El punto luminoso ya se había hecho visible alguna vez hace mucho tiempo, en los remotos años de mi adolescencia. Su aparición me había inquietado, me había asustado hasta el pánico en aquella época de exaltación y zozobra, en la que la seguridad en uno mismo se construye trabajosamente durante días, para derrumbarse estrepitosamente ante el menor trastorno que nos aleja de la ansiada y frágil normalidad.
Por aquel entonces no era más que eso, un minúsculo punto de luz que se encendía a veces entre las páginas de un libro o en la blanca superficie de una pared, cuando yo estaba más distraído: un puntito muy luminoso que aparecía bruscamente, y luego perdía intensidad hasta que se apagaba en cuestión de segundos. Para entendernos, era a la vista lo que al tacto sería una pequeña punzada de alfiler, que se retira enseguida sin haber llegado a atravesar los tejidos. Tal vez convenga aclarar que el fenómeno era absolutamente interno: el punto no estaba en el objeto, sino en el lugar que el ojo enfocaba en ese momento, de modo que se desplazaba con éste, con el ojo, según la dirección de la mirada.
El episodio era fugaz, y tan nimio que probablemente se producía también en otras situaciones, en las que la simple intensidad de lo que estaba viviendo lo borraba, por insignificante, de la percepción. Pero a mí me sobresaltaba, cada vez que lo percibía, con la intensidad de un siniestro augurio: un gélido escalofrío me recorría la espalda, mientras que una oleada de calor me subía desde el estómago hasta la cara. Mi mente se disparaba al instante, y empezaba a imaginar que aquello era el primer síntoma, el inicio de la ceguera, de una terrible enfermedad neurológica, acaso de la locura.
El adolescente es un ser excesivo y cambiante. Bien podía ocurrir que una hora después, al conseguir un enceste especialmente decisivo, o por la simple mirada —cargada de intención— de alguna compañera de clase, me sintiera durante unos minutos como un ser invulnerable, investido de una eufórica plenitud.
Después, a lo largo de toda mi juventud, período mucho más confuso e indiscernible en lo que a la memoria se refiere, es probable que el punto luminoso volviera a aparecer de vez en cuando. De hecho creo recordar que sí, que más de una vez lo volví a ver, con veinte, con treintaitantos años. Pero ahora mi mente se ocupaba de otras cuestiones, se proyectaba hacia el exterior y había adquirido armas para embotar una sensibilidad tal vez demasiado aguda, y además tenía cosas más importantes en las que pensar. En esas circunstancias, la impertinente aparición del puntito luminoso no pasaba de ser una curiosidad, una rareza que me hacía reflexionar durante unos instantes, para luego ser olvidada al poco tiempo, engullida por el torbellino voraz de la existencia.
No fue sino muy recientemente, pasada hace tiempo la barrera de los cuarenta, cuando el fenómeno volvió a adquirir una frecuencia y una intensidad significativas. Todo empezó hace cosa de seis o siete meses. Volví a ver el punto luminoso un día mientras estaba leyendo. Y luego otra vez al día siguiente, en la pantalla del ordenador. Al principio lo recibí como a un viejo conocido, casi con nostalgia. «Vaya…, ya casi no me acordaba de ti —pensaba yo—. Bienvenido al concurrido club de las molestias que amenizan el medio siglo de vida: acúfenos, artritis, presbicia, hemorroides, y ahora un amigo de la infancia. Bueno, de la adolescencia, el puntito luminoso que se enciende y se apaga al instante, como una inmóvil estrella fugaz».
Esta actitud indiferente duró, por desgracia, bien poco. Una semana después de su primera reaparición, el puntito luminoso se había convertido en una fuente de desasosiego y preocupación que sólo en los momentos de mayor actividad y distracción conseguía olvidar. Sencillamente, se había hecho más frecuente, mucho más frecuente, y también más intenso. Ahora el punto fulguraba durante más tiempo, e incluso aumentaba ligeramente de tamaño, coincidiendo con una imperceptible disminución del brillo, como si su intensidad estuviera inversamente relacionada con el tamaño que adquiría.
Mis intentos de minimizar el asunto, de ignorarlo como a cosa de poca importancia, eran vanos. Cuando había conseguido convencerme a mí mismo de que el hecho era insignificante, que no eran más que obsesiones propias de una edad en la que ya no hay verdaderos problemas; cuando me estaba diciendo que hacía horas que no se repetía, y que tal vez el puntito se volvería a tomar unos cuantos años de vacaciones, el fenómeno volvía a producirse con renovada intensidad, con despiadada crudeza.
