Él sabe mejor que nadie que sólo la quiere para el sexo. Respecto a eso no se puede engañar. Pero en momentos como éste llega a pensar que realmente Irene es la mujer de su vida. Es solamente un cuerpo, lo sabe; una criatura sofisticada y ficticia, creada únicamente para el placer; pero ¡cuánta belleza hay en ese cuerpo, cuánta armonía en el rostro y en cada uno de sus miembros! ¡Qué emocionante y turbador, y tembloroso, es descubrirlo poco a poco, sin prisas, detalle a detalle! Aún faltan días para su próximo encuentro. Hoy sólo quiere verla un momento, saber que sigue ahí, en su medio natural, en su entorno caprichoso y complaciente.
Irene vive en un cañaveral, en un ambiente mediterráneo; o tal vez sea oriental, o sureño. De lo que no cabe duda es de que es un lugar soñoliento y caluroso porque su atuendo es ligero y transparente y sólo cubre parcialmente su cuerpo. La luz del sol, tamizada por las hojas de las cañas, salpica alegremente sus muslos, su espalda sedosa. Él recuerda: «… los ojos del sol las veréis pisar…»; y le subyuga con anhelante intensidad la forma en que las manchas de sol acarician, rodean, lamen, ponen en evidencia los volúmenes y las hendiduras de la muchacha. Irene lleva una gran flor amarilla y carnosa prendida en el pelo, junto a una oreja.
Hoy sólo quiere verla, comprobar que sigue esperándole. Se limitará a admirar su belleza; también de eso es capaz. No es insensible al encanto, al optimismo infantil de su sonrisa confiada; al brillo satinado de su piel en la curva graciosa y abarcable de los hombros; a la elegancia del cuello y las clavículas simétricas, sombreadas por la cabellera tupida y ondulada. Todo esto es hermoso pero terriblemente triste y melancólico. ¿Cuántos años tendrá? ¿Dieciséis? ¿Diecisiete?: dos o tres más que él. No pueden ser más de dos o tres aunque diga que tiene veintiuno. Podría ser su novia. Debería ser su novia: lo contrario no es más que una amarga injusticia.
Hoy sólo quería verla. Esta tarde tiene partido. Pero ella le va llevando, como siempre, hacia su terreno, dosificando la seducción en un sabio y parsimonioso crescendo, en un ocultar y ofrecer que se va haciendo cada vez menos ambiguo, más insinuante. Todo lo que rodea a la chica: los tallos de las cañas, la ajedrezada luz del sol, la sombra grata, la obvia flor en el pelo, aparece teñido de la poderosa feminidad de la joven; son cómplices, partícipes de la atmósfera de erotismo que rodea la escena. A él le parece que quedará marcado para siempre por estas experiencias campestres, que ya no podrá entrar en un cañaveral sin experimentar un íntimo estremecimiento, una oleada de calor, un latido aislado e intenso en su ingle como el que ahora siente; ahora que aún siente el deseo como un debilitamiento de todo el cuerpo, como si su sangre fuera más densa y circulase con mayor lentitud, poniendo plomo en las piernas y en las sienes; ahora que el corazón todavía le late en el pecho y empiezan a resecársele los labios, el paladar, porque ya está respirando por la boca entreabierta, embobada, paralizada.
Hoy sólo quería verla, se había hecho ese firme propósito. Le parecía tan sólida e inamovible su intención que se había lanzado sin temor a la primera parte del juego. Pero ella está diabólicamente diseñada para rebasar los límites. Veintiún años: eso es lo que declara —porque él ya sabe lo que significa «years old»—, pero es evidente que la cifra es arbitraria, exageradamente elevada para hacerla más creíble a fuerza de ser inverosímil. Piensa en Tom Castro, «el impostor inverosímil», pero esta vez la cultura no le salvará. Ese resabio de sus lecturas le parece en este momento una amarga ironía, una absurda paradoja. Dice tener veintiún años pero hace dos, tres a lo sumo, se podía haber sentado junto a él en el pupitre de la escuela.
Hoy sólo quería verla, acumular ímpetu y deseo para el próximo encuentro, abandonarse a unos minutos de adoración pasiva y salir orgulloso, renovado y triunfante tras haber superado la prueba. Pero ahora ella se agacha con estudiado descuido y gatea inocente o impúdica con sus manos de uñas pintadas, anillos y pulseras, con sus redondeadas rodillas sobre las hojas y la tierra del suelo. Irene no tiene ni un gramo de celulitis, Irene no tiene arrugas, no tiene más vello que esa fina capa dorada que el sol revela, haciéndola brillar. Todo su cuerpo es rotundo, torneado, blando pero consistente. Cuando se agacha, desaparece el pliegue entre el muslo y la nalga y queda una zona de piel tensa y erizada, granulosa, surcada por alguna línea más clara —olvidada por el sol— que irradia desde el núcleo umbrío, origen de todo el juego, oculto de momento por un último velo.
