A medida que descendían por la falda escabrosa de la Ladera Grande, las sombras trepaban y les salían al encuentro. Durante un rato las vadearon, hundidos en la oscuridad hasta los tobillos; de pronto se alzaron, engulléndolos, cuando el sol se ocultó detrás de una montaña.
El lago de oscuridad que cruzaban, y por el que viajarían durante un tiempo, no era total. Aunque no había en el cielo bancos de nubes que reflejaran la luz del sol, los frecuentes relámpagos les iluminaban el camino.
A la altura en que los riachos de la Ladera Grande confluían en un torrente, el agua había excavado una hondonada, y allí el suelo era escabroso, y tuvieron que avanzar a lo largo de la orilla más alta, en fila por el borde de un risco empinado. La necesidad de andar con cautela retardaba la marcha. Descendían penosamente rodeando las peñas, muchas de ellas visiblemente desplazadas por los temblores de tierra recientes. Además del ruido de sus propios pasos, sólo los gritos quejumbrosos e intermitentes del portador acompañaban el rugido monótono del torrente. Pronto un ruido de aguas turbulentas les anunció la presencia invisible de una cascada. Escudriñaron la oscuridad, y atisbaron una luz. Por lo que pudieron ver, brillaba al borde del risco. La procesión se detuvo, en un grupo apretado y temeroso.
—¿Qué es eso? —preguntó Gren—. ¿Qué especie de criatura habita en este foso miserable?
Nadie le respondió.
Sodal Ye gruñó algo a la mujer que hablaba y ésta a su vez le gruñó a la muda. Al instante la muda empezó a desvanecerse en el lugar donde estaba, rígida, como atenta a algo.
Yattmur oprimió el brazo de Gren. Era la primera vez que él veía esta misteriosa desaparición. En las sombras que los envolvían parecía más portentosa que nunca. El cuerpo transparente de la mujer mostró el perfil de un barranco; los tatuajes quedaron un momento como flotando en la penumbra. Gren miró con atención. La mujer había desaparecido, era tan intangible como las resonancias de la catarata.
La escena estuvo como paralizada hasta que la mujer reapareció. Sin palabras, hizo algunos ademanes que la otra interpretó por medio de gruñidos para Sodal Ye. Luego el sodal fustigó con la cola las pantorrillas del portador para indicarle que reanudara la marcha, y dijo:
—No hay peligro. Uno o dos de los pieles ásperas están allí, quizá vigilando un puente, pero se marcharán.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Gren.
—Será mejor que hagamos ruido —dijo Sodal Ye, ignorando la pregunta de Gren.
Inmediatamente soltó un ladrido profundo; Yattmur y Gren se estremecieron de terror y el niño se echó a llorar.
Mientras avanzaban, la luz parpadeó y pasó al otro lado de la cresta. Cuando llegaron a donde la habían visto antes, descubrieron que el risco descendía en un declive empinado. La luz de los relámpagos reveló a una media docena o más de las criaturas hocicudas; brincaban y escapaban a los saltos por la hondonada. Una de ellas llevaba un remedo de antorcha. De vez en cuando miraban atrás y ladraban invectivas.
—¿Cómo supiste que iban a escapar? —preguntó Gren.
—No hables tanto. Tenemos que ser cuidadosos.
Habían llegado a una especie de puente; una de las paredes de la garganta se había desplomado de plano, hasta apoyarse contra la pared opuesta. Por debajo de este arco corría el torrente tumultuoso, antes de precipitarse en la barranca. En aquel camino tan accidentado e incierto, la oscuridad parecía multiplicar los peligros, y el grupo avanzaba titubeando. No obstante, apenas pisaron el puente en ruinas, una multitud de seres minúsculos les saltaron a los pies entre chillidos crepitantes.
El aire se resquebrajó en negros copos voladores.
Gren, despavorido, golpeaba con ferocidad los pequeños cuerpos que se elevaban junto a él como cohetes, todo alrededor. Alzó los ojos y vio una hueste de criaturas que volaban en círculos.
—Murciélagos, simplemente —le explicó Sodal Ye con indiferencia—. Apresuraos. Vosotros, los humanos, no conocéis lo que es tener prisa.
Avivaron el paso. De nuevo centellearon los relámpagos, transformando el mundo en una pálida y fugaz naturaleza muerta. En las grietas del camino, en el suelo que pisaban, y por toda la pared del puente, hasta donde las aguas se volcaban turbulentas como barbas que hubieran crecido en el río, centelleaban unas telarañas enormes. Gren y Yattmur jamás habían visto nada semejante.
