24

Yattmur deseaba hablarle al sodal del problema de Gren y la morilla. Pero como no conocía el arte de narrar una historia y de escoger los detalles significativos, le contó virtualmente toda la vida de ella, y cómo había vivido con los pastores aposentados en el linde de la selva cerca de la Boca Negra. Le relató luego la llegada de Gren, y Poyly, y habló de la muerte de Poyly, y de los peregrinajes que vinieron luego, hasta que como una mar gruesa el destino los había arrojado en las costas de la Ladera Grande. Le habló por fin del nacimiento del niño, y de cómo supo que Laren estaba amenazado por la morilla.

Durante todo el relato, el sodal trapacarráceo siguió tendido con aparente indiferencia sobre la piedra; el labio inferior le colgaba tan abajo que le descubría los bordes anaranjados de los dientes. Junto a él —en total indiferencia— la pareja de mujeres tatuadas yacía sobre la hierba flanqueando al encorvado portador, que aún seguía de pie como un monumento a la preocupación, con los brazos por encima del cráneo. El sodal no los vigilaba; tenía la mirada perdida en los cielos.

Al fin dijo:

—Eres un caso interesante. He oído los detalles de un número infinitesimal de vidas que no difieren mucho de la tuya. Comparándolas entre ellas, y sintetizándolas con mi extraordinaria inteligencia, me hago una idea clara de las postrimerías de este mundo.

Yattmur se levantó, furiosa.

—¡Merecerías que te derribara de tu percha, pez corrompido! —exclamó—. ¿Eso es todo cuanto tienes que decirme, cuando antes me ofreciste ayuda?

—Oh, podría decirte muchas cosas más, pequeña humana. Pero tu problema es tan simple que para mí es casi como si no existiera. Me he encontrado ya con esas morillas durante mis viajes, y aunque son astutas, tienen varios puntos débiles, fáciles de descubrir para una inteligencia como la mía.

—Sugiere algo, por favor, pronto.

—Sólo tengo una sugerencia que hacer: que le entregues el niño a tu compañero Gren cuando él te lo pida.

—¡Eso no!

—¡Ah, ah! Pues tendrás que hacerlo. No te vayas. Acércate y te explicaré por qué.

El plan no convenció a Yattmur. Pero más allá de la presunción y la pomposidad, había en el sodal una fuerza pétrea y tenaz. Por otra parte la presencia misma del sodal era imponente; la sonoridad con que pronunciaba las palabras hacía que pareciesen incontrovertibles; Yattmur fue confiada en busca de Laren, resuelta a seguir las instrucciones del sodal.

—No me atrevo a enfrentarme con él en la caverna —dijo.

—Entonces mándalo a buscar por tus guatapanzas —ordenó el sodal—. Y date prisa. Yo viajo en nombre del Destino, un amo que en estos momentos tiene muchos asuntos pendientes para ocuparse de tus problemas.

Hubo un prolongado retumbar de truenos, como si algún ser poderoso corroborara las palabras del sodal. Yattmur miró con ansiedad hacia el sol, todavía vestido con plumas de fuego, y luego fue a hablar con los guatapanzas.

Estaban echados los tres juntos sobre la tierra, abrazados, parloteando. Cuando Yattmur apareció en la boca de la caverna, uno de ellos recogió un puñado de tierra y guijarros y se lo arrojó.

—Antes tú no entras tú nunca vienes aquí ni quieres venir y ahora que quieres venir es demasiado tarde, ¡cruel dama lonja! Y ese pez trapacarráceo es mala compañía para ti… nosotros no queremos verte. Los pobres hombres panza no quieren verte aquí… o dejamos que amables pieles ásperas te coman en la cueva.

Yattmur se detuvo; sentía una confusa mezcla de cólera, remordimiento y miedo. Al fin les dijo con voz firme:

—Si es así, vuestros problemas apenas comienzan. Sabéis que quiero ser vuestra amiga.

—Tú haces todos nuestros problemas. ¡Pronto fuera de aquí!

Yattmur se alejó hacia la otra caverna, seguida por los gritos de los guatapanzas. No sabía si el tono era insultante o suplicante. El relámpago, con muecas burlonas, le movía la sombra alrededor de los tobillos. El pequeño se le revolvía en los brazos.

