El sendero desciende abrazando la amplia curva del muladar, pegado a la empalizada de madera carcomida, con la veta abierta por la intemperie. En lo alto queda la casa, con los cobertizos del granero y los corrales; detrás está la era, y más allá se apiñan las primeras casas del pueblo. Clara deja atrás el caserío y baja por el sendero caminando perezosamente, deteniéndose a cada poco para observar el vuelo efímero de un saltamontes, o para pisotear el incipiente cono de tierra, tan limpia y granulosa, de un hormiguero.
El ardor reseco de las tres de la tarde gravita sobre el campo, abrasado por el canto de las cigarras. Clara lleva su vestido de verano, una prenda ligera y desgastada, holgada, que se quita y se pone en un segundo cuando se baña con los otros niños en la alberca. Cada día, cuando vuelve a su casa para ayudar en la cena, el aire delicioso del atardecer circula entre el vestido y su cuerpo delgado, sudoroso y dorado por el sol. Pero ahora la brisa apenas se mueve, seca y ardorosa como un aliento de fiebre, y la tela del vestido está caliente cuando le toca los muslos. Clara ha salido sabiendo que no encontraría a nadie a esa hora en que todos escapan al castigo del sol y duermen la siesta, o dormitan, como su madre, con la costura en la mano y las persianas entornadas, entre la puerta y la ventana de la salita.
El sendero llega hasta la turbera que hiende la tierra como un surco desmañado, para convertirse más abajo en torrente, en donde crecen los pinos y las zarzas. Cuando llegue el otoño, el agua de las lluvias barboteará en el lodazal, arrastrando el estiércol rezumante, pisoteado por las pezuñas en el cercado. El regato, entonces, parece una herida abierta e infectada. Pero ahora, en el tiempo ardoroso de la siega, la tierra mezclada con los excrementos del ganado se ha secado, se ha endurecido conservando apenas su tono negruzco; y el estiércol reciente es transportado a la turbera, en el vértice más bajo del cercado, en donde se reseca al sol, nimbado por un inquieto y zumbador encaje de moscas.
Clara sabe que el verraco escoge ese rincón para sus siestas, buscando fango dudoso que se forma al pie del montón de bosta. El verraco, el enorme cerdo macho de cuatrocientos kilos, el semental que cubre a las hembras incansable, concienzudamente, seguro de su inagotable potencia, de su sobrante capacidad fecundadora. Se tumba allí de costado, desparramando su masa flaneante, indiferente al sol abrasador, al hedor del estiércol, a la posibilidad de fuga que le brinda la puerta abierta y desvencijada del cercado. Él desprecia esa posibilidad, desprecia cualquier esfuerzo inútil, como un rajá indolente y perezoso.
A Clara le fascina la desmesurada corpulencia del animal, su desbordante masa de grasa bajo la que se ocultan poderosos músculos; la mayestática impunidad con que se revuelca en la porquería. Ya está cerca de él. El animal dormita, inmóvil, ofreciendo a la niña los cuartos traseros, las dos piernas que aplastan el escroto, expulsando hacia fuera los enormes testículos, como dos bolsas de carne rosada, absurdas, antinaturales en su posición y su magnitud.
Clara se detiene a unos pasos del cerdo, y mira a su alrededor. No hay nadie en el sendero polvoriento, ni en los trigales agostados, ni en el reseco barbecho. Del pueblo sólo se ven los tejados, reverberando su aliento abrasado que parece licuar el azul requemado del cielo. Clara sigue avanzando hacia el animal, repelida y atraída al mismo tiempo por el penetrante olor, de una intensidad mareante, en el que se mezcla lo dulzón y lo acre con ese aroma vagamente humano y hormonal de su sobrante masculinidad. A un paso de la bestia, se vuelve a parar. El animal parece dormido, pero Clara no puede ver si los ojos, al otro lado de las treinta arrobas de carne, están abiertos o cerrados.
Ahora que se ha parado, el furioso canto de las cigarras y el zumbido de las moscas en el estiércol parecen resonar en su cabeza, en las sienes, al ritmo de los latidos de su corazón desbocado. Clara mira los redondos testículos de un rosa rojizo, como si estuvieran irritados por su incesante actividad. Ella sabe que ahí reside el poder fecundador del verraco, aquello que hace sonreír maliciosamente a los hombres cuando hablan de él, de llevarlo a alguno de los corrales vecinos para que cubra a las puercas. Casi le parece notar el hormigueo de la vida múltiple y microscópica acumulada bajo la fina piel, hinchada como una bolsa, surcada por diminutos capilares, sucia de estiércol reseco. Respirando por la boca, sin notar que su sandalia se hunde en el fango y un líquido negro y templado se le mete entre los dedos, Clara acerca la mano lentamente, hasta tocar la piel caliente y pegajosa, que cede levemente a la presión de sus dedos. Pero al instante la aparta, asustada.
El verraco se ha estremecido levemente, en un breve agitar de todas sus carnes. Levanta la cabeza y su ojillo soñoliento y apático mira unos instantes hacia atrás. Después deja caer la cabeza con un breve resoplido, y se vuelve a dormir bajo el sol de fuego, majestuoso y displicente como un dios; tolerando, desdeñando la insignificante caricia de la niña como un tributo, como un halago más de su vida repleta y regalada.