Yattmur dejó escapar un grito de asombro y terror, y el sodal dijo con desdén:
—No sois capaces de ver más allá de las meras apariencias. ¿Cómo seríais capaces si sólo sois criaturas terrestres? La inteligencia siempre ha venido del mar. Nosotros los sodales somos los custodios de la sabiduría del mundo.
—No eres un dechado de modestia —dijo Gren, mientras ayudaba a Yattmur a pasar al otro lado.
—Los murciélagos y las arañas habitaban en el antiguo mundo frío, muchos eones atrás —dijo el sodal—, pero el crecimiento del reino vegetal los obligó a buscar nuevas formas de vida, o perecer. Por esa razón renunciaron gradualmente a la lucha feroz y buscaron la oscuridad, a la que en todo caso ya eran aficionados los murciélagos, y las dos especies se unieron así en una alianza.
El sodal siguió discurriendo con la serenidad de un predicador, pese a que el portador jadeaba, forcejeaba y gemía tratando de trepar por una cuesta y pisar tierra firme, ayudado por las mujeres tatuadas. La voz del sodal fluía tranquila, espesa y aterciopelada como la noche misma.
—La araña necesita calor para empollar, o más calor que el de estas regiones. Por lo tanto deposita los huevos, los guarda en una bolsa, y los serviciales murciélagos los transportan a lo alto de la Ladera Grande, o a una de esas cimas donde calienta el sol. Cuando están maduros, le traen de vuelta la progenie. Pero no trabajan gratis.
»Las arañas adultas tejen dos telas, una común, y la otra mitad dentro y mitad fuera del agua, de modo que la parte inferior funciona como una red. En esa red atrapan peces y criaturas pequeñas y luego las izan por el aire para que los murciélagos coman. Muchas otras cosas raras hay aquí de las que vosotros, habitantes de las tierras, no tenéis conocimiento.
Ahora viajaban a lo largo de una escarpa que descendía en pendiente hasta una llanura. Al alejarse de la mole de una montaña, fueron teniendo una visión más clara de los alrededores. Desde la densa trama de sombras se levantaba de tanto en tanto el cono carmesí de una colina bañada por el sol. Las nubes que se amontonaban en el cielo echaban luz sobre un paisaje que cambiaba minuto a minuto, y los hitos del camino aparecían y se ocultaban como detrás de una cortina movida por el viento. Poco a poco las nubes envolvieron al sol, y la oscuridad aumentó y avanzaron pisando con más cuidado.
A la izquierda asomó una luz vacilante. Si era la misma que habían visto cerca del barranco, los pieles ásperas venían siguiéndolos. Al ver la luz, Gren recordó la pregunta que antes hiciera al sodal.
—¿Cómo es que desaparece esa mujer tuya, sodal? —preguntó.
—Hay todavía mucho camino antes de llegar a la Bahía de la Bonanza —declaró el sodal—. Por lo tanto, quizá me entretenga contestando con franqueza a tu pregunta, ya que pareces un poco más interesante que casi todos los de tu especie.
»La historia de las tierras por las que ahora viajamos nunca podrá ser reconstruida, pues los seres que vivían aquí se han desvanecido sin dejar otro testimonio que unos huesos inútiles. Sin embargo, hay leyendas. Los de mi raza, los trapacarráceos, somos grandes viajeros; hemos viajado mucho y a lo largo de numerosas generaciones; y hemos recogido esas leyendas.
»Así supimos que Las Tierras del Crepúsculo Perpetuo, aunque desiertas en apariencia, han albergado a numerosas criaturas. Y esas criaturas siempre siguen el mismo camino.
»Siempre vienen de las regiones verdes y luminosas en las que brilla el sol. Siempre se encaminan hacia la extinción o hacia las comarcas de la Noche Eterna, y a menudo van a parar a lo mismo.
»Algunas de estas criaturas suelen quedarse aquí durante varias generaciones. Pero siempre los recién llegados las desplazan, alejándolas del sol.
»En una época floreció aquí una raza que nosotros conocemos como Pueblo de la Manada porque cazaban en manadas, como los pieles ásperas en situaciones críticas, pero con mucha más organización. Como los pieles ásperas, los de la manada eran vivíparos, y de dientes afilados, pero andaban siempre a cuatro patas.