—¡Quieto! —le dijo con impaciencia—. No te hará daño.

Gren estaba echado en el fondo de la caverna, en el mismo rincón en que lo había visto antes. Un relámpago le atravesó fugazmente la máscara pardusca, en la que sólo los ojos centelleaban, acechando. Advirtió que ella lo miraba; sin embargo, no se movió ni habló.

—¡Gren!

Tampoco entonces se movió ni habló.

Vibrante de tensión, desgarrada entre el amor y el odio, Yattmur se inclinó, indecisa. Centelleó otro relámpago y ella alzó una mano entre los ojos y la luz, como si se negara a ver.

—Gren, puedes tener al niño si lo quieres.

Entonces Gren se movió.

—Ven a buscarlo afuera; aquí hay demasiada oscuridad —dijo ella, y salió. Una náusea le vino a la boca ante la miserable dificultad de existir. La luz jugaba inconstante en las faldas saturninas, y Yattmur se sintió todavía más mareada.

El trapacarráceo yacía aún sobre la piedra; a su sombra, en el suelo, estaban las calabazas, ahora vacías, y el desdichado portador, las manos en alto, los ojos clavados en el suelo. Yattmur se sentó pesadamente de espaldas a la roca, cobijando al niño en el regazo.

Un momento después, Gren salió de la caverna.

Caminando lentamente, con las rodillas temblorosas, se acercó a ella.

Yattmur transpiraba, no sabía si a causa del calor o de la tensión. Sin atreverse a mirar la masa pulposa que cubría la cara de Gren, cerró los ojos, y sólo los volvió a abrir cuando lo sintió cerca, mirándolo a la cara cuando él se inclinó hacia ella y el niño. Gorjeando, Laren le tendió confiado los brazos.

—¡Niño razonable! —dijo Gren con aquella voz que le era ajena—. ¡Serás un niño distinto, un niño prodigioso, y yo jamás te abandonaré!

Yattmur temblaba ahora de pies a cabeza y a duras penas podía sostener al pequeño. Pero Gren estaba allí, de rodillas, tan próximo que el olor que exhalaba la invadió, acre y viscoso. Y vio, a través de las pestañas temblorosas, que el hongo que cubría la cara de Gren empezaba a moverse.

Colgaba por encima de la cabeza del niño, preparándose para caer sobre él. Yattmur lo observó, esponjoso y purulento, entre una superficie de piedra y una calabaza vacía. Yattmur creía estar respirando a gritos entrecortados, y que por eso Laren se echaba a llorar… y otra vez el tejido resbaló por la cara de Gren, lento y pesado como un potaje espeso.

—¡Ahora! —gritó Sodal Ye, autoritario y acuciante.

Yattmur empujó de golpe la calabaza vacía por encima de la cabeza del niño. La morilla, al caer, quedó prisionera, atrapada en el fondo de la calabaza. Gren se combó hacia un costado, y Yattmur pudo verle el rostro verdadero, retorcido como una cuerda en un nudo de dolor. La luz, rápida como un pulso, aparecía y desaparecía, pero ella sólo sentía que algo gritaba, y se desmayó sin reconocer su propio grito.

Dos montañas se entrechocaron como quijadas con una tumefacta y llorosa versión de Laren perdida entre ellas. Yattmur volvió en sí, se incorporó de golpe, y la visión monstruosa desapareció.

—Así que no estás muerta —dijo el sodal, irritado—. Ten la bondad de levantarte y hacer callar a tu hijo, ya que mis mujeres no son capaces.

Yattmur tenía la impresión de haber estado tanto tiempo sumergida en la noche, que le parecía increíble que la escena apenas hubiese cambiado. La morilla yacía inerte en el fondo de la calabaza, y Gren de bruces junto a ella. Sodal Ye seguía sobre la roca. La pareja de mujeres tatuadas estrechaba a Laren contra los pechos resecos, sin conseguir acallar el llanto del niño.

Yattmur se incorporó, lo tomó en brazos y le acercó a la boca un pecho lozano; el pequeño se puso a mamar con voracidad y dejó de llorar. Poco a poco los estremecimientos que sacudían a Yattmur fueron calmándose.