Irene se cubre parcialmente con un pañuelo translúcido y floreado, que compite con la seda de su propia piel. El pañuelo finge ocultar el pecho o el pubis de la muchacha, pero lo que hace es señalar precisamente esas zonas, hacerlas más deseables a base de volúmenes y transparencias. Él no sabe, indeciso, qué le resulta más gratificante, más dolorosamente atractivo: adivinar la forma de los pechos bajo la seda negligente del pañuelo, la sombra de los pezones, o contemplarlos poco después sin velo de ningún tipo, cuando ella deja caer el cendal flotante y los muestra generosos y vulnerables, movibles y sinceros mientras levanta los brazos. Irene tiene unos pechos jóvenes e ingenuos, ligeramente cónicos, y esta nota disonante, esta pequeña imperfección contraria a los cánones la hace más tangible y más cercana, y convierte el goce de reseguir sus difuminadas aureolas en un placer perverso, enternecedor.
Hoy no. Hoy no quiere. Hoy no quería. Pero sigue contemplando atónito, aherrojado, el ritual que ya conoce mientras tranquiliza tibiamente su conciencia con la mentira que ni él mismo se cree de que aún está a tiempo de parar, de que puede tomar las riendas y romper la baraja cuando quiera.
Irene se tumba en el suelo desnuda y límpida. El contraste de su carne dorada y suave con la rudeza del suelo de tierra y hojas, de piedras y tallos derribados añade a la escena una nota de perversa crueldad, un indicio de mayores entregas. Ahora su cabellera se extiende por el suelo y su torso se arquea en una curva felina, en una especie de desperezo de voluptuosidad animal en la que todavía no hay una intención específica. La prometedora ojiva que se ha abierto entre el suelo y la espalda combada se amplía de pronto cuando Irene levanta las caderas hasta conseguir una posición vagamente gimnástica, sosteniéndose en un trípode formado por los dos pies y el triángulo que forman los hombros y la cabeza. En esta actitud su vientre aparece casi plano, con un atisbo de musculatura bajo la suave superficie. El ombligo se hace un poco más vertical, más alargado bajo el efecto tirante de la tensión de la piel, y señala hacia un camino, eje de simetría en donde el finísimo vello rubio converge y se concentra. Cuando parece que este sendero derecho y dorado va a descender en declive hacia la unión de los muslos remonta bruscamente en una última elevación dura, desafiante, poblada ya por el vello más denso del pubis.
Él ya sabe lo que viene a continuación, la brutal revelación, la evidencia irrefutable de que los ángeles, o al menos las chicas de rostro dulce y formas armoniosas, tienen sexo: un sexo oscuro y delimitado, como una herida. Al principio, cuando lo descubrió por primera vez hace unos meses, le desagradó, casi le repugnó; porque no lo había visto nunca y no se imaginaba que fuese así, pero ahora es el final inevitable de cada experiencia, de cada sesión.
¡Pero no, hoy no! Hoy sólo quería verla, echarle un vistazo. Hoy no quería llegar hasta el final; no entraba en sus planes. Ahora que creía que lo tenía todo controlado; ahora que había conseguido, después de la zozobra y la agitación de los primeros meses, una estudiada periodicidad, una cínica aceptación de la realidad encauzada hacia una resolutiva satisfacción; ahora estaba sucumbiendo al poder terrible de aquella mujer, a la trampa en la que él mismo se había metido. ¡Qué incauto había sido! Y esta tarde tiene que jugar al fútbol.
Pero en este momento Irene parece poseída por el mismo deseo poderoso e ineludible que le domina a él. Sus movimientos ondulantes, perezosos, han ido adquiriendo la urgencia y la contorsión impúdica, animal, de la hembra en celo que exige la cópula. Ya estaba a cuatro patas, pero ahora separa las rodillas y su torso baja hasta tocar el suelo mientras las caderas permanecen arriba. Apoya la cabeza en el suelo, de lado, tocando con la mejilla en la tierra inclemente y áspera del cañaveral; y ofrece a los ojos alucinados de él el rostro delicado y soñador, la pelusilla en la nuca y junto a la oreja que el pelo oportunamente apartado ha dejado al descubierto, los ojos cerrados y el dedo pulgar que juguetea entre los labios de la boca entreabierta, sugiriendo una malévola necesidad de afecto. Él sabe que todo eso está preparado, que el abandono de la joven no es auténtico, que no hace más que seguir una puesta en escena con gestos y claves ya determinadas, en cierto modo rutinarias. Pero está tan bien simulado, y el poder de seducción de Irene, de su cuerpo sencillo y entregado, es tan intenso, que le mantiene en vilo, en un pulso tenaz e innecesario entre la voluntad y el deseo, renuente a seguir el juego pero incapaz de detenerlo.
