No hacía ni una semana que se habían marchado los bolivianos, cuando llamó la chica del segundo segunda. Yo estaba solo en casa, lavando los platos, y fui a abrir la puerta pensando que, a una hora tan rara, por fuerza tenía que ser algún vecino, o como mucho algún vendedor espabilado que había conseguido colarse sin tener que usar el interfono. Pero cuando abrí la puerta, secándome todavía las manos con un trapo, allí estaba ella, con su aire tímido y un tanto misterioso.
—Hola…, verás…, habíamos pensado… —empezó a decir la chica con cierta incoherencia—. Vamos a montar una fiesta, el sábado…, para celebrar que se han ido…, ya sabes…
La chica señalaba hacia arriba, con un gesto significativo, como si temiera que los bolivianos pudieran volver, como si su sola mención todavía entrañase algún peligro. Yo me quedé un momento bloqueado, sin saber qué decir. La propuesta, lanzada así, de sopetón, me pillaba por sorpresa, y también me sorprendía que fuera precisamente ella quien viniera a comunicármelo, una vecina relativamente reciente, discreta y silenciosa, con la que yo apenas había intercambiado algún saludo apresurado al cruzarnos en la escalera. Pero la complicidad que entrañaba su propuesta era evidente para cualquiera que hubiera sufrido a aquellos vecinos tan ruidosos. Al final reaccioné y, a falta de palabras, me limité a sonreír de manera espontánea, sincera: la sonrisa del que comparte la alegría de haberse librado de una verdadera plaga. La chica me respondió con otra sonrisa un tanto cómica, levantando los hombros un instante, en un gesto vagamente charlotesco. La verdad es que resultaba encantadora, con su excéntrica timidez, su alegría de pantomima y su dificultad de palabra, tan poco común en las mujeres.
—Pero quién… —dije yo, con la sonrisa todavía difuminada en mi rostro—, ¿quién lo ha organizado?
—No… Sí… Marta y yo…, mi compañera…, mi compañera de piso. Ya se lo hemos dicho a la señora…, la señora de aquí, la de aquí al lado…, y dice que sí.
—Bueno, la verdad es que… la cosa es para celebrarlo.
—Sí, sí, celebrarlo. Una buena fiesta.
—Y supongo…, supongo que será en la terraza…
—Sí, sí, en la terraza.
—Vale. ¿Y es en plan de cena? ¿Hay que llevar algo?
—No, no, no, no, nada de cena —replicó súbitamente, como si la pregunta la hubiera ofendido—, sólo bebida, como mucho algo de picar. Nosotras nos encargamos de la música. Y pondremos luces…
—Bueno, está bien. Y me has dicho que era el sábado…
—Sí, sí, el sábado. Así al día siguiente…
Como a menudo ocurre con los tímidos, la chica se iba animando a medida que tomaba confianza, y empezaba a mostrar una curiosa tendencia a interrumpir a su interlocutor antes de que acabara las frases, no bien había entendido el sentido esencial de lo que éste estaba diciendo. A pesar de todo resultaba simpática, y yo también me relajé, e incluso me permití alguna broma.
—Bueno… —dije, con una irónica sonrisa—, celebrando lo que celebramos, más apropiado sería hacerlo el domingo.
—¡Calla, no me hables! Por suerte eso ya se acabó.
Es curioso lo que llega a unir la desgracia, el tener un enemigo común: la extraña vecina y yo nos entendíamos a la perfección. Una de las lindezas de los bolivianos consistía en permanecer silenciosos, o tal vez ausentes, en la noche del sábado, y en cambio organizar unas fiestas ruidosas e interminables, generosamente regadas con alcohol —unas fiestas que terminaban invariablemente en terribles trifulcas— en la madrugada del domingo al lunes.
—¿Y a qué hora…, a qué hora habéis pensado…?
—Después de cenar —dijo la chica—. A las once o así.
—Pues nada, contad conmigo. La verdad es que si algo merece una fiesta, es habernos librado…
—Ah, sí, se me olvidaba —me interrumpió una vez más—. Es que… Marta y yo hemos pensado que tú, que lo conoces más, se lo podrías decir…, podrías hablar tú con el del primero… Eso, el primero tercera.