Se inclinó por encima de Gren y le acarició el hombro. Gren volvió la cara.

—Yattmur… —murmuró.

Tenía lágrimas en los ojos. Regueros de picaduras rojas y blancas se entrecruzaban en los hombros, la cabeza y la cara de Gren, allí donde la morilla le había hincado las sondas nutricias.

—¿Se ha ido? —preguntó, y era otra vez la voz de Gren.

—Mírala —dijo Yattmur. Con la mano libre inclinó la calabaza para que Gren pudiera mirar dentro.

Gren miró durante largo rato a la morilla; viva aún, pero impotente e inmóvil, yacía como un excremento en el fondo de la calabaza. Rememoró —más con asombro ahora que con temor— todo lo ocurrido desde el momento en que la morilla cayera sobre él por primera vez en las selvas de la Tierra de Nadie, las cosas que, como un sueño, habían quedado atrás: los largos viajes por tierras desconocidas, las empresas que había tenido que acometer, y principalmente todos esos conocimientos que el Gren anterior, el Gren libre, nunca hubiera alcanzado.

Sabía bien que todo esto había ocurrido por mediación del hongo morilla, no más poderoso ahora que un resto de comida quemada en el fondo de un cuenco; y comprendió por qué al principio había aceptado con gratitud aquel estímulo, pues le había ayudado a superar ciertas limitaciones, para él naturales. Sólo cuando las necesidades vitales de la morilla se opusieron a las de él, el proceso se hizo maligno, sorbiéndole casi literalmente el seso, de modo que acatando las órdenes de la morilla, había llegado a renegar de su propia naturaleza.

Ahora todo había pasado. El parásito había sido derrotado y ya nunca volvería a oír la voz de la morilla tañéndole en la cabeza.

No obstante, lo que ahora sentía era más soledad que triunfo. Pero exploraba ávidamente los largos corredores de la memoria, y reflexionaba: Algo bueno ha dejado en mí; soy capaz de juzgar, de ordenar mis pensamientos, aún puedo recordar lo que ella me enseñó… y ella sabía tantas cosas.

Le parecía en ese momento que a pesar de todo el dolor causado por la morilla, la mente que al principio era un charco de agua estancada se le había transformado en un mar de aguas vivas. Y miró con piedad al hongo en el fondo de la calabaza.

—No llores, Gren —oyó que decía Yattmur—. Estamos salvados, estamos todos salvados, y tú pronto estarás bien.

Gren se rió, estremeciéndose.

—Sí, pronto estaré bien —dijo. Frunció en una sonrisa la cara estropeada por las llagas, y acarició los brazos de Yattmur—. Pronto estaremos bien.

La tensión cedió entonces. Gren dio media vuelta y se quedó dormido.

Cuando despertó, Yattmur estaba atareada con Laren; el pequeño gorjeaba de contento mientras ella lo bañaba en el arroyo de la montaña. También las mujeres tatuadas estaban allí, yendo y viniendo con los cubos de agua que vertían sobre el trapacarráceo, todavía echado sobre la piedra mientras el portador continuaba petrificado en la actitud servil de costumbre. De los guatapanzas, nada se sabía.

Gren se incorporó con cautela. Tenía la cara tumefacta pero la mente despejada. ¿Qué era, entonces, el rumor trepidante que lo había despertado? Advirtió de reojo un movimiento, y al darse vuelta vio unas piedras y algunas que rodaban también en otro sitio de la ladera.

—Un terremoto —dijo Sodal Ye con voz cavernosa—. Ya he hablado con tu compañera Yattmur y le he explicado que no hay por qué alarmarse. El mundo se acaba, de acuerdo con mis predicciones.

Gren se puso de pie y dijo:

—Tienes una voz potente, cara de pez. ¿Quién eres?

—Yo te libré del hongo devorador, pequeño hombre, porque soy el Sodal, el Profeta de las Montañas Nocturnas, y todas las criaturas de las montañas oirán lo que he de decir.

Gren estaba aún pensando en todo esto, cuando llegó Yattmur y dijo:

—Has dormido tanto desde que te dejó la morilla. También nosotros hemos dormido, y ahora nos prepararemos para irnos.