Ahora ya no sólo se hacía visible sobre fondo blanco, sobre una superficie de un color claro y más o menos diáfana. Lejos de manifestarse únicamente en situaciones de reposo o de estudio, había empezado a contaminar imprevisiblemente cualquier momento de mi existencia: una vez aparecía en el rostro de mi mujer, mientras estábamos comiendo; otra en la pantalla de la televisión, en el momento más emocionante del partido que desde hacía días estaba esperando. Lo cierto es que su aparición envenenaba la tranquilidad de lo que estaba viviendo, y aunque la cosa todavía duraba poco tiempo, y luego podía pasarse horas sin reaparecer, me sumía siempre en una maraña de negras reflexiones; y el partido se acababa sin que yo le prestara ya ninguna atención, y mi mujer empezaba a recoger los platos moviendo la cabeza con indulgencia, resignada ante mi evidente estado de distracción.
Incapaz de ignorar el fenómeno, me dediqué al menos a estudiarlo. Si no un consuelo, esta actitud analítica me proporcionaba al menos una patética distracción. El fenómeno estaba cambiando, o tal vez empezaba a mostrarse como lo que llegaría a ser más tarde. Ya he comentado que el punto luminoso perdía algo de su claridad cuando aumentaba de tamaño. Una observación más atenta me hizo comprender que en realidad no era un foco de luz, sino un agujero, entendiendo «agujero» como un concepto necesariamente abstracto, puesto que se trataba de una imagen que no era más que la manifestación de algún trastorno —así lo creía yo entonces— en mi retina, o como mucho en mi nervio óptico.
El caso es que no era un disco de luz, sino un agujero en el que sólo los bordes estaban violentamente iluminados, como se encienden los bordes de un objeto visto a contraluz, o como crece el agujero hecho por el fuego en una hoja de papel, con una orla de llamas en todo su perímetro. Cuando sólo era un punto, no había interior, todo era borde, llama, perímetro incendiado, y por eso se veía tan brillante. Ahora, en cambio, en los momentos de máximo tamaño se podía apreciar que su interior era difuso y más apagado, vagamente grisáceo, aunque siempre más claro, más iluminado que la realidad que lo rodeaba.
Todo esto se lo expliqué al oftalmólogo en la visita que finalmente me decidí a concertar, alarmado ya por la magnitud del problema. A esas alturas el agujero se hacía cada vez más grande y llegaba a permanecer hasta nueve segundos, y además habían empezado a aparecer otros puntos de luz alrededor del primero: unos puntitos luminosos que se comportaban como aquél en la fase inicial de su desarrollo. Puedo precisar estos datos con exactitud, porque entonces ya había comenzado a utilizar un cronómetro para conocer con objetividad la duración de cada episodio, y además empecé a apuntar en un cuaderno los datos de mis observaciones, consignando el día y la hora de cada nueva crisis. Con todo ese material fui al oftalmólogo y le expuse mi problema pormenorizadamente, y con mucha claridad, sin dar juicios de valor ni meter de por medio las emociones.
El médico no mostró interés por los cuadernos, pero escuchó toda mi explicación sin interrumpirme en ningún momento, muy atento a lo que yo decía. Tan sólo en algunos pasajes de mi narración, un ligero fruncimiento de las cejas retocaba fugazmente su expresión neutra y concentrada. Cuando di por acabada mi exposición, el médico permaneció unos segundos en silencio.
—Bueno… —dijo finalmente, alzando las cejas y dejando escapar un breve resoplido—. Vamos a ver esos ojos.
—Bueno… —repitió el médico diez o quince minutos más tarde, liberando mi cabeza del último aparato de exploración—. Tiene usted un principio de astigmatismo… insignificante, no necesita corrección; y la hipermetropía propia de su edad. Aparte de eso, no se aprecia ningún trastorno…
—Eso me lo podían haber dicho en la óptica de la esquina —le interrumpí yo—. Si he acudido a un especialista es porque tengo un problema que no se soluciona con unos cristales correctores.
—Y yo le he dicho —replicó el médico sin perder su tono cordial— que ésas son las únicas alteraciones que se aprecian. Todos los demás valores están en el rango de la normalidad. Sus ojos gozan de buena salud para la edad que tiene: la presión intraocular es correcta, no hay alteraciones en el cristalino, sus retinas están sanas: la vascularización es correcta y hay una buena densidad celular…
—O sea, que no ha sabido encontrar mi enfermedad.