—Hombre…, tanto como conocerlo —dije yo—. Es veterano en el bloque, el más veterano después de mí, pero tampoco os penséis que nos conocemos, así…
—Por favor, díselo tú. A mí me da miedo. Nosotras ya hemos cumplido contigo. Y la señora de al lado dice que hablará con los camellitos.
Yo iba de sorpresa en sorpresa. El del primero tercera era un tipo reservado, con un celo por preservar su intimidad que ciertamente se podía confundir con antipatía, pero a mí nunca se me había ocurrido que pudiera inspirar miedo. Era soltero, más bien solterón, a pesar de no ser viejo; pero siempre tenía alguna novia, una novia que cambiaba de rostro trimestral o semestralmente, pues lo cierto es que los amores no le duraban mucho. En cuanto a los «camellitos», me sorprendió que la chica calificara así a los dos chavales del segundo cuarta, con esa crudeza. Aunque la verdad es que era evidente que vendían pequeñas cantidades de droga; había que ser muy ingenuo para no darse cuenta. Eran dos chicos muy jóvenes, y por lo demás las personas más discretas y educadas de todo el edificio, tanto ellos como sus clientes, siempre dispuestos a cederte el paso en la escalera, a ayudarte con las bolsas de la compra o a mantener la puerta de la calle abierta hasta que tú llegabas. No hacían ruido, no gritaban, no discutían, no ponían la música alta: una delicia de vecinos.
—Bueno, ya hablaré yo con él —dije, refiriéndome al del primero tercera— pero… ¿por qué dices que le tenéis miedo?
—Es un psicópata, ese tío… Marta y yo pensamos que es un psicópata. Tiene algo, tiene algo allá arriba…
—¿Allá arriba?
—En la terraza, en el cuarto de la lavadora. Siempre está metido ahí, y cuando llega alguien, cierra y se va.
Me quedé un rato mirándola, entre incrédulo y divertido, y al final dije:
—Bueno, ya se lo preguntaré yo cuando hable con él.
La chica me miró muy seria, con la severidad de quien acaba de recibir una proposición indecente. De pronto volvió a cambiar de expresión, como si se hubiera acordado de golpe de algo importante.
—¡Ah, sí! La del segundo tercera… ¿Tú la conoces?
—Vive al lado de vosotras.
—Vivirá, pero yo no la he visto ni una vez… Bueno, sí, una.
—Estamos en el mismo caso —dije yo—, sé que vive ahí, pero… en mi vida he visto a alguien tan silencioso.
—Esa también es de por allá —dijo la chica, refiriéndose sin duda al aspecto aindiado del misterioso personaje.
—Sí, pero… ¡menuda diferencia!
—¡¿Diferencia?! Ésta es invisible, no se la oye, no se la ve…, parece que no exista.
—Bueno, pero… ¿Has intentado…?
—Llamé y no estaba. Por la mañana y… también por la noche. Prueba tú, a ver si tienes más suerte.
—Vale, vale, lo intentaré yo también, cuando vaya a hablar con Enrique.
Enrique era el nombre del «temible» vecino del primero tercera. Al final la chica y yo nos despedimos, emplazándonos hasta el momento mismo de la fiesta.
Cuando cerré la puerta me quedé un buen rato intentando digerir el alud de novedades, un tanto confusas, de las que me acababan de hacer partícipe. Para empezar, yo no sabía que la chica, la tímida vecina del segundo segunda, compartiera piso con nadie. Es verdad que a veces la había visto bajar por la escalera acompañada de otra chica, pero no sé por qué lo interpreté como la visita de una amiga más o menos frecuente.
Todo el asunto me hizo reflexionar sobre lo poco que, en realidad, sabía yo de mis vecinos de escalera; en parte por mi escasa curiosidad sobre los asuntos ajenos, y en parte por la inusual acumulación de personajes silenciosos y huidizos que había acabado habitando nuestro miserable bloque de pisos. Supongo que debe de ocurrir algo parecido en cualquier lugar en el que todos los pisos son de alquiler, y además muy pequeños, en donde la mayoría de los inquilinos es gente joven, gente que está de paso y que no viene con las exigencias o la puntillosidad de los que son propietarios y viven en un bloque normal, con mármoles y dorados y muchos espejos en la entrada.
