Subí sobre los hombros de Félix. Me agarré a ellos para trepar y noté una vez más el tacto de la camisa seca, caldeada por el sol, repleta y tensada por su poderosa humanidad, por su pétrea musculatura. Después puse allí los pies; la piedra se hizo acogedora y los rodeó, mientras las manos sujetaban mis pantorrillas limitándose a abarcarlas, todavía sin apretar. Me alcé y miré la pared que tenía delante, fijamente, intentando abstraerme de los balcones repletos de gente, del colorido expectante que latía, desdibujado, en los extremos de mi vista, del mar hormigueante de cabezas que se agitaba allá abajo, que vislumbré sin poder evitarlo, en vertiginosa perspectiva, cuando bajé un segundo la cabeza —primer error— al poner la rodilla en el hombro de Félix.
Un murmullo de nerviosismo, de admiración contenida, rodó por la plaza como una ola, subió hasta los balcones y las azoteas cuando yo me erguí y adelanté mi brazo izquierdo en perfecta horizontal, como quien sujeta una plomada. El murmullo retrocedió, disminuido, como la resaca de las olas en la arena; y después volvió a crecer. Félix se movía: yo notaba el ligero desplazamiento, la suave rotación retardada, amortiguada como la de un enorme mecanismo hidráulico, como un barco de decenas de toneladas se acaba desplazando en el agua quieta, empujado por una sola mano. Félix estaba sujeto, aherrojado hasta los muslos, hasta las caderas, para librar su batalla a fuerza de cintura, sin poder escapar, como los dos duelistas del cuadro de Goya. Pero lo que inmoviliza a Félix no es la tierra; Félix está varios metros por encima de la tierra; lo que le atenaza es una maraña de manos y brazos escogidos, una guardia de corps que pisa otros cuerpos que pisan otros cuerpos que se abrazan y comprimen en contacto con el suelo, rodeados por el gentío de la plaza; y cuando Félix se mueve haciendo girar su cintura, cuando recoloca las piernas intentando encontrar la posición idónea, transmite su rotación a todo ese miriñaque de cuerpos humanos, esa falda cónica y masiva, desproporcionada con relación al pequeño individuo que emerge de ella: una rotación, un vaivén que sólo en el cemento se detiene, porque ha movido incluso, ligeramente, a los que lo están pisando.
No me he movido: sigo en pie, con el brazo adelantado, sigo mirando a la pared, a un sillar concreto que he escogido, separado de mis ojos por una decena de metros. Todavía no hago ningún esfuerzo, pero mi respiración es intensa, y mi corazón late con fuerza, como si quisiera salirse del pecho. Entonces noto las manos de Olga que rodean mis tobillos, que se cuelgan de mis rodillas. Olga se ha detenido, y con ella el murmullo de la muchedumbre que había ido creciendo ante la proximidad del prodigio. Toda la plaza enmudece, son miles, decenas de miles de bocas que se cierran y contienen la respiración, y de golpe se nota la brisa, la dulzura del aire pasajero, ajeno a la tensión del momento; y la voz de Olga se oye con estremecedora nitidez en el silencio contenido de la tregua: un cruce de palabras con Félix, un último diálogo técnico y corajudo, la boca de la mujer a un centímetro de la nuca maciza del gigante, del nudo de su pañuelo en el que no cabe una arruga.
Olga arranca, con decisión pero con suavidad, sus manos presionan mis muslos, abarcan mi cintura. Es el momento exacto. Todos lo saben, toda la plaza lo sabe, pero la masa no puede evitar un estremecimiento, un gemido, un grito contenido, silenciado en el instante mismo de nacer, en el momento en que el instrumento atávico, primitivo, trenzado con el cáñamo de la pita y la madera de los bosques, y la caña de los cañaverales, atraviesa el ámbito de la plaza con su estridente nota. Ahora ya no hay marcha atrás, ya no se puede rectificar, la plaza entera lo sabe. Yo también lo sé: sé que nadie dará un paso atrás, y que a partir de ahora el ejercicio irá secundado por la música chillona y primitiva, acompañada tan sólo por el redoble de un tambor.
La inefable tonada, tan grata en otras ocasiones, tan penetrante, apenas llega ahora a mi cerebro. Mi mente, concentrada al máximo en el ejercicio, la aísla, la ignora por obvia, por ya conocida. Mi mente está ocupada en procesar todas las sensaciones, la posición de las piernas, de los brazos, los pequeños vaivenes, la exacta implantación de mis pies en los hombros de Félix. Y todavía no ha empezado el verdadero esfuerzo, no para mí.
Olga ya ha trepado por mi espalda, con la ligereza y la suavidad de un felino, despegando un aliento de admiración de todas las bocas. Sus pies mesuran mis hombros, los valoran, y allí se quedan. Una uña toca fugazmente mi mandíbula, como un toque de atención. Olga pesa menos de cincuenta kilos, pero su imperceptible balanceo se ha transmitido al instante, a través de mí, hasta los hombros de Félix, que aprieta por primera vez mis pantorrillas. Y yo a mi vez sujeto las pantorrillas de Olga. Todo va a suceder así, todo discurrirá por mi espalda, latirá bajo mis pies, por encima de mis hombros, sin que yo pueda ver ni un detalle, ni un gesto de la hazaña, nada más que la piedra de la pared de la que me he hecho voluntariamente prisionero.