—Probablemente se trate de moscas volantes —dijo el médico con los párpados caídos, afectando indiferencia—, coloquialmente se las llama así, son condensaciones del humor vítreo, cadenas de moléculas…
—¡Ya sé lo que son las moscas volantes! —le interrumpí yo, tal vez con excesiva brusquedad—. Hace décadas que tengo moscas volantes, ahora mismo estoy viendo moscas volantes —dije, desviando la vista hacia la pared—. Ya le he dicho que lo que yo veo sigue el movimiento del ojo, no flota de un lado a otro. Ya se lo he dicho antes.
—Lo sé, lo sé, le he escuchado, y sin interrumpirle —dijo el médico, en un tono que había adquirido una cierta severidad—, y lo que usted me ha descrito (rarito, por cierto, para qué nos vamos a engañar) apuntaría a una retinopatía, y además grave, es decir, que lo habría detectado sobradamente en la exploración.
—¡Pero es que ahora no me estaba ocurriendo! Ya le he dicho que, según las anotaciones de mi cuaderno, el fenómeno se está produciendo últimamente con una periodicidad de…
—Pues calcule mejor y venga cuando le «esté ocurriendo».
—Oiga… —dije yo, en un intento de cambiar el tono que estaba tomando la conversación—. Está claro que usted tiene la sartén por el mango, pero… también debería comprender que yo estoy preocupado y… ¿No habría manera de hacer una exploración más completa, una resonancia…?
—Entiendo que esté preocupado. Pero yo me limito a seguir el protocolo fijado. ¿Sabe usted lo que le cuesta un TAC al sistema público de salud?… Bastante saturado está ya el asunto para sobrecargarlo más accediendo al primer capricho de los pacientes.
La palabra «capricho» me resultó extraordinariamente molesta. A partir de aquí mis palabras se movieron dentro de una glacial corrección.
—De modo que no puedo esperar ninguna ayuda por su parte…
—Siempre puede recurrir a la sanidad privada. Allí, con un poco de suerte, le intentarán convencer de la inutilidad de un gasto como ése… Pero no se podrán negar si usted insiste. De todas formas vaya preparando la tarjeta de crédito, incluso sin el TAC.
Todo aquello me parecía de una vulgaridad desagradable.
—De modo que aquí ya no tengo nada más que hacer —dije yo, para acabar con el asunto, mientras me levantaba de mi asiento.
—La seguridad social no renuncia a resolver su problema —dijo el oftalmólogo, recuperando su cínica cordialidad—. Yo le puedo hacer un volante… para el especialista en neuropsiquiatría.
—Lo cual no hace sino demostrar su incapacidad para curar mis ojos —le contesté con la mano en el pomo de la puerta, volviéndome un momento para mirarle.
A partir de ahí, supe que no podía esperar ninguna ayuda por parte de la medicina. El oftalmólogo que me atendió era un tipo bastante joven, pero tenía fama de ser un gran profesional en su especialidad.
De nuevo me encontraba solo ante mi problema. Y éste continuaba agudizándose. Aquel mismo día, a la salida del ambulatorio, tuve un nuevo episodio especialmente intenso. Después, en mi casa, la cosa se repitió dos o tres veces con parecida virulencia.
Abandonado a mi suerte, me entregué al triste placer de estudiar mi dolencia, de constatar cuán equivocado estaba todo aquel que intentase minimizarla. Dos nuevas anotaciones había que añadir en la evolución del fenómeno, ninguna de las dos demasiado halagüeña: por una parte aparecían cada vez más puntitos nuevos, los más antiguos de los cuales empezaban a aumentar de tamaño —tal vez habría que decir «a abrirse»— amenazando con convertir la zona central de mi campo de visión en un archipiélago de puntos y círculos luminosos. Y por otra parte estaba ocurriendo algo sumamente inquietante, algo que sólo se podía apreciar, de momento, en el círculo más grande. Ya he explicado que el interior del agujero era confuso y apagado en comparación con el borde, aunque más claro que la realidad circundante. Pues bien: ahora que ya tenía un tamaño considerable, se podía apreciar que ese interior no era, como parecía al principio, una superficie regular, y sobre todo «estable», sino que más bien eran fragmentos desdibujados de algo, de una realidad que había al otro lado del agujero, y que éste recorría como una minúscula ventana, como un ojo de buey, siguiendo los movimientos de mi mirada.
