El escritor en ciernes está sentado, leyendo a Proust. Hace ya algún tiempo que sólo lee a los clásicos, como un ejercicio de aprendizaje para pulir y perfeccionar su estilo. Es una ardua disciplina que se impone a sí mismo: a veces no tiene otro remedio que reconocer que le resultaría más amena alguna otra lectura más ligera; pero él sabe que nada se consigue sin esfuerzo.
El escritor en ciernes está sentado en la taza del váter. Se ha levantado temprano para poder escribir, se ha preparado el desayuno y ahora, después del café —su vientre nunca falla después del café—, aprovecha este tiempo muerto para el necesario ejercicio de la lectura. En realidad es un hábito —el de leer en el váter— que heredó de su padre y que ha practicado desde niño, cuando leía cosas de menos enjundia, como tebeos o historietas. Pero a él le gusta decir que esos minutos, los que pasa en el váter, son el único tiempo libre que tiene a lo largo del día, en su apretada doble jornada de trabajo profesional y literario. Incluso tiene ya pensada la frase que dirá en la televisión, cuando sea invitado a algún sesudo debate, entre otros escritores e intelectuales: dirá que la suya es una cultura «esencialmente defecatoria». También hará algún ingenioso juego de palabras —que aún no ha acabado de pulir— acerca del «aroma» de los clásicos, o los pantalones en los tobillos. Y, por supuesto, ya tiene decidido de qué forma se vestirá para ir al programa, las influencias que reconocerá en su obra, los consejos que dará para los escritores que empiezan, y en general cuál será su actitud: displicente, desmitificadora, afectando un hastiado desinterés por la cultura.
Lo cierto es que estas ensoñaciones ocupan buena parte de su «tiempo libre», o al menos —así tendría que reconocerlo, por poco que se sincerase consigo mismo— son la parte más agradable de éste. Estas ideas se le ocurren al principio, antes de meterse de lleno en lo que está leyendo, en un momento que coincide con la liberación de la presión intestinal, largamente retenida. En esta fase inicial se le ocurrió su seudónimo: un seudónimo genial que es toda una declaración de principios, al tiempo que un guiño a lectores avezados. También en esta fase se le ocurrió el título de la mayoría de sus obras, y al menos un esquemático resumen de lo que será su contenido.
Así es: el escritor en ciernes tiene que confesar que en estos primeros momentos de su visita al lavabo —unidos al mediocre placer que le proporciona la propia fisiología de la deposición— ha experimentado los instantes de mayor euforia creativa. En esos momentos le parece que se va a comer el mundo. Su obra, su primera novela, va a ser genial, será un bombazo. Está en estado de gracia, se le ocurren párrafos enteros, borbotones de palabras que no puede apuntar por no tener a mano ni bolígrafo ni el papel adecuado. Está deseando sentarse ante el ordenador, y hacer brotar en la pálida superficie de la pantalla las letras, las palabras, con su redonda tipografía y su perfecta distribución en líneas separadas a un espacio y medio. Es fantástico contar con dos o tres horas por la mañana para dedicarlas por entero a la creación literaria. Después de todo no está tan mal el turno de tarde, aunque se salga a las tantas de la noche y tenga uno que comer a las doce y media, cuando todavía no tiene hambre.
Pero ahora aún falta mucho tiempo para eso; de hecho aún falta mucho tiempo para el momento de ponerse a escribir. Un cuarto de hora puede parecer una eternidad. De momento hay que apaciguar la euforia, refrenar la impaciencia y leer: adentrarse en la provechosa lectura de un genio ya consagrado, como Marcel Proust. «Proust es indispensable», «Fundamental», «Un placer sedante e inagotable», ha leído por ahí. Lo cierto es que ahora, enfrentado al verdadero Proust, un ladrillo de trescientas páginas sin comentarios ni ilustraciones —y sólo es el primero de los siete tomos— le empieza a asaltar un desánimo, una tristeza pesada y gris como el plomo.
No es sólo que Proust le resulte aburridísimo, y se vea incapaz de llegar hasta el próximo punto y seguido sin que su mente se distraiga con cualquier nadería: es que además el tiempo está pasando, y los tibios vapores que le rodeaban se han enfriado ya, lo mismo que su entusiasmo, y él sabe que no podrá prolongar por mucho tiempo esa prórroga que se concede cada mañana. Se tiene que levantar, con las piernas entumecidas, con la cara posterior de los muslos dolorida por la presión contra el borde de la taza. Tiene que limpiarse, y lavarse las manos. Tiene que sentarse ante el ordenador, ante la página en blanco, tan terrible y tan paralizadora hoy como hace cien años, por muy tecnológica que sea.
Ahora ya no está tan seguro de cómo empezará el primer capítulo de su primera novela. Aún no se ha puesto frente al ordenador —la verdad es que aún está sentado en el váter— y ya las palabras que bailaban en su mente se revelan como vacilantes mediocridades, ante la sola proximidad del momento en que tendrá que escribirlas.
Pero todavía puede rectificar. Tal vez hoy no sea el día más indicado para empezar. También puede hacer como hizo ayer —como de hecho hará mañana—: ponerse la cazadora y salir de casa, a pasear un rato, a airear un poco las ideas y dejarlas reposar, a ver si andando se le ocurre por fin ese principio que no le haga sentir vergüenza cuando lo lea unas horas después, al volver del trabajo. Después de todo, tampoco le falta tanto para la jubilación, poco más de quince años. Entonces, cuando ya no tenga que ir a la fábrica, entonces sí que le demostrará al mundo de lo que es capaz. Sí señor, un autor fresco, diferente a los demás, un escritor que se ha mantenido al margen de los cenáculos literarios y de las modas del momento; un escritor que no es ni filólogo, ni profesor, ni periodista; un genio agazapado tras una actividad gris, aparentemente reñida con la práctica de la literatura. Un escritor de fuerte personalidad. Un Kafka del siglo veintiuno.
Los primeros momentos del paseo siempre le producen un desbordante optimismo. El escritor en ciernes interrumpe un momento la agradable tarea de imaginar titulares de prensa a veinte años vista, y piensa que cuando se canse de andar puede ir a casa y fregar los platos. De ese modo, entre que acaba de fregar los platos y se cambia de ropa —y a lo mejor hasta barre un poco el suelo— ya casi habrá llegado la hora de empezar a hacer la comida.
Y es que parece mentira lo que cunden dos horas y media de un día laborable. Para que luego digan otros que esta vida loca que llevamos no nos deja tiempo para dedicarlo a nuestras aficiones.