Lo cierto es que a mí me encantaba esa especie de «respetuosa anarquía» que se vivía en nuestra pequeña escalera. Es verdad que algunas veces, en determinadas épocas, se oyeron algunos gritos, o alguna música más alta de la cuenta, pero en general nuestro edificio resultaba sorprendentemente tranquilo y silencioso —a veces increíblemente silencioso para estar en medio de una ciudad de cuarenta mil habitantes—, especialmente desde los pisos como el mío, que dan a un patio interior, de aspecto más rural que ciudadano.
Sólo con la llegada de los bolivianos se vio alterada esa tranquilidad, y los vecinos, en una muestra más del carácter tácito y tolerante que nos caracteriza, lo sufrimos en silencio y con resignación —aparte de algún inevitable episodio de nerviosismo—, sin perder los estribos, confiando en que no hay mal que cien años dure, y que la tormenta por fuerza había de alejarse algún día, como realmente ocurrió. Un día descubrimos con alegría, con incredulidad, que los bolivianos bajaban todos sus bártulos y los iban metiendo —armando un gran estrépito por toda la escalera— en la furgoneta de un compatriota que, ¡cómo no!, taponaba completamente la calle.
El caso es que ahora íbamos a celebrar que por fin se habían ido. No soy amigo de unir forzadamente a personas que no tienen nada o casi nada en común, como ocurre con las lamentables cenas de ex compañeros de clase, pero en este caso me parecía que la ocurrencia no era mala, por lo que tenía de fresco y espontáneo. En cuanto llegó Mar se lo comenté, y a ella también le hizo gracia la idea. De todas formas me advirtió que tal vez ella aparecería un poco tarde en la fiesta, porque el sábado tenía una cena «de familia», y había que cumplir.
Aquel mismo día fui a hablar con Enrique, el supuesto psicópata. Aceptó enseguida, aunque de forma un tanto rara, muy serio y lacónico, como si me estuviera diciendo: «Sí, ya sabía lo que me ibas a decir. No, no tenemos nada más que hablar». La extraña atmósfera que presidió nuestra breve entrevista no me pareció la más apropiada para preguntarle desenfadadamente por lo que tenía «allá arriba», como en principio pensaba hacer.
En cuanto a la misteriosa vecina del segundo tercera, al final no conseguí hablar con ella, a pesar de que una de las veces que llamé a su puerta estaba convencido de que la encontraría, porque me había parecido oír que alguien entraba en su piso. De todas formas, en estas cosas siempre hay alguien que fatalmente —o acaso por su propia y terca voluntad— acaba excluido del jolgorio general.
Llegó el día de la fiesta, y si bien empezó con retraso y de forma un tanto desangelada, lo cierto es que a las doce y media o la una, cuando las botellas ya habían dado un buen bajón, el ambiente se había caldeado, y el barullo y las conversaciones estaban en pleno auge. Incluso los «camellitos», que empezaron apartados y un poco cohibidos, participaban ahora de la animación general, introducidos por la señora del primero segunda —el piso que está al lado del mío—, una cincuentona separada e independiente, a la que los jóvenes parecían despertar un cierto instinto maternal.
Mar no llegaba, y yo, como suele ocurrirme en estos casos, pululaba de una conversación a otra esforzándome por entender las palabras de mis vecinos en medio de aquella música —que sonaba bastante fuerte—, sin que ningún tema llegara a interesarme lo suficiente como para «plantar mi vaso». Se habló, cómo no, de los bolivianos; y en lo único que nadie se puso de acuerdo es en el origen que les atribuíamos: se les llamó peruanos, ecuatorianos, colombianos y hasta chilenos. Yo mismo les llamaba bolivianos de forma un tanto arbitraria, porque un día, explicándole a una amiga hondureña las penalidades que estábamos pasando, me dijo que sin duda tenían que ser bolivianos, que son los más ruidosos y bullangueros de toda aquella zona. Pero lo cierto es que nadie se atrevió nunca a preguntárselo a los propios personajes, so pena de que interpretaran el acercamiento como un gesto de aquiescencia, como una tácita autorización de sus excesos.
En un grupo formado por los dos jóvenes, la señora separada y Marta —la compañera de piso de la vecina— se giraba desde hacía rato en torno a ese tema.
—Pero además eran un montón de gente, ¿no? —decía uno de los «camellitos»—. Yo al final perdí la cuenta… Parecía que cada día entrase gente nueva allí.
—Sí, pero había uno que siempre volvía —dijo Marta—: el de la bici, el que siempre entraba y salía en bicicleta.