»Los de la manada eran mamíferos, pero no humanos. Esas distinciones son oscuras para mí, pues la Diferenciación no es mi especialidad, pero tu gente conoció en un tiempo al Pueblo de la Manada, los llamaban lobos, creo.
»Después de la manada vino una raza intrépida de una especie de humanos; trajeron criaturas cuadrúpedas que les proporcionaban alimentos y ropas, y con las que se apareaban.
—¿Es eso posible? —preguntó Gren.
—Me limito a repetir las antiguas leyendas. Las posibilidades no me incumben. En todo caso se llamaban el Pueblo Pastor. Los pastores expulsaron de aquí a los de la manada y fueron a su vez desplazados por los aulladores, la especie que según la leyenda nació del apareamiento de los pastores con los cuadrúpedos. Algunos aulladores sobreviven aún, pero la mayoría fue exterminada en la siguiente invasión, cuando aparecieron los cargadores. Los cargadores eran nómades, yo me he topado con algunos, y unas bestias salvajes. Luego llegó otra rama humana, los arableros, una raza con cierta limitada habilidad para el cultivo de la tierra, pero ninguna otra.
»Los arableros fueron pronto desplazados por los pieles ásperas o bambunes, para darles el nombre que les corresponde.
»Los pieles ásperas han habitado en esta región durante siglos, a veces más poderosos, a veces menos. En realidad, de acuerdo con los mitos, tomaron el arte de la cocina de los arableros, el transporte en trineos de los cargadores, el don del fuego de la manada, el don de la palabra de los pastores, y así sucesivamente. Qué hay de verdad en todo esto, no lo sé. Lo cierto es que los pieles ásperas se han adueñado de estas tierras.
»Son arbitrarios y poco dignos de confianza. Algunas veces me obedecen, otras no. Por fortuna, los poderes de mi especie los atemorizan.
»No me extrañaría que vosotros, humanos arborícolas… gente lonja me pareció oír que os llamaban los guatapanzas, anticipaseis la próxima ola de invasores. Si así fuera…
Una buena parte de este monólogo cayó en saco roto, pues tanto Gren como Yattmur tenían que poner atención para avanzar por el valle de piedra.
—¿Y esta gente que tienes como esclavos, quiénes son? —preguntó Gren, señalando al portador y a las mujeres.
—Como tú mismo tendrías que haberlo entendido, son especimenes de arableros. Nuestra protección los ha salvado de una muerte segura.
»Los arableros, como ves, han involucionado. Quizá en otro momento pueda explicarte lo que quiero decir. Han involucionado hasta el máximo. Se transformarán en vegetales si la esterilidad no acaba antes con ellos. Perdieron el don de la palabra hace ya mucho tiempo. Perdieron, digo, aunque en realidad han ganado, pues han conseguido sobrevivir, renunciando a aquello que los separaba del mero nivel vegetativo.
»Los cambios de esta naturaleza no son raros en las condiciones actuales del mundo, pero en ellos la involución trajo consigo una transformación más inusitada. Los arableros perdieron la noción del tiempo; al fin y al cabo, ya no hay nada que nos recuerde el transcurso diario o celeste del tiempo; y los arableros, al involucionar, lo olvidaron del todo. Para ellos el tiempo no era más que la vida de un individuo. Era, es, el único lapso que son capaces de reconocer: la duración de una existencia.
»Así, pues, han desarrollado una vida coextensiva, y mientras tanto viven en el momento en que necesitan vivir.
Yattmur y Gren se miraron a través de la oscuridad, sin comprender.
—¿Quieres decir que estas mujeres pueden ir hacia adelante o hacia atrás en el tiempo? —preguntó Yattmur.
—No fue eso lo que yo dije; ni así lo dirían los arableros. La mente de los arableros no es como la mía y ni siquiera como la tuya, pero cuando por ejemplo llegamos al puente custodiado por los pieles ásperas de la antorcha, hice que una de las mujeres se adelantara en su propia duración para ver si cruzaríamos sin incidentes.
»Volvió e informó que así sería. Seguimos avanzando y comprobamos que estaba en lo cierto, como de costumbre.
»Por supuesto, sólo operan cuando hay algún peligro; este proceso es, más que nada, un medio de defensa. Por ejemplo, la primera vez que Yattmur nos trajo de comer, ordené a la mujer que se desplazara en la duración inmediata y averiguara si nos había envenenado. Cuando volvió e informó que aún estábamos con vida, supe que podíamos comer.