No quiere decir eso que yo llegara a distinguir algo de lo que desfilaba tras el agujero cuando movía los ojos: éste era demasiado pequeño todavía, y su borde incendiado alteraba la visión de fondo, dándole una calidad grisácea, acuosa, como de lente desenfocada. Si a eso le unimos lo fugaz de la visión, la premura con que se realizaba la observación en los pocos segundos que duraba el fenómeno, se comprenderá lo frustrantes que resultaban los intentos de divisar algo reconocible. Pero una cosa sí que se podía afirmar: al otro lado del agujero —mejor sería decir «de los agujeros», pues los más pequeños seguían aumentando y ya permitían ver a través de ellos— no había un incendio, luz, fusión, pura energía; había algo, cosas, una realidad todavía no diferenciada, imprecisa; y si en principio había parecido más luminosa que la otra, la de este lado, es por un sencillo fenómeno, según el cual la luminosidad parece ser mayor si se mira a través de un agujero.
A pesar de la amenaza agorera que representaban, la observación de estos fenómenos, lo que tenía de rigurosa tarea de anotación, me llegaba a absorber en algunos momentos hasta abstraerme por completo de lo que ocurría a mi alrededor. En una de estas ocasiones —yo estaba intentando dibujar lo que llamaba para mis adentros «mi archipiélago particular» tal como lo había visto en su última aparición, hacía apenas unos segundos— mi mujer se acercó sigilosamente hasta mi mesa, de modo que no la oí, ni siquiera cuando se puso a mi lado y miró por encima de mi hombro lo que yo estaba haciendo. Sólo cuando hizo oír su voz —que mi cuerpo recibió, muy a mi pesar, con un sobresalto— me di cuenta de su presencia.
—Hace tiempo que te veo con ese cuaderno… ¿Qué escribes ahí?
Cerré instintivamente el cuaderno, y tardé unos cuantos segundos en responder, inmóvil, sin cambiar de posición, sin mirar hacia ella.
—He empezado a escribir algo —dije, girando la cabeza hasta encontrar su mirada—. Siempre quise escribir, pero… no quiero que nadie lo lea, de momento.
¿Por qué le dije eso? No lo sé. Mi instinto acorralado sólo encontró esa salida. Más tarde, reflexionando sobre ese acto reflejo —y no sin cierta amargura—, llegué a la conclusión de que el instinto no me había fallado, de que el automatismo de mi comportamiento había sido eficaz.
De todas formas, en una pareja que lleva tanto tiempo casada, con los hijos ya independizados, la comunicación se acaba reduciendo a lo más indispensable, cuatro frases ya conocidas, agradables precisamente por su repetición, un poco de aceite para suavizar las inevitables fricciones que cada día crea la convivencia. En realidad, es triste decirlo, pero cada uno de los dos acaba haciendo su vida, procurando que la inevitable actividad del otro interfiera lo menos posible en el propio bienestar. Probablemente, mi mujer, al recibir la noticia de que yo me había puesto «a escribir», lo consideró como una de mis manías menos molestas, más inofensivas.
El caso es que había conseguido el pretexto ideal para realizar mis anotaciones en cualquier momento, sin tener que ocultarlo. Y buena falta que me hacía esa tranquilidad, porque mi trastorno se volvía por momentos más apasionante, aunque también —necesario es decirlo— más siniestro y amenazante en su gravedad.
El episodio que he narrado, con mi mujer, fue hace tres o cuatro meses. Poco después el fenómeno ya se producía constantemente, y permanecía mucho tiempo ante mis ojos, de modo que me pasaba, poco más o menos, la mitad de mi vida consciente viendo «el colador», como había dado en llamarle. Ahora había muchos más agujeros, y algunos se habían hecho muy grandes. Se podría pensar que esa abundancia me permitía al menos ver con claridad lo que había al otro lado, pero no era así: lo que se veía a través de los agujeros era cambiante e impreciso, fugaz, y de una exasperante vaguedad. La única conclusión objetiva que se podía sacar es que mi colador no se abría a un panorama inmóvil, un paisaje o una estancia inanimada, sino a algo activo y en constante movimiento.
Con semejante información era muy difícil precisar si lo que yo entreveía era un universo estable —aunque bullicioso—, es decir, externo a mí, como lo es el nuestro, o si era, por así decirlo, una «película» que viajaba con mis ojos hacia donde éstos miraran, proyectada en mi retina por algún duende travieso de mi cerebro.
Lo cierto es que su naturaleza era confusa e inaprensible, y mis intentos de fijar en el papel lo que acababan de ver mis ojos acababan en exasperantes fracasos que me sumían en una lóbrega desesperanza. Al final prescindí incluso del cuaderno, convencido de la inutilidad de toda aquella maraña, aquel intrincado laberinto de cifras y anotaciones, absurdos dibujos, garabatos sin sentido que nunca iban a revelarme nada y en cambio amenazaban con desquiciar, con su turbadora impotencia, lo poco que me quedaba de cordura.