—¡Calla, el de la bici! —intervino la señora—. ¡Pues no me la deja un día el tío delante de la puerta!
—¿La puerta de la calle?
—Qué va, la de la calle… ¡La de dentro, la de mi piso! El muy cabrón se cansó de cargar con ella y la dejó ahí, para ahorrarse el último tramo de escalera… Tuve que apartarla para salir…
—En lo de tapar puertas eran especialistas —intervino Marta—. Un día, un lunes por la mañana, o sea, después de una de sus fiestas, salgo a la calle y veo dos motos, dos scooters de esos pequeños, uno pegado al otro, tapando completamente la puerta de una de las casas de enfrente… Luego vi que eran de dos de las chicas jovencitas que también estaban con ellos…
—Sí —dijo el otro de los jóvenes—, unas quinceañeras que parecían sacadas de un culebrón venezolano… Pero ésas no vivían aquí, sólo venían a las fiestas.
—Da igual, el caso es que dejaron las motos completamente pegadas a la puerta, pero atravesadas, ¿eh?, que de verdad que si alguien quiso salir no fue capaz… Una cosa increíble. No sabes si lo hacían por ignorancia, o con mala fe.
—Más bien por cara dura —apuntó la señora—. Después, cuando protestabas, todo eran disculpas, y que «perdone usted» y que «de verdad no quisimos»… Pero ya te la habían metido.
—Es verdad —dijo Marta—, a mí se me disculparon así una vez, en la primera fiesta. Era más de la una y yo ya no pude más y subí a pegarles la bronca. Se deshicieron en disculpas, juntaban las manos en actitud suplicante…, pero al cabo de un cuarto de hora ya volvían a estar igual.
—Lo que yo no entiendo es por qué escogían siempre el domingo… ¿Es que no tenían que trabajar al día siguiente?… Porque al menos había dos que se dedicaban a la construcción o…, eso, reformas, que un día los vi en la calle con una furgoneta.
—No, pero los de las fiestas eran los más jóvenes.
—Serían. Pero los que acababan a mamporros eran los mayores, el matrimonio ese…
—Ésos eran los fijos, los que alquilaban el piso. El resto pululaba por ahí.
—La cosa aún es más lamentable —intervine yo—. El matrimonio ese…, sí, eran los jefes, por así decirlo, pero el alquiler se lo pagaban, al parecer, a una «señora peruana», que es la que figura como arrendataria, y que les cobraba un cincuenta por ciento más de lo que pagamos nosotros. O sea, que ahí había gente que eran realquilados de un realquilado. Lo sé porque me lo dijo un día el de la bici, que estaba muy interesado en ver mi recibo de alquiler.
—¡Anda, pues tú los tenías encima, ahora que lo pienso! —me dijo Marta—. Nosotras estábamos al lado, pero eso todavía debe de ser peor… Estos pisos no tienen falso techo.
—No sé —dije yo—. La música… no sonaba demasiado fuerte, la verdad. Lo malo eran los chillidos…
—Es verdad, de pronto gritaban.
—Y además había un montón de gente bailando ahí encima, parecía que el techo se iba a hundir de un momento a otro. Y había uno, uno en especial… Debía de ser muy gordo, era como un oso, bailando siempre al mismo ritmo, con unos pasos lentos y pesados: pom, pom, pom, pom…
—¡Si sólo fuera eso! Pero es que al final siempre había leña, gritos y empujones…, y carreras por la escalera, que parecía que bajaban rodando.
—¿Y los portazos en la puerta del piso?
—Y en la de la calle. No sé cómo el cristal aguantó.
—Estaban muy colgados —concluyó uno de los dos jovencitos, sonriendo con una expresión rememorativa, vagamente soñadora.
Yo tenía que hacer un gran esfuerzo para entender con claridad lo que decían mis interlocutores. Me ocurre lo mismo siempre que suena música un poco fuerte. Al final, con el pretexto de ir a rellenar mi vaso, me alejé del grupo en dirección a la mesa que habían improvisado las chicas, debajo de las cuerdas de tender de las que ahora colgaban bombillas de colores en vez de ropa.