»Asimismo, cuando os vi por primera vez en compañía de los pieles ásperas y… ¿cómo los llamáis?, los guatapanzas, la mandé a ver si nos atacaríais. Esto demuestra que hasta una raza miserable como los arableros tiene alguna utilidad.
Avanzaban lentamente por las laderas del pie de la montaña, a través de una penumbra de color verde oscuro, alimentada por la luz del sol que se reflejaba en las nubes. A veces veían unas luces que avanzaban por la izquierda; los pieles ásperas todavía venían siguiéndolos, y ahora llevaban varias antorchas.
Mientras el sodal hablaba, Gren observaba con una curiosidad nueva a las dos arableras que encabezaban el grupo.
Iban desnudas, y advirtió el escaso desarrollo de los caracteres sexuales. El pelo, escaso en la cabeza, era inexistente en el pubis. Tenían las caderas estrechas, y los pechos chatos y caídos, aun cuando (si era posible atribuirles alguna edad) no parecían viejas.
Caminaban sin entusiasmo ni vacilaciones, y nunca se volvían para mirar atrás. Una de ellas llevaba sobre la cabeza la calabaza de la morilla.
Con un estremecimiento de horror y estupefacción, Gren trató de imaginar la extraña visión del mundo que tendrían esas dos mujeres. ¿Qué significaría para ellas la vida, qué cosas pensarían, cuando la duración de la existencia no era una serie consecutiva sino concurrente?
—Pero ¿son felices estos arableros? —le preguntó al sodal.
El trapacarráceo soltó una carcajada ronca.
—Nunca se me había ocurrido preguntármelo.
—Pregúntales ahora.
Con una impaciente sacudida de la cola, el sodal dijo:
—Todos vosotros, los humanos y las especies similares, tenéis la maldición de la curiosidad. Es una característica horrible que no os llevará a ninguna parte. ¿Por qué he de hablarles, sólo para satisfacer tu curiosidad?
»Además, la capacidad de desplazarse en el tiempo va acompañada por una nulidad absoluta de la inteligencia; para no distinguir el pasado del presente y el futuro se necesita una enorme concentración de ignorancia. Los arableros desconocen el lenguaje; si les metes en la cabeza la idea del verbo, les cortas las alas. Si hablan, son incapaces de desplazarse. Si se desplazan, no pueden hablar.
»Por esa razón siempre he necesitado llevar conmigo dos mujeres; mujeres de preferencia, pues son todavía más ignorantes que los hombres. A una de ellas le han enseñado unas cuantas palabras para que yo le diga que haga esto y aquello; ella se lo transmite por gestos a la amiga, la que puede desplazarse cuando hay algún peligro. Todo esto ha sido urdido de una manera un tanto burda, pero me ha ahorrado muchos sinsabores durante mis viajes.
—¿Y qué pasa con el pobre infeliz que te acarrea? —preguntó Yattmur.
El sodal soltó un vibrante gruñido de desdén.
—¡Una bestia holgazana, nada más que una bestia holgazana! Lo he montado desde que era casi niño, y ya está casi agotado. ¡Arre, monstruo haragán! Date prisa, o no llegaremos nunca.
Muchas cosas más les contó el sodal. A algunas, Gren y Yattmur reaccionaban con una furia contenida. A otras no prestaban oídos. El sodal peroraba incesantemente, pero con una voz que era sólo un eco más en la oscuridad, en medio del estrépito de los relámpagos y los truenos.
Caía una lluvia tan torrencial que la llanura se había convertido en un pantano, pero ellos no se detenían. Las nubes flotaban en una luz verdosa; pese a lo difícil que era avanzar por aquel suelo fangoso, notaron que hacía un poco más de calor. Sin embargo, la lluvia no cesaba. Como en aquel campo abierto no había ningún refugio, continuaban adelante, terca y penosamente. Era como si caminaran por una olla de sopa arremolinada.
Cuando la tormenta amainó, ya habían empezado a subir otra vez. Yattmur insistió en detenerse a causa del pequeño. El sodal, que había disfrutado con la lluvia, accedió de mala gana. Al pie de una roca, consiguieron encender a duras penas un miserable y humeante fuego de pastos. El niño mamó. Ellos comieron frugalmente.