De todas formas, por aquel entonces ya había empezado a salir a menudo de casa. Me acostumbré a ir al parque. Descubrí que el cielo —incluso cuando tenía nubes o estaba surcado por las estelas de los reactores— era la superficie ideal, el fondo perfecto para aislar los agujeros que daban al otro lado y analizar lo que se veía a través de ellos. Me pasaba horas enteras sentado en un banco, mirando hacia arriba. Pasaron varias semanas. Los paseantes habituales del parque —que en principio me habían mirado con curiosidad— se habían acostumbrado ya a mi presencia, a la curiosa postura que adoptaba en el banco. Solamente los niños se reían de mí, e incluso llegaron a molestarme con alguna broma.
Mi dolencia, mientras tanto, se había agudizado hasta llegar, prácticamente, a su máxima intensidad. Mi vista era una superficie completamente salpicada de agujeros con el borde luminoso y más o menos palpitante, más o menos movedizo. Sólo en algunos momentos los agujeros se empezaban a difuminar, empezaban a desaparecer por un extremo de mi campo de visión, y parecía que la normalidad volvería, aunque sólo fuera temporalmente. Pero la mejoría no duraba ni un minuto, y al poco rato ya estaba otra vez enfrentado a mi raída pantalla habitual. Pero al menos había descubierto algo, tal vez el último descubrimiento que he hecho, como tal, de mi extraña enfermedad: los agujeros de mi pantalla —ya no sé ni cómo llamarla— no se abren a un mundo ignoto, ni a otra época. Lo que se entrevé al otro lado —ahora puedo decirlo— son escenas cotidianas, domésticas, fragmentos incomprensibles, extraordinariamente confusos, de la vida de unas personas que no conozco, en unas habitaciones que me son completamente extrañas aunque parecen, como ya he dicho, sumamente ordinarias y cotidianas, sin nada de excepcional.
Después de hacer este descubrimiento, en cierto modo frustrante, empecé a escribir esta especie de crónica, con la que pretendía convencerme a mí mismo de la total objetividad de mi percepción del asunto. Pienso que si alguien encuentra algún día estos papeles y los lee, al llegar a este punto pensará que la cosa está cantada, y que yo acabo en un manicomio, o mejor, que los agujeros siguieron creciendo y yo acabé percibiendo sólo la otra realidad, viviendo tranquilamente en otra vida, en otro cuerpo, hasta el final de mis días. Ojalá fuera así. Pero eso es pura literatura; la vida real, por desgracia, suele ser bastante más mediocre, y no es amiga de los finales rotundos.
Aparentemente, los agujeros han dejado de crecer. Ahora ya están siempre ahí, tan sólo dejo de verlos mientras duermo, aunque eso no debe inducir a pensar que son totalmente estables. Sus bordes —que continúan siendo brillantes— tienen el bailoteo inseguro de las pompas de jabón demasiado grandes, o de las células vistas al microscopio. El mundo real, el mundo en el que yo vivo, se continúa viendo en los espacios que quedan entre los agujeros. Sí, ya sé que ese panorama me convierte prácticamente en un ciego, y que dificultaría terriblemente, por ejemplo, el acto de escribir estas páginas. Pero la verdad es que al final me defiendo bastante bien. Cuando se llega a un determinado momento, la vida se convierte en una repetición de actos y circuitos rutinarios sin la menor sorpresa, sin el menor riesgo. Todo se hace con la mínima dificultad, con el mínimo desgaste de energía; no es extraño que incluso con una limitación tan grande se pueda aparentar una cierta normalidad en el comportamiento. Eso se extiende también a las relaciones del día a día con las personas más cercanas.
En cuanto a lo del otro lado, los agujeros empezaron con mucha actividad, con mucha marcha, pero ahora hace algún tiempo que la cosa está más tranquila. A veces transcurren horas con una habitación desierta, a media luz, sin que aparezca nadie para animar un poco el asunto. También ha empezado a aparecer un viejo, con barba blanca. Pensé si no sería Dios, así, con mayúscula, pero un día vi que se bajaba los pantalones. No vi nada más —el viejo desapareció enseguida de mi campo de visión—, pero pensé que lo de bajarse los pantalones no era propio de semejante personaje. La verdad es que ahora ya todo me importa bien poco. Empiezo a pensar que ni siquiera tiene mucho sentido continuar escribiendo estas páginas.