Las bombillas apenas alumbraban y la terraza permanecía en una agradable penumbra. Un rectángulo de luz cálida salía del cuarto de la lavadora del vecino del primero tercera. Ya hacía un rato que el presunto psicópata le estaba enseñando a la chica vecina —precisamente la que tanto le temía— el pequeño acuario que guardaba allí, en el que había conseguido que se aclimatasen ciertos pececillos muy delicados que no soportan el aire viciado de un piso en el que además se fuma. En lo que iba de fiesta, yo ya había podido constatar que el vecino se mostraba mucho más cercano y comunicativo con el elemento femenino de la escalera, y había visto a la chica, apretujada contra la pared del cuartucho, mirándole a los ojos con embeleso mientras él hablaba de oxigenación y temperatura del agua.
Mientras me preparaba otro gin-tonic, no pude dejar de oír lo que decía en ese momento la chica. Le contaba a Enrique —trufando su narración de risitas y muecas exculpatorias— que ella y su amiga habían llegado a pensar que sus novias desaparecían, literalmente, y que una vez, coincidiendo con la marcha de una de ellas, le habían visto sacar un montón de bolsas de basura que parecían contener algo pesado, y que habían pensado que allí iba la chica, descuartizada. Enrique se rió de lo lindo durante un buen rato, sonoramente, con verdaderas ganas; y a su risa le respondió una exclamación que provenía del otro extremo de la terraza, en donde Marta había subido todavía más el volumen de la música —un rock duro bastante estridente— mientras chillaba, con la intensidad y el ardor de un grito de guerra:
—¡Se acabó el «reguetón»! ¡Se acabó el «reguetón» para siempre!
Huelga decir que su grito fue coreado por las multitudes. Supongo que ése fue el momento álgido de la fiesta. Poco después, uno de los dos «camellitos» dijo aquello de: «¿Y la tía de al lado? ¿Cómo es que no ha venido?». Era evidente que se refería a la huidiza vecina del segundo tercera. La mención del personaje provocó una cascada de comentarios, no siempre coincidentes.
—¿La del niño?
—¿Cómo que la del niño?… Os referís a ésa…, a la de aquí abajo. No tiene ningún niño.
—¡Anda que no! Un día la vi entrar en el piso con un bebé. No digo que sea suyo, pero…
—Pero ésa es china, ¿no?… Bueno, o filipina…, algo así.
—¡No, hombre, no! Ésa es «sudaca».
—Como de los Andes…
—Pero… ¿Es que nadie la ha invitado?
—Lo intentamos, pero nunca está en casa. Este también lo probó y…
—A lo mejor ahora está.
El chico se asomaba por la baranda mientras lo decía. No hacía falta un gran esfuerzo de orientación para saber que las ventanas del segundo tercera daban efectivamente a ese lado. Pero no era tan fácil llegar a verlas, y cuando el chico empezó a asomarse más de la cuenta, Marta y la señora corrieron a sujetarle, una por cada pierna, mientras se partían de risa.
—¡Sí que está, hay una luz encendida! —dijo el chico entre estallidos de risa, porque al parecer las manos que le sujetaban le hacían cosquillas.
—Vayamos a invitarla.
—Sí, que baje alguien ahora y se lo diga.
La propuesta era inevitable. Quizá en circunstancias normales no lo hubiéramos hecho, habríamos dado por buenas las repetidas negativas, habríamos respetado el silencio. Pero a esas alturas todo el mundo estaba muy animado, y ese gesto improvisado, de última hora, encajaba perfectamente en la evolución de la fiesta. Para colmo, todos se pusieron de acuerdo en que tenía que ser yo el que bajara a hablar con la mujer.
—Venga, ve tú.
—¿Por qué tengo que ir yo? —repliqué.
—Eres el más antiguo. Presidente honorífico.
—Y además no ha venido tu amiguita. Necesitas pareja…
—Menos cachondeo —dije sofocando algunas risitas.
—Y además eres el que está más sobrio.
No sé si el más sobrio, pero el más sensato probablemente sí que lo era. Dejé el vaso encima de la mesa, y unos segundos después estaba ante la puerta del segundo tercera.
Mientras mi mano se dirigía hacia el timbre, mientras lo apretaba por inercia, por el puro automatismo del gesto, tuve una intuición, un presentimiento. No sé por qué, en ese momento tuve la certeza de que aquella mujer había estado siempre dentro del piso, cada vez que habíamos llamado a esa puerta, y que simplemente se había negado a abrir, esperando en silencio que desistiéramos. Por eso me sorprendió tanto lo que ocurrió esta vez.
