridad, cuando intentaba inútilmente dejar la mente en blanco para conciliar el sueño. Pensaba en el cultivo, en la evolución que se había producido en las últimas horas. Empezaba a cuestionarme lo que había anotado con entusiasmo hacía apenas unos minutos, en la fiebre de la continuada vigilia y la engañosa euforia que ésta genera.
Uno de los homúnculos estaba evolucionando de forma muy rápida, muy «exuberante», pero con una peligrosa tendencia a apartarse del patrón de crecimiento que en principio tenía marcado. Estas reacciones siempre resultan atractivas, y a veces conducen a resoluciones deseables, o incluso enriquecedoras, pero no dejan de representar una anomalía, y como tal deben ser vigiladas estrechamente. Lo más peligroso de estos fenómenos de crecimiento descontrolado es que no sólo afectan al homúnculo en cuestión, sino que a menudo desatan interacciones con los otros elementos del cultivo que pueden llegar a desvirtuar la orientación, las directrices iniciales del experimento, su razón de ser, en definitiva.
Las experiencias que he tenido con anteriores ensayos me han desengañado de esos momentos de euforia en la tolerancia evolutiva. Dejaba que las ramificaciones compulsivas de algunos elementos se desataran libremente, y ello producía una reacción en cadena que acababa contaminando todo el sistema, modificándolo irremediablemente y acabando, en definitiva, con el fracaso del experimento, un ingente trabajo que en ocasiones me había ocupado ya durante meses.
Desde entonces decidí desconfiar de los episodios de proliferación espontánea, y controlar férreamente el código de reproducción conductual para evitar desviaciones significativas. Por otra parte he aprendido a rectificar a tiempo, y a destruir una parte del trabajo ya hecho, por mucho que me pese, si lo que pretendo es mantener el control sobre el comportamiento de los homúnculos. Eso es lo que pensaba ayer, en la oscuridad de mi habitación, intentando que la total inmovilidad de mi cuerpo acabara por traer también el descanso para mi mente. Pero mi mente continuaba saltando de una idea a otra, con una frenética velocidad. Pensaba que este experimento no puede fallar, que es un cultivo rigurosamente planificado, meticulosamente diseñado, y con una selección largamente meditada de los individuos. Al final llegué a la conclusión de que las últimas anotaciones no eran válidas, y que si me intentaba convencer a mí mismo de lo contrario era por simple comodidad, por no tener que destruir todas aquellas ramificaciones, con el trabajo y la renuncia que eso supone.
Pero era evidente. Ahora, tumbado en la cama, me parecía obvio, de una claridad meridiana: el homúnculo en cuestión mostraba una gran vivacidad, una, por así decirlo, «capacidad de improvisación» que lo hacía extraordinariamente atractivo. Desgraciadamente, la hiperactividad suele llevar aparejadas pautas de comportamiento agresivo, y esa característica, junto con su tendencia a aproximarse a algunas hembras que no le correspondían, abría un camino nuevo, lleno de posibilidades, es cierto, pero incompatible —si era mínimamente riguroso, así tenía que admitirlo— con las líneas maestras del plan de trabajo.
Al final decidí que lo primero que haría al día siguiente sería eliminar todas las ramificaciones contaminadas, para volver a empezar de nuevo desde el momento en que se produjo la primera desviación. Después de todo, tampoco era tanto lo que había que suprimir; la proliferación estaba bien definida, apenas afectaba a uno o dos de los individuos, y el trabajo sería arduo, meticuloso, pero no excesivamente complicado. Con un poco de suerte, mañana mismo podría completar la extirpación, e incluso retomar el experimento en su patrón de crecimiento correcto, aunque sólo fuera por unos momentos, a última hora.
Con esa esperanza, con ese firme propósito, encontré por fin algo de la calma y la tranquilidad mental que el cerebro necesita para apaciguar los nervios y empezar a relajar el cuerpo. Ya un poco amodorrado, me sumí en reflexiones mucho más genéricas acerca de la extraña actividad de insuflar vida a los homúnculos, esa pasión que ocupa con obsesiva intensidad la totalidad de mis ocios.
Pensé en lo atractivo que resulta para los profanos en la materia todo lo que tiene que ver con este trabajo. En el cine, en la literatura, a menudo el protagonista es alguien que se dedica supuestamente a esta maravillosa actividad. «¿Se puede crear vida en la retorta? —rezan los titulares enfáticamente—. ¿Puede un hombre suplantar las funciones de un dios?». Luego ves la película y el personaje en cuestión vive unas pasiones terribles, se codea con lo más granado de la sociedad, y siempre hay por ahí alguna mujer muy bella con la que arrastra una tormentosa relación. Yo me pregunto si con semejante actividad social le quedaría tiempo para dedicarlo a los homúnculos. Pero se supone que sí. El individuo no tiene que trabajar para la comunidad, invariablemente obtiene contratos millonarios por los resultados de sus experimentos, y siempre hay una escena, aunque sólo sea una, en la que aparece en su laboratorio, rodeado de matraces y hornillos, con una bata de impecable corte.