Desearía que hubieran pasado ya los minutos, esos pocos segundos al cabo de los cuales habremos conseguido la gloria o la derrota. No he podido evitar el pensar en eso, durante unos instantes. Ése es mi segundo error; es, en realidad, una debilidad. El esfuerzo será terrible, sobrehumano, pero nadie me lo va a evitar, el tiempo no lo escatimará, y será precisamente cada gesto, cada movimiento, cada latido de ese esfuerzo lo que construirá el resultado adverso o favorable. Y mi mente no puede estar atenta a otra cosa que no sea esa ímproba labor y sus innumerables facetas, el trabajo de cada uno de los músculos de mi cuerpo.
Ahora está trepando Anna. Ya pasa por mi espalda con rapidez, con decisión, y se pierde en el terreno de Olga. Anna, la de la tez pálida y delicada, la del pelo negrísimo; tiene los ojos y el coraje de una leona, el ardor precoz de la batalla. He notado la escala de sus pies y sus manos, y ahora noto la inercia que le imprime a Olga al encaramarse sobre ella.
Cuando arranca Vanesa —Vanesa, la de los ojos verdes, la de la ambición y la fragilidad dispuesta al sacrificio—, la plaza entera se estremece, consciente del crucial papel de la niña; y las bocas, que han mantenido un respetuoso silencio, que se han propuesto no estallar hasta el final, dejan escapar el temor y la inquietud en palabras apenas musitadas y susurros que, multiplicados por mil, suenan como un murmullo subterráneo, un mar de fondo que no llega a alterar la superficie.
Oigo el jadeo animoso, inmaduro, de Vanesa al pasar junto a mi oreja, y después, mucho tiempo después, cuando ya mi cuerpo ha recibido cien sacudidas y empieza a perder el temple, cuando creo que el destino tiene que estar a punto de decidirse, para bien o para mal, cometo el tercer error. Mi vista viaja hasta un balcón y se fija en un rostro, busca en él la respuesta. Tal vez conozco a esa persona, tal vez me conoce, pero en estos momentos no soy el individuo, soy el instrumento de una pasión, de un anhelo colectivo largamente codiciado, y su mirada es dura, fanática, exigente, y me dice que todavía falta mucho, cinco segundos, tres pasos, una eternidad. Todavía falta mucho, y mis fuerzas desfallecen, y la columna se agita temblorosa, como si un gigante juguetón, envidioso del portento, intentara derribarla con constantes manotazos.
Al mirar al balcón he perdido la concentración durante una fracción de segundo, y le he transmitido a Félix una terrible sacudida. Pero Félix, milagrosamente, detiene el balanceo. Félix, cuya camisa ha pasado de estar seca a rezumar sudor, cuyos hombros se han ido hundiendo bajo el peso de mis pies, a ambos lados de un rostro que ha adquirido un tinte purpúreo, lanza un grito terrible y, en un arranque de genio salido más del espíritu que del cuerpo, adquiere de pronto una calidad pétrea, inamovible, y me transmite a mí su portentosa fuerza, y yo, con mis brazos, la transmito más arriba, y por unos instantes —los necesarios, los cruciales— la columna entera se traba en un sólido trenzado de músculos que la recorren de arriba abajo, animados por una única voluntad, y aguanta los fenomenales zarpazos del gigante, mientras Vanesa, presurosa, acaba su tarea.
La visión de la pared, del edificio que tengo delante, vibra y se agita como resultado del temblor que la tensión muscular transmite a mi cabeza, y mientras tanto, el leve murmullo ha ido creciendo, incontenible, como el agua burbujea antes de hervir; ha subido de volumen en un «¡Ay!» colectivo temeroso, esperanzado, un zumbido que lo llena todo, y que crece aún más, latiendo a oleadas, a cada nuevo paso que Vanesa da hacia la gloria. Por dos veces creo que ya está, que el rumor ya no puede crecer más, que mi cuerpo no aguantará sin aflojarse; y por dos veces el estallido se pospone unos segundos más, y mi cuerpo resiste por inercia mantenido en vilo por la pasión que domina a la plaza.
Finalmente, cuando parece que el murmullo ya es un clamor, se produce el verdadero grito, salido de todas las gargantas con ciega unanimidad, con precisión no estudiada, como si el agua que barboteaba tomara impulso en la tierra y saliera proyectada hacia el cielo, convertida en un surtidor rugiente, macizo y cuadrado como la propia plaza: un bramido breve y contundente, ensordecedor, que hace el aire denso y tangible, que lo calienta con su onda expansiva; un grito de victoria, de circo y gladiadores, que se prolonga mientras la columna se rompe y veo caer en picado a Olga y las dos niñas, agitando los brazos, y yo mismo me precipito al vacío entre el delirio de la multitud, sobre el mar de cabezas erizado de brazos erectos, con el puño en alto.