La puerta se abrió con sorprendente inmediatez. La mujer, con la mirada baja, abrió la puerta completamente, apartándose a un lado, en una evidente invitación a que yo entrara. La actitud de la mujer era sumisa, respetuosa, acaso temerosa; bajo los párpados entornados se intuía la mirada clavada en el suelo, desconfiada, expectante. Yo me quedé anonadado, en un estado de absoluta perplejidad. No sé cuánto duraría esta situación: muy poco, probablemente cuestión de segundos. Lo cierto es que la mujer miró de reojo hacia mis piernas, y luego, fugazmente, un poco más arriba. Y entonces se sobresaltó y entrecerró la puerta, escudándose detrás de ella, mirándome a los ojos como un animal herido. «¿Qué quiere?», me dijo, con un acento vulnerado en el que había una mezcla de súplica y de censura. Yo empecé a balbucear mi absurdo mensaje, atropelladamente, mientras el pesar y la vergüenza crecían en mi interior como una náusea.
Después, al recrear la escena en mi memoria, comprendí que la mujer esperaba a otra persona en ese momento, y por eso abrió; otra persona acostumbrada a entrar con autoridad y con decisión en aquella casa. Pero entonces sólo podía pensar en lo que había visto, en lo que había absorbido fatalmente, en el poco tiempo que la puerta estuvo abierta, con esa rapidez con que se asimilan y se fijan en la memoria los horrores que después alimentarán nuestros insomnios.
Los pisos de nuestro bloque son muy pequeños, desde la entrada se ve buena parte de la sala y de la más pequeña de las habitaciones. En el de la mujer había muy poca luz, apenas la que irradiaba una bombilla cubierta por una pequeña pantalla, encima de la máquina de coser. De la máquina colgaba algo que parecía un cobertor, una gran pieza de ropa que se estaba cosiendo; había otras piezas arrugadas en derredor, ya cosidas o por coser, y pequeños trozos, fragmentos de tela y recortes y restos de hilos por todas partes. Pero es que la casa entera estaba ocupada por las telas: grandes paquetes atados con cuerdas, pilas de tela cortada o de piezas ya confeccionadas se amontonaban en el pasillo, contra las paredes de la sala, por lo demás casi desnudas; o en la propia habitación, en la que los bultos formaban una muralla en torno a la cama, dejando sólo un estrecho pasillo para acceder a ella. Y todo lo presidía el llanto, un llanto lastimero y cansado, el llanto de un bebé invisible, oculto en alguna de las zonas vedadas a mi vista, pero por lo mismo tal vez más siniestro, más inquietante en su imaginada sordidez.
Yo todavía estaba diciendo estupideces, enredándome más en mi discurso a fuerza de querer acabarlo cuanto antes, cuando la mujer me interrumpió.
—Por favor, no hagan tanto ruido.
La pobre mujer había abierto un poco la puerta; su tensa actitud defensiva se había aflojado en una laxitud de derrota y aceptación. Era evidente que yo lo había visto, que yo lo había comprendido todo; la propia torpeza avergonzada de mi discurso así lo evidenciaba.
—No hagan ruido, por favor. Bajen un poco la música, tengo…, tengo que entregar esto mañana y… si el niño no duerme, no…, es que… ¡Es que no podré!
Me sentía como en una pesadilla. No tuve valor ni para disculparme; dije algo precipitadamente, y escapé. Creo que ni siquiera me despedí. Me detuve un momento en el descansillo, al pie del tramo de escalera que lleva a la terraza. Estuve así un rato, con la mano en el pasamanos, con la mirada perdida en mis pensamientos. Ni siquiera oí los pasos de Mar, que subía por la escalera.
—¿Qué te pasa? ¿Qué ha pasado? —me dijo, asustada, cuando vio mi cara.
—Nada… Ahora te lo explico —dije yo, esforzándome en aparentar normalidad—. Ahora te lo explicaré…, a ti y a los que están arriba.
Subimos los escalones a paso rápido, Mar todavía me miraba intrigada, con preocupación. Salimos al aire húmedo y tibio de la noche de verano, a la penumbra poblada de inestables vasos de plástico y botellas semivacías, a la vibración agria y reverberante de la música y su vana agitación, lanzada en vuelo alicorto, de gallina, hacia las estrellas.