—¿Irnos? ¿Hay algún sitio adónde ir?

—Te lo explicaré como se lo he explicado a Yattmur —dijo el sodal, parpadeando mientras las mujeres le echaban encima otra calabaza de agua—. He dedicado mi vida a recorrer estas montañas predicando la Palabra de la Tierra. Ahora ha llegado para mí el momento de regresar a la Bahía de la Bonanza, donde viven los míos, a recibir nuevas instrucciones. La Bahía se abre en el linde de las Tierras del Crepúsculo Perpetuo; si consigo llevaros hasta allí, podréis regresar fácilmente a vuestras selvas eternas. Yo seré vuestro guía y vosotros ayudaréis a quienes cuidan de mí en el camino.

Al ver que Gren titubeaba, Yattmur dijo:

—Tú sabes que no podemos quedarnos en Ladera Grande. Nos trajeron aquí contra nuestros propios deseos. Ahora tenemos la oportunidad de irnos y hemos de aprovecharla.

—Si tú lo quieres, así será, aunque yo estoy cansado de viajar.

La tierra tembló de nuevo. Con un humor involuntario, Yattmur, dijo:

—Tenemos que irnos de las montañas antes que se vayan las montañas. —Y agregó—. Y tenemos que persuadir a los guatapanzas, para que nos acompañen. Si se quedan, los monteorejas o el hambre acabarán pronto con ellos.

—Oh, no —dijo Gren—. Ya nos han causado bastantes molestias. Deja que se queden aquí, los infelices. Yo no los quiero con nosotros.

—Desde el momento que ellos no quieren ir contigo, el problema está resuelto —dijo el sodal con una rápida sacudida de la cola—. Y ahora, en marcha, pues a mí nadie me hace esperar.

No tenían casi pertenencias, tan primitiva y natural era la vida que llevaban en la montaña. Prepararse significaba simplemente alistar las armas, juntar unos víveres para el viaje, y echar una última mirada a la caverna en que Laren había nacido.

Gren miró de soslayo una calabaza.

—¿Qué hacemos con la morilla? —dijo.

—Déjala que se pudra aquí —respondió Yattmur.

—La llevaremos con nosotros —dijo el sodal—. Mis mujeres la llevarán.

Las mujeres del sodal ya estaban activas, las líneas de los tatuajes confundidas con las arrugas, mientras forcejeaban para levantar al sodal de la piedra y transportarlo a los hombros del portador. Entre ellas se comunicaban sólo con gruñidos, aunque una era capaz de responder con monosílabos y gestos cuando el sodal le hablaba en una lengua que Gren desconocía. Observó fascinado aquella operación, hasta que el sodal quedó firmemente instalado sobre las espaldas del hombre.

—¿Por cuánto tiempo ha sido condenado a acarrearte este pobre infeliz? —preguntó.

—El destino de su raza, un destino elevado por cierto, es servir a los trapacarráceos. Ha sido adiestrado para eso desde edad temprana. No conoce ni desea conocer ninguna otra vida.

Emprendieron la marcha ladera abajo, con las dos esclavas a la cabeza de la comitiva. Yattmur echó una mirada atrás y vio a los tres guatapanzas que los contemplaban melancólicamente desde la entrada de la caverna. Los saludó y los llamó con una mano. Vio que se levantaban lentamente y echaban a andar tropezando uno con otro al tratar de mantenerse juntos.

—¡Adelante! —los alentó—. ¡Venid, y nosotros os cuidaremos!

—Nos han traído ya suficientes problemas —dijo Gren. Se agachó, recogió un puñado de piedras y se las arrojó a los guatapanzas.

Uno de los guatapanzas recibió una pedrada en la ingle, otro en el hombro. Dando media vuelta, huyeron hacia la caverna, mientras gritaban a voz en cuello que nadie los quería.

—Eres demasiado cruel, Gren. No tendríamos que dejarlos a merced de los pieles ásperas.

—Te digo que me tienen harto. Solos estaremos mejor.

Continuaron caminando, ladera abajo, mientras las voces de los guatapanzas se perdían a lo lejos. Gren y Yattmur nunca las oirían otra vez.