—Estamos llegando a la Bahía de la Bonanza —declaró Sodal Ye—. Desde esta próxima cadena de montañas la veréis, las placenteras aguas oscuras y saladas, y el largo rayo de sol que las atraviesa. Ah, qué maravilloso estar otra vez en el mar. Es una suerte para vosotros, los habitantes de la tierra, que seamos una raza tan abnegada; de lo contrario jamás cambiaríamos las aguas por este mundo de tinieblas. Y bien, la profecía es la carga que nos ha tocado y hemos de llevarla con buen ánimo…
Empezó a gritar a las mujeres ordenándoles que recogieran de prisa más hierba y raíces para alimentar el fuego. Lo habían instalado en lo alto de la roca. El infeliz portador estaba abajo en el hueco, de pie con los brazos por encima de la cabeza casi tocando las llamas, dejando que el humo lo envolviera mientras él trataba de calentarse.
Notando que Sodal Ye estaba distraído, Gren corrió hasta el portador y lo tomó por el hombro.
—¿Puedes entenderme? —le preguntó—. ¿Hablas en mi lengua, amigo?
El hombre no levantó la cabeza en ningún momento. Le colgaba sobre el pecho como si tuviera el cuello roto, y la volteaba lentamente mientras mascullaba algo ininteligible. Cuando un nuevo relámpago tembló sobre el mundo, Gren vio unas cicatrices en la columna vertebral del hombre, cerca del cuello, y comprendió de pronto que lo habían mutilado para que no pudiera alzar la cabeza.
Apoyando en el suelo una rodilla, Gren escrutó desde abajo el semblante hundido entre los hombros. Tuvo una visión de una boca contraída y un ojo reluciente como una brasa.
—¿Hasta dónde puedo confiar en este trapacarráceo, amigo? —preguntó.
La boca se crispó, como en una agonía larga y agotadora. Barbotó unas palabras espesas:
—No bueno… Yo no bueno… romper, caer, morir como basura… ver, yo acabar… una vez más trepar… Ye de todos los pecados… Ye tú en cambio acarrear… tú en cambio espalda fuerte… tú acarrear Ye… él saber… yo acabar como basura…
Algo salpicó la mano de Gren en el momento en que daba un paso atrás; no pudo saber si eran lágrimas o saliva.
—Gracias, amigo, eso ya lo veremos —replicó. Se acercó a Yattmur que estaba limpiando a Laren y le dijo—: Sentía en los huesos que este pez charlatán no era de confiar. Tiene el plan de utilizarme como bestia de carga cuando el portador muera… o eso dice el hombre, y a esta altura ha de conocer los métodos trapacarráceos.
Antes que Yattmur pudiera responder, el sodal dejó escapar un rugido.
—¡Algo se acerca! —dijo—. Mujeres, montadme enseguida. Yattmur, apaga ese fuego. Gren, súbete aquí y mira qué puedes ver.
Encaramándose en el promontorio de roca, Gren escudriñó los alrededores mientras las mujeres empujaban a Sodal Ye y lo instalaban sobre la espalda del portador. Por encima de los jadeos de los arableros, Gren alcanzaba a oír los otros ruidos que habían alarmado al sodal: unos aullidos y ladridos distantes y persistentes que subían y bajaban de tono en un ritmo furioso. La sangre se le fue de la cara.
No muy lejos, vio con inquietud un grupo de unas diez luces dispersas en la llanura, pero no era de allí de donde venían los aullidos espeluznantes. De pronto atisbó unas figuras en movimiento; intentó distinguirlas mejor; el corazón le golpeaba en el pecho.
—Puedo verlos —informó—. Brillan… brillan en la oscuridad.
—Entonces son aulladores, sin duda; la especie humana animal de que he hablado antes. ¿Vienen para este lado?
—Así parece. ¿Qué haremos?
—Baja con Yattmur y callad. Los aulladores son como los pieles ásperas; pueden ser terribles si se los perturba. Haré que mi mujer se desplace y vea qué está por ocurrir.
—La pantomima de los gruñidos y los gestos fue representada, antes y después de que la mujer desapareciera y reapareciera. Mientras tanto los aullidos espeluznantes continuaban aumentando.
—La mujer se desplazó y nos vio subiendo cuesta arriba, de modo que no corremos peligro. Esperemos en silencio hasta que los aulladores se hayan alejado; entonces reanudaremos la marcha. Yattmur, haz callar a ese hijo tuyo.
Un tanto tranquilizados por las palabras del sodal esperaron junto a la roca.