No es de extrañar que después haya tanta gente que quiera dedicarse a este oficio. El instrumental básico es sencillo, y no resulta caro; las sustancias que se utilizan, paradójicamente, son baratas y de fácil obtención. Sobre el papel, cualquiera que sepa interpretar correctamente la numeración de una probeta, cualquiera que sepa hacer una regla de tres para trasladar unas proporciones, puede crear vida en el laboratorio. Pero luego… ¡qué engendros, qué monstruos, qué abortos nacidos de la falta de talento, de la premura, de la negligencia y la incuria en la práctica de esta actividad!
La mayoría de esos homúnculos carecen, en realidad, de verdadera vida, mueren en el laboratorio, son destruidos o envasados en un frasco para dormir el sueño de los justos, olvidados incluso por su creador, en el fondo de una estantería. Pero otros son mostrados en público, a pesar de su deformidad, publicitados por su propio creador ante la tolerante indiferencia de sus conciudadanos. Y yo pienso: «¿Cómo se atreven?». Si mostraran el mismo talento, la misma perseverancia para confeccionar su producto que para mostrarlo… Con lo difícil que es conseguir un poco de armonía, un mínimo de belleza, de naturalidad, en una sola de esas creaciones, cuánto más en un cultivo extenso, con una gran variedad de individuos y de vínculos y conflictos que se establecen entre ellos.
En realidad, el de insuflar vida a los homúnculos es un trabajo triste y solitario. Consiste básicamente en quemarse las cejas durante horas, en estropearse la vista en la mezquina luz del laboratorio, tomando anotaciones encorvado sobre el microscopio, o mirando a través de los curvados vidrios de las redomas. Y todo ello en completa soledad, porque este trabajo, por su propia naturaleza, precisa de la máxima concentración y aislamiento. Es verdad que si al final se consigue un éxito, un experimento realmente brillante, la comunidad premia al investigador y reconoce sus méritos. Se obtiene una recompensa económica, una notoriedad pública, e incluso se puede aspirar a que el rey de un remoto país, culto y civilizado, le entregue a uno la máxima distinción —y un vertiginoso cheque— con una simpática sonrisa, con un apretón de manos.
Pero esta contingencia depende en gran medida de la suerte, y de otras circunstancias que no siempre tienen que ver con la estricta calidad del experimento. Al principio, cuando conseguí producir mis primeros homúnculos, en un estado de suave exaltación por el descubrimiento de mi capacidad creadora, yo también perseguía esos fantasmas: fama, dinero, admiradoras —por qué no decirlo— jóvenes y guapas, y muy inteligentes. Y ese estímulo, esas disculpables frivolidades, fueron útiles, fueron un acicate en un momento en que mis expectativas eran muy altas y necesitaba un objetivo igualmente sonado.
Pero ahora, cuando mis ojos cansados ya no podrían distinguir las cifras sin los cristales correctores, cuando me acerco ya a la edad en que la comunidad me exonerará de mis obligaciones para con ella y me dejará disfrutar plenamente de la vejez, con todos sus achaques, ahora ya he renunciado a todos esos espejismos y sus cantos de sirena.
Y sin embargo sigo trabajando en mi laboratorio. Todos los días, dedicándole a ello prácticamente todo mi tiempo libre. Las malas lenguas dirán que es por costumbre, por rutina, porque tampoco tengo otra cosa mejor que hacer. Tal vez tengan razón. Pero yo prefiero pensar que mi oficio se ha depurado hasta llegar a la esencia, a lo que es su verdadera esencia: la creación de vida coherente y autónoma, la creación de belleza. Y además he aprendido a disfrutar de mi trabajo. Antes no. Antes, cuando era joven, siempre decía que el del laboratorio era un trabajo arduo y sin el menor atractivo, que sólo el resultado final, el experimento terminado, podía despertarme algún sentimiento de orgullo y de satisfacción.
Pero ahora es diferente. Ahora disfruto viendo cómo los homúnculos crecen y se debaten, y pugnan por seguir su propio camino y burlar a su creador —como ese al que mañana le tendré que cortar las alas—, y cómo al final acaban cumpliendo su misión de ventura o de infamia, representando su rol en el tejido del experimento, bellos y obedientes, como las criaturas de un mundo en el que yo fuera su Dios.