Hoy no quería, pero no puede detenerlo. Esta tarde tiene partido de fútbol, pero no puede detenerlo. Sabe que se arriesga a echar por tierra todo un sistema, un plan cuidadosamente elaborado, trabajosamente cumplido; pero no puede detenerlo. Toda su voluntad, todas sus buenas intenciones y su autocontrol sobrehumano luchan contra la naturaleza, contra los mecanismos insobornables, irreversibles, que él mismo ha activado, de la carne hipersensibilizada a punto de desbordarse. Su naturaleza joven y vigorosa, con la capacidad de sugestión aún intacta, ha ido acumulando el deseo y la excitación sin necesidad de una estimulación directa y evidente. El solo roce con la tela del pantalón, tensada hasta lo insufrible, le ha puesto al borde de la apertura definitiva de las compuertas. Pero él necesita ser sublime unas horas, unos días más. Porque a pesar de su actitud pretendidamente cínica, sabe que se sentirá terriblemente mal si acaba cediendo, y que le amenaza el panorama de una tarde depresiva, con el maldito partido de fútbol, y un naufragio de toda la seguridad que tan falsamente había construido.
Pero Irene ahora se abre para él. Le abre la última puerta. Le ofrece lo más hondo e íntimo de su ser en un gesto de auténtica generosidad. Y esta última entrega le conmueve.
A partir de este momento todo cambia, porque al fin se ha rendido, y su voluntad se ha retirado definitivamente. Y entonces sí: Irene cobra vida, se anima y le mira a él, y le sonríe alegre y despreocupada, y monta encima de él y sigue su misma cadencia; y él rebosa dulzura y gratitud y los pechos de ella se mueven, le bailan con temblorosa agitación. Y en ese mismo momento la imagen de la chica, tan cercana, empieza a enturbiarse porque él ya no puede mantener la concentración; porque está más preocupado intentando detener con torpes movimientos el chorro imparable, impetuoso, que se le escapa a borbotones entre los dedos, y va a mancharlo todo, sorprendido él mismo por la inmediatez del orgasmo que ha llegado, de tan tensado y sensible que estaba el arco de su excitación, a las primeras manipulaciones. Aún tiene tiempo de formular un último pensamiento hedonista, lamentándose por haberse entregado tan tarde al genuino placer, que al final ha sido tan breve, alegrándose de haber conseguido unos segundos de goce total, sin restricciones.
Pero simultáneamente, casi con los primeros latidos, con los primeros borbotones de aquel magma caliente e infecundo, ha vuelto la realidad con toda su lista de objeciones y de miserias. Inoportuna, estricta como su propia conciencia, ha vuelto de la mano del canto desportillado de un azulejo, un azulejo en el que se ha fijado distraídamente otras veces pensando que le gustaría quitar los pequeños trozos de cerámica blanca, rotos pero que siguen ahí, sujetándose unos a otros.
Tampoco esta vez los va a quitar. Siguiendo la línea vertical de la cuadrícula del alicatado, su vista tropieza con la superficie de la pared, de un color amarillento que alguna vez fue blanco. La pintura presenta una mancha de humedad grisácea, moteada de puntitos más oscuros a un lado de la cisterna, de la que pende lacia y melancólica la cadena de la que tirará dentro de un minuto. Irene se ha quedado inmóvil, empequeñecida, como había estado siempre en realidad; congelada en diferentes posiciones por el obturador de la cámara oscura; destruida la magia o la ilusión de relieve por el brillo delator del papel satinado que la retorna a su naturaleza bidimensional. Ya nada queda de la adoración de la belleza, de la ansiedad del deseo, del instante de auténtico goce sexual. Las imágenes de la chica le resultan ahora desagradables, groseras, tan falsas y convencionales. Descubre que el de Irene es en realidad un rostro vulgar y chato, carente de inteligencia, excesivamente maquillado. ¡Si hasta su nombre es falso! Un nombre que en América debe parecer exótico y sugerente. Le irrita su lascivia fingida, su actitud obscena y resabiada. La visión del sexo de la joven le produce ahora una sorda, atónita inanidad.
¿De dónde habrá sacado su hermano esa revista? Ahora tiene que volver a empezar desde el principio. Reconstruir con esfuerzo, una vez más, lo que tanto le había costado edificar. El esfuerzo empieza en primera instancia por paliar las consecuencias inmediatas: el epílogo de aseo que ya conoce y que hoy le resulta especialmente deprimente; y las operaciones destinadas a devolver la revista al lugar y la posición exacta en que estaba, con movimientos precisos y expeditivos, acuciados por la clandestinidad, que aparecían cargados de emoción y de palpitantes promesas de placer cuando los había realizado en sentido inverso hace unos minutos. Por unos momentos se queda inmóvil, anonadado por la laxitud que invade sus miembros, incapaz de emprender la engorrosa tarea. Querría sentarse, siente las piernas débiles; con una oleada de pánico vuelve a recordar que esta tarde tiene que jugar al fútbol. Su mirada vaga por el espacio sórdido del váter, lo que su madre llama pretenciosamente «el cuarto de baño», y busca instintivamente el ventanuco que se abre al cielo azul, al perfil sereno de las montañas, al silencio y la paz del mediodía diáfano y rural.