Poco después los aulladores pasaron veloces, a no más de una pedrada de distancia, en fila. Los aullidos, destinados a atemorizar, subieron de tono y se extinguieron poco a poco mientras se alejaban. Era imposible saber si corrían, saltaban o brincaban. Pasaron en una carrera rauda y tumultuosa, como imágenes en el sueño de un maníaco.
Aunque resplandecían con una débil luz blancuzca, las formas eran poco definidas. ¿Burdos remedos de figuras humanas? En todo caso, pudieron ver con claridad que eran altos, y delgados como espectros, antes que se alejaran haciendo cabriolas por la llanura, dejando atrás como una estela aquellos aullidos pavorosos.
Gren descubrió que se había abrazado con fuerza a Yattmur y Laren, y que estaba temblando.
—¿Qué criaturas eran ésas? —preguntó Yattmur.
—Ya te dije, mujer, eran los aulladores —dijo el sodal—, la raza de la que he estado hablando, la que fue expulsada a las regiones de la Noche Eterna. Ese grupo volvía probablemente de una expedición de caza. También nosotros hemos de ponernos en camino. Cuanto más pronto lleguemos a esa montaña próxima, más contento estaré.
Reanudaron, pues, la marcha; Gren y Yattmur sin la paz mental de que antes habían disfrutado.
Gren se había habituado a echar miradas atrás, y fue el primero en advertir que las luces de las antorchas se estaban acercando. De tanto en tanto, un ladrido llegaba hasta él en el silencio como una rama que flotara a la deriva en el agua.
—Esos pieles ásperas nos están cercando —le dijo al sodal—. Han venido siguiéndonos durante casi todo el trayecto, y si no andamos con cuidado nos capturarán en esta colina.
—No es costumbre de ellos perseguir a nadie tan porfiados. Por lo general se olvidan enseguida de lo que se han propuesto. Algo ha de atraerlos allá, más adelante… un festín, posiblemente. De todos modos, son temerarios en la oscuridad; no correremos el riesgo de que nos ataquen. Daos prisa. ¡Arre, arablero holgazán, arre!
Pero las antorchas iban adelantándose. A medida que escalaban la interminable ladera, la luz filtrada aumentó paulatinamente, y por fin distinguieron un confuso montón de figuras alrededor de las antorchas. Todavía se encontraban a cierta distancia, pero era toda una muchedumbre la que venía detrás.
Las preocupaciones de los viajeros se multiplicaban. Yattmur notó la presencia de otras criaturas en el flanco derecho; se adelantaban cruzando oblicuamente el llano. Los ecos de los aullidos y ladridos se apagaban en la inmensidad. Ya no cabía duda de que una numerosa hueste de pieles ásperas venía persiguiéndolos.
Ahora, casi corriendo de ansiedad, el pequeño grupo trataba de llegar a la cresta de la colina.
—Estaremos a salvo cuando lleguemos a la cima. ¡Arre! —gritó el sodal—. Ya no falta mucho para que veamos la Bahía de la Bonanza. ¡Arre, arre, holgazán, mala bestia!
Sin una palabra ni un gesto de advertencia, el portador se desplomó, y el jinete, despedido hacia adelante, fue a caer en una barranca. Por un momento el sodal estuvo tendido de espaldas, algo atontado; luego, con una sacudida de la poderosa cola, se irguió otra vez, y estalló en una andanada de imaginativas maldiciones contra el rocín.
Las mujeres tatuadas se detuvieron y la que llevaba la calabaza con la morilla la depositó en el suelo con cuidado, pero ninguna de las dos acudió a ayudar al hombre caído. Gren corrió en cambio hasta el manojo de huesos y lo dio vuelta con la mayor delicadeza posible. El portador no emitió ningún sonido. El ojo que parecía un ascua encendida se le había cerrado.
Interrumpiendo la retahíla de maldiciones, Gren dijo al sodal:
—¿De qué te quejas? ¿Acaso este pobre desdichado no te acarreó hasta que ya no pudo más y dio el último suspiro? ¡Lo has vapuleado a tu antojo, así que considérate satisfecho! Ahora está muerto, y libre de ti, y ya nunca más volverá a acarrearte.
—Entonces tendrás que acarrearme tú —respondió el sodal sin vacilar—. Si no salimos de aquí rápidamente, moriremos despedazados por esas manadas de pieles ásperas. Escúchalos… ¡se están acercando! De modo que date prisa, hombre, si sabes lo que te conviene, y haz que estas mujeres me carguen sobre tu espalda.
—¡Oh, no! Tú te quedas aquí, en la barranca, sodal. Sin ti avanzaremos con más rapidez. Esta ha sido tu última cabalgata.
—¡No! —La voz del sodal resonó como una bocina de niebla—. Tú no conoces esa cresta montañosa. Del otro lado hay un camino secreto que desciende a la Bahía de la Bonanza, un camino que yo podré encontrar; estas mujeres no. Sin mí, quedaréis atrapados en la cima, te lo aseguro. Y los pieles ásperas os capturarán.
—Oh, Gren, tengo tanto miedo por Laren. Llevemos al sodal, en vez de estar aquí discutiendo, por favor.
Gren la miró a la melancólica luz del amanecer. Yattmur era un borrón, un contorno de tiza sobre la cara de una roca; no obstante, cerró el puño con fuerza como ante un adversario real.
—¿Quieres que sea una bestia de carga?
—¡Sí, sí, cualquier cosa es preferible a que nos despedacen! Sólo falta pasar una montaña ¿no? Tanto tiempo cargaste con la morilla sin quejarte.
Con amargura, Gren hizo una seña muda a las mujeres tatuadas.
—Así está mejor —dijo el sodal, meneándose entre los brazos de Gren—. A ver si puedes bajar un poco la cabeza, para no molestarme la garganta. Ah, todavía mejor. Excelente, sí, ya aprenderás. Adelante, ¡arre!
Con la cabeza gacha y la espalda encorvada, Gren subía trabajosamente la ladera, llevando a cuestas al trapacarráceo; junto a él, Yattmur cargaba al pequeño, y las dos mujeres encabezaban la procesión. Un desolado coro de alaridos llegaba flotando hasta ellos. Vadearon una corriente helada que les llegaba a las rodillas, se ayudaron a trepar por una pendiente escabrosa, y pisaron al fin un terreno más firme.
Yattmur pudo ver que en la elevación siguiente brillaba el sol. Cuando miró en torno, descubrió un mundo nuevo, un mundo más alegre de laderas y cimas. Las pandillas de pieles ásperas habían desaparecido detrás de los peñascos.
Ahora había franjas de luz en el cielo. Algunos traveseros se desplazaban por las alturas, hacia la parte anochecida del planeta, o trepaban por el espacio inmenso. Eran como una señal de esperanza.
Todavía tenían que marchar un rato. Pero al fin sintieron la caricia del sol caliente sobre la espalda, y al cabo de una caminata larga pero animosa, se detuvieron jadeando en la cresta. La otra cara de la montaña era un acantilado casi vertical por el que nada ni nadie podría descender.
Al abrigo de un centenar de entrecruzadas cortinas de sombra, se tendía un brazo de mar, ancho y sereno. Un rayo de sol que se desplegaba en abanico envolvía en un halo luminoso la bahía de riscos en que reposaba el océano. En las aguas se agitaba una multitud de criaturas, que dejaban estelas fugaces. En una franja de la costa, había otras figuras en actividad, yendo y viniendo entre unas chozas blancas, diminutas como perlas a lo lejos.
El único que no miraba hacia la bahía era Sodal Ye. Contemplaba absorto el sol y la exigua porción de mundo luminoso que se veía desde aquel mirador privilegiado, las tierras en que el día brillaba eternamente. Allí el resplandor era casi intolerable. El sodal no necesitaba instrumentos para saber que el calor y la luz habían aumentado desde que abandonaran la Ladera Grande.
—Tal como lo he augurado —declaró—, todo ahora se funde para transformarse en luz. Se acerca el advenimiento del Gran Día, en el que todas las criaturas se transformarán en partes del universo verde. Tendré que hablaros de eso en alguna ocasión.
El relámpago que casi se había agotado sobre las Tierras del Crepúsculo Perpetuo revoloteaba aún en el lado luminoso. Un rayo extraordinariamente vívido cayó en la selva poderosa… y permaneció visible. Onduló como una serpiente, apresado entre la tierra y los cielos, y se fue aquietando y engrosando hasta que algo semejante a un dedo índice se extendió en el dosel del espacio y el extremo del rayo se perdió en la atmósfera brumosa.
—¡Aaaah, ahora he visto la señal de las señales! —dijo el sodal—. Ahora veo y ahora sé que el fin de la Tierra se aproxima.
—¿Qué es eso, en nombre del terror? —dijo Gren, mirando de soslayo la columna verde, desde abajo de la carga.
—Las esporas, el polvo, las esperanzas, el crecimiento, la esencia verde de los siglos terrestres, nada menos. Sube, asciende en busca de nuevos ámbitos. ¡Bajo todo ese verdor el suelo ha de estar recocido como ladrillo! Durante media eternidad calientas un mundo, lo colmas de fecundidad, y luego le aplicas una corriente suplementaria: y de la energía refleja emerge el extracto de la vida, apoyado y sostenido en el espacio por corrientes galácticas.
Gren se acordó de pronto de la isla del risco alto. Aunque no sabía lo que quería decir el sodal al hablar de extractos de vida sostenidos por corrientes galácticas, recordó aquella extraña experiencia en la caverna de los ojos. Hubiera querido preguntarle a la morilla qué era eso.
—¡Vienen los pieles ásperas! —gritó Yattmur—. ¡Escuchad! Los oigo gritar.
Miró atrás, y en la oscuridad del camino por el que habían llegado vio unas figuras pequeñas, algunas todavía con antorchas humeantes, que trepaban lentas pero seguras, casi todas a cuatro patas.
—¿A dónde vamos? —preguntó Yattmur—. Si no paras de hablar, pronto nos alcanzarán, Sodal.
Ensimismado, Sodal Ye tardó en contestar. Al fin dijo:
—Tenemos que llegar un poco más arriba. Sólo un corto trecho. Detrás de ese espolón hay un camino secreto que desciende a las rocas. Allí encontraremos un pasaje que nos llevará directamente a la Bahía de la Bonanza, atravesando el acantilado. No te preocupes; esos pobres infelices tienen todavía mucho que trepar.
Sin esperar a que Sodal Ye terminase de hablar, Gren reanudó la marcha hacia el espolón.
Echándose a Laren sobre el hombro, Yattmur corrió hacia adelante. De pronto se detuvo.
—Sodal —dijo—. ¡Mira! Uno de los traveseros se ha estrellado detrás del espolón. ¡Tu camino de escape ha de estar totalmente bloqueado!
El espolón se alzaba en el borde del risco, como una descabellada chimenea construida en la cúpula de un tejado. Detrás de él, maciza y firme, yacía la mole de un travesero. No lo habían visto hasta entonces sólo porque tenían delante el flanco ensombrecido, que se elevaba como una extensión del risco.
Sodal Ye gritó:
—¿Cómo vamos a pasar por debajo de ese vegetal inmenso? —y azotó con la cola las piernas de Gren, furioso de frustración.
Gren se tambaleó y cayó contra la mujer que llevaba la calabaza. Los dos rodaron por el suelo mientras el sodal aleteaba junto a ellos, vociferando.
La mujer lanzó un grito de algo que era una mezcla de dolor y rabia, y se cubrió la cara mientras empezaba a sangrarle la nariz. El sodal le graznaba órdenes pero ella no le obedecía. Mientras Yattmur ayudaba a Gren a levantarse, el sodal dijo:
—¡Malditos sean tus descendientes comedores de estiércol! Le estoy ordenando que le diga a la otra que se desplace y vea cómo podemos salir de este atolladero. Patéala y oblígala a prestar atención… y luego vuelve a cargarme sobre tus espaldas, y a ver si en adelante eres más cuidadoso.
Otra vez empezó a gritarle a la mujer.
De improviso, la mujer se levantó. Tenía la cara contraída como un fruto exprimido. Tomó la calabaza, la balanceó en el aire y la estrelló contra el cráneo del sodal. El golpe lo dejó inconsciente. La calabaza se partió y la morilla resbaló como una melaza, cubriendo, con una especie de aletargada complacencia, la cabeza del sodal.
Las miradas de Gren y de Yattmur se encontraron, inquietas, interrogantes. La boca de la mujer que desaparecía se abrió en una carcajada silenciosa. La compañera se sentó a llorar; la duración de ese único momento de rebeldía había empezado y había terminado.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Gren.
—Veamos si podemos encontrar el pasadizo; eso es lo primero —dijo Yattmur.
Gren le acarició el brazo para reconfortarla.
—Si el travesero está vivo, quizá podamos encender un fuego debajo de él y hacer que se vaya —dijo.
Dejaron a las mujeres junto al sodal, esperando no se sabía qué, y echaron a andar